III

—¿Ves lo que hago? —preguntó Amelia—. Estos cuadrantes se pueden fijar de antemano con exactitud de segundos. Puedo elegir cuántas horas, días o años viajaremos.

Desperté de mis sueños apasionados y observé por encima de su hombro. Vi que señalaba una hilera de pequeños cuadrantes que indicaban los días de la semana, los meses del año… y luego algunos otros que marcaban decenas, cientos y también miles de años.

—Por favor, no fijes una fecha muy adelantada como punto de destino —dije, mirando el último cuadrante—. Todavía tengo que tomar mi tren.

—¡Pero regresaremos al momento de partida, aunque viajáramos cien años!

—Puede ser. No seamos imprudentes.

—Si tienes miedo, Edward, viajaremos sólo hasta mañana.

—No… hagamos un viaje largo. Me has demostrado que la Máquina del Tiempo es segura. ¡Vayamos al siglo próximo!

—Como quieras. Podemos ir al que le sigue, si quieres.

—Tengo interés en el siglo veinte… avancemos primero diez años.

—¿Diez nada más? Eso no tiene nada de aventura.

—Debemos ser sistemáticos —dije, pues aunque no soy timorato, no me agradan las aventuras—. Vayamos primero a 1903, luego a 1913, y así sucesivamente, recorriendo el siglo a intervalos de diez años. Tal vez veremos algunos cambios.

—Bien. ¿Estás listo ya?

—Sí, lo estoy —repuse, volviendo a rodear su cintura con los brazos. Amelia hizo más ajustes en los cuadrantes. Vi que seleccionaba el año 1903, pero los cuadrantes que indicaban los días y los meses estaban muy abajo y yo no los alcanzaba a ver.

—Escogí el 22 de junio. Es el primer mes del verano, de modo que el clima será agradable —dijo Amelia.

Tomó La palanca con las manos, y se enderezó. Yo me afirmé para la partida.

En ese momento, para sorpresa mía, Amelia de pronto se puso de pie y se alejó del asiento.

—Por favor, espera un momento, Edward —dijo.

—¿Adonde vas? —pregunté algo alarmado—. ¡La máquina me llevará en su viaje!

—No hasta que se accione la palanca. Es solo que… Bueno, si vamos a viajar tan lejos, quisiera llevar mi bolso.

—¿Para qué? —exclamé, sin poder creer lo que oía.

Amelia parecía un poco incómoda.

—No sé, Edward. Es que nunca voy a ninguna parte sin mi bolso.

—Entonces también trae tu sombrero —sugerí, riéndome ante tan inesperada demostración de debilidades femeninas.

Salió con rapidez del laboratorio. Miré distraído los cuadrantes durante un momento, luego, siguiendo un impulso, me bajé y fui hasta el corredor a buscar mi sombrero. ¡Si ésta iba a ser una expedición, viajaría debidamente equipado!

Tuve otro impulso y fui hasta la sala; allí serví otras dos copas de oporto y las llevé al laboratorio.

Amelia había vuelto antes que yo y ya estaba sentada en el asiento de cuero. Delante de este último había colocado su bolso y llevaba puesto el sombrero.

Le alcancé una de las copas de oporto.

—Brindemos por el éxito de nuestra aventura.

—Y por el futuro —respondió.

Ambos bebimos alrededor de la mitad del contenido de las copas, luego las coloqué sobre un banco, a un costado.

Me senté detrás de Amelia.

—Ahora estamos listos —dije, asegurándome el sombrero. Amelia tomó la palanca con ambas manos y la atrajo hacia ella.