CÓMO LEER FILOSOFÍA
Los niños hacen preguntas fantásticas: ¿por qué hay personas? ¿Por qué se rascan los gatos? ¿Cómo se llama el mundo? ¿Tuvo Dios alguna razón para crear la Tierra? Por boca de los niños pequeños sale, si no la sabiduría, sí al menos la búsqueda de la sabiduría. Según Aristóteles, la filosofía empieza con la sorpresa, comienza cuando nos preguntamos el porqué de las cosas, siempre durante la niñez, que es cuando también cesa para la mayoría de los seres humanos.
Forma parte de la naturaleza del niño plantear preguntas, y no es el número, sino el carácter de éstas, lo que le distingue del adulto. Los adultos no pierden la curiosidad que constituye un rasgo humano, pero la cualidad de dicha curiosidad se deteriora con la edad. Los adultos quieren saber si algo es así, no por qué; pero las preguntas que plantean los niños no se reducen a las que puede responder una enciclopedia.
¿Qué ocurre entre el parvulario y la universidad para que la corriente de preguntas se detenga, o, más bien, para que se transforme en ese canal más insípido de la curiosidad de los adultos por los simples hechos? Una mente que no sienta la agitación de las buenas preguntas no puede apreciar siquiera la importancia de las mejores respuestas. Aprender las respuestas es tarea bastante fácil, pero desarrollar una mente activa e inquisitiva, vivificada con preguntas realmente profundas, eso es otra historia.
¿Por qué debemos intentar desarrollar una mente así, cuando los niños ya nacen con ella? En el proceso de crecimiento, los adultos pierden la curiosidad de los niños, su profundidad original, por alguna razón. Quizá la enseñanza misma que se recibe en el colegio adormezca un tanto el intelecto, debido al peso muerto que supone aprender cosas de memoria, muchas de las cuales son necesarias. Probablemente, gran parte de la culpa la tienen los padres: ¿cuántas veces le decimos al niño que no hay respuesta a su pregunta, aunque sí la haya, o que deje de preguntar? Los adultos apenas somos capaces de ocultar nuestra irritación ante una pregunta aparentemente sin respuesta. Todo esto desalienta al niño, que normalmente acaba por tener la impresión de que una actitud demasiado inquisitiva es de mala educación. La actitud inquisitiva en los humanos nunca muere, pero al cabo de poco tiempo se reduce a la clase de preguntas que plantean los estudiantes de enseñanza media, quienes, al igual que los adultos, acaban por preguntar únicamente para obtener información.
No tenemos ninguna solución para este problema: no somos tan presuntuosos como para pensar que podemos decirle al lector cómo responder a las profundas preguntas que plantean los niños, pero sí desearíamos que comprendiera que una de las cosas más importantes de las grandes obras filosóficas consiste en que plantean la misma clase de preguntas profundas que los niños. La capacidad de mantener la visión infantil del mundo y comprender al mismo tiempo, con madurez, lo que significa mantenerla, es algo sumamente raro, y la persona que posee tales cualidades seguramente podrá aportar algo muy importante al pensamiento.
No es requisito indispensable pensar como los niños para comprender la existencia. Desde luego, los niños ni la entienden ni pueden entenderla; en realidad, cabría preguntarse si alguien puede hacerlo. Pero tenemos que ser capaces de ver cómo ven ellos, de sorprendernos y de preguntar como ellos. Las complejidades de la vida adulta interfieren con la verdad. Los grandes filósofos de todas las épocas tienen la capacidad de dejar a un lado tales complejidades y ver las diferencias simples, simples una vez que se constatan, pero enormemente difíciles antes de hacerlo. Si queremos seguir ese mismo camino, hemos de preguntar con sencillez infantil, y responder con sensatez y madurez.
Las preguntas que plantean los filósofos
¿En qué consisten esas preguntas que plantean los filósofos «con sencillez infantil»? Cuando las escribimos no parecen tan sencillas, porque darles respuesta resulta muy complicado, y, sin embargo, en principio son sencillas en el sentido de que son básicas o fundamentales.
Tomemos como ejemplo las siguientes preguntas acerca de ser o existir: ¿cuál es la diferencia entre existir y no existir? ¿Qué es común a todas las cosas que existen, y cuáles las propiedades de todo lo que existe? ¿Hay diversas formas en las que pueden existir las cosas, diferentes modos de ser o existir? ¿Existen algunas cosas sólo en la mente o para la mente, mientras que otras existen fuera de ella, y son o no conocidas por nosotros, o incluso cognoscibles? Todo lo que existe, ¿existe físicamente, o algunas cosas existen sin encarnación material? ¿Cambian todas las cosas, o hay algo inmutable? ¿Hay algo que exista necesariamente, o hemos de decir que todo lo que existe podría no haber existido? ¿Es la esfera de la posible existencia mayor que la esfera de lo que realmente existe?
Ésta es la clase de preguntas que plantea un filósofo cuando se propone explorar la naturaleza del ser, así como las esferas del ser. En tanto que preguntas, no son difíciles de enunciar ni de comprender, pero sí de contestar, al punto que, sobre todo en época reciente, hay filósofos que sostienen que no pueden responderse de forma satisfactoria.
Otra serie de preguntas filosóficas se refieren a cambiar o transformarse, no a ser. De las cosas a las que, según nuestra experiencia, atribuiríamos sin dudar una existencia, también diríamos que están sujetas a cambios. Llegan a ser y desaparecen; mientras son, la mayoría se mueven de un lugar a otro, y muchas de ellas cambian cuantitativa o cualitativamente: aumentan o disminuyen, se hacen más pesadas o más ligeras, o, como la manzana que madura y la carne que empieza a pudrirse, cambian de color.
¿Qué supone todo cambio? En todo proceso de transformación, ¿hay algo que se resiste al cambio así como algún sentido o aspecto de ello que no cambia pero que sí experimenta cambios? Cuando una persona aprende algo que no sabía antes, no cabe duda de que dicha persona cambia respecto al conocimiento que ha adquirido, pero al mismo tiempo sigue siendo el mismo individuo de antes; si no fuera así, no podríamos decir que hubiera cambiado a través del aprendizaje. ¿Es esto cierto para todos los cambios? Por ejemplo, ¿es esto cierto en cambios tan notables como nacer y morir —llegar a ser y desaparecer—, o sólo en cambios menos fundamentales, como el movimiento local, el crecimiento o la alteración cualitativa? ¿Cuántas clases distintas de cambios existen? ¿Intervienen los mismos elementos o condiciones fundamentales en todos los procesos de cambio, y son las mismas causas las operativas en todos ellos? ¿A qué nos referimos al decir causa de cambio? ¿Hay diferentes clases de causas responsables del cambio? ¿Son las causas del cambio las mismas que las del ser, o las de la existencia?
Éstas son las preguntas que plantea el filósofo que se centra en el cambio, no en el ser, y que, además, trata de relacionar ambas cosas. Tampoco éstas son preguntas difíciles de plantear o de comprender, pero sí sumamente complicadas a la hora de contestarlas bien y con claridad. De todos modos, vemos que empiezan con actitud de sencillez infantil hacia el mundo y la experiencia que de él tenemos.
Por desgracia, no disponemos de espacio suficiente para adentrarnos en todas las preguntas más profundamente, y tenemos que limitarnos a apuntar otras que los filósofos plantean y tratan de contestar. No sólo hay preguntas acerca del ser y el transformarse, sino también sobre la necesidad y la contingencia, sobre lo material y lo inmaterial, sobre lo físico y lo no físico, sobre la libertad y la indeterminación, sobre los poderes de la mente humana, sobre la naturaleza y el alcance del conocimiento humano, sobre la libertad de la voluntad.
Todos estos interrogantes son especulativos o teóricos en el sentido de los términos que hemos empleado para distinguir entre las esferas de lo teórico y lo práctico. Pero como todos sabemos, la filosofía no se limita a las cuestiones teóricas.
Pongamos por ejemplo el bien y el mal. A los niños les preocupa mucho la diferencia entre lo bueno y lo malo, porque si cometen errores al respecto, su trasero puede sufrir las consecuencias; pero no dejamos de plantearnos la diferencia cuando nos hacemos mayores. ¿Existe una distinción universalmente válida entre el bien y el mal? ¿Hay cosas que siempre son buenas y otras que son siempre malas, independientemente de las circunstancias? ¿O tiene razón Hamlet cuando, como un reflejo de Montaigne, dice: «No hay nada bueno ni malo; el pensamiento lo hace tal»?
Naturalmente, bueno y malo no es lo mismo que correcto e incorrecto; los dos pares de términos parecen referirse a diferentes clases de cosas. En concreto, incluso si pensamos que lo que es correcto es bueno, probablemente no pensaremos que lo que es incorrecto es malo; pero ¿cómo precisar tal diferencia?
«Bueno» o «el bien» es una palabra importante en filosofía, pero también en nuestro vocabulario cotidiano. Intentar decir lo que significa supone un ejercicio muy complejo, y si el lector lo intenta, se verá metido de lleno en la filosofía sin darse cuenta. Hay muchas cosas que son buenas, o, como preferiríamos decir, hay muchos bienes. ¿Es posible ordenar los bienes? ¿Son algunos más importantes que otros? ¿Dependen algunos de otros? ¿Se dan circunstancias en las que los bienes entran en conflicto, de modo que hay que elegir un bien a costa de renunciar a otro?
Tampoco disponemos de espacio para extendernos en estas preguntas; sólo podemos exponer otras en el terreno práctico. No sólo existen interrogantes acerca del bien y el mal, de lo correcto y lo incorrecto y del orden de los bienes, sino también acerca de los deberes y las obligaciones, de las virtudes y los vicios, de la felicidad, del objetivo o fin de la vida, de la justicia y los derechos en la esfera de las relaciones humanas y la interacción social, del Estado y sus relaciones con el individuo, de la sociedad buena, la política justa y la economía justa, la guerra y la paz.
Los dos grupos de preguntas que hemos formulado determinan o identifican dos divisiones fundamentales de la filosofía. Las del primer grupo, las referentes al ser y al transformarse, guardan relación con lo que es u ocurre en el mundo, y pertenecen a la división de la filosofía denominada teórica o especulativa. Las del segundo grupo, las referentes al bien y al mal, o a lo correcto y lo incorrecto, guardan relación con lo que debería hacerse o buscarse, y pertenecen a la división de la filosofía que en ocasiones se denomina práctica, o, con mayor precisión, normativa. Los libros que nos dicen cómo hacer algo, como un libro de cocina o un código de circulación, no necesitan argumentar que el lector debería llegar a ser un buen cocinero o aprender a conducir bien un coche; pueden dar por supuesto que quien lo lee quiere hacer algo, y se limitan a decir cómo pueden dar frutos los esfuerzos que se realicen. Por el contrario, las obras de filosofía normativa se ocupan básicamente de los objetivos que deberían perseguir todos los seres humanos —cómo llevar una vida buena o instituir una sociedad buena— y, a diferencia de los libros de cocina y de los códigos de circulación, se limitan a prescribir, en los términos más universales, los medios que deberían emplearse para conseguir tales objetivos.
Las preguntas que plantean los filósofos también sirven para distinguir las ramas subordinadas de las dos divisiones principales de la filosofía. Una obra de filosofía teórica o especulativa es metafísica si trata fundamentalmente cuestiones referentes al ser o la existencia. Es una obra de filosofía de la naturaleza si trata sobre la transformación, sobre la naturaleza y las clases de cambios, sus condiciones y causas. Si su preocupación fundamental estriba en el conocimiento —en preguntas sobre lo que interviene en nuestro conocimiento de algo, sobre las causas, el alcance y los límites del conocimiento humano, y sobre sus certidumbres e incertidumbres—, entonces es una obra de epistemología, otra forma de denominar la teoría del conocimiento. Pasando de la filosofía teórica a la normativa, la principal diferencia estriba en las preguntas acerca de la vida buena y lo que es correcto o incorrecto en la conducta del individuo, todo lo cual pertenece a la esfera de la ética, y las preguntas sobre la sociedad buena y la conducta del individuo en relación con la comunidad: la esfera de la política o la filosofía política.
La filosofía moderna y la gran tradición
En aras de la brevedad, en las páginas siguientes llamaremos «preguntas de primer orden» a las concernientes a lo que es y ocurre en el mundo o a lo que deberían hacer o buscar los seres humanos. Entonces, hemos de reconocer que también existen «preguntas de segundo orden»: las relacionadas con el conocimiento de primer orden, con el contenido del pensamiento cuando intentamos responder a las cuestiones de primer orden, con las formas de expresar tales pensamientos por medio del lenguaje.
Esta distinción entre preguntas de primero y segundo orden resulta útil, porque ayuda a explicar qué le ha ocurrido a la filosofía en los últimos años. En la actualidad, la mayoría de los filósofos profesionales ya no creen que ellos puedan responder a los interrogantes de primer orden, y también la mayoría centran su atención exclusivamente en los de segundo orden, en muchos casos en las preguntas relacionadas con el lenguaje en que se expresan los pensamientos.
Todo esto contribuye a mejorar las cosas, porque nunca perjudica ser crítico. El problema radica en renunciar por completo a las preguntas filosóficas de primer orden, que son las que, con casi toda seguridad, más interesan a los lectores profanos. De hecho, la filosofía actual, al igual que la ciencia o las matemáticas, no se escribe para los profanos. Casi por definición, las preguntas de segundo orden presentan un atractivo muy limitado, y a los filósofos profesionales, como a los científicos, sólo les interesan las opiniones de otros especialistas.
Esto dificulta enormemente la lectura de la filosofía moderna para los no filósofos, tanto como la de la ciencia para los no científicos. En el presente libro no podemos dar consejos para leer filosofía moderna siempre y cuando se ocupe exclusivamente de las preguntas de segundo orden, pero hay libros de filosofía que se pueden leer y que, a nuestro juicio, se deberían leer. Estas obras plantean la clase de preguntas que hemos denominado de primer orden, y no es casual que fueran escritas fundamentalmente para un público no especializado y no sólo para otros filósofos.
Hasta 1930, aproximadamente, o quizá incluso hasta fecha posterior, los libros de filosofía estaban destinados al lector medio. Los filósofos esperaban que los leyesen sus iguales, pero también querían que los conociesen las personas corrientes, inteligentes, y como las preguntas que planteaban e intentaban responder afectaban a todos, creían que todos debían saber qué pensaban.
Las grandes obras clásicas de la filosofía, desde Platón en adelante, están escritas desde este punto de vista y son accesibles al lector profano. Lo que vamos a decir en el presente capítulo está destinado a ayudarle a realizar tal lectura.
Sobre el método filosófico
Reviste gran importancia comprender en qué consiste el método filosófico, al menos en la medida en que la filosofía se concibe como plantear preguntas de primer orden e intentar responderlas. Supongamos que el lector es un filósofo preocupado por uno de los interrogantes de sencillez infantil que hemos mencionado: las propiedades de todo lo que existe, o la naturaleza y las causas del cambio, por ejemplo. ¿Cómo debe proceder?
Si la pregunta tuviese carácter científico, el lector sabría que para responderla tendría que llevar a cabo algún tipo de investigación especial, desarrollar un experimento para poner a prueba la respuesta u observar una amplia gama de fenómenos. Si la pregunta tuviese carácter histórico, sabría que también tendría que realizar investigaciones, si bien de otro tipo; pero no existe ningún experimento que pueda decirnos qué tienen en común todas las cosas que existen, precisamente respecto a tener existencia. No hay ninguna clase especial de fenómenos que se puedan observar, ni documentos que se puedan buscar y leer, con el fin de averiguar qué es el cambio o por qué cambian las cosas. Lo único que se puede hacer es reflexionar sobre la pregunta: en definitiva, no hay nada que hacer salvo pensar.
Naturalmente, no pensamos en medio de un vacío total. Cuando es buena, la filosofía no es «pura» especulación, pensamiento divorciado de la experiencia. No se pueden unir las ideas de cualquier manera. Existen pruebas rigurosas para verificar la validez de las respuestas a los interrogantes filosóficos, pero tales pruebas se basan tan sólo en la experiencia común y corriente, en la experiencia que ya tenemos por el hecho de ser humanos, no filósofos. El lector está tan familiarizado con los fenómenos del cambio mediante la experiencia común como cualquier otra persona; todo lo que hay en el mundo que le rodea manifiesta mutabilidad. En lo referente a la mera experiencia del cambio, se encuentra en una posición tan favorable para pensar sobre su naturaleza y sus causas como los mejores filósofos. Lo que distingue a éstos es que han pensado sobre el tema extraordinariamente bien: han formulado las preguntas más penetrantes que podían plantearse y han acometido la tarea de demás profundamente que los demás sobre la experiencia.
No basta con comprender lo anterior. También hemos de comprender que no todas las preguntas que plantean los filósofos y que tratan de responder son verdaderamente filosóficas. Ellos no siempre son conscientes de esta circunstancia, y su ignorancia o su error en este punto crucial puede causar al lector poco avisado considerables dificultades. Para evitarlas, hay que ser capaz de distinguir las preguntas verdaderamente filosóficas de las otras preguntas que puede tratar un filósofo, pero a las que debería haber renunciado, dejándolas para una investigación científica posterior con el fin de darles respuesta. El filósofo llega a conclusiones erróneas al no ver que puede contestarse a tales preguntas con una investigación científica, aunque quizá no pudiera saberlo en la época en la que escribía.
Un ejemplo de lo anterior consistiría en el interrogante que formulaban los filósofos de la antigüedad acerca de la diferencia entre la materia de los cuerpos terrestres y celestes. Según sus observaciones, para las que no contaban con la ayuda del telescopio, tales cuerpos no parecían empezar a existir ni desaparecer, como las plantas o los animales, ni cambiar de tamaño o cualidades. Dado que los cuerpos celestes sólo están sujetos a un tipo de cambio —el movimiento local—, mientras que todos los cuerpos terrestres también cambian en otros aspectos, los antiguos llegaron a la conclusión de que tenían que estar compuestos por un tipo distinto de materia. No se les ocurrió, ni seguramente podría habérseles ocurrido, que con la invención del telescopio los cuerpos celestes nos proporcionarían unos conocimientos sobre su mutabilidad muy superiores a los que podemos adquirir mediante la experiencia común, y de aquí que se planteasen una pregunta que consideraban propia de filósofos cuando deberían haberla reservado para los investigadores científicos de épocas posteriores. Este tipo de investigación se inició con Galileo, que utilizó el telescopio y descubrió las lunas de Júpiter, hallazgo que desembocó en la revolucionaria teoría de Kepler, quien afirmaba que la materia de los cuerpos celestes es exactamente la misma que la de los cuerpos terrestres, teoría que a su vez sentó las bases de la formulación de la mecánica celeste de Newton, en la que se aplican las mismas leyes del movimiento sin cualificación a todos los cuerpos, cualquiera que sea el lugar que ocupen en el universo físico.
En conjunto, y aparte de las confusiones que puede crear, la falta de información o mala información sobre temas científicos que afecta a la obra de los filósofos clásicos es irrelevante. La razón estriba en que cuando leemos una obra de filosofía nos interesan las cuestiones filosóficas, no las científicas o históricas, y, aun a riesgo de repetirnos, hemos de hacer hincapié en que no existe otra forma de responderlas sino pensando. Si pudiéramos construir un telescopio o un microscopio para examinar las propiedades de la existencia, deberíamos hacerlo, por supuesto; pero tales instrumentos son imposibles.
No quisiéramos dar la impresión de que sólo los filósofos cometen los errores que estamos describiendo. Supongamos que a un científico le preocupa la cuestión de la clase de vida que debería llevar una persona, cuestión perteneciente a la filosofía normativa, consistiendo la única forma de responder en reflexionar sobre ella; pero el científico quizá no se dé cuenta de eso, y en su lugar puede suponer que un experimento o una investigación le proporcionará una respuesta. Tal vez decida preguntar a mil personas qué clase de vida les gustaría llevar, y basar su respuesta en las de estas personas, pero salta a la vista que, en tal caso, su respuesta será tan irrelevante como las especulaciones de Aristóteles sobre la materia de los cuerpos celestes.
Sobre el método filosófico
Aun cuando sólo hay un método filosófico, existen al menos cinco estilos de exposición que han empleado los grandes filósofos de la tradición occidental. El estudiante o el lector de la materia debería ser capaz de distinguirlos y de conocer las ventajas y desventajas de cada uno de ellos.
1. EL DIÁLOGO FILOSÓFICO. El primer estilo filosófico de exposición, en cuanto al tiempo ya que no en cuanto a la eficacia se refiere, es el que adoptó Platón en Diálogos. Se trata de un estilo familiar, incluso coloquial: varios hombres discuten un tema con Sócrates (o, en diálogos posteriores, con un interlocutor conocido como el Forastero Ateniense); en numerosas ocasiones, y tras algunos rodeos, Sócrates acomete una serie de preguntas y comentarios que ayudan a esclarecer el asunto. En manos de un maestro como Platón, este estilo es heurístico, es decir, permite que el lector descubra las cosas por sí mismo, e incluso le lleva a descubrirlas. Cuando se enriquece con el drama —algunos lo llamarían la alta comedia— del relato de Sócrates, adquiere una enorme fuerza.
Hemos dicho «un maestro como Platón», pero no hay nadie «como» Platón. Otros filósofos han intentado el diálogo —Cicerón y Berkeley, por ejemplo—, pero con poco éxito. Sus diálogos resultan planos, aburridos, casi ilegibles. Nos da la medida de la grandeza de Platón el hecho de que fuera capaz de escribir diálogos filosóficos que, en cuanto a ingenio, encanto y profundidad igualan a otros libros escritos por cualquiera sobre cualquier tema; y, sin embargo, podría ser señal de la escasa idoneidad de este estilo de filosofar el que nadie salvo Platón haya sido capaz de manejarlo eficazmente.
Huelga decir que Platón sí lo consiguió. En palabras de Whitehead, toda la filosofía occidental no es sino «una nota a pie de página de Platón», y los griegos de época posterior tenían el siguiente dicho: «Dondequiera que vaya con mi cabeza, me encuentro a Platón de regreso». Sin embargo, hemos de comprender correctamente estos comentarios. En apariencia, Platón no tenía un sistema filosófico, una doctrina, a menos que se tratase de que no debe existir ninguna doctrina, que sencillamente debemos hablar y plantear preguntas. Porque Platón, y Sócrates antes que él, lograron formular la mayoría de las preguntas importantes que los filósofos posteriores han considerado necesario tratar.
2. EL TRATADO O ENSAYO FILOSÓFICO. Aristóteles fue el mejor discípulo de Platón y estudió bajo su dirección durante veinte años. Se cree que también escribió diálogos, pero no se ha conservado ninguno entero. Lo que se conserva son ensayos o tratados especialmente difíciles sobre diversos temas. No cabe duda de que Aristóteles era un pensador claro, pero la dificultad que presentan las obras que han sobrevivido ha llevado a pensar a los investigadores que en principio eran notas para conferencias o libros, del propio filósofo o de un discípulo que fue escribiendo lo que le oía decir al maestro. Quizá nunca lleguemos a conocer la verdad sobre este punto, pero, en cualquier caso, el tratado aristotélico representaba un estilo nuevo en filosofía.
Los temas que cubrió Aristóteles en sus tratados, y los diversos estilos que adoptó para presentar sus hallazgos, también contribuyeron a establecer las ramas y los enfoques de la filosofía en los siglos posteriores. En primer lugar, tenemos las denominadas obras populares, diálogos en su mayoría, de los que sólo fragmentos han llegado hasta nosotros. Después están las colecciones documentales. La más importante que conocemos está compuesta por 158 constituciones de los Estados griegos. Sólo se conserva una, la de Atenas, que fue recuperada de un papiro en 1890. Por último, los tratados principales, algunos de los cuales, como Física y Metafísica, o Ética, Política y Poética, son obras puramente filosóficas, teóricas o normativas, o algunas de ellas, como Sobre el alma, son mezclas de teoría filosófica e investigación científica, y otras, como los tratados de biología, fundamentalmente obras científicas en el terreno de la historia natural.
Aun cuando probablemente recibió más influencia de Platón en un sentido filosófico, Kant adoptó el estilo de exposición aristotélico. Sus tratados son obras de arte acabadas, a diferencia de las de Aristóteles a este respecto. En primer lugar enuncian el problema principal, examinan el tema de forma exhaustiva y objetiva y tocan los problemas especiales de paso o al final. Podría decirse que la claridad de ambos filósofos consiste en el orden que imponen a un tema. En sus obras apreciamos un principio, una parte intermedia y un final filosóficos. Además, y sobre todo en el caso de Aristóteles, nos ofrecen una relación de las opiniones y objeciones de otros, tanto filósofos como personas corrientes. Por ello, en cierto sentido el estilo del tratado se asemeja al del diálogo, pero el elemento dramático falta en el tratado kantiano y aristotélico: el punto de vista filosófico se desarrolla mediante una exposición directa, no mediante el conflicto de posturas y opiniones, como ocurre en las obras de Platón.
3. LA RÉPLICA A LAS OBJECIONES. El estilo filosófico desarrollado en el medievo, y perfeccionado por Tomás de Aquino en Suma teológica, presenta semejanzas con los dos que acabamos de exponer. Como ya hemos señalado, Platón plantea la mayoría de los problemas filosóficos persistentes, y Sócrates, como quizá se haya observado, en el transcurso de los diálogos formula el tipo de preguntas sencillas pero profundas que hacen los niños. Y Aristóteles, como también hemos apuntado, reconoce las objeciones de otros filósofos y responde a ellas.
El estilo de Tomás de Aquino es una combinación de formulación de preguntas y respuestas a las objeciones. Suma teológica está dividida en partes, tratados, preguntas y artículos. Todos los artículos tienen la misma forma. Se plantea una pregunta; se le da la respuesta contraria (incorrecta); se aducen argumentos de apoyo a la respuesta incorrecta, que se refutan primero con un texto de autoridad (con frecuencia una cita de las Escrituras), y, por último, Tomás introduce su propia respuesta o solución con las palabras: «Yo respondo que…». Tras presentar su opinión sobre el asunto, replica a cada uno de los argumentos que respaldan la respuesta incorrecta.
La claridad y el orden de este estilo atraen a las personas de mente ordenada, pero no constituyen el rasgo más importante de la forma de filosofar tomista, sino más bien el reconocimiento explícito por parte del filósofo de los conflictos, la presentación de diversos puntos de vista y el intento de responder a todas las posibles objeciones a las soluciones que él da. La idea de que la verdad se desarrolla a partir de la oposición y el conflicto estaba muy extendida en el medievo. Los filósofos de la época de Tomás aceptaban como algo normal que tenían que estar dispuestos a defender sus opiniones en discusiones públicas y abiertas, a las que muchas veces asistían verdaderas multitudes de estudiantes, y, otras, personas interesadas. La civilización medieval era esencialmente oral, en parte porque los libros escaseaban. No se aceptaba como verdadera una proposición a menos que superase la prueba de la discusión abierta; el filósofo no era un pensador solitario, sino que se enfrentaba a sus oponentes en el mercado intelectual (como podría haber dicho Sócrates). Por ello, Suma teológica está imbuida del espíritu de debate y discusión.
4. LA SISTEMATIZACIÓN DE LA FILOSOFÍA. En el siglo XVII, dos destacados filósofos, Descartes y Spinoza, desarrollaron un cuarto estilo de exposición filosófica. Fascinados por el éxito que prometían las matemáticas en la organización del conocimiento humano de la naturaleza, trataron de organizar la filosofía misma de forma semejante a las matemáticas.
Descartes era un gran matemático y, aunque quizá se equivocase en algunos puntos, un filósofo formidable. Lo que intentó hacer consistió, esencialmente, en vestir la filosofía con ropajes matemáticos, dotarla de la certeza y la estructura formal que había dado Euclides a la geometría dos mil años antes. No fracasó por completo en la tarea, y su exigencia de claridad y transparencia en el pensamiento se justificaba en cierta medida en el caótico clima intelectual de su época. También escribió tratados filosóficos a la manera más o menos tradicional, entre los que destaca una serie de réplicas a las objeciones a sus opiniones.
Spinoza llevó esta idea incluso más lejos. Su Ética está escrita de forma estrictamente matemática, con proposiciones, pruebas, corolarios, lemas, escolios, etc. Sin embargo, el tema de la metafísica y la moral no se trata satisfactoriamente de este modo, más idóneo para la geometría y otros temas matemáticos que para los filosóficos. Una señal de esto es que al leer a Spinoza podemos saltarnos muchas cosas, exactamente igual que lo que ocurre con Newton. No se puede hacer otro tanto con Kant o Aristóteles, porque la línea de razonamiento es continua, ni tampoco con Platón, o no más que lo haríamos con un poema o una obra de teatro.
Probablemente no existan reglas absolutas de retórica. Sin embargo, es cuestionable que se pueda escribir una obra filosófica satisfactoria de forma matemática, como trató de hacer Spinoza, o una obra científica satisfactoria en forma de diálogo, como intentó hacer Galileo. El hecho es que, en cierta medida, ninguno de los dos logró comunicar lo que deseaba comunicar, y parece bastante probable que la forma que eligieron constituyera una razón fundamental para su fracaso.
5. EL ESTILO AFORÍSTICO. Hay otro estilo de exposición filosófica que merece ser mencionado, si bien quizá no tenga tanta importancia como los otros cuatro. Nos referimos al estilo aforístico que adoptaron Nietzsche en obras como Así hablaba Zaratustra y otros filósofos franceses modernos. La popularidad que alcanzó este estilo durante el siglo pasado quizá se deba al gran interés que despertaron en Occidente los libros de sabiduría orientales, escritos en estilo aforístico, y también podría deber algo al ejemplo de Pensamientos, de Pascal; pero, naturalmente, este filósofo no tenía intención de dejar su gran obra en forma de enunciados breves y enigmáticos. Murió sin haber terminado de escribirla en forma de ensayo.
La gran ventaja del estilo aforístico en filosofía consiste en que es heurístico; el lector tiene la impresión de que se dice más de lo que se dice en realidad, porque él mismo lleva a cabo gran parte de la tarea de pensar, de establecer conexiones entre los enunciados y construir argumentos para afirmaciones propias. Sin embargo, esto constituye al mismo tiempo la gran desventaja del estilo, que realmente no es en absoluto expositivo. El autor es como un conductor que se da a la fuga tras una colisión: toca un tema, sugiere una verdad o una idea sobre él y a continuación pasa a otro tema sin defender adecuadamente lo que ha dicho. Así, aunque el estilo aforístico agrada a quienes tienen inclinaciones poéticas, resulta irritante para los filósofos serios que preferirían intentar seguir y criticar la línea de pensamiento de un autor.
Que nosotros sepamos, no existe otro estilo de exposición filosófica importante que se haya empleado en la tradición occidental. (Una obra como De la naturaleza de las cosas, de Lucrecio, no representa una excepción. Originariamente estaba en verso, pero respecto al estilo, no difiere de otros ensayos filosóficos, y, además, en la actualidad suele leerse en traducciones en prosa). Esto significa que todos los grandes filósofos han empleado uno de los cinco estilos descritos; naturalmente, algunos filósofos han trabajado con más de uno. Probablemente, la forma más extendida es el tratado o ensayo, tanto en épocas pasadas como en la actualidad, que puede abarcar diversas posibilidades, desde obras sumamente formales y complicadas, como las de Kant, hasta ensayos o cartas populares. Los diálogos resultan muy difíciles de escribir, y el estilo geométrico es enormemente complicado, tanto en escritura como en lectura. El estilo aforístico es muy insatisfactorio desde un punto de vista filosófico, y el tomista no se ha empleado demasiado en épocas recientes.
Claves para leer filosofía
Quizá haya quedado claro con lo expuesto hasta ahora que lo más importante que hay que descubrir cuando se lee una obra filosófica es la pregunta o las preguntas que trata de responder. Dichas preguntas pueden ser explícitas o hasta cierto punto implícitas. En ambos casos, el lector debe intentar averiguar en qué consisten.
Cómo responde el autor a estas preguntas dependerá en gran medida de los principios rectores que haya establecido, algo de lo que también puede dejarse constancia explícita, pero que no siempre ocurre. Ya hemos citado a Basil Willey respecto a la dificultad —y la importancia— de descubrir los presupuestos ocultos y no enunciados de un autor, algo aplicable a cualquier libro, y especialmente a las obras filosóficas.
No se puede acusar a los grandes filósofos de haber intentado ocultar sus presupuestos con falta de honradez, o de no haber presentado con claridad sus definiciones y postulados. Precisamente constituye la señal del gran filósofo el presentar tales cosas con más claridad que otros escritores. Sin embargo, todo gran filósofo tiene ciertos principios rectores que se encuentran en la base de su obra, y resulta fácil verlos si los expresa en el libro que estamos leyendo. También puede suceder que no los trate explícitamente, sino que deje que impregnen todas y cada una de sus obras.
Es difícil ofrecer ejemplos de tales principios. Los filósofos probablemente rebatirían cualquiera que ofreciésemos, y no disponemos de espacio suficiente para defender nuestras elecciones. Sin embargo, sí podríamos mencionar la idea de Platón consistente en que la conversación sobre temas filosóficos es quizá la más importante de todas las actividades humanas, idea que en raras ocasiones aparece de forma explícita en los diálogos, si bien podría expresarla Sócrates cuando, en Apología, dice que no vale la pena vivir una vida no examinada. El hecho es que Platón expresa esta opinión en muchos otros sitios, aunque no con las mismas palabras; por ejemplo, en Protágoras, donde muestra que el público no aprueba la renuencia de Protágoras a seguir hablando con Sócrates. Encontramos otro ejemplo en el libro I de La República, concretamente en Céfalo, quien, como tiene que atender a otros asuntos, se marcha.
En este caso, Platón parece decir, aunque no de forma explícita, que supone una traición de la naturaleza más profunda del hombre negarse a participar en la búsqueda de la verdad, por cualesquiera razones; pero, como hemos observado, no se suele citar esta afirmación como una de las «ideas» de Platón, porque raras veces se la expone explícitamente en sus obras.
Podemos ver otro ejemplo en Aristóteles. En primer lugar, al leer cualquier obra de este filósofo, siempre es importante reconocer la relevancia que tienen para la exposición las cosas que se dicen en otras obras. Así, los principios básicos de lógica que se establecen en Organon se asumen en Física. En segundo lugar, y debido en parte al hecho de que los tratados no son obras de arte acabadas, los principios rectores no siempre se exponen con claridad satisfactoria. Ética trata muchos temas: la felicidad, la costumbre, la virtud y el placer, entre otros. Pero sólo el lector sumamente cuidadoso descubrirá la idea rectora, que la felicidad es la totalidad del bien, no el bien más elevado, porque en tal caso sólo sería un bien entre otros. Al reconocer tal cosa, vemos que la felicidad no consiste en el autoperfeccionamiento, ni en los bienes de la automejora, incluso a pesar de que éstos constituyen los más elevados de entre los bienes parciales. Como dice Aristóteles, la felicidad es la cualidad de una vida completa, y con «completa» no se refiere sólo al sentido temporal, sino también a todos los aspectos desde los que se puede considerar una vida. Como podríamos decir en la actualidad, la persona feliz es aquélla que lo une todo y lo mantiene así durante toda su vida. Esta idea es rectora en el sentido de que afecta a casi todas las demás ideas de Ética, pero no está expresada tan explícitamente como podría estarlo.
Y otro ejemplo más. El pensamiento de madurez de Kant se conoce como filosofía crítica. Él mismo estableció una oposición entre «crítica» y «dogmatismo», que imputaba a muchos filósofos anteriores. Con «dogmatismo» se refería a la suposición de que el intelecto humano puede llegar a las verdades más importantes con el pensamiento puro, sin tener conciencia de sus limitaciones. A su juicio, lo primero que se necesita es un examen y una evaluación críticos de los recursos y los poderes de la mente. Por ello, la limitación de la mente representa un principio rector en Kant de una forma que no lo es en ningún filósofo que le preceda temporalmente; pero mientras que se la ve con toda claridad porque se la expresa explícitamente en Crítica de la razón pura, no ocurre otro tanto, porque queda presupuesta, en Critica del juicio, la obra kantiana más importante sobre estética.
Esto es cuanto podemos decir respecto a encontrar los principios rectores de una obra filosófica, porque no estamos seguros de poder explicar al lector cómo hallarlos. A veces se tardan años enteros en lograrlo, y se necesitan muchas lecturas y relecturas. Sin embargo, constituye el objetivo ideal de una lectura completa, y el lector ha de tener siempre presente que, en última instancia, es lo que debe intentar hacer si quiere comprender al autor. Pero a pesar de las dificultades que entraña descubrir estos principios rectores, no le recomendamos que siga el atajo consistente en leer libros sobre los filósofos, su vida y sus opiniones. El descubrimiento que realice por sí mismo será mucho más valioso que las ideas de otra persona.
Una vez encontrados los principios rectores de un autor, el lector tendrá que decidir si se adhiere a ellos en toda la obra. Por desgracia, los filósofos, incluso los mejores, frecuentemente no lo hacen. En palabras de Emerson, la coherencia «es el duende de las mentes pequeñas». Es un comentario un tanto inconsciente, pero aunque probablemente convenga recordarlo, no cabe duda de que la incoherencia en un filósofo constituye un grave problema. Si un filósofo es incoherente, el lector tiene que decidir cuál de los dos grupos de proposiciones realmente mantiene, si los primeros principios tal como los enuncia o las conclusiones, que en realidad no se desprenden de los principios tal como están enunciados. O también puede llegar a la conclusión de que ninguno de los dos es válido.
La lectura de obras filosóficas presenta unos aspectos especiales que guardan relación con la diferencia entre la filosofía y la ciencia. En estas páginas sólo estamos considerando las obras teóricas de filosofía, como los tratados de metafísica o los libros sobre filosofía de la naturaleza.
El problema filosófico consiste en explicar, no en describir, como hace la ciencia, la naturaleza de las cosas. La filosofía plantea preguntas sobre algo más que las conexiones de los fenómenos; trata de llegar hasta las causas y condiciones últimas que se encuentran en su base, problemas que se examinarán satisfactoriamente sólo cuando las respuestas cuenten con el apoyo de argumentos y análisis claros.
Por consiguiente, el principal esfuerzo que ha de realizar el lector se refiere a los términos y a las proposiciones iniciales. Aunque al igual que el científico, el filósofo emplea una terminología técnica, suele tomar las palabras con que expresa sus términos del discurso cotidiano, si bien los emplea con un sentido muy especial, algo que requiere un cuidado también muy especial por parte del lector. Si éste no supera la tendencia a utilizar palabras familiares de forma igualmente familiar, probablemente el libro que está leyendo le parecerá un auténtico galimatías y no le verá pies ni cabeza.
Naturalmente, los términos básicos de las exposiciones filosóficas son abstractos, pero también lo son los de la ciencia. Ningún conocimiento general es expresable salvo en términos abstractos, y las abstracciones no encierran nada especialmente difícil. Las utilizamos a diario y en todo tipo de conversaciones. Sin embargo, las palabras «abstracto» y «concreto» parecen plantearles problemas a muchas personas.
Siempre que se habla de algo en general se emplean abstracciones. Lo que se percibe por mediación de los sentidos es siempre concreto y particular, mientras que lo que se piensa siempre es abstracto y general. Comprender una «palabra abstracta» equivale a tener la idea que expresa. «Tener una idea» es otra forma de decir que se comprende un aspecto general de las cosas que se experimentan de una forma concreta. No se puede ver ni tocar, ni siquiera imaginar, el aspecto general así expresado. Si se pudiera, no habría diferencia entre los sentidos y la mente. Quienes intentan imaginar a qué se refieren las ideas cometen un error y acaban con un sentimiento de impotencia ante todas las abstracciones.
Al igual que el lector debe centrarse fundamentalmente en los argumentos inductivos en el caso de los libros científicos, en el de la filosofía debe prestar mayor atención a los principios del filósofo, que pueden consistir, bien en cosas que le pide que dé por supuestas con él, bien en puntos que denomina evidentes. Los supuestos no plantean ningún problema. Podemos aceptarlos para ver a qué conducen, incluso si sostenemos los presupuestos contrarios. Es un buen ejercicio mental simular creer algo que realmente no se cree, y cuanto más seguros estemos de nuestros propios prejuicios, mayores probabilidades tendremos de no juzgar erróneamente los de otros.
Es la otra clase de prejuicios la que puede crear problemas. Pocas obras filosóficas dejan de enunciar ciertas proposiciones que el autor considera evidentes, proposiciones tomadas directamente de la experiencia, no probadas con otras.
Lo que hay que recordar es que la experiencia de la que ellas se toman, como ya hemos señalado en más de una ocasión, a diferencia de la experiencia especial del científico, es común a toda la humanidad. El filósofo no utiliza laboratorios ni realiza trabajo de campo, y, por consiguiente, para comprender y poner a prueba sus principios fundamentales no se necesita la ayuda extrínseca de la experiencia especial, que se obtiene mediante la investigación metódica. El filósofo remite al lector al sentido común y a la observación cotidiana del mundo en el que vive.
En otras palabras, el método que hay que seguir para leer una obra de filosofía se asemeja al método que se siguió para escribirla. Enfrentado con un problema, el filósofo no puede hacer otra cosa que pensar en él. Enfrentado con una obra de filosofía, el lector no puede hacer otra cosa que leerla, lo que significa, como ya sabemos, pensar en ella. No existen más ayudas que la mente misma.
Pero esta soledad esencial de lector y libro es precisamente la situación que imaginábamos al principio de nuestra larga exposición de las reglas de la lectura analítica, y el lector comprenderá por qué decimos que dichas reglas, tal como las hemos formulado y explicado, se aplican más directamente a los libros filosóficos que a los de cualquier otra clase.
Sobre la formación de una opinión propia
Una buena obra filosófica está tan libre de oratoria y demagogia como un buen tratado científico. El lector no tiene por qué preocuparse de la «personalidad» del autor, ni investigar su historial social y económico. Sin embargo, resulta útil leer las obras de otros grandes filósofos que hayan tratado los mismos problemas. Los filósofos han mantenido una larga conversación entre ellos en la historia del pensamiento, y el lector debería escucharla antes de formarse una opinión sobre lo que dice cualquiera de ellos.
No debería preocuparle el hecho de que no coincidan, por dos razones. En primer lugar, la desavenencia, si es persistente, puede indicar un gran problema sin resolver y tal vez irresoluble. Conviene saber dónde se encuentran los verdaderos misterios. En segundo lugar, las desavenencias de otros carecen de importancia. La responsabilidad del lector consiste tan sólo en formarse su propia opinión. Ante la larga conversación que han mantenido los filósofos en sus obras, debe juzgar qué es verdadero y qué falso. Una vez leída una obra filosófica debidamente —lo que equivale a leer también las de otros filósofos sobre el mismo tema—, se encontrará en situación de juzgar.
El rasgo más distintivo de las preguntas filosóficas consiste en que todos deben responderlas por sí mismos. Adoptar la opinión de otros no equivale a resolverlas, sino a evadirlas. Y las respuestas deben tener una base sólida, con argumentos en los que apoyarse, lo que significa, por encima de todo, que no se puede depender del testimonio de los especialistas, como quizá haya que hacer en el caso de la ciencia.
La razón estriba en que las preguntas que formulan los filósofos son más importantes que las que formula cualquier otra persona, salvo los niños.
Notas sobre teología
Hay dos clases de teología, la natural y la dogmática. La primera es una rama de la filosofía, el último capítulo, por así decirlo, de la metafísica. Si el lector pregunta, por ejemplo, si la causación es un proceso infinito, si todo tiene una causa, quizá se vea envuelto en un regreso también infinito. Por consiguiente, tendrá que proponer una causa generadora que no sea a su vez causada. Aristóteles denominaba a esta causa no causada movedor inmóvil. El lector podría llamarla de otra forma —incluso decir que es otro nombre para Dios—, pero lo importante es que habría llegado a ese concepto gracias a los esfuerzos —al funcionamiento natural— de su mente, sin ninguna otra ayuda.
La teología dogmática se distingue de la filosofía en que sus primeros principios son artículos de fe a los que se adhieren todos los que profesan una religión. Una obra de esta clase siempre depende de dogmas y de la autoridad de la iglesia que los dicta. Aun cuando no se comparta el credo, aunque no se pertenezca a la iglesia en cuestión, se puede leer debidamente una obra teológica tratando sus dogmas con el mismo respeto que se tratan los supuestos de un matemático; pero hay que tener siempre presente que un artículo de fe no es algo que los creyentes presupongan. Para quienes la tienen, la fe es la forma más cierta de conocimiento, no una opinión.
Comprender lo anterior les resulta difícil a muchos lectores actuales, que suelen cometer uno de los dos errores típicos ante la teología dogmática, o ambos a la vez. El primero consiste en negarse a aceptar, incluso temporalmente, los artículos de fe que constituyen los primeros principios del autor. En consecuencia, el lector continúa luchando con dichos principios, sin llegar a prestar realmente atención al libro en sí. El segundo consiste en suponer que, dado que los primeros principios son dogmáticos, los argumentos basados en ellos, el razonamiento que apoyan y las conclusiones a las que llevan son dogmáticos de la misma manera. Naturalmente, es verdad que si se aceptan ciertos principios y el razonamiento que se basa en ellos es sólido, también habrá que aceptar las conclusiones, al menos en la medida que lo sean los principios; pero si el razonamiento es defectuoso, por aceptables que sean los principios, llevarán a conclusiones no válidas.
Como se ve, estamos hablando de las dificultades que afronta el lector no creyente ante una obra teológica. Su tarea estriba en aceptar como verdaderos los primeros principios mientras la lee, y después leerla con todo el cuidado que merece cualquier buen ensayo. El lector creyente de una obra esencial para su fe se enfrenta a otras dificultades, pero tales problemas no se limitan a la lectura de la teología.
Cómo leer libros «canónicos»
Hay una clase de libros muy interesante, un tipo de lectura de la que aún no hemos hablado. Utilizamos el término «canónico» para designar tales libros; según una tradición más antigua podríamos denominarlos «sagrados» o «santos», pero estas palabras ya no se aplican a todas las obras de estas características, aunque sí a algunas.
Un ejemplo esencial sería la Biblia, no cuando se la lee como literatura sino como la palabra revelada de Dios. Para los marxistas ortodoxos, hay que leer las obras de Marx prácticamente de la misma forma que los judíos o los cristianos ortodoxos leen la Biblia, así como el Libro rojo de Mao Ze Dong posee un carácter igualmente canónico para un comunista chino «creyente».
La idea de libro canónico puede extenderse más allá de estos ejemplos tan evidentes. Consideremos cualquier institución —una iglesia, un partido político, una sociedad— que entre otras cosas: 1) sea una institución de enseñanza, 2) posea un cuerpo de doctrina que enseñar, y 3) tenga unos miembros fieles y obedientes. Los miembros de tal organización leen con reverencia. Ni ponen ni pueden poner en tela de juicio la lectura autorizada o correcta de los libros que para ellos son canónicos. La fe les prohíbe encontrar errores en el texto «sagrado», por no hablar de encontrar absurdos.
Los judíos ortodoxos leen así el Antiguo Testamento; los cristianos, el Nuevo Testamento; los musulmanes, el Corán; los marxistas ortodoxos, las obras de Marx y Lenin, y, dependiendo del clima político, las de Stalin; los psicoanalistas freudianos, las de Freud; los oficiales del ejército estadounidense, el manual de infantería. Y el lector puede pensar en otros muchos ejemplos.
De hecho, casi todos nosotros, incluso si no hemos llegado a ella plenamente, nos hemos aproximado a la situación en la que hay que leer canónicamente. Un abogado en ciernes empeñado en ingresar en el Colegio de Abogados tiene que leer ciertos textos de una forma determinada con el fin de obtener el resultado perfecto en los exámenes, y lo mismo les ocurre a los médicos y a otros profesionales, al igual que a todo estudiante cuando se le exige que lea un texto según la interpretación que de él hace el profesor, a riesgo de «fracasar». (¡Naturalmente, no todos los profesores suspenden a sus alumnos por no coincidir con ellos!).
Quizá podrían resumirse las características de esta clase de lectura en la palabra «Ortodoxa», que es casi siempre aplicable. Tal palabra tiene dos raíces griegas, que significan «opinión correcta». Para estos libros existe una y sólo una lectura correcta, y cualquier otra lectura o interpretación está cargada de peligros, desde la pérdida del aprobado hasta la condenación del alma. Esta característica conlleva una obligación. El lector creyente de un libro canónico está obligado a encontrarle sentido y a descubrir que es verdadero en uno u otro sentido de la palabra «verdad». Si no puede hacerlo por sí solo, está obligado a acudir a alguien que sí pueda, un sacerdote o un rabino, o su superior en la jerarquía del partido, o su profesor. En cualquier caso, está obligado a aceptar la solución que se le ofrezca a su problema. Lee esencialmente privado de libertad; pero a cambio obtiene una especie de satisfacción que posiblemente no logrará al leer otros libros.
Al llegar a este punto debemos detenernos. El problema de leer la Biblia —si se cree que es la palabra de Dios— es uno de los más difíciles que se plantean en el terreno de la lectura. Se han escrito más libros sobre cómo leer las Escrituras que sobre todos los demás aspectos del arte de la lectura juntos. Evidentemente, la palabra de Dios es la escritura más difícil que puede leer cualquier persona; pero además, si se cree que es la palabra de Dios, también la más importante. Los esfuerzos de los creyentes están en proporción con la dificultad de la tarea, y sería cierto decir que, al menos en la tradición europea, la Biblia es el libro en más de un sentido. No sólo ha sido la obra más leída, sino también la que ha merecido más atención.