II

El cuarto de Miss Fitzgibbon era más grande que el mío, y más cómodo. Había dos lámparas de gas en la pared, y cuando la joven agrandó la llama una luz cálida y brillante invadió la habitación. En el hogar ardía un fuego de carbón y las ventanas estaban adornadas con largos y lujosos cortinados de terciopelo. En un rincón había una cama grande de estilo francés, con el cubrecama recogido. La mayor parte de la habitación, sin embargo, estaba ocupada por muebles que no habrían desentonado en una sala común y corriente: una chaise longue, dos sillones, algunas alfombras, un enorme aparador, una biblioteca y una pequeña mesa.

Nervioso, me quedé junto a la puerta mientras Miss Fitzgibbon iba hacia el espejo y desenredaba las antiparras de su cabello. Las depositó sobre la mesa.

Luego de quitarse el sombrero, dijo:

—Tome asiento, por favor, Mr. Turnbull.

Mirando las antiparras, repuse:

—Creo que debería irme ahora.

Miss Fitzgibbon permaneció en silencio, atenta al sonido de las voces que pasaban junto al pie de la escalera.

—Tal vez sería mejor si se quedara un poco más —dijo—. No sería correcto que lo vieran salir de mi habitación a esta hora.

Me reí con ella por cortesía, pero debo confesar que me sentí en extremo sorprendido ante ese comentario.

Me senté en uno de los sillones junto a la mesa; Miss Fitzgibbon fue hasta el hogar y atizó el fuego para que ardiera con más fuerza.

—Discúlpeme un momento, por favor —dijo. Cuando pasó junto a mí noté que la rodeaba un dejo del aroma de hierbas que yo había percibido antes. Desapareció por una puerta interna y la cerró tras de sí.

Permanecí sentado maldiciendo mi naturaleza impulsiva. Me sentía molesto y apenado por el incidente, pues estaba claro que Miss Fitzgibbon no tenía interés en mi Máscara ni tampoco la necesitaba. Era aún menos probable que persuadiera a Sir William a que probara mis antiparras. Yo la había importunado y comprometido, puesto que si Mrs. Anson, o cualquiera, en realidad, de los que estaban en el hotel, descubriera que yo había estado de noche solo en su habitación, entonces la reputación de la joven quedaría manchada para siempre.

Cuando Miss Fitzgibbon regresó, unos diez minutos después, oí el sonido sibilante de una cisterna y supuse que sería un baño privado, lo cual debía ser cierto, pues la joven parecía haber retocado su maquillaje, y su peinado era diferente: ya no llevaba el cabello recogido por completo en un apretado rodete, sino que había dejado caer parte de él sobre sus hombros. De nuevo pasó junto a mí para sentarse en otro sillón y entonces noté que el aroma de hierbas era más intenso.

Se sentó, y se reclinó sobre el respaldo con un suspiro. En su conducta hacia mí no había ninguna ceremonia.

—Bien, Mr. Turnbull —dijo—. Creo que le debo una disculpa. Siento haber estado tan altanera con usted en el corredor.

—Soy yo quien debe pedir disculpas —respondí de inmediato—. Yo…

—Fue una reacción natural, creo —continuó como si no me hubiese oído—. He pasado las últimas cuatro horas en compañía de Mrs. Anson, a quien al parecer nunca le faltan palabras.

—Estaba seguro de que eran amigas —dije.

—Se ha designado a sí misma como mi guardián y mentor. Yo escucho muchos de sus consejos. —Miss Fitzgibbon se puso de pie, otra vez se acercó al aparador y sacó dos copas—. Sé por su aliento que usted bebe, Mr. Turnbull. ¿Querría tomar una copa de coñac?

—Sí, gracias —repuse, tragando saliva con dificultad.

Sirvió un poco de coñac de un frasco metálico que había tomado de su bolso y puso las dos copas sobre la mesa que había entre los dos.

—Igual que usted, Mr. Turnbull, a veces siento la necesidad de fortificarme.

La joven volvió a sentarse. Levantamos las copas y comenzamos a beber.

—Ha dejado usted de hablar —dijo—. Espero no haberlo asustado.

La miré, impotente, lamentando haber iniciado esta inocente empresa.

—¿Viene a Skipton con frecuencia? —preguntó.

—Unas dos o tres veces por año. Miss Fitzgibbon, creo que debería despedirme. No es correcto que permanezca aquí a solas con usted.

—Pero aún no he descubierto por qué tenía usted tanto interés en mostrarme sus antiparras.

—Creí que usted podría persuadir a Sir William para que las probara.

Asintió, demostrando que comprendía.

—¿Y usted es vendedor de antiparras?

—No, Miss Fitzgibbon. Verá usted, la firma para la que trabajo fabrica…

Mi voz se desvaneció, puesto que oí en ese instante el sonido que ahora llamaba a las claras la atención de Miss Fitzgibbon. Ambos habíamos oído, del otro lado de la puerta, el crujir de las maderas del piso.

Miss Fitzgibbon se llevó un dedo a los labios, y permanecimos sentados en angustioso silencio. ¡Pocos minutos después, con golpes fuertes y perentorios, alguien llamó a la puerta!