III

Durante todo el día siguiente estuve cavilando sobre la forma de entablar conversación con Miss Fitzgibbon. Si bien cumplí con mis visitas a los negocios de la zona, no podía concentrarme, y regresé temprano al Devonshire Arms.

Como había dicho Dykes la noche anterior, era muy difícil tramar un encuentro con un miembro del sexo opuesto en este hotel. No podía aprovechar los recursos que las reglas de cortesía normalmente brindaban, y por lo tanto tendría que dirigirme a Miss Fitzgibbon directamente. Claro está que podía pedir a Mrs. Anson que me presentara a la joven, pero a decir verdad, me parecía que su presencia en la entrevista sería un impedimento.

Otro motivo de distracción durante el día había sido mi curiosidad sobre Miss Fitzgibbon misma. El comportamiento protector de Mrs. Anson parecía indicar que se trataba de una muchacha muy joven, cuya actitud como mujer soltera contribuía por cierto a confirmar esta hipótesis. De ser así, mi tarea era más difícil, pues ella confundiría sin duda mis intenciones con otras como las que Dykes alentaba.

Como nadie atendía el mostrador de recepción, aproveché la oportunidad para echar una mirada subrepticia al registro de huéspedes. La información de Dykes había resultado correcta, pues la última anotación estaba escrita con letra clara y prolija: Miss A. Fitzgibbon, Reynolds House, Richmond Hill, Surrey.

Me asomé al salón de viajantes antes de subir a mi habitación. Allí estaba Dykes, de pie frente al hogar, leyendo The Times.

Propuse que cenáramos juntos, y luego camináramos hasta uno de los bares del pueblo.

—¡Qué estupenda idea! —dijo—. ¿Estás celebrando algún triunfo?

—No exactamente. Pienso más en el futuro.

—Buena estrategia, Turnbull. ¿Nos vemos a las seis?

Así lo hicimos y poco después de la cena nos habíamos acomodado en un acogedor bar de nombre «La Cabeza del Rey», Cuando estábamos sentados ante dos vasos de oporto, y Dykes había encendido su cigarro, mencioné la principal preocupación que tenía en mi mente.

—¿Desearías que hubiera aceptado apostar contigo ayer a la noche?

—¿A qué te refieres?

—Tú me comprendes, con toda seguridad.

—¡Ah! —exclamó Dykes—. La viajante.

—Sí. Me preguntaba si te estaría debiendo cinco chelines ahora, de haber aceptado la apuesta.

—No tuve tanta suerte, amigo. La dama misteriosa permaneció encerrada con Mrs. Anson hasta que me retiré a dormir, y no vi trazas de ella esta mañana. Es una presa que Mrs. Anson guarda celosamente.

—¿Supones que se trata de una amiga personal?

—No, no lo creo. Está registrada como huésped.

—Claro —respondí.

—Has cambiado desde anoche. Creí que no te interesaba la dama.

—Sólo preguntaba —me apresuré a decir—. Parecías dispuesto a hablarle y quería saber cómo te había ido.

—Permíteme explicarlo de este modo, Turnbull. Consideré las circunstancias y decidí que mis talentos estaban mejor aprovechados en Londres. No veo forma de trabar relación con la joven en la que no intervenga Mrs. Anson. En otras palabras, querido amigo, reservo mis energías para el fin de semana.

Sonreí para mis adentros, mientras Dykes se lanzaba a relatar su última conquista, pues, aunque no había averiguado nada más sobre la joven, estaba seguro, por lo menos, de que no me vería envuelto en una competencia incómoda y engañosa.

Continué escuchando a Dykes hasta las nueve menos cuarto; entonces sugerí regresar al hotel, con la excusa de que tenía que escribir una carta. Nos separamos en el vestíbulo; Dykes entró en el salón para viajantes y yo subí a mi habitación. La puerta de la sala estaba cerrada, y pude oír la voz de Mrs. Anson del otro lado.