En la fecha indicada dejé la estación de Richmond y caminé sin apuro a través del pueblo. Casi todos los negocios estaban cerrados, pero había mucho tránsito —la mayoría faetones y coches cerrados con familias que disfrutaban de su paseo dominical— y las calles estaban atestadas de peatones. Por mi parte, me dediqué a pasear como los demás, sintiéndome elegante y a la moda con la ropa que había comprado el día anterior. Más aún, me había permitido derrochar en la compra de un sombrero de paja, que llevaba inclinado, como reflejo del humor despreocupado que tenía. Lo único que recordaba mi modo de vivir habitual era la valija de muestras, en la que sólo había dejado los tres pares de antiparras. Hasta la desusada falta de peso de la valija acentuaba la naturaleza especial de esta visita.
Era demasiado temprano, por supuesto, pues había dejado mi alojamiento poco después del desayuno. Estaba decidido a no llegar tarde y por lo tanto había exagerado al calcular el tiempo que me tomaría el viaje. Había disfrutado de una pausada caminata a través de Londres hasta la estación de Waterloo; el viaje en tren había durado alrededor de veinte minutos, y allí estaba yo, gozando del aire templado y el tibio sol de una mañana de mayo.
En el centro del pueblito, pasé junto a la iglesia cuando los feligreses salían: los caballeros, serenos y formales, vestían traje; las damas, alegres con su vestimenta colorida, llevaban sombrillas. Seguí caminando hasta llegar al puente de Richmond, allí me aparté para acercarme al Támesis y mirar los botes que navegaban entre las márgenes arboladas.
Era un contraste tan grande con la agitación y los olores de Londres; por mucho que me gustara vivir en la metrópoli, el permanente contacto de la gente, el ruido del tránsito y la capa húmeda y gris de emanaciones industriales que se desplazaba por sobre los tejados, todo contribuía a una excesiva presión sobre la mente. Era reconfortante encontrar un lugar como éste, tan cerca del centro de Londres, que gozaba de una elegancia que a menudo me resultaba fácil olvidar que todavía existía.
Continué mi paseo a lo largo de uno de los senderos que bordeaban el río, luego me volví y me encaminé hacia el pueblo. Allí encontré un restaurante abierto y pedí un sustancioso almuerzo. Luego de terminarlo, regresé a la estación, pues antes había olvidado averiguar los horarios de los trenes que volvían a Londres por la noche.
Por fin llegó la hora de partir hacia Richmond Hill; atravesé de nuevo el pueblo, siguiendo The Quadrant, hasta llegar al cruce con el camino que iba hacia el puente de Richmond. De allí tomé un camino secundario que se abría a la izquierda, colina arriba. Sobre mi izquierda, todo a lo largo del camino, había edificios. Al principio, casi al pie de la colina, las casas estaban construidas en terreno elevado y había uno o dos negocios. Cerraba el conjunto un bar —el Queen Victoria, si mal no recuerdo— y más adelante el estilo y el tipo de casa cambiaban en forma perceptible.
Varias estaban situadas a considerable distancia del camino, casi invisibles tras la espesura de los árboles. A mi derecha, se extendía un parque con más árboles, y al subir un poco más vi la amplia curva del Támesis entre los prados de Twickenham. Era un lugar en extremo hermoso y pacífico.
En lo alto de la colina, el camino se convertía en un sendero de carretas lleno de pozos, que se internaba en el parque atravesando Richmond Gate, y el pavimento desaparecía por completo. En este punto había un sendero más estrecho que subía la ladera en forma más directa y por allí comencé a caminar. Poco después vi un portón con el nombre Reynolds House tallado en los pilares de piedra y supe que había llegado a destino.
El camino para coches era corto, pero describía una curva cerrada en forma de S de tal manera que la casa no se veía desde la entrada. Tomé por ese camino, observando el modo en que se había permitido que los árboles y los arbustos crecieran libremente. En varias partes, la vegetación estaba tan crecida que apenas dejaba paso a un carruaje.
La casa apareció en seguida, y de inmediato me impresionó su tamaño. A mis ojos inexpertos, el cuerpo principal parecía tener alrededor de cien años, pero habían agregado dos alas grandes y más modernas a cada costado, y una parte del patio así formado estaba cerrada con una estructura de vidrio con armazón de madera, a la manera de un invernadero.
Alrededor de la casa, los arbustos estaban podados y a un lado de ella había una extensión de césped bien cuidado que la rodeaba hasta llegar al otro extremo.
Me di cuenta de que la entrada principal estaba parcialmente oculta detrás de una parte del invernadero —al principio no la había visto— y me dirigí hacia allí. Al parecer, no había nadie cerca; la casa y los jardines estaban en silencio, y no había movimiento en ninguna de las ventanas.
Al pasar junto a las ventanas del invernadero, oí de pronto el rechinar de metal contra metal y vi un destello de luz amarilla. Por un instante percibí la silueta de un hombre, inclinado hacia adelante, perfilada por una lluvia de chispas. Luego el chirrido cesó y de nuevo todo quedó a oscuras en el interior.
Toqué el timbre que estaba junto a la puerta, y luego de unos minutos me atendió una mujer regordeta, de mediana edad, con vestido negro y delantal blanco. Me quité el sombrero.
—Quisiera ver a Miss Fitzgibbon —dije, cuando entraba al vestíbulo—. Creo que me espera.
—¿El señor tiene una tarjeta?
Estaba yo a punto de sacar mi tarjeta comercial de siempre, proporcionada por Mr. Westerman, pero entonces recordé que ésta era más bien una visita personal.
—No —repuse—, pero ¿querría usted anunciar a Mr. Edward Turnbull?
—Espere, por favor.
Me llevó hasta una sala, y cerró las puertas detrás de mí.
Yo debía haber caminado con demasiada energía al subir la colina, pues descubrí que estaba acalorado y tenía la cara roja y húmeda de transpiración. Me sequé la cara con el pañuelo tan rápido como pude; luego, para calmarme, me puse a observar la habitación, con la esperanza de que una evaluación de los muebles me proporcionara un panorama de los gustos de Sir William. En realidad, la habitación estaba escasamente amueblada, al punto de parecer desnuda. Había una pequeña mesa octogonal delante del hogar, y junto a ella dos sillones desteñidos, pero esto, aparte de las cortinas y una alfombra raída, era todo lo que había.
Poco después la mucama regresó.
—¿Quiere acompañarme, Mr. Turnbull? —dijo—. Puede dejar su valija aquí, en el vestíbulo.
La seguí a lo largo de un corredor, luego giramos a la izquierda y llegamos a una cómoda sala que se comunicaba con el jardín por medio de una puerta-ventana. La mucama me indicó que cruzara por allí, y al hacerlo, vi a Amelia sentada junto a una mesa blanca de hierro forjado, colocada en el césped debajo de dos manzanos.
—Mr. Turnbull, señora —anunció la mujer, y Amelia hizo a un lado el libro que había estado leyendo.
—Edward —exclamó—. Has llegado antes de lo que esperaba. ¡Qué suerte! ¡Es un día tan hermoso para pasear!
Me senté del otro lado de la mesita. Había notado que la mucama aún estaba de pie junto a la puerta-ventana.
—¿Quiere traernos un poco de limonada, Mrs. Watchets? —le dijo Amelia y luego se volvió hacia mí—. Debes tener sed después de la caminata cuesta arriba. Beberemos sólo un vaso cada uno y luego nos iremos.
Era un verdadero placer volver a verla, y una sorpresa tan agradable comprobar que Amelia era tan hermosa como yo la recordaba. Tenía puesto un atractivo conjunto de blusa blanca y falda de seda azul oscuro, y en la cabeza llevaba un sombrerito de rafia con flores. El cabello castaño rojizo, bien cepillado y sujeto detrás de las orejas con una horquilla, caía prolijamente sobre su espalda. Estaba sentada de tal modo que el sol le daba en la cara, y cuando la suave brisa agitaba las ramas de los manzanos, las sombras que éstas dibujaban en su rostro parecían acariciar su piel. Pude observar su perfil: era hermosa en muchas formas, y además el peinado enmarcaba sus encantadores rasgos de manera exquisita. Admiré la gracia con que estaba sentada, la delicadeza de su piel blanca, el candor de sus ojos.
—No traje una bicicleta conmigo —dije—. No…
—Tenemos muchas aquí y puedes usar una de ellas. Estoy encantada de que hayas podido venir hoy, Edward. Hay tantas cosas que quiero contarte.
—Lamento profundamente haberte ocasionado problemas —dije, tratando de desahogar la única preocupación que había estado rondándome—. Mrs. Anson no tuvo dudas de mi presencia en tu habitación.
—Creo que te echaron.
—En seguida después del desayuno —expliqué—. No vi a Mrs. Anson…
En ese momento reapareció Mrs. Watchets, trayendo una bandeja con una jarra de vidrio y dos vasos, y yo dejé mi frase sin terminar. Mientras Mrs. Watchets servía la limonada, Amelia me señaló un extraño arbusto sudamericano que crecía en el jardín (Sir William lo había traído al volver de uno de sus viajes transoceánicos), y yo demostré un gran interés en la planta.
Cuando estuvimos solos otra vez, Amelia dijo:
—Hablaremos sobre estos asuntos cuando estemos paseando. Estoy segura de que Mrs. Watchets se escandalizaría tanto como Mrs. Anson si supiera de nuestras conversaciones nocturnas.
Había algo en su forma de hablar en plural que me hizo sentir una emoción placentera, aunque no sin un dejo de culpa.
La limonada estaba deliciosa: helada, y con un marcado sabor acre que estimulaba el paladar. Terminé mi vaso con rapidez desmedida.
—Háblame un poco del trabajo de Sir William —le pedí—. Me dijiste que ya no le interesa su carruaje sin caballos. ¿En qué está trabajando en este momento?
—Tal vez si vas a conocer a Sir William, deberías preguntarle a él. Pero no es ningún secreto que ha construido una máquina voladora más pesada que el aire.
La miré anonadado.
—¡No puedes hablar en serio! —exclamé—. Ninguna máquina puede volar.
—Los pájaros vuelan; y son más pesados que el aire.
—Sí, pero tienen alas.
Me miró pensativa durante un momento.
—Será mejor que la veas tú mismo, Edward. Está más allá de aquellos árboles.
—En ese caso —dije— sí, déjame ver este aparato imposible.
Dejamos los vasos sobre la mesa, y Amelia me guió a través del parque hacia un monte de árboles, que cruzamos en dirección a Richmond Park —el cual se extendía hasta los límites de la propiedad— hasta llegar a un sector que habían nivelado y cuya superficie habían cubierto con una capa dura y compacta. Allí estaba la máquina voladora.
Era más pesada de lo que podría haber imaginado, pues medía alrededor de seis metros en su punto más ancho. Era evidente que estaba inconclusa: el armazón, que era de tirantes de madera, no estaba revestido y no parecía haber ningún lugar donde el piloto pudiera sentarse. A cada lado del cuerpo principal había un ala inclinada de tal modo que la punta tocaba el suelo. La apariencia general era similar a la de una libélula descansando, aunque no tenía en absoluto la belleza de ese insecto.
Nos acercamos a la máquina, y pasé los dedos sobre la superficie del ala más cercana. Al parecer había varios travesaños de madera debajo de la tela, que tenía la textura de la seda. Estaba extendida muy tirante de modo que el tamborileo de los dedos sobré ella producía un sonido hueco.
—¿Cómo trabaja? —pregunté.
Amelia se acercó al cuerpo principal de la máquina.
—El motor estaba colocado en esta posición —explicó, señalando cuatro tirantes más gruesos que los otros—. Luego este sistema de poleas llevaba los cables que subían y bajaban las alas.
Amelia señaló las bisagras mediante las cuales las alas se movían hacia arriba y hacia abajo, y comprobé al levantar un ala que el movimiento era poderoso y uniforme.
—¡Sir William debería haber continuado con esto! —afirmé—. Volar sería algo maravilloso con toda seguridad.
—Se desilusionó —dijo Amelia—. No estaba satisfecho con el diseño. Una noche me dijo que necesitaba tiempo para reconsiderar su teoría del vuelo, porque esta máquina sólo imita infructuosamente los movimientos de un pájaro. Dijo que necesitaba una completa reevaluación. También agregó que el motor de movimiento oscilante que estaba usando era demasiado pesado para la máquina y no lo bastante poderoso.
—Yo hubiera pensado que un hombre del talento de Sir William podría haber modificado el motor —dije.
—Por supuesto que lo hizo. Mira aquí.
Amelia señaló un extraño grupo de piezas, colocado en lo profundo de la estructura. Al principio parecía estar hecho de marfil y estaño, pero tenía una característica cristalina que de algún modo engañaba la vista, en tal forma que no era posible ver los componentes dentro de sus profundidades multifacéticas y titilantes.
—¿Qué es esto? —pregunté muy interesado.
—Un dispositivo inventado por Sir William. Es una sustancia que aumenta la energía, y tuvo cierto efecto. Pero, como dije, Sir William no estaba satisfecho con el diseño y abandonó la máquina por completo.
—¿Dónde está ahora el motor? —dije.
—En la casa. Sir William lo usa para generar electricidad para su laboratorio.
Me incliné para examinar la sustancia cristalina más de cerca, pero aun así, era difícil averiguar cómo estaba hecha. Estaba desilusionado con la máquina voladora y pensaba que habría sido divertido verla volar.
Erguido de nuevo, vi que Amelia había retrocedido un poco. Le pregunté:
—Dime, ¿alguna vez ayudas a Sir William en su laboratorio?
—Si me llama para que lo haga.
—¿De modo que eres su confidente?
Ella repuso:
—Si te refieres a que yo podría convencerlo para que compre las antiparras que vendes, creo que sí.
No contesté nada, pues no estaba pensando en el condenado asunto de las antiparras.
Habíamos comenzado a caminar despacio de regreso hacia la casa y, al llegar al jardín, Amelia sugirió:
—¿Salimos ahora a dar nuestro paseo en bicicleta?
—Con todo gusto.
Entramos a la casa y Amelia llamó a Mrs. Watchets. Le dijo que nosotros saldríamos por el resto de la tarde, y que el té debía servirse como siempre a las cuatro y media.
Luego fuimos a un galpón donde había varias bicicletas amontonadas; cada cual eligió una y las empujamos por los terrenos que rodeaban la casa, hasta el borde de Richmond Park.