IV

Toda la Máquina del Tiempo se inclinó como si se hubiera caído de cabeza en un abismo y yo grité alarmado, afirmándome para resistir el inminente impacto.

—¡Sujétate! —dijo Amelia, aunque no era necesario, porque no la habría soltado por nada del mundo.

—¿Qué sucede? —grité.

—No corremos peligro… Es un efecto de la atenuación.

Abrí los ojos y miré con algo de temor hacia el laboratorio, y comprobé anonadado que la máquina permanecía firme sobre el piso. El reloj de la pared ya avanzaba vertiginosamente, y más aún, mientras yo miraba el sol salía detrás de la casa y pasaba con rapidez sobre nosotros. Casi antes de que notáramos su paso, la oscuridad caía otra vez como un manto negro arrojado sobre el techo.

Aspiré profundamente sin querer, y me di cuenta de que al hacerlo varios de los largos cabellos de Amelia habían entrado en mi boca. Aun en medio de las intensas emociones del viaje pude disfrutar un momento de esta furtiva intimidad.

Amelia me gritó:

—¿Estás asustado?

No era momento para simular.

—¡Sí! —repuse.

—Sujétate… no hay peligro.

Hablábamos en voz alta sólo para dar rienda suelta a nuestro entusiasmo; en la dimensión atenuada todo estaba en silencio.

El sol salía y se ponía casi en el mismo momento. El período de oscuridad que seguía era más corto, y el día siguiente más corto aún… ¡La Máquina del Tiempo avanzaba velozmente hacia el futuro!

Tan solo unos pocos segundos después, así nos pareció, la sucesión de días y noches se hizo tan rápida que ya no pude detectarla, y veíamos lo que nos rodeaba en medio de un gris resplandor crepuscular.

A nuestro alrededor, los detalles del laboratorio se hicieron borrosos y la imagen del sol se convirtió en una faja de luz aparentemente fija en un cielo azul profundo.

Al hablar con Amelia, sus cabellos habían escapado de mi boca. Me rodeaba una vista espectacular, y aun así no tenía comparación con la sensación de tener a esta joven en mis brazos. Impulsado sin duda por la segunda copa de oporto, me volví audaz, acerqué la cara y tomé varios cabellos entre los labios. Levanté apenas la cabeza haciendo que los cabellos se deslizaran sensualmente por la lengua. No pude detectar reacción alguna de Amelia, de modo que dejé caer los cabellos y tomé algunos más. Tampoco ahora me detuvo. La tercera vez incliné la cabeza a un lado, para que no se desacomodara el sombrero, y apoyé los labios con suavidad pero con mucha firmeza sobre la piel blanca y sedosa de su cuello.

Amelia sólo me permitió hacerlo durante un segundo, y luego se inclinó hacia adelante, como dominada por un repentino entusiasmo y dijo:

—¡La máquina se está deteniendo, Edward!

Por encima del techo de vidrio se podía notar que el sol se movía ahora con más lentitud, y los períodos de oscuridad entre las apariciones del sol se podían distinguir mejor, aunque sólo ahora fuera como brevísimos instantes de oscuridad.

Amelia comenzó a leer los cuadrantes que estaban delante de ella.

—¡Estamos en diciembre, Edward! ¡Enero… enero de 1903! Febrero…

Uno por uno iba nombrando los meses, y las pausas entre sus palabras iban haciéndose más largas.

Entonces dijo:

—Estamos en junio, Edward… ¡casi hemos llegado!

Miré el reloj para confirmar, pero el mecanismo se había detenido inexplicablemente.

—¿Llegamos? —pregunté.

—Todavía no.

—Pero el reloj de la pared no funciona.

Amelia le echó una mirada breve.

—Nadie le dio cuerda. Eso es todo.

—Entonces tendrás que avisarme cuando lleguemos.

—La rueda se está deteniendo… casi no nos movemos… ¡Ahora!

Y con esta palabra se quebró el silencio de la atenuación. En algún lugar justo fuera de la casa hubo una colosal explosión y algunos de los cristales se rompieron. Algunas astillas cayeron sobre nosotros.

A través de las paredes transparentes vi que era de día y el sol brillaba… pero había humo en el aire y podíamos oír el crujir de la madera ardiendo.