CÓMO LEER CIENCIAS Y MATEMÁTICAS
El título del capítulo que iniciamos puede llamar a confusión. No nos proponemos ofrecer consejos para la lectura de todas las clases de ciencias y matemáticas, sino que nos limitaremos a dos clases: los grandes clásicos de ambas materias de nuestra tradición, por una parte, y las obras de divulgación científica modernas por otra. Lo que digamos en muchas ocasiones será aplicable a monografías especializadas sobre temas abstrusos y reducidos, pero no podemos ayudar al lector en estos terrenos, por dos razones; una de ellas, sencillamente que no estamos cualificados para semejante tarea.
La otra estriba en lo siguiente: hasta finales del siglo XIX, aproximadamente, las grandes obras científicas iban dirigidas a los lectores profanos. Sus autores —hombres como Galileo, Newton y Darwin— no se mostraban reacios a que los leyesen especialistas en sus respectivos campos, y, de hecho, querían llegar a ellos, pero todavía no existía una especialización institucionalizada en aquella época, a la que Albert Einstein denominó «la infancia feliz de la ciencia». Las personas inteligentes y cultas leían libros científicos, históricos y filosóficos; no se establecían distinciones rígidas, ni límites que no pudieran traspasarse. Tampoco se manifestaba la indiferencia hacia el lector medio o profano que predomina hoy en día en la escritura científica. A la mayoría de los científicos actuales no les importa lo que puedan pensar los lectores profanos, y ni siquiera intentan llegar a ellos.
Hoy existe una tendencia a que la ciencia sea escrita por expertos para expertos. Una comunicación seria sobre un tema científico presupone tantos conocimientos especializados por parte del lector que normalmente no puede leerlo nadie que no esté versado en la materia. Este enfoque presenta ventajas evidentes, y no es la menor la de que contribuye al avance más rápido de la ciencia. Cuando los expertos hablan entre sí sobre su especialidad pueden llegar enseguida a sus fronteras: pueden ver los problemas inmediatamente e intentar resolverlos. Pero el coste es igualmente evidente: que el lector medio e inteligente al que nos dirigimos en el presente libro se queda al margen.
En realidad, esta situación, aunque más extremada en el terreno de la ciencia, se produce en otros muchos. En la actualidad, los filósofos raramente escriben sino para otros filósofos; los economistas para sus colegas, e incluso los historiadores han empezado a descubrir que esa especie de taquigrafía, de comunicación monográfica con otros expertos que ya lleva tiempo dominando la ciencia, constituye una forma más conveniente de transmitir ideas que la obra narrativa más tradicional destinada a todos los lectores.
¿Qué puede hacer el lector medio en estas circunstancias? Como no puede especializarse en todos los campos, tiene que recurrir a las divulgaciones científicas, algunas de las cuales son buenas, y otras malas. Pero no sólo es importante saber distinguir entre ambas; también hay que saber leer las buenas con comprensión.
Compresión de los objetivos científicos
Una de las disciplinas que se está desarrollando a mayor velocidad es la historia de la ciencia, donde hemos apreciado cambios extraordinarios en los últimos años. No hace mucho, los científicos «serios» despreciaban a los historiadores de la ciencia, al considerarlos personas que estudiaban la historia de una materia porque no eran capaces de extender sus fronteras. La actitud de los científicos ante los historiadores podría resumirse en el famoso comentario de George Bernard Shaw: «Los que pueden, hacen algo; los que no pueden, se dedican a la enseñanza».
Hoy en día apenas aparecen expresiones de este tipo. Los departamentos de historia de la ciencia son respetables, y hay excelentes científicos que estudian y escriben sobre la historia de la materia. Podríamos poner el ejemplo de la denominada «industria Newton». En la actualidad se están llevando a cabo importantes investigaciones en muchos países sobre la obra y la extraña personalidad de sir Isaac Newton, y ya se han publicado media docena de libros sobre el tema. La razón estriba en que los científicos están más preocupados que nunca por el carácter de los objetivos científicos.
Por eso no dudamos en recomendar al lector que intente leer al menos algunos de los clásicos de la ciencia de nuestra tradición. En realidad, no existe excusa alguna para no intentar leerlos. Ninguno presenta una dificultad infranqueable, ni siquiera una obra como Principios de filosofía natural, de Newton, si el lector está dispuesto a realizar el esfuerzo.
El consejo más útil que podemos ofrecerle es el siguiente: una de las reglas para la lectura de ensayos requiere que se exponga, con la mayor claridad posible, el problema que ha intentado resolver el autor, regla de la lectura analítica aplicable a todas las obras de ensayo, pero especialmente aplicable a las obras pertenecientes a los terrenos de la ciencia y las matemáticas.
Podríamos expresar lo anterior de otra forma. Como lectores profanos, no se trata de leer los clásicos de la ciencia para adquirir conocimientos sobre el tema de que se ocupan en un sentido contemporáneo, sino para comprender la historia y la filosofía de la ciencia. En esto consiste la responsabilidad del lector profano respecto a la ciencia, y la mejor forma de cumplirla es tomar conciencia de los problemas que los grandes científicos intentaban resolver, conciencia de los problemas y también de sus antecedentes.
Seguir el desarrollo científico, averiguar de qué forma están interrelacionados los hechos, los presupuestos, los principios y las pruebas, equivale a acometer la actividad de la razón humana allí donde probablemente ha operado con más éxito. Quizá esto sea suficiente por sí mismo, para justificar el estudio histórico de la ciencia. Además, tal estudio servirá para disipar, en cierta medida, la aparente ininteligibilidad de la ciencia, y, lo más importante, es una actividad mental esencial para la educación, el objetivo central que ha sido reconocido, desde la época de Sócrates en adelante, como la liberación de la mente mediante la disciplina de sorprenderse y preguntarse.
Sugerencias para la lectura de libros de ciencia clásicos
Por libro científico entendemos la relación de hallazgos o conclusiones en algún terreno de la investigación, tanto si se llevan a cabo experimentalmente en un laboratorio como si se realizan a partir de la observación de la naturaleza en vivo. El problema científico siempre consiste en describir los fenómenos con la mayor precisión posible y averiguar las interconexiones entre las diferentes clases de fenómenos.
En las grandes obras científicas no hay oratoria ni demagogia, si bien puede darse una actitud parcial en el sentido de unos presupuestos iniciales, algo que se detecta distinguiendo entre lo que el autor da por supuesto y lo que establece mediante sus argumentos. Cuanto más «objetivo» sea un autor científico, más pedirá al lector que presuponga esto o aquello. La objetividad científica no equivale a la inexistencia de prejuicios iniciales, sino a la franca confesión de su existencia.
Los términos principales de una obra científica suelen expresarse con palabras poco corrientes o técnicas. Resultan relativamente fáciles de descubrir, y a través de ellas se pueden comprender las proposiciones. Las proposiciones generales son siempre de carácter general. Por consiguiente, la ciencia no es cronotópica. Por el contrario, un científico, a diferencia de un historiador, trata de alejarse de lo local en el tiempo y en el espacio; intenta decir cómo son las cosas en general, cómo funcionan en líneas generales.
Es muy probable que se planteen dos dificultades fundamentales a la hora de leer un libro científico. Una de ellas está relacionada con los argumentos. La ciencia es fundamentalmente inductiva, es decir, sus argumentos primarios son los que establecen una proposición general por referencia a pruebas observables: un caso único creado por un experimento o una extensa serie de casos recogidos mediante una paciente investigación. Existen otros argumentos, pertenecientes a la categoría denominada deductiva, en los que una proposición se demuestra mediante otras que ya están de algún modo establecidas. Con respecto a las pruebas, la ciencia no difiere demasiado de la filosofía; pero el argumento inductivo es característico de ella.
La primera dificultad surge porque, con el fin de comprender los argumentos inductivos de un libro científico, hay que ser capaz de seguir las pruebas que el científico presenta como base. Por desgracia, esto no siempre es posible si no contamos más que con el libro. Si el libro no logra ilustrarle, al lector sólo le queda un recurso, que consiste en obtener la experiencia especial por sí mismo, y de primera mano. Quizá tenga que presenciar una demostración de laboratorio, mirar y manejar aparatos similares a los que aparecen en el libro, o ir a un museo a ver ejemplares o maquetas.
Quien quiera comprender la historia de la ciencia no sólo debe leer los textos clásicos, sino también familiarizarse, mediante la experiencia directa, con sus experimentos cruciales. Al igual que hay obras clásicas, también hay experimentos clásicos. Aquéllas son más inteligibles para quienes han visto con sus propios ojos y hecho con sus propias manos el procedimiento que describe un gran científico para alcanzar los resultados a los que ha llegado.
Esto no significa que no se pueda empezar sin dar todos los pasos que se describen. Tomemos como ejemplo un libro como Elementos de química, de Lavoisier. Publicado en 1789, ya no se lo considera útil como libro de texto sobre la materia, y, de hecho, un estudiante cometería un grave error si pensara que podría aprobar un examen incluso de enseñanza media con él. Sin embargo, el método supuso una revolución en su época, y su concepto de elemento químico sigue manteniéndose, más o menos inalterado, en la actualidad. Lo que deseamos destacar es que no hay que leer el libro de cabo a rabo y detalladamente para extraer estas conclusiones. El prólogo, por ejemplo, donde se hace hincapié en la importancia del método en la ciencia, es sumamente revelador. «Toda rama de la ciencia física», escribió Lavoisier,
debe consistir en tres cosas: la serie de hechos que son los objetos de la ciencia, las ideas que representan tales hechos y las palabras con las que se expresan estos hechos… Y, como las ideas se mantienen y se comunican mediante las palabras, necesariamente se deduce que no podemos mejorar el lenguaje de una ciencia sin mejorar al mismo tiempo la ciencia misma, ni mejorar una ciencia sin mejorar el lenguaje o la nomenclatura que le pertenece.
Esto fue exactamente lo que hizo Lavoisier. Mejoró la química mejorando su lenguaje, al igual que Newton, un siglo antes, había mejorado la física al sistematizar y ordenar su lenguaje, y de paso, como quizá recuerde el lector, al desarrollar el cálculo diferencial e integral.
Al hablar del cálculo debemos tomar en consideración la segunda dificultad que se plantea en la lectura de obras científicas. En esto consiste el problema de las matemáticas.
El problema de las matemáticas
Hay muchas personas a las que les asustan las matemáticas, y piensan que no pueden leer una obra sobre el tema. Nadie sabe por qué ocurre esto. Algunos psicólogos piensan que existe la llamada «ceguera simbólica», la incapacidad para dejar a un lado la dependencia de lo concreto y seguir el cambio controlado de los símbolos. Podría haber algo de esto, pero siempre teniendo en cuenta, naturalmente, que también las palabras cambian, y que sus cambios, al ser más o menos incontrolados, resultan quizá más difíciles de seguir. Otros creen que el problema radica en la enseñanza de las matemáticas. En este caso, deberíamos agradecer que se hayan dedicado tantas investigaciones en época reciente a la cuestión de cómo enseñar mejor la materia.
El problema estriba parcialmente en esto. No nos dicen, o no nos lo dicen a una edad suficientemente temprana como para inculcárnoslo, que las matemáticas son un lenguaje y que podemos aprenderlo como cualquier otro, como la lengua materna. Tenemos que aprender la propia lengua dos veces; primero cuando aprendemos a hablarla, y después, cuando aprendemos a leerla. Por suerte, sólo hay que aprender las matemáticas una vez, puesto que se trata de un lenguaje escrito casi en su totalidad.
Como ya hemos observado, aprender un nuevo lenguaje escrito siempre supone problemas de lectura primaria. Cuando iniciamos el aprendizaje de la lectura en la enseñanza primaria, el problema estribaba en aprender a reconocer ciertos símbolos arbitrarios cuando aparecían en una página y a reconocer ciertas relaciones entre dichos símbolos. Incluso los mejores lectores siguen leyendo, en determinadas ocasiones, al nivel primario: por ejemplo, cuando topan con una palabra que no conocen y tienen que buscarla en el diccionario. Si nos confunde la sintaxis de una oración, también funcionamos en el nivel primario. Sólo cuando resolvemos estos problemas podemos continuar leyendo en niveles superiores.
Dado que las matemáticas constituyen un lenguaje, tienen vocabulario, gramática y sintaxis propios, y el lector principiante tiene que aprenderlos. Hay que memorizar ciertos símbolos y relaciones entre éstos. El problema es diferente, porque también lo es el lenguaje, pero, teóricamente, no más difícil que aprender a leer francés o inglés, o alemán. En el nivel primario, incluso puede resultar más fácil.
Cualquier lenguaje es un medio de comunicación entre las personas sobre temas que los comunicantes pueden comprender. Los temas del discurso corriente son fundamentalmente hechos y relaciones emocionales que quizá no resulten totalmente comprensibles para dos personas distintas. Pero dos personas distintas sí pueden comprender una tercera cosa que se encuentre fuera y separada de ellas, como un circuito eléctrico, un triángulo isósceles o un silogismo. Es fundamentalmente cuando dotamos a estas cosas de connotaciones emocionales cuando podemos tener problemas a la hora de entenderlas. Las matemáticas nos permiten evitarlos. No existen connotaciones emocionales en los términos, proposiciones y ecuaciones matemáticos cuando se los emplea adecuadamente.
Tampoco se nos dice, al menos a una edad temprana, lo bonitas e intelectualmente satisfactorias que pueden resultar las matemáticas. Probablemente nunca es demasiado tarde para comprenderlo si nos tomamos algunas molestias. Podemos empezar con Euclides, cuyo Elementos de geometría constituye una de las obras más lúcidas y hermosas que se hayan escrito jamás.
Consideremos, por ejemplo, las cinco primeras proposiciones del libro I de Elementos. (Si el lector dispone de un ejemplar, debería echarle una ojeada). En geometría elemental, las proposiciones se dividen en dos categorías: 1) el enunciado de problemas para la construcción de figuras, y 2) los teoremas sobre las relaciones entre las figuras o sus partes. Los problemas de construcción requieren que se haga algo; los teoremas, que se demuestre algo. Al final de una construcción euclidiana se encuentran las siglas Q. E. F., que significan Quod erat faciendum, «(Siendo) lo que se requería hacer», y al final de un teorema las siglas Q. E. D., es decir, Quod erat demons trandum, «(Siendo) lo que se requería demostrar».
Las tres primeras proposiciones del libro I de Elementos son problemas de construcción. ¿Por qué? Una respuesta podría consistir en que se necesitan las construcciones en las pruebas de los teoremas, algo que no salta a la vista en las cuatro primeras proposiciones, pero sí en la quinta, que es un teorema, cuyo enunciado es el siguiente: en un triángulo isósceles (un triángulo con dos lados iguales), los ángulos de la base son también iguales. Esto supone la utilización de la proposición número 3, porque con ella se toma un atajo. Dado que, a su vez, la proposición número 3 depende del uso de la construcción de la proposición número 2, mientras que ésta presupone la número 1, podemos ver que necesitamos las tres para la proposición número 5.
Las construcciones también pueden servir a otro propósito. Presentan una semejanza evidente con los postulados, ya que ambos afirman que pueden llevarse a cabo las operaciones geométricas. En el caso de los postulados, la posibilidad se presupone; en el de las proposiciones, se demuestra. Naturalmente, la prueba supone el uso de los postulados. Así, podemos preguntarnos, por ejemplo, si existe algo llamado triángulo equilátero, que corresponde a la definición número 20. No vamos a preocuparnos ahora por la espinosa cuestión de la existencia de objetos matemáticos, pero al menos podemos ver que la proposición número 1 demuestra que, desde el presupuesto que muestra que existen líneas rectas y círculos, se deduce que existen triángulos equiláteros.
Volvamos a la proposición número 5, al teorema sobre la igualdad de los ángulos de la base de un triángulo isósceles. Cuando se llega a la conclusión, tras una serie de pasos que hacen referencia a los postulados y proposiciones anteriores, la proposición queda demostrada. Se demuestra que si algo es verdad (a saber, la hipótesis de que tenemos un triángulo isósceles), y que si otras cosas son válidas (las definiciones, los postulados y las proposiciones anteriores), entonces hay algo más que también es cierto, a saber, la conclusión. La proposición enuncia la relación si-entonces, no la verdad de la conclusión, salvo cuando la hipótesis es verdadera, ni se ve que sea verdad esta conexión entre hipótesis y conclusión hasta que se demuestra la conclusión. Es precisamente la verdad de esta conexión lo que se demuestra, y nada más.
¿Exageramos al decir que esto es una maravilla? Nosotros no lo creemos así. Lo que tenemos aquí es una exposición realmente lógica de un problema realmente limitado, y hay algo muy atrayente tanto en la claridad de la exposición como en el carácter limitado del problema. En el discurso corriente, e incluso en el filosófico de mejor calidad, resulta difícil limitar los problemas de esta forma, y el uso de la lógica en el caso de los problemas filosóficos raramente es tan claro como en este ejemplo.
Consideremos la diferencia entre el argumento de la proposición número 5, e incluso el más sencillo de los silogismos, como el siguiente:
Todos los animales son mortales.
Todos los hombres son animales.
Luego todos los hombres son mortales.
Además, hay algo satisfactorio en el planteamiento: podemos tratarlo como un razonamiento matemático. Dando por supuesto que los animales y los hombres existen, y que los animales son mortales, la conclusión deriva con la misma certeza que la que se desprende de los ángulos del triángulo. Pero el problema estriba en que realmente hay animales y hombres; estamos dando por supuesto algo sobre las cosas reales, algo que puede ser o no cierto. En este caso tenemos que examinar los presupuestos de una forma que no tenemos que hacer en matemáticas, algo que no afecta a la proposición de Euclides. A éste no le importa que exista algo llamado triángulo isósceles. Lo que dice es que si existen tales cosas, y si se definen de tal y tal forma, entonces se deduce que los ángulos de su base son Iguales. No cabe la menor duda sobre el tema, ni ahora ni nunca.
Las matemáticas en los libros científicos
Esta digresión sobre Euclides nos ha apartado un tanto del tema principal. Hemos visto que la presencia de las matemáticas en los libros científicos constituye uno de los principales obstáculos para leerlos. Quisiéramos decir algo al respecto.
En primer lugar, el lector quizá comprenda al menos las matemáticas elementales mejor de lo que cree. Ya hemos sugerido que se debería empezar con Euclides, y confiamos en que si el lector dedicase varias tardes a Elementos perdería gran parte de su miedo al tema en cuestión. Tras haber trabajado un poco con Euclides, podría seguir con otros matemáticos de la Grecia clásica, como Arquímedes, Apolonio, Nicómaco. En realidad no son demasiado difíciles, y simplemente se puede echar una ojeada a sus obras.
Lo anterior nos conduce al segundo punto. Si la intención consiste en leer un libro de matemáticas por y en sí mismo, naturalmente, hay que leerlo de principio a fin, y lápiz en mano, porque en este caso escribir en los márgenes e incluso en un cuaderno es más necesario que con cualquier otro tipo de libros. Pero quizá el lector no tenga esa intención, sino leer una obra científica que contiene matemáticas, en cuyo caso lo que procede es una prelectura.
Pongamos como ejemplo Principios, de Newton. La obra contiene numerosas proposiciones, tanto problemas de construcción como teoremas, pero no es necesario leerlos todos detenidamente, sobre todo la primera vez. Lo que conviene hacer es leer el enunciado de la proposición y echar un vistazo a las pruebas con el fin de hacerse una idea de cómo se ha trabajado, leer los enunciados de los lemas y los corolarios, así como los escolios, que constituyen exposiciones esenciales de las relaciones existentes entre las proposiciones y sus relaciones con la obra como un todo. El lector empezará a ver ese todo si hace lo anterior, y así comprenderá cómo está construido el sistema de Newton, qué aparece en primero y en segundo lugar, y cómo encajan las diferentes partes. Debe leer así toda la obra, evitando los diagramas si le causan problemas (como les ocurre a muchas personas), simplemente ojeando el material que hay entre medias, pero asegurándose de descubrir y leer los párrafos en los que Newton enuncia los puntos más importantes. Uno de ellos aparece al final de la obra, cuando acaba el libro III, que lleva por título «El sistema del mundo». Este Escolio general, como lo llamaba Newton, resume todo lo anterior y también enuncia el gran problema de la física posterior.
Óptica, del mismo autor, es otro clásico de la ciencia que se debería intentar leer. Contiene muy pocas matemáticas, aunque a primera vista parezca lo contrario, porque las páginas están salpicadas de diagramas, pero se trata de simples ilustraciones que describen los experimentos de Newton con agujeros para que entre el Sol en una habitación oscura, con prismas que interceptan los rayos de Sol y con trozos de papel blanco situados de tal forma que los diversos colores del rayo se reflejen sobre ellos. El lector puede repetir fácilmente algunos de estos experimentos, y se divertirá, porque los colores son muy bonitos y las descripciones sumamente claras. Además de las descripciones de los experimentos, querrá leer los enunciados de los diversos teoremas o proposiciones y las exposiciones que aparecen al final de los tres libros, en las que Newton resume sus hallazgos y sugiere sus consecuencias. El final del libro III es célebre, porque contiene ciertos enunciados sobre los objetivos científicos que vale la pena leer.
Los científicos utilizan frecuentemente las matemáticas, sobre todo porque poseen las cualidades de precisión, claridad y limitación que hemos descrito. Por lo general, se puede entender algo de este material sin necesidad de profundizar demasiado en las matemáticas, como en el caso de Newton. Sin embargo, y por extraño que parezca, incluso si las matemáticas aterrorizan al lector, su ausencia en ciertas obras puede crear incluso mayores problemas. Un caso destacado es Dos nuevas ciencias, de Galileo, el famoso tratado sobre la resistencia de los materiales y el movimiento. Esta obra resulta especialmente difícil para los lectores actuales porque no tiene un carácter fundamentalmente matemático; por el contrario, se presenta en forma de diálogo. El diálogo, si bien apropiado para un escenario y útil en filosofía cuando lo emplea un maestro como Platón, no es realmente adecuado para la ciencia, y, por consiguiente, resulta difícil descubrir qué dice Galileo, aunque cuando se lo consigue, se descubre que hace propuestas revolucionarias.
Naturalmente, no todos los clásicos de la ciencia emplean las matemáticas, ni necesitan emplearlas. Las obras de Hipócrates, fundador de la medicina griega, no tienen tal carácter. Recomendamos su lectura para descubrir el punto de vista del autor sobre la medicina: el arte de mantener sanas a las personas más que el de curarlas cuando enferman. Por desgracia, esta idea no es la más extendida hoy en día. Tampoco tiene carácter matemático el discurso de William Harvey sobre la circulación de la sangre, ni la obra de William Gilbert sobre los imanes. Pueden leerse sin demasiadas dificultades siempre y cuando se tenga en cuenta que la obligación fundamental no consiste en alcanzar competencia en el tema sino en comprender el problema.
Notas sobre la ciencia popular
En cierto sentido, poco más podemos añadir acerca de los libros de divulgación científica. Por definición, se trata de obras —libros o artículos— destinadas a un público muy amplio, no a los especialistas. Por consiguiente, si se ha conseguido leer varios clásicos de la tradición científica, no surgirán demasiados problemas, debido a que, aunque tratan temas científicos, evitan los dos problemas principales que se le plantean al lector con una contribución original a la ciencia. En primer lugar, contienen relativamente pocas descripciones de experimentos (se limitan a constatar sus resultados). En segundo lugar, contienen relativamente pocas matemáticas (a menos que sean libros populares de matemáticas).
Aun cuando no siempre, por regla general resulta más fácil leer los artículos de divulgación científica que los libros. Algunos de estos artículos tienen verdadera calidad; por ejemplo, los que se encuentran en Scientific American, publicación mensual, o en Science, publicación semanal de carácter más técnico. Naturalmente, estas publicaciones, independientemente de su calidad o de lo cuidadoso y responsable de la edición, plantean el problema que expusimos al final del último capítulo. Al leerlos, quedamos a merced de los reporteros, que filtran la información. Si son buenos reporteros, los lectores estamos de suerte. Si no lo son, prácticamente no contamos con ningún recurso.
Las publicaciones de divulgación científica nunca resultan fáciles de leer en el mismo sentido que un relato lo es o parece serlo. Incluso un artículo de tres páginas sobre el ADN que no contenga explicaciones sobre experimentos, ni diagramas ni fórmulas matemáticas, requiere un gran esfuerzo por parte del lector. No se puede leer si de lo que se trata es de obtener comprensión sin mantener la mente bien despierta, y, por consiguiente, el requisito de leer activamente es más importante en este caso que en cualquier otro. Se trata de descubrir el tema, de descubrir la relación entre el todo y sus partes, de llegar a un acuerdo y comprender las proposiciones y los argumentos, de trabajar para alcanzar la comprensión antes de empezar a criticar o de reconocer la importancia de la obra. El lector ya está familiarizado con estas reglas, pero en el presente caso se las aplica con especial firmeza.
Por lo general, los artículos breves tienen carácter informativo, y, como tales, requieren menor actividad pensante por parte del lector, quien debe realizar un esfuerzo por comprender, por seguir la argumentación del autor, pero no tiene que llegar más allá. En el caso de obras de divulgación tan excelentes como Introducción a las matemáticas, de Whitehead, El Universo y el doctor Einstein, de Lincoln Barnett, o El círculo circundante, de Barry Commoner, se necesita algo más, algo especialmente aplicable a una obra como la de Commoner, que trata un tema —la crisis ambiental— que reviste especial interés e importancia hoy en día. La escritura es muy compacta y requiere una constante atención por parte del lector, pero la obra como un todo tiene unas consecuencias que el lector cuidadoso no pasará por alto. Aunque no se trata de una obra de carácter práctico en el sentido descrito en el capítulo 13, sus conclusiones teóricas tienen consecuencias importantes, algo que sugiere la simple mención del tema del libro, a saber, la crisis ambiental. El ambiente al que se refiere es el nuestro; sí éste está experimentando una crisis, del tipo que fuere, es algo que se deduce inevitablemente, aunque el autor no lo mencione, pero lo cierto es que sí lo hace, que todos participamos, de algún modo, en dicha crisis. Cuando nos encontramos en tal situación, lo normal es actuar de una u otra forma, o dejar de actuar de una u otra forma. Por ello la obra de Commoner, si bien esencialmente teórica, supera este carácter y se adentra en el terreno de lo práctico.
Con esto no queremos dar a entender que la obra de Commoner sea importante y que no lo sean las de Whitehead y Barnett. Cuando se escribió El Universo y el doctor Einstein, como historia de las investigaciones sobre el átomo dirigida a un amplio público, la gente ya era consciente de los peligros que entrañaba la física nuclear, una de cuyas representaciones radicaba en la recién descubierta bomba atómica; por tanto, esa obra teórica tenía repercusiones prácticas. Pero incluso si no hubiera en la actualidad una honda preocupación por la inminencia de una guerra atómica o nuclear, seguiría existiendo lo que podría denominarse una necesidad práctica de leer esta obra teórica, u otra similar. La razón estriba en la física nuclear, uno de los grandes logros de nuestra época que promete grandes realizaciones a la humanidad al tiempo que le plantea graves peligros, y el lector informado y preocupado debería saber lo más posible sobre el tema.
Introducción a las matemáticas, de Whitehead, presenta un problema algo distinto. Las matemáticas constituyen uno de los principales misterios actuales, quizá el fundamental, al ocupar en nuestra sociedad un lugar similar al que ocupaban los misterios religiosos en épocas pasadas. Si queremos saber algo sobre el funcionamiento de la sociedad actual, debemos comprender un poco en qué consisten las matemáticas y cómo funcionan y piensan los matemáticos. Si bien la obra de Whitehead no profundiza demasiado en las ramas más abstrusas del tema, sí resulta sumamente elocuente en cuanto a los principios del razonamiento matemático. Si no otra cosa, al menos sí muestra al lector atento que el matemático es una persona normal y corriente, no un mago, y tal descubrimiento reviste gran importancia para cualquier lector que desee expandir sus horizontes más allá del aquí y el ahora inmediatos del pensamiento y la experiencia.