I

El tiempo pasaba, y pronto Amelia sugirió que regresáramos a la casa.

—¿Corremos una carrera o volvemos paseando? —dije, sin especial entusiasmo por ninguna de las dos posibilidades, puesto que descansar juntos bajo los árboles me había resultado una experiencia exquisita. El día estaba aún cálido y soleado, y flotaba en el parque un aire caliente, agradable y cargado de polvo.

—Volveremos paseando —contestó resuelta—. No se hace ejercicio andando en bicicleta sin pedalear.

—Y podemos regresar más despacio —agregué—. ¿Lo haremos otra vez, Amelia? Quiero decir, ¿volveremos a pasear en bicicleta juntos otro fin de semana?

—No podremos vernos todos los fines de semana —dijo—. A veces debo trabajar y en algunas ocasiones salgo de viaje.

Sentí un arranque ilógico de celos ante la idea de que viajara con Sir William.

—Pero cuando estés aquí, ¿pasearemos entonces?

—Tendrás que invitarme.

—En ese caso lo haré.

Cuando volvimos a las bicicletas, primero desandamos el tramo donde habíamos corrido la carrera y recuperamos mi sombrero perdido. No había sufrido daños, y me lo puse calzándolo bien sobre los ojos para impedir que se volara otra vez. Durante el regreso a la casa no sucedió nada, y la mayor parte del tiempo permanecimos en silencio. Yo comenzaba a comprender por fin la verdadera razón que me había traído a Richmond esa tarde; no era de ningún modo para conocer a Sir William, pues, aunque todavía me fascinaba lo que sabía de él, habría cambiado con gusto la inminente entrevista por una o dos horas más, o toda la noche, en el parque con Amelia.

Entramos a la propiedad a través de un pequeño portón junto a la abandonada máquina voladora de Sir William, y llevamos las bicicletas de vuelta al cobertizo.

—Voy a cambiarme de ropa, dijo Amelia.

—Te ves encantadora tal como estás —comenté.

—¿Y tú? ¿Piensas ver a Sir William con el traje cubierto de pasto? —Se acercó y arrancó una brizna de pasto que de alguna manera se había introducido debajo del cuello de mi chaqueta.

Entramos a la casa a través de la puerta-ventana, y Amelia hizo sonar un timbre. Al instante apareció un sirviente.

—Hillyer, éste es Mr. Turnbull. Se quedará a tomar el té y a cenar con nosotros. ¿Podría ayudarlo a arreglarse?

—Desde luego, Miss Fitzgibbon. —El sirviente se volvió hacia mí—. ¿Quiere venir por aquí, señor?

Me indicó que lo siguiera, y nos dirigimos hacia el corredor. Desde atrás, Amelia lo llamó.

—Hillyer —dijo—. ¿Podría decirle también a Mrs. Watchets que estaremos listos para el té dentro de diez minutos, y que lo tomaremos en la sala de fumar?

—Bien, señorita.

Hillyer me llevó a través de la casa hasta el primer piso, donde había un pequeño cuarto de baño. En su interior, había jabón y toallas, y, mientras yo me lavaba, Hillyer se llevó mi chaqueta para que la cepillaran.

La sala de fumar estaba en la planta baja, y era una habitación pequeña, cómodamente amueblada, que usaban con frecuencia. Amelia estaba esperándome; tal vez mi comentario sobre su aspecto la había halagado, porque después de todo no se había cambiado, sino que apenas se había puesto un saquito sobre la blusa.

La vajilla estaba dispuesta en una mesita octogonal, y nos sentamos para esperar a Sir William. Según el reloj de la chimenea, eran las cuatro y media pasadas, y Amelia llamó a Mrs. Watchets.

—¿Ha hecho la llamada para el té? —le preguntó.

—Sí, señorita, pero Sir William todavía se encuentra en su laboratorio.

—Entonces, ¿podría usted recordarle que esta tarde tiene un invitado?

Mrs. Watchets salió de la habitación, pero uno o dos minutos después la puerta del otro lado de la sala se abrió, y un hombre alto y fornido entró con prisa. Vestía camisa y chaleco y llevaba la chaqueta en el brazo. Estaba tratando de desenrollar las mangas de la camisa, y al entrar miró hacia mí. De inmediato me puse de pie.

Se dirigió a Amelia y dijo:

—¿Tomamos el té aquí? ¡Casi he terminado!

—Sir William, ¿recuerda usted que le hablé de Edward Turnbull?

El científico volvió a mirarme.

—¿Turnbull? ¡Encantado de conocerlo! —Me saludó con un gesto impaciente—. Tome asiento, por favor. Amelia, ayúdame con el puño.

Extendió el brazo, y ella se inclinó para abrochar el gemelo. Cuando estuvo listo, el hombre desenrolló la otra manga y Amelia también abrochó el correspondiente gemelo. Entonces, Sir William se calzó la chaqueta y se dirigió hasta la repisa de la chimenea. Eligió una pipa y la llenó con tabaco que sacó de una tabaquera. Yo esperaba con nerviosismo; me preocupaba si el hecho de que Sir William había estado a punto de terminar su trabajo indicaba que éste había sido un momento poco propicio para visitarlo.

—¿Qué opina de ese sillón, Turnbull? —preguntó sin volverse.

—Siéntate bien atrás —dijo Amelia—. No en el borde. Así lo hice y entonces me pareció que el material del cojín se reacomodaba para adaptarse a la forma de mi cuerpo. Cuanto más me reclinaba, tanto más cedía y se ajustaba a mí.

—Lo he diseñado yo —explicó Sir William, volviéndose de nuevo hacia nosotros, mientras encendía su pipa. Luego agregó, sin aparente relación—: ¿Cuál es su especialidad?

—¿Mi… qué…?

—Su campo de investigación. ¿Es hombre de ciencia, no?

—Sir William —intervino Amelia—. Mr. Turnbull está interesado en los automóviles, ¿recuerda usted?

En ese momento me acordé de que mi valija de muestras estaba aún donde yo la había dejado al llegar: en el vestíbulo.

Sir William me miró otra vez.

—¿Automóviles, eh? Un buen pasatiempo para un joven. Fue una etapa pasajera en mi caso, creo. Desarmé mi coche porque las piezas me resultaban más útiles en el laboratorio.

—Pero el automóvil cada vez es más popular, señor —dije—. Después de todo, en los Estados Unidos…

—Sí, sí, pero yo soy un científico, Turnbull. Los automóviles son sólo un aspecto de todo un nuevo campo de investigación. Estamos ahora casi en el siglo veinte, que está llamado a ser el siglo de la ciencia. Lo que la ciencia puede lograr no tiene límite.

Mientras Sir William hablaba, su mirada no estaba fija en mí, sino que se perdía por encima de mi cabeza. Sus dedos jugaban con el fósforo que había apagado.

—Estoy de acuerdo en que es un tema de gran interés para mucha gente, señor.

—Sí, pero creo que ese interés lleva un rumbo equivocado. La idea general es hacer que lo que ya tenemos trabaje mejor. Se habla de trenes más veloces, barcos más grandes. Yo creo que todo eso será obsoleto dentro de poco. Para cuando el siglo veinte termine, Turnbull, el hombre viajará sin dificultad entre los planetas del sistema solar tal como ahora lo hace por Londres. Conoceremos a los pueblos de Marte y Venus como ahora conocemos a los franceses y los alemanes. ¡Me atrevería a decir que llegará más lejos aún… más allá de las estrellas del Universo!

En ese momento, Mrs. Watchets entró en la habitación trayendo una bandeja de plata con una tetera, una jarra de leche y una azucarera. La interrupción me alegró, pues la combinación de las sorprendentes ideas de Sir William y su actitud nerviosa eran casi más de lo que yo podía soportar. Él también se sintió feliz de que lo interrumpieran, creo, pues mientras la mucama colocaba la bandeja sobre la mesa y comenzaba a servir el té, Sir William se alejó y se detuvo junto al extremo de la repisa de la chimenea. Encendió de nuevo su pipa y, mientras lo hacía, pude observarlo por primera vez sin que me distrajeran sus ademanes.

Era, como he dicho, un hombre alto y grande, pero lo que más llamaba la atención era la cabeza, alargada y ancha. Su cara era pálida y los ojos grises. El cabello de las sienes comenzaba a ralear, pero el resto crecía abundante y revuelto, exagerando el tamaño de su cabeza; además, Sir William tenía una barba espesa que acentuaba la palidez de su piel.

Lamenté no haberlo encontrado más tranquilo, pues en el corto tiempo que Sir William llevaba en la habitación había destruido la sensación de bienestar que reinaba cuando yo estaba con Amelia, y ahora me sentía tan nervioso como él. De pronto se me ocurrió que él mismo tal vez no estuviera acostumbrado a tratar con extraños, que estaba más habituado a trabajar solo durante muchas horas. Mi ocupación me obligaba a tratar con muchos extraños y era parte de mi trabajo poder lograr una buena relación, y por lo tanto, por más paradójico que suene, comprendí de repente que en este aspecto yo podía tomar la iniciativa.

Cuando Mrs. Watchets salía de la habitación, me dirigí a Sir William y le dije:

—Señor, usted dice que casi ha terminado; espero no haberlo interrumpido.

La simplicidad del ardid logró el efecto deseado. Sir William caminó hasta una de las sillas vacías y se sentó, y al responder ordenó sus palabras con más calma.

—No, por supuesto que no —dijo—. Puedo seguir después del té. De todos modos necesitaba un descanso.

—¿Puedo preguntarle sobre la naturaleza de su trabajo?

Sir William miró a Amelia por un momento, pero la expresión de la joven no cambió.

—¿Le ha dicho Miss Fitzgibbon lo que estoy construyendo en este momento?

—Me ha comentado algo, señor. Por ejemplo, vi su máquina voladora.

Para sorpresa mía Sir William se echó a reír.

—¿Cree que estoy tan demente como para tener algo que ver con esas locuras, Turnbull? Mis colegas científicos me dicen que volar en una máquina más pesada que el aire es imposible. ¿Usted qué opina?

—Es un concepto novedoso, señor.

No respondió, pero siguió mirándome, de modo que me apresuré a continuar:

—Me parece que el problema es la falta de una fuente de energía apropiada. El diseño es correcto.

—No, no, el diseño también está mal. Yo lo estaba enfocando mal. Ya he hecho que el vuelo con máquinas sea obsoleto, ¡y aún antes de probar ese artefacto que usted vio!

Bebió parte de su té con rapidez; entonces, sorprendiéndome con su velocidad, se levantó bruscamente del sillón y cruzó la habitación hasta llegar junto a un aparador. Luego de abrir un cajón, sacó un paquete delgado y me lo dio.

—Mire esto, Turnbull, y dígame qué piensa.

Lo abrí y en su interior encontré siete retratos fotográficos. En la primera fotografía se veían la cabeza y hombros de un niño; en la segunda, el niño era un poco mayor; en la tercera había un adolescente; en la cuarta, un hombre joven, y así sucesivamente.

—¿Son todas de la misma persona? —pregunté, pues había notado un parecido en todos los rostros.

—Sí —dijo Sir William—. Es un primo mío, y por casualidad le tomaron esas fotografías a intervalos regulares. Ahora bien, Turnbull, ¿nota algo con respecto a ellas? ¡No! ¿Cómo puedo esperar que usted se me adelante? Constituyen una selección representativa de la Cuarta Dimensión.

Como yo fruncí el ceño, Amelia dijo:

—Sir William, este concepto tal vez sea nuevo para Mr. Turnbull.

—¡No más que el de volar en máquinas más pesadas que el aire! Usted ha comprendido eso, Turnbull; ¿por qué no habría de comprender la Cuarta Dimensión?

—¿Se refiere usted al… concepto de…? —Me sentía desconcertado.

—¡Espacio y tiempo! Eso es, Turnbull… ¡Tiempo, el gran misterio!

Miré a Amelia en busca de más apoyo, y me di cuenta de que ella había estado observando mi cara. Sus labios esbozaban una sonrisa, y de inmediato supuse que ella había oído a Sir William exponer este tema muchas veces.

—Estos retratos, Turnbull, son representaciones bidimensionales de una persona tridimensional. Cada uno puede representar su estatura y ancho, y aun pueden dar una idea aproximada de su grosor… pero nunca podrán ser más que chatos trozos de papel de dos dimensiones. Tampoco pueden revelar que el modelo se ha ido desplazando toda su vida a través del Tiempo. Tomados en conjunto, se asemejan a la Cuarta Dimensión.

Ahora Sir William paseaba por la habitación, con los retratos que había tomado de mis manos, y los agitaba con grandes ademanes mientras hablaba. Cruzó hasta la repisa de la chimenea, y los dispuso uno al lado del otro.

—Tiempo y espacio son en esencia lo mismo. Camino por esta habitación, y me he desplazado en el espacio algunos metros… pero en ese mismo momento también me desplacé en el tiempo algunos segundos. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Que un movimiento complementa al otro —repuse inseguro.

—¡Exacto! Y ahora estoy trabajando para separar los dos… para facilitar el viaje por el espacio sin incluir el tiempo, y por el tiempo sin incluir el espacio. Permítame demostrarle a qué me refiero.

Bruscamente giró sobre sus talones y salió con rapidez de la habitación. La puerta se cerró con un golpe detrás de él.

Yo estaba pasmado. Sólo miraba a Amelia, moviendo la cabeza. Entonces ella dijo:

—Debí imaginar que estaría agitado. No siempre es así, Edward. Estuvo todo el día solo en el laboratorio y, al trabajar así, a menudo se entusiasma.

—¿Dónde ha ido? —dije—. ¿Habrá que seguirlo?

—Volvió al laboratorio. Creo que te mostrará algo que ha hecho.

En ese preciso instante, la puerta se abrió de nuevo y Sir William regresó. Traía con mucho cuidado una pequeña caja de madera y miraba a su alrededor buscando donde ponerla.

—Ayúdame a correr la mesa —me pidió Amelia.

Hicimos a un lado la mesa con el servicio de té, y acercamos otra. Sir William colocó la caja en el centro y se sentó. Con tanta rapidez como había surgido, su entusiasmo pareció disiparse.

—Quiero que observe esto con atención —dijo— pero no quiero que lo toque. Es muy delicado.

Sacó la tapa de la caja. La parte de adentro estaba forrada con una tela suave, afelpada, y descansando en el interior de la caja había un diminuto aparato que a primera vista tomé por el mecanismo de un reloj.

Sir William lo sacó de la caja con cuidado y lo puso sobre la mesa.

Me incliné hacia adelante y lo observé detenidamente. De inmediato encontré algo familiar en el aparato, y me di cuenta de que una gran parte de él estaba hecha de esa extraña sustancia cristalina que ya había visto dos veces esa tarde. El parecido con un reloj era engañoso, según pude comprobar ahora, y se debía simplemente a la precisión con que las pequeñas piezas estaban armadas y a algunos de los metales utilizados en su fabricación. Las que logré reconocer parecían pequeñas varillas de níquel, unas piezas de bronce muy pulidas y una rueda dentada brillante de cromo o plata. Una parte del mecanismo estaba hecho de una sustancia que podría haber sido marfil, y la base era de una madera dura, parecida al ébano. Sin embargo, es difícil describir lo que vi, ya que la sustancia semejante al cuarzo estaba por todas partes, distorsionando la visión, presentando cientos de pequeñas facetas desde cualquier ángulo en que yo observara el mecanismo.

Me puse de pie, y me alejé un par de metros. Desde allí, el dispositivo parecía de nuevo un mecanismo de reloj, si bien bastante fuera de lo común.

—Es hermoso —dije, y observé que Amelia también lo miraba.

—Usted, joven, es una de las primeras personas del mundo en ver un mecanismo que hará real para nosotros la Cuarta Dimensión.

—¿Y este aparato trabajará de verdad? —pregunté.

—Sí, lo hará. Ha sido probado como corresponde. Según yo lo disponga, esta máquina avanzará o retrocederá en el Tiempo.

Amelia dijo:

—¿Podría hacer una demostración, Sir William?

Sir William no contestó, en cambio se reclinó en el sillón. Miraba fijamente el extraño dispositivo con rostro pensativo. Permaneció así durante unos cinco minutos, y parecía que no tenía conciencia de nuestra presencia; bien podríamos no haber existido. Se inclinó hacia adelante un momento y observó de cerca el aparato. Al ver esto quise decir algo, pero Amelia me hizo una seña y permanecí en silencio. Sir William tomó el mecanismo y lo expuso a la luz de la ventana. Extendió una mano para tocar la rueda dentada, luego vaciló, y colocó el dispositivo de nuevo sobre la mesa. Una vez más se reclinó sobre el sillón y observó su invento con gran concentración. Esta vez permaneció inmóvil durante casi diez minutos, y comencé a sentirme inquieto, temiendo que Amelia y yo fuéramos una molestia para él.

Por fin se inclinó hacia adelante y guardó el aparato en la caja. Se puso de pie.

—Debe disculparme, Mr. Turnbull —dijo—. Sé me acaba de ocurrir la posibilidad de introducir una pequeña modificación.

—¿Desea que me vaya, señor?

—De ninguna manera, de ninguna manera.

Tomó la caja de madera, luego salió con rapidez de la habitación. Detrás de él, la puerta se cerró con un golpe.

Miré a Amelia y ella sonrió, haciendo desaparecer de inmediato la tensión que había caracterizado los últimos minutos.

—¿Volverá? —pregunté.

—No creo. La última vez que se comportó así, se encerró en su laboratorio y nadie, salvo Mrs. Watchets, lo vio durante cuatro días.