II

Observamos durante un largo rato el muro de vegetación escarlata sin encontrar palabras que expresaran nuestra reacción.

La parte más alta del matorral aparentaba ser lisa y redondeada, en particular hacia lo que aparentaba ser la copa. En este punto parecía una lomada suave y ondulante, aunque al mirar con mayor minuciosidad, pudimos ver que lo que parecía ser una pared uniforme estaba en realidad compuesta por miles o millones de ramas.

Más abajo, en la parte del matorral donde habíamos estado, su aspecto era completamente distinto. Aquí crecían plantas nuevas, nacidas, cabe suponer, de las semillas arrojadas por el cuerpo principal de la vegetación. Tanto Amelia como yo comentamos la horrible sensación de que el muro avanzaba inexorablemente, echando nuevos brotes y aumentando la extensión del matorral.

Entonces, aún mientras mirábamos anonadados este matorral increíble, vimos que el contacto de los rayos solares tenía un efecto instantáneo, pues todo a lo largo del muro surgió un quejido grave y profundo, y un sonido como el restallar de látigos. Primero se movió una rama, luego otra… luego a lo largo de todo ese acantilado viviente, tallos y ramas se movieron con algo parecido a una animación irracional.

Amelia apretó de nuevo mi brazo y señaló algo que estaba directamente delante de nosotros.

—¡Mira, Edward! —dijo—. ¡Mi bolso está allí!, debemos recuperarlo.

A unos diez metros de altura en el muro de vegetación, vi que había lo que parecía ser un hueco en la superficie aparentemente lisa. Mientras Amelia avanzaba hacia allí, comprendí que aquél debía ser el lugar donde la Máquina del Tiempo nos había depositado con tanta precipitación.

A pocos metros de allí, absurdo en este entorno, estaba el bolso de Amelia, enganchado en un tallo.

Corrí hacia adelante y alcancé a Amelia, justo cuando se preparaba a avanzar entre las plantas más cercanas, con la falda recogida hasta las rodillas.

—No puedes ir allí —dije—. ¡Las plantas están cobrando vida!

Mientras yo hablaba, una planta larga semejante a una enredadera avanzó como una serpiente, en silencio, hacia nosotros, y una vaina cargada de semillas estalló con un estampido como de revólver. Una nube de semillas, como partículas de polvo, se alejó de la planta flotando en el aire.

—¡Edward, es indispensable que recupere mi bolso!

—¡No puedes ir a buscarlo!

—Debo hacerlo.

—Tendrás que arreglarte sin tus cremas y tus polvos.

Furiosa, clavó sus ojos en mí por un instante.

—Ahí hay algo más que polvo facial. Dinero… mi frasco de coñac. Muchas cosas.

Se sumergió con desesperación entre las plantas, pero cuando lo hacía, una rama cobró vida crujiendo, y se levantó. Enganchó el ruedo de la falda, desgarró la tela e hizo girar a Amelia, quien cayó gritando.

Corrí hacia ella y la ayudé a alejarse de las plantas.

—Quédate aquí… yo iré —dije.

Sin pensarlo más, me abalancé hacia el interior de ese bosque de tallos que se movían y se quejaban, y trepé hacia donde había visto el bolso de Amelia por última vez.

No fue difícil al principio: aprendí con rapidez qué tallos podían soportar mi peso y cuáles no. Cuando la altura de los tallos sobrepasó mi cabeza, comencé a subir; me resbalé varias veces cuando la rama que sujetaba se rompía en mis manos, y soltaba una cascada de savia. Todo a mi alrededor las plantas se movían, crecían y sacudían los tallos como si fueran los brazos de una multitud dando vítores. Al mirar hacia arriba vi el bolso de Amelia colgando de uno de estos tallos, a unos seis metros por encima de mi cabeza. Logré trepar poco más de un metro hacia allí. No había en este punto nada que soportara mi peso.

Oí un crujido unos metros hacia mi derecha y me agaché, pues creí horrorizado que algún tallo importante estaba despertando a la vida… pero luego vi que era el bolso de Amelia que caía de la rama donde estaba enganchado.

Aliviado, abandoné mi inútil intento de trepar, y me arrojé entré los ondulantes tallos inferiores. El ruido que esta escandalosa vegetación producía ya era considerable, y cuando otra vaina de semillas explotó junto a mi oído, me dejó temporalmente sordo. Ahora mi único pensamiento era recuperar el bolso de Amelia y salir de esta vegetación de pesadilla. Sin importarme dónde ponía los pies, ni cuántos tallos rompía o cuánto me mojaba, me abrí paso violentamente entre las plantas, tomé el bolso y me dirigí de inmediato hacia el borde del matorral.

Amelia estaba sentada en el suelo, y arrojé el bolso a su lado. Sin razón alguna, estaba enojado con ella, aunque yo sabía que mi enojo era sólo una reacción contra mi terror.

Mientras Amelia me agradecía por haber ido a buscar el bolso, me alejé de ella y miré el muro de vegetación escarlata. Era evidente que la maleza estaba mucho más desordenada que antes, con tallos y ramas que surgían de todas partes. En el suelo, justo al borde del matorral, vi que aparecían nuevos brotes rosados. Las plantas avanzaban hacia nosotros, despacio pero sin pausa. Observé el proceso durante algunos minutos más viendo cómo la savia de las plantas adultas caía al suelo y regaba toscamente los nuevos brotes.

Cuando me volví otra vez hacia Amelia, ella estaba limpiando su rostro con un paño que había tomado de su bolso. A su lado, sobre el piso, estaba su frasco de coñac. Me lo alcanzó.

—¿Quieres un poco de coñac, Edward?

—Gracias.

Al fluir dentro de mi boca, el licor me hizo entrar en calor de inmediato. Bebí tan sólo un pequeño sorbo porque intuía que tendríamos que hacer durar lo que había.

Al salir el sol, ambos recibimos el beneficio de su calor. Era evidente que nos encontrábamos en una región ecuatorial, pues el sol se elevaba con rapidez y sus rayos eran cálidos.

—Edward, acércate.

Me senté en cuclillas delante de Amelia. Se veía fresca, pero entonces me di cuenta de que además de haberse lavado superficialmente con el paño facial humedecido, se había cepillado el cabello. Su ropa, sin embargo, estaba en condiciones espantosas: la manga de su chaqueta se había rasgado y había un largo desgarrón en la falda, donde la planta la había hecho girar. Había manchas y rayas rosadas en toda su ropa. Al mirarme a mí mismo, vi que mi traje nuevo estaba arruinado de la misma manera.

—¿Quieres limpiarte? —me dijo, ofreciéndome el paño.

Lo tomé y me limpié la cara y las manos.

—¿Cómo es que tienes esto? —pregunté maravillado ante el inesperado placer de lavarme.

—He viajado mucho —explicó—. Uno se acostumbra a prever cualquier contingencia.

Me mostró que tenía un estuche de viaje, con un jabón, un cepillo de dientes, un espejo, un par de tijeras plegadizas para uñas y un peine, además del paño facial.

Me pasé la mano por la cara, pensando que pronto necesitaría una afeitada, pero ésa era una contingencia que Amelia al parecer no había previsto.

Le pedí prestado el peine para arreglarme el cabello, y luego dejé que me arreglara el bigote.

—Ya está —dijo, con el último retoque—. Ahora estamos listos para regresar a la civilización. Pero primero debemos tomar algo como desayuno para subsistir.

Buscó dentro de su cartera y sacó una tableta grande de chocolate Menier.

—¿Se puede saber qué otra cosa tienes escondida ahí? —pregunté.

—Nada que nos sea de utilidad. Ahora bien, tendremos que racionar el chocolate porque es la única comida que tengo. Tomaremos dos cuadraditos cada uno ahora, y un poco más a medida que lo necesitemos.

Comimos el chocolate con fruición, y luego bebimos otro poco de coñac.

Amelia cerró su bolso, y nos pusimos de pie.

—Caminaremos hacia allá —dijo, señalando en dirección paralela al muro de vegetación.

—¿Por qué hacia allá? —pregunté, intrigado por su aparente resolución.

—Porque el sol salió por aquel lado —señaló el otro extremo del desierto—, y por lo tanto el matorral debe extenderse de Norte a Sur. Sabemos cuánto frío hace aquí de noche, por eso no hay nada mejor que hacer que ir hacia el Sur.

Su lógica no admitía controversia. Habíamos caminado unos cuantos metros cuando se me ocurrió un argumento.

—Das por sentado que aún estamos en el hemisferio Norte —dije.

—Por supuesto. Para tu información, Edward, ya he deducido donde aterrizamos. Estamos a tal altura y hace tanto frío que este lugar solo puede ser el Tíbet.

—En ese caso, estamos caminando hacia el Himalaya —repuse.

—Haremos frente a ese problema cuando se nos presente.