I

Era costumbre del personal del Devonshire Arms —quizá por instrucciones de Mrs. Anson— rociar las tulipas de las lámparas de aceite con agua de colonia. Como consecuencia de ello, una fragancia dulce e intensa se esparcía por la planta baja del hotel, una fragancia tan persistente que aún hoy no puedo sentir el perfume del agua de colonia sin que aquel lugar vuelva a mi mente.

Esa noche, sin embargo, creí percibir un aroma diferente mientras subía las escaleras. Era más seco, menos pesado, más impregnado de hierbas que los perfumes de Mrs. Anson… pero dejé de percibirlo, entré en mi habitación y cerré la puerta.

Encendí las dos lámparas de aceite que había en el cuarto, luego compuse mi apariencia delante del espejo. Sabía que había rastros de alcohol en mi aliento, de modo que me cepillé los dientes y me puse una pastilla de menta en la boca. Me afeité, me peiné el cabello y el bigote y me cambié la camisa.

Cuando terminé, coloqué un sillón junto a la puerta y acerqué una mesa. Sobre esta última puse una de las lámparas y apagué la otra. Luego se me ocurrió tomar una de las toallas de Mrs. Anson, la doblé y la coloqué sobre el brazo del sillón. Ya estaba listo.

Me senté y me dispuse a leer una novela.

Transcurrió más de una hora, durante la cual, si bien tenía el libro abierto sobre las rodillas, no leí ni una sola palabra. Alcanzaba a oír un sutil murmullo de conversación que subía de las habitaciones de la planta baja, pero todo lo demás estaba en silencio.

Por fin oí pasos suaves en la escalera, y me preparé de inmediato. Dejé el libro a un lado, me puse la toalla plegada sobre el brazo. Esperé hasta que las pisadas sobrepasaran mi puerta y entonces salí.

En la tenue luz del corredor vi una figura femenina que al oírme se volvió. Era una mucama, y llevaba una botella de agua caliente con una funda de color rojo oscuro.

—Buenos noches, señor —dijo con un leve gesto de cortesía y luego continuó su camino.

Crucé al cuarto de baño, cerré la puerta. Conté lentamente hasta cien y luego regresé a mi habitación.

Otra vez esperé, ahora en un estado de agitación mucho mayor que antes.

A los pocos minutos oí otros pasos en la escalera, esta vez un poco más fuertes. De nueve esperé hasta que las pisadas pasaran, antes de salir. Era Hughes que iba a su habitación. Nos saludamos con una inclinación de cabeza, mientras yo abría la puerta del baño.

De vuelta en mi habitación empezaba a enfurecerme conmigo mismo por tener que emplear recursos complicados y pequeños engaños. Pero estaba decidido a seguir adelante tal como lo había planeado.

La tercera vez que oí pisadas, reconocí los pasos de Dykes, que subía saltando los escalones de dos en dos. Me sentí aliviado por no tener que representar la escena de la toalla.

Pasó otra media hora y comenzaba a perder la esperanza, preguntándome si habría calculado mal. Después de todo, Miss Fitzgibbon bien podía estar alojada en las habitaciones privadas de Mrs. Anson; yo no tenía motivo alguno para suponer que tuviera un cuarto en este piso.

Finalmente, sin embargo, la suerte me sonrió. Oí pasos suaves en la escalera y esta vez al asomarme al corredor vi la espalda de una mujer alta y joven que se alejaba. Arrojé la toalla dentro de mi habitación, tomé mi valija de muestras, cerré la puerta con suavidad, y la seguí.

Si se había dado cuenta de mi presencia detrás de ella no lo demostró. Caminó hasta el final del corredor, donde una pequeña escalera llevaba hacia arriba. Giró y subió.

Me apresuré en la misma dirección, y al llegar al pie de la escalera vi que estaba a punto de introducir la llave en la cerradura. La joven me miró.

—Disculpe, señorita —dije—. Permítame presentarme. Me llamo Turnbull, Edward Turnbull.

Mientras ella me observaba, me sentí terriblemente tonto, mirándola desde el pie de la escalera. No dijo nada, pero me contestó con una ligera inclinación de cabeza.

—¿Tengo acaso el placer de dirigirme a Miss Fitzgibbon? —proseguí—. ¿Miss A. Fitzgibbon?

—Soy yo —dijo con una voz agradable y bien modulada.

—Miss Fitzgibbon, comprendo que mi pedido le parecerá extraño, pero tengo aquí algo que creo que será de interés para usted. Me pregunto si podría mostrárselo.

Por un momento no dijo nada, sino que continuó mirándome. Luego dijo:

—¿De qué se trata, Mr. Turnbull?

Miré por el corredor, temiendo que en cualquier momento apareciera algún otro huésped.

—¿Me permite usted subir? —pregunté.

—No, no se lo permito. Yo bajaré.

Miss Fitzgibbon tenía un bolso grande de cuero que apoyó sobre el descanso, junto a su puerta. Luego, recogiendo un poco su falda, bajó lentamente la escalera.

Cuando estuvo frente a mí, en el corredor, continué:

—Sólo la detendré unos minutos. Fue una suerte que usted se hospedara en este hotel.

Mientras hablaba, me había agachado y trataba de abrir mi valija de muestras. Cuando lo logré, saqué una de las Máscaras Protectoras. Me puse de pie, con el artefacto en la mano y noté que Miss Fitzgibbon me observaba con curiosidad. Había algo en su mirada franca que desconcertaba.

—¿Qué es lo que tiene allí, Mr. Turnbull? —preguntó.

—La llamo Máscara Protectora de la Vista —respondí. No dijo nada, de modo que continué un poco confuso—. Verá, sirve tanto para los pasajeros como para el conductor, y se puede quitar con rapidez.

En ese instante, la joven se apartó de mí como para subir la escalera otra vez.

—¡Espere, por favor! —exclamé—. No me explico bien.

—Ya lo creo. ¿Qué tiene usted ahí y por qué debería interesarme tanto como para que usted se dirija a mí en el corredor de un hotel?

Su actitud era tan fría y formal que yo no sabía cómo expresarme.

—Miss Fitzgibbon, entiendo que usted es empleada de Sir William Reynolds, ¿no es así? —dije.

La joven confirmó este hecho, de modo que comencé a balbucear las razones por las que yo creía que la Máscara podría interesar a Sir William.

—Pero todavía no me ha dicho de qué se trata.

—Protege los ojos del polvo cuando se viaja en automóvil —dije y dejándome llevar por un impulso repentino, levanté la máscara y la sostuve sobre mis ojos. Entonces la joven se echó a reír, pero me pareció que su risa no era hiriente.

—¡Pero si son antiparras para viajar en automóvil! —exclamó—. ¿Por qué no lo dijo?

—¿Las ha visto ya? —pregunté sorprendido.

—Son comunes en los Estados Unidos.

—¿Entonces Sir William posee algunas?

—No… pero probablemente, piense que no las necesita.

Me agaché de nuevo, para revisar mi valija de muestras.

—Hay un modelo para damas —dije, buscando con afán entre los diversos productos que llevaba. Por fin encontré un modelo más pequeño producido por la fábrica de Mr. Westerman. Me puse de pie y se lo alcancé. En el apuro volteé sin darme cuenta la valija y una cantidad de álbumes para fotos, billeteras y agendas se desparramaron por el piso.

—Pruébese ésta, Miss Fitzgibbon —dije—. Está hecha de la mejor cabritilla.

Cuando volvía a mirar a la joven, creí por un momento que seguiría riendo, pero mostraba una expresión seria.

—No creo necesitar…

—Le aseguro que es muy cómoda.

Mi entusiasmo triunfó por fin, pues tomó las antiparras de cuero de mi mano.

—Tiene una correa ajustable —dije—. Por favor, pruébesela.

Me incliné una vez más y guardé en la valija las muestras desparramadas. Mientras lo hacía, miré de nuevo hacia el corredor.

Cuando volvía a ponerme de pie, Miss Fitzgibbon sostenía la Máscara sobre la frente y trataba de ajustar la correa. Tenía puesto un sombrero grande con flores, que dificultaba enormemente la tarea. Si al principio de la conversación me había sentido tonto, eso no era nada comparado con lo que sentía ahora. Mi naturaleza impulsiva y la torpeza de mis modales me habían llevado a una situación por demás embarazosa. Miss Fitzgibbon trataba, sin duda, de complacerme y mientras ella luchaba con el cierre, yo hubiera querido tener el valor de arrebatarle las antiparras y correr avergonzado hacia mi cuarto. En lugar de ello, permanecí delante de ella sin saber qué hacer, observando sus esfuerzos por aflojar la correa. Miss Fitzgibbon sonreía con paciencia.

—Al parecer se ha enredado en mi cabello, Mr. Turnbull.

Tiró de la correa, pero hizo un gesto de dolor al arrastrar algunos cabellos con el tirón. Yo quería ayudarla de algún modo, pero me sentía demasiado nervioso ante ella.

Tiró de nuevo de la correa, pero el cierre metálico estaba enredado en los cabellos.

Entonces, en el extremo opuesto del corredor oí voces y el crujir de la escalera de madera. Miss Fitzgibbon oyó lo mismo, pues también miró en esa dirección.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó con voz suave—. No pueden verme con esto en la cabeza.

Volvió a tirar, pero el dolor la hizo dar un paso atrás.

—¿Puedo ayudarla? —dije, acercándome.

En la pared junto a la parte superior de la escalera apareció una sombra, dibujada por las lámparas del vestíbulo.

—¡Nos descubrirán en cualquier momento! —exclamó Miss Fitzgibbon, con las antiparras colgando junto a la cara—. Será mejor que entremos en mi habitación por unos minutos.

Las voces se acercaban.

—¿Su habitación? —pregunté anonadado—. ¿Los dos solos? Después de todo…

—¿Quién más sugeriría usted? —replicó Miss Fitzgibbon—. ¿Mrs. Anson?

Recogiendo un poco su falda otra vez, subió con presteza la escalera hacia su puerta. Por mi parte, luego de dudar un par de segundos, tomé mi valija de muestras, manteniéndola cerrada con la mano, y seguí a la joven. Esperé mientras ella abría la puerta de la habitación y, un momento después, ambos nos encontrábamos en su interior.