II

La mención del nombre de Sir William me sorprendió, pues él era en aquella época uno de los científicos más famosos de Inglaterra. Más aún, yo tenía un gran interés personal en ciertos asuntos indirectamente relacionados con Sir William, y la información casual que Dykes me había proporcionado era de suma importancia para mí.

En las décadas de 1880 y 1890 hubo un repentino auge de adelantos científicos y para aquellos interesados en estos temas fue un período fascinante. Nos aproximábamos al siglo veinte, y la perspectiva de entrar en una nueva era rodeada de maravillas científicas estimulaba a las mentes más brillantes del mundo. Daba la impresión de que cada semana aparecía un nuevo invento que prometía cambiar nuestra forma de vida: tranvías eléctricos, carruajes sin caballos, el cinematógrafo, las máquinas parlantes de los americanos… yo pensaba mucho en todo esto.

De todos, el carruaje sin caballos era el que más atraía mi imaginación. Hacía cosa de un año había tenido la suerte de que me invitaran a pasear en uno de estos maravillosos inventos, y desde entonces presentía que, a pesar del ruido y de los inconvenientes que traían aparejados, estas máquinas tenían un gran futuro.

Fue como resultado directo de esta experiencia que yo me había interesado, aunque en pequeña medida, en este floreciente invento. Luego de leer en un periódico un artículo sobre los conductores americanos, había convencido al propietario de la firma, Mr. Westerman mismo, para que agregara una nueva línea a su gama de productos. Se trataba de un instrumento que yo había dado en llamar Máscara Protectora de la Vista. Estaba hecha de cuero y vidrio y se la colocaba sobre los ojos sujetándola con correas, para protegerlos del polvo, los insectos, etcétera.

Corresponde agregar que Mr. Westerman no estaba totalmente convencido de la conveniencia de dicha máscara. En realidad, había fabricado sólo tres modelos de muestra, y me había comisionado para que los ofreciera a nuestros clientes habituales, con la aclaración de que sólo cuando hubiera obtenido pedidos en firme la máscara pasaría a ser un artículo permanente de la línea de productos Westerman.

Yo atesoraba mi idea y estaba aún orgulloso de la iniciativa, pero hacía ya seis meses que llevaba las máscaras en mi valija de muestras y hasta ese momento no había conseguido despertar ni el menor interés en ningún cliente. Al parecer, otras personas no estaban tan seguras como yo con respecto al futuro del carruaje sin caballos.

Sir William Reynolds, en cambio, era un caso diferente. Ya era uno de los conductores más famosos del país. Todavía nadie había superado su record de velocidad de algo más de 25 kilómetros por hora, establecido en el trayecto entre Richmond e Hyde Park Corner.

¡Si lograba interesarlo en mi Máscara, sin duda otros lo seguirían!

De este modo, conocer a Miss Fitzgibbon se convirtió en una necesidad imperiosa para mí. Esa noche, sin embargo, mientras yacía perturbado en la cama del hotel, no podría haber imaginado hasta qué punto mi Máscara Protectora cambiaría mi vida.