IV

Miss Fitzgibbon tomó una de las copas de mis manos, y bebió el coñac.

—¿Quiere un poco más? —ofreció con suavidad.

—Sí, por favor.

El frasco estaba ahora casi vacío, pero compartimos lo que quedaba.

Observé el rostro de Miss Fitzgibbon, pálido a la luz de gas, y me pregunté si yo también tendría el mismo color ceniciento.

—Por supuesto, debo irme de inmediato —dije.

La joven sacudió la cabeza rechazando la idea.

—Lo verían. Mrs. Anson no se atrevería a volver aquí, pero no se irá directamente a dormir.

—¿Entonces qué puedo hacer?

—Tendremos que esperar. Creo que si se va dentro de una hora ella ya no estará por acá.

—Estamos comportándonos como si fuéramos culpables —dije—. ¿Por qué no puedo irme ahora y decirle a Mrs. Anson toda la verdad?

—Porque ya hemos recurrido al engaño, y ella me ha visto con ropa de dormir.

—Sí, claro.

—Tendré que apagar las lámparas de gas, como si estuviera acostada. Hay una pequeña lámpara de aceite y podemos sentarnos junto a aquello —dijo, señalando un biombo—. Si usted quisiera correrlo delante de la puerta, Mr. Turnbull, servirá para disimular la luz y el sonido de nuestras voces.

—Lo correré de inmediato —repuse.

Miss Fitzgibbon echó más carbón al fuego, encendió la lámpara de aceite y apagó las de gas.

La ayudé a correr los dos sillones hasta el hogar; luego coloqué la lámpara sobre la repisa de la chimenea.

—¿Le importaría esperar un rato? —preguntó.

—Preferiría irme —respondí, incómodo— pero creo que usted tiene razón. No me gustaría enfrentarme con Mrs. Anson en este momento.

—Entonces, trate de calmarse, por favor.

—Miss Fitzgibbon, me sentiría mucho más tranquilo si usted se vistiera de nuevo.

—Pero debajo de la bata tengo puesta mi ropa interior.

—Aun así.

Entré al cuarto de baño unos instantes, y cuando salí la joven se había vestido otra vez. Sin embargo, aún llevaba el cabello suelto, lo cual me resultó muy agradable, pues en mi opinión su rostro así enmarcado se lucía más.

Cuando me sentaba, me dijo:

—¿Puedo pedirle otro favor sin que se escandalice más?

—¿De qué se trata?

—Me sentiré más cómoda durante esta hora si usted deja de llamarme por mi apellido. Me llamo Amelia.

—Lo sé. Oí que Mrs. Anson la llamaba así. Yo me llamo Edward.

—Eres tan formal, Edward —reprochó.

—No puedo evitarlo, estoy acostumbrado a serlo.

Ya no estaba tenso, y me sentía muy cansado. A juzgar por la forma en que estaba sentada, Miss Fitzgibbon —o Amelia— se sentía igual. El abandono de las formalidades era un modo similar de relajarse, como si la abrupta irrupción de Mrs. Anson hubiera barrido con las cortesías habituales. Ambos habíamos sufrido y superado una catástrofe en potencia y eso nos había acercado uno al otro.

—Amelia, ¿crees que Mrs. Anson sospechaba que yo estaba aquí? —pregunté.

Me miró con malicia.

—No —dijo—. Lo sabía.

—¡Entonces te he comprometido! —exclamé.

—Soy yo quien te ha comprometido. El engaño fue idea mía.

—Eres muy franca. Creo que nunca he conocido a nadie como tú.

—Pues, a pesar de tu convencionalismo, Edward, no creo haber conocido antes a nadie como tú.