Mi cuerpo yacía en medio de una absoluta oscuridad, cubierto al parecer por algo mojado y correoso. Cuando traté de ponerme de pie, todo lo que conseguí fue agitar inútilmente los brazos y las piernas, y hundirme más aún en esa marisma de materia resbaladiza. Una hoja de algo me cayó sobre la cara, y la arrojé a un lado, respirando con gran dificultad. De pronto me encontré tosiendo, tratando de que llegara aire a mis pulmones, y como un náufrago que se ahoga me esforcé por subir, con la sensación de que si no lo hacía moriría asfixiado. No me podía sujetar de nada, puesto que todo lo que me rodeaba era suave, resbaladizo y húmedo. Era como si me hubieran arrojado de cabeza dentro de un inmenso banco de algas.
Sentí que caía, y esta vez me dejé caer, ya sin esperanza. Estaba seguro de que me ahogaría en este mar de vegetación húmeda, pues cada vez que giraba la cabeza esta sustancia repulsiva me cubría la cara. Ahora podía sentir su sabor: era un líquido insulso, ferroso.
En algún lugar cerca de mí, oí un grito apagado.
—¡Amelia! —llamé.
Mi voz surgió como un graznido jadeante, y de inmediato volví a toser.
—¿Edward? —Su voz sonaba aguda y asustada, y pude oír que ella también tosía. Debía encontrarse a unos pocos metros de mí, pero yo no podía verla, apenas si sabía hacia qué lado buscarla.
—¿Estás bien? —pregunté, y luego volví a toser sin fuerzas—. La Máquina del Tiempo, Edward… debemos abordarla… pronto se irá…
—¿Dónde está?
—A mi lado. No puedo alcanzarla, pero puedo sentirla con el pie.
Me di cuenta de que Amelia se encontraba a mi izquierda, y avancé hacia ella a los tropezones en medio de la ruidosa maleza, con los brazos extendidos y con la esperanza de chocar contra algo sólido.
—¿Dónde estás? —grité, tratando de que mi voz sonara algo mejor que el pobre sonido ronco que había logrado emitir hasta ahora.
—Aquí estoy, Edward. Guíate por mi voz. —Amelia estaba más cerca ahora, pero sus palabras sonaban extrañamente apagadas, como si ella también se estuviera ahogando.
—Me resbalé… No puedo encontrar la Máquina del Tiempo… está por aquí en alguna parte… —decía.
Desesperado, arremetí a través de la maleza y casi al instante encontré a Amelia. Mi brazo golpeó contra su pecho y en ese momento ella se prendió de mí.
—¡Edward… tenemos que encontrar la máquina!
—¿Dices que está por aquí?
—En algún lugar… cerca de mis piernas…
Me arrastré junto a ella, agitando los brazos en todas direcciones, buscando desesperadamente la máquina. Detrás de mí, Amelia había logrado incorporarse de algún modo y se puso a mi lado. De cara al suelo, deslizándonos, tosiendo y jadeando, temblando debido al frío que ya nos estaba penetrando en los huesos, buscamos la máquina durante mucho más de los tres minutos que, aunque ninguno de los dos lo admitiera, era todo el tiempo que habíamos tenido para encontrarla.