Mi habitación y mi cama estaban frías y no pude dormir. Permanecí despierto toda la noche pensando sin cesar en temas que no podían estar más alejados de lo que me rodeaba.
Por la mañana, con inesperada lucidez a pesar de no haber dormido, fui el primero en bajar a desayunar, y cuando me sentaba en mi lugar habitual el camarero principal se me acercó.
—Saludos de Mrs. Anson, señor —dijo—. ¿Sería tan amable de ocuparse de esto en cuanto termine de desayunar?
Abrí el delgado sobre marrón y encontré mi cuenta en su interior. Cuando dejé el salón de desayuno descubrí que habían empacado mis pertenencias y que mi equipaje estaba a mi disposición en el vestíbulo de la entrada. El Camarero principal recibió mi dinero y me acompañó a la puerta. Ninguno de los otros huéspedes me había visto partir; no hubo señales de Mrs. Anson. Permanecí allí, en el penetrante fresco matinal, aún aturdido por la precipitación con que me obligaban a irme. Después de un momento, llevé mis valijas a la estación y las dejé en la oficina de equipajes. Me quedé cerca del hotel todo el día, pero no vi rastros de Amelia. Al mediodía fui a la posada de Ilkley Road, pero ella no apareció. Al acercarse la noche, volví a la estación y tomé el último tren del día para Londres.