Estaba trastornado. Me puse de pie bruscamente y Amelia, que había estado apoyada contra mí, me miró atónita. Por encima de nosotros los días y las noches desfilaban a gran velocidad. Había un sorprendente e impetuoso tropel de sensaciones bullendo dentro de mí, causado, creo, por el vértigo de la atenuación, pero también porque algo instintivo me estaba preparando para lo que vino después. Di un paso adelante, puse el pie sobre el piso de la máquina, frente al asiento, y, sujetándome del barrote de bronce, logré agacharme delante de Amelia.
—Edward, ¿qué estás haciendo?
Hizo la pregunta con voz trémula y rompió en sollozos tan pronto la hubo terminado. No le presté atención, y en cambio observé los cuadrantes que se encontraban ahora a pocos centímetros de mi cara.
En la extraña luz de la procesión de días, vi que la máquina retrocedía en el tiempo a gran velocidad. Estábamos ahora en 1902, y en la primera mirada vi pasar la aguja de agosto a julio. La posición de la palanca, situada en el centro, enfrente de los cuadrantes, era casi vertical, y las varillas de níquel adosadas se extendían hacia adelante, hacia el corazón del mecanismo cristalino.
Me levanté un poco y me senté en la parte de adelante del asiento, por lo que Amelia se corrió hacia atrás para dejarme lugar.
—No debes tocar los controles —dijo, y sentí que se inclinaba a un lado para ver qué hacía yo.
Tomé el manubrio con ambas manos, y lo atraje hacia mí. Hasta donde yo podía ver, esto no tuvo ningún efecto sobre nuestro viaje. De julio pasamos a junio.
La preocupación de Amelia se acentuó.
—¡Edward, no debes interferir! —dijo en voz alta.
—¡Tenemos que seguir hacia el futuro! —grité, e hice girar el manubrio hacia un lado y hacia el otro, como cuando se dobla una esquina montado en una bicicleta.
—¡No! Hay que dejar que la máquina regrese automáticamente.
A pesar de todos mis esfuerzos con los controles, el proceso de retorno continuaba sin cambios. Amelia me sujetaba ahora los brazos tratando de alejar mis manos de la palanca. Noté que arriba de cada uno de los cuadrantes había una pequeña perilla de metal; tomé una de ellas con la mano. Observé que moviéndola era posible cambiar la fecha de destino. Resultaba evidente que ésta era la forma de interrumpir nuestro camino, puesto que en cuanto Amelia comprendió lo que yo estaba haciendo, sus esfuerzos por detenerme se hicieron más violentos. Se inclinaba hacia adelante, trataba de tomar mi mano y cuando esto fracasó, tomó un mechón de mis cabellos y tiró con fuerza hacia atrás, con el consiguiente dolor para mí.
Al sentir el tirón solté los controles, pero mis pies golpearon instintivamente hacia adelante. El taco de mi bota derecha tocó una de las varillas de níquel adosadas a la palanca principal, y en ese instante hubo una aterradora sacudida y todo a nuestro alrededor quedó en tinieblas.