LA LECTURA Y EL DESARROLLO MENTAL
Hemos finalizado la tarea que se presentaba ante nosotros al principio del libro. Hemos mostrado que la actividad constituye la esencia de la buena lectura, y que cuanto más activa sea ésta, mejor será.
Hemos definido la lectura activa como la formulación de preguntas y hemos indicado qué preguntas deben plantearse ante cualquier libro y cómo deben responderse: de diversas formas según las diferentes clases de libros.
Hemos identificado y expuesto los cuatro niveles de lectura y mostrado que son acumulativos, que los más tempranos o inferiores están incluidos en los posteriores o superiores. Consecuentes con la intención que habíamos expresado, hemos hecho mayor hincapié en éstos que en aquéllos, poniendo así de relieve la lectura analítica y paralela. Como la analítica resulta quizá la menos conocida para la mayoría de los lectores, hemos realizado una exposición del tema más prolija que la de los demás niveles, presentado y explicado las reglas en el orden que deben aplicarse; pero casi todo lo dicho sobre la lectura analítica también es aplicable, con ciertas adaptaciones que se mencionan en el último capítulo, a la lectura paralela.
Hemos concluido la tarea, pero el lector quizá no haya finalizado la suya. No hará falta recordarle que se encuentra ante un libro práctico, ni que si lee una obra de este tipo tiene una obligación especial con respecto a ella. Como ya hemos dicho, si el lector de un libro práctico acepta los fines que éste propone y está de acuerdo en que los medios recomendados son adecuados y eficaces, tendrá que actuar como se le propone que haga. Quizá no acepte el objetivo fundamental que hemos apuntado, a saber, que debe ser capaz de leer lo mejor posible, ni los medios que hemos propuesto para logrado, es decir, las reglas de la lectura de inspección, analítica y paralela (en cuyo caso seguramente no estaría leyendo esta página); pero si acepta el objetivo y está de acuerdo en que los medios son adecuados, debe realizar el esfuerzo de leer como quizá no haya leído nunca.
En eso consisten la tarea y la obligación del lector, y quizá podamos ayudarle. Nosotros así lo creemos. La tarea recae sobre todo en él, que será quien haga todo el trabajo a partir de ahora (y quien obtenga todos los beneficios), pero aún quedan varias cosas por decir acerca del fin y los medios, punto este último que discutiremos en primer lugar.
A qué pueden ayudarnos los buenos libros
El término «medios» puede interpretarse de dos maneras. En el párrafo anterior nos referíamos a las reglas de la lectura, es decir, al método con el que se llega a ser mejor lector, pero también podíamos referirnos a las cosas que se leen. Tener un método sin materiales a los que aplicarlos resulta tan inútil como tener los materiales sin ningún método que aplicar.
En el último sentido del término, los medios que servirán al lector para mejorar la lectura son los libros. Hemos dicho que el método se aplica a cualquier material de lectura, y es cierto, si con ello se entiende cualquier clase de libro, de literatura, de ensayo, práctico o teórico, pero en realidad, el método, al menos como lo hemos ejemplificado en la exposición sobre la lectura analítica y la paralela, no se aplica a todos los libros, por la sencilla razón de que no todos lo requieren.
Hemos desarrollado este punto anteriormente, pero queremos insistir en él por su importancia para la tarea que aguarda al lector. Si lee con el fin de ser mejor lector, no puede leer cualquier libro o artículo. No mejorará si lo único que lee son obras dentro de los límites de su capacidad. Por eso debe acometer otras que le superen, pues sólo con ellas se ensancha la mente, la única forma de aprender.
Por tanto, reviste importancia crucial no sólo saber leer bien, sino identificar los libros que imponen las exigencias que requiere el mejoramiento de la destreza lectora. Una obra que sólo entretenga puede resultar una diversión agradable para pasar un par de horas de ocio, pero de ella no se puede esperar más que simple entretenimiento. No estamos en contra de la diversión por derecho propio, pero deseamos insistir en que no va acompañada por un mejoramiento en la destreza lectora, y lo mismo podría decirse de un libro que simplemente informa de hechos que el lector no conocía si no contribuye a aumentar la comprensión de tales hechos. Leer para informarse no ensancha más la mente que leer para divertirse. Puede parecer lo contrario, pero se debe tan sólo a que la mente del lector está más llena de hechos que antes de leer el libro. Sin embargo, en esencia se encuentra en la misma situación que estaba anteriormente: se ha producido un cambio cuantitativo, pero no una mejora de la destreza.
Hemos dicho en repetidas ocasiones que el buen lector es exigente consigo mismo. Lee activamente, realizando esfuerzos. A continuación vamos a decir algo distinto: que los libros con los que deseará practicar, sobre todo la lectura analítica, también deben plantearle exigencias al lector. Deben dar la impresión de superar su capacidad, si bien éste no ha de temer que ocurra así en la realidad, porque no existe ningún libro completamente ininteligible si se le aplican las reglas para la lectura que hemos descrito, lo que, naturalmente, no significa que vayan a obrar milagros inmediatos. Hay ciertos libros que continuarán ensanchando la mente por muy buen lector que se sea, precisamente los que se deben buscar con más ahínco, porque son los que mejor pueden ayudarnos a aumentar la destreza lectora.
Algunos lectores cometen el error de pensar que tales obras —las que presentan un constante reto a su destreza— siempre tratan temas relativamente desconocidos. En la práctica, equivale a creer que sólo las obras científicas y quizá también las filosóficas satisfacen dicho criterio, pero no es cierto. Ya hemos señalado que los grandes libros científicos resultan en muchos sentidos más fáciles de leer que los no científicos, debido al cuidado con que los especialistas en estos campos ayudan a llegar a un acuerdo con ellos en cuanto a los términos, a identificar las proposiciones clave y a expresar los argumentos principales, ayudas que no proporcionan las obras poéticas que, a la larga, pueden resultar las más dificultosas y las que plantean más exigencias. En muchos sentidos, Homero es más difícil de leer que Newton, a pesar de que en la primera lectura se entienda mejor al poeta. La razón estriba en que Homero trata temas sobre los que resulta más difícil escribir bien.
Las dificultades a que nos referimos son muy distintas de las que plantea un mal libro, que también cuesta trabajo leer porque desafía los esfuerzos por analizarlo y se escapa de las manos cuando el lector cree que por fin lo ha aprehendido, y en realidad no hay nada aprehensible en un libro de tales características. No merece la pena intentarlo, porque no se recibe ninguna recompensa tras la lucha.
Un buen libro sí ofrece una recompensa a quien intenta leerlo, recompensa que puede ser de dos clases. En primer lugar, el mejoramiento de la destreza lectora que se produce cuando se logra comprender una obra buena y difícil, y en segundo término —mucho más importante a la larga—, que puede enseñarle al lector algo sobre el mundo y sobre sí mismo. Aprende algo más que a leer mejor; también aprende más sobre la vida, adquiere sabiduría. No sólo conocimientos, que pueden conseguirse también con los libros que no ofrecen sino información. Adquiere sabiduría, en el sentido de tener una conciencia más profunda de las grandes verdades de la vida humana.
Al fin y al cabo, existen ciertos problemas humanos que no tienen solución, algunas relaciones, tanto entre los seres humanos como entre éstos y el mundo no humano, sobre las que nadie puede decir la última palabra, algo aplicable no sólo a terrenos como la ciencia y la filosofía, donde salta a la vista que nadie ha logrado ni logrará una comprensión definitiva de la naturaleza y sus leyes, y del ser y el transformarse, sino también a asuntos tan familiares y cotidianos como la relación entre hombres y mujeres, padres e hijos o entre los seres humanos y Dios. Son éstos temas sobre los que no se puede pensar demasiado ni demasiado bien. Las grandes obras ayudan a pensar mejor sobre ellos, porque fueron escritas por hombres y mujeres que pensaron mejor que otras personas.
La pirámide de libros
La gran mayoría de los varios millones de libros que se han escrito sólo en la tradición occidental —más del 99 por 100— no exigirán lo suficiente del lector como para que mejore su destreza en la lectura, circunstancia que puede resultar desalentadora, además de considerarse que los porcentajes quizá sean exagerados; pero evidentemente, y teniendo en cuenta las cantidades, es cierto. Son éstos los libros que sólo se leen por el entretenimiento o la información que proporcionan, que pueden pertenecer a diversas clases. Sin embargo, no se puede esperar aprender nada importante con ellos. De hecho, ni siquiera hay que leerlos —analíticamente—, porque basta con una prelectura.
Existe otra clase de libros de los que sí se puede aprender, tanto a leer como a vivir. A esta categoría pertenece menos de uno de cada cien o más bien uno de cada mil. Éstos son los libros buenos, cuidados mente forjados por sus autores, que transmiten al lector ideas importantes sobre temas de interés perenne para los seres humanos. En total, probablemente no hay más de unos millares, y exigen mucho del lector. Merece la pena leerlos analíticamente, una vez. Si se ha adquirido suficiente destreza, se podrá extraer de ellos todo lo que ofrecen en el transcurso de una buena lectura. Se trata de libros que se leen una vez y se guardan en la estantería, sabiendo que ya no habrá que volver a leerlos, aunque tal vez se consulten alguna vez para comprobar ciertos puntos o para recordar ciertos episodios o ideas. (Las notas en el margen o en otro lugar resultan especialmente valiosas en este caso).
¿Cómo se sabe que no habrá que volver a leer esta clase de libros? Se lo comprenderá así por la propia reacción mental ante la experiencia de su lectura. Ensanchan la mente e incrementan la comprensión, pero con tal ensanchamiento y tal incremento se entiende, mediante un proceso más o menos misterioso, que el libro en cuestión ya no volverá a cambiarnos en el futuro, que se lo ha aprehendido en su totalidad. El lector ha extraído de él todo lo que había que extraer; está agradecido por lo que el libro le ha dado, pero sabe que no tiene nada más que darle.
De los escasos millares de libros de este tipo, hay un número mucho menor —probablemente menos de cien— que ni siquiera la mejor lectura puede agotar. ¿Cómo reconocerlos? También en este caso se trata de algo misterioso, pero una vez cerrado el libro tras haberlo leído analíticamente con la mayor destreza posible, se tiene la sospecha de que contiene algo más de lo que hemos obtenido. Decimos «sospecha» porque quizá en esa etapa se limite a tal sensación. Si supiera lo que ha pasado por alto, el lector, en cumplimiento de su obligación en la lectura analítica, volvería inmediatamente a la obra para averiguarlo. No puede tocarla, pero sabe que está allí, que no puede olvidarla, y continúa pensando en ella y en la reacción que le provocó, hasta que, por último, vuelve a cogerla. Entonces ocurre algo sumamente curioso.
Si la obra pertenece a la segunda categoría que mencionábamos anteriormente, el lector descubrirá, al volver a tenerla en sus manos, que no presenta tanto interés como creía recordar. Naturalmente, la razón estriba en que, entre tanto, el lector ha crecido, su mente ha alcanzado mayor plenitud y se ha incrementado su comprensión. El libro no ha cambiado, pero el lector sí, y el reencuentro inevitablemente le decepciona.
Pero si pertenece a la categoría superior —el muy reducido número de obras inagotables—, el lector descubrirá que parece haber crecido al mismo tiempo que él, y verá cosas nuevas, que no había visto antes. No queda invalidada la anterior comprensión del libro (suponiendo que se lo leyera bien la primera vez); contiene tanta verdad como antes y en los mismos sentidos que antes, pero ahora también en otros sentidos.
¿Cómo puede crecer un libro como lo hace el lector? Naturalmente, es imposible; una vez escrito y publicado, no cambia; pero el lector empieza a advertir que el libro le superaba hasta tal extremo que ha permanecido así, y que posiblemente siempre ocurrirá lo mismo. Como se trata de un libro realmente bueno —de una gran obra, podríamos decir—, es accesible a distintos niveles. La impresión que se experimenta de haber ganado en comprensión respecto a la anterior lectura no es falsa, porque entonces nos elevó, pero ahora, incluso si han aumentado nuestros conocimientos y nuestra sabiduría, puede elevarnos más aún, algo que seguirá sucediendo hasta el día de la muerte.
Salta a la vista que no existen muchos libros que consigan tal cosa; según nuestros cálculos, bastante menos de cien, pero el número desciende más todavía para cualquier lector en concreto. Los seres humanos presentan muchas diferencias entre sí, no sólo en cuanto al poder de su mente. Tienen gustos diversos y hay cosas distintas que atraen a una persona más que a otra. Es posible que no se piense lo mismo sobre Newton que sobre Shakespeare, ya sea porque somos capaces de leer tan bien al primero que no haga falta volver a hacerlo, o porque los sistemas matemáticos del mundo o nos atraen especialmente, o, en el caso contrario —Charles Darwin constituye un ejemplo—, podríamos considerar las obras de Newton realmente grandes, no las de Shakespeare.
No deseamos insistir autoritariamente en que un libro o una serie de libros sean las grandes obras, si bien en el primer apéndice ofrecemos una lista de los que, según muestra la experiencia, pueden poseer tal valor para muchas personas. Por el contrario, pensamos que el lector debe buscar los pocos libros que tengan ese valor para él, porque son los que más le enseñarán, tanto sobre la lectura como sobre la vida, a los que deseará volver una y otra vez y los que le ayudarán a madurar.
Vida y desarrollo de la gente
Existe una antigua prueba —bastante popular entre la pasada generación— destinada a decirle al lector qué clase de libros contribuirían a lo que acabamos de señalar. Supongamos que una persona sabe que va a tener que quedarse en una isla desierta el resto de su vida o al menos durante una larga temporada. Supongamos también que le da tiempo a prepararse para la experiencia, en cuyo caso debe llevarse una serie de objetos prácticos y útiles, y que además se le permite que escoja diez libros. ¿Por cuáles e decidiría?
Tratar de elegir a partir de una lista es instructivo, y, no sólo porque puede ayudar a identificar los libros que preferiría leer y releer, algo probablemente de importancia secundaria en comparación con lo que se aprende de uno mismo al imaginar cómo sería la vida apartados de cualquier clase de diversión, información y entendimiento que normalmente nos rodean. El lector ha de recordar que en la isla no habría ni radio ni televisión, ni tampoco bibliotecas; sólo él y diez libros.
Esta situación imaginaria parece extraña e irreal cuando se empieza a pensar en ella, pero ¿es de verdad tan irreal? Nosotros no lo creemos. En cierta medida, todos estamos solos en una isla desierta; todos nos enfrentamos al mismo reto con el que nos encontraríamos si realmente estuviésemos allí, el reto de descubrir en nuestro interior los recursos para lleva una buena vida humana.
Existe un elemento extraño en la mente humana, que la distingue radicalmente del cuerpo, que tiene unas limitaciones ajenas a la mente. Un signo de esta circunstancia es que el cuerpo no sigue incrementando su vigor y desarrollando destreza y elegancia indefinidamente. Cuando una persona llega a los treinta años, su cuerpo ya no mejora; más aún, en algunos casos ya ha empezado a deteriorarse a esa edad. Pero no existe ningún límite para el crecimiento y el desarrollo de la mente, porque ésta no deja de crecer a ninguna edad en concreto; sólo cuando el cerebro pierde vigor, con la senectud, pierde la mente el poder de incrementar su destreza y su capacidad de comprensión.
Es uno de los rasgos más destacables de los seres humanos, y podría constituir la diferencia más importante entre el Homo sapiens y los demás animales, que parecen dejar de crecer mentalmente a partir de cierta etapa de su desarrollo, pero esta gran ventaja que posee el hombre conlleva un grave peligro. La mente puede atrofiarse, como los músculos, si no se la utiliza. La atrofia de los músculos mentales es la multa que pagamos por no hacer ejercicio mental, y es una multa terrible, porque existen pruebas de que se trata de una enfermedad mortal. No parece haber ninguna otra razón que explique por qué tantas personas siempre muy atareadas mueren poco después de la jubilación. Les mantienen vivas las exigencias que les impone el trabajo a su mente; están apuntaladas artificialmente, por así decirlo, por fuerzas externas, pero en cuanto cesan tales exigencias, al no contar con recursos internos, con actividad mental, dejan de pensar y mueren.
La televisión, la radio y todos los medios de entretenimiento e información que nos rodean en la vida cotidiana también son puntales artificiales. Nos dan la impresión de que nuestra mente está activa porque tenemos que reaccionar ante los estímulos del exterior, pero el poder de esos estímulos externos para mantenernos es limitado. Se parecen a ciertas drogas. Nos acostumbramos a ellas y las necesitamos cada día más, continuamente, hasta que, por último, dejan de hacer efecto, o su efecto es menor. De igual manera, si carecemos de recursos interiores, dejamos de crecer intelectual, moral y espiritualmente, y cuando dejamos de crecer, empezamos a morir.
Por tanto, leer debidamente, que equivale a leer activamente, no sólo constituye un bien en sí, ni un simple medio para progresar en nuestro trabajo o carrera; también sirve para mantener la mente viva y en crecimiento.