CÓMO LEER HISTORIA
«Historia», como «poesía», es una palabra con múltiples significados, y para que este capítulo le resulte útil al lector debemos llegar a un acuerdo sobre ella, es decir, explicar cómo vamos a emplearla.
En primer lugar, existe una diferencia entre la historia como hechos y la historia como documento escrito de los hechos. Evidentemente, en las siguientes páginas vamos a utilizar el término en su última acepción, puesto que, tal como entendemos «leer», no es posible leer los hechos; pero hay muchas clases de documentos escritos que se denominan históricos. Podríamos decir que una serie de documentos pertenecientes a una época o a un suceso determinados es una historia de los mismos, como también lo es la transcripción de una entrevista oral con alguien que haya participado en el suceso, o una serie de entrevistas. Un documento con una intención distinta, como un diario personal o una colección de cartas, podría interpretarse como una historia de la época. Esta palabra podría aplicarse, y así ha ocurrido, prácticamente a cualquier escrito surgido en un determinado período, o en el contexto de un acontecimiento, que interesaba al lector.
El sentido en el que nosotros emplearemos la palabra «historia» es a la vez más restringido y más amplio que los ya mencionados: más restringido porque queremos limitarnos a relaciones esencialmente narrativas, presentadas de manera más o menos formal, de una época, un acontecimiento o una serie de acontecimientos del pasado. Se trata de un uso tradicional del término, y no vamos a excusarnos por ello. Al igual que con la definición de la poesía lírica, pensamos que el lector coincidirá con nosotros en que ésta es la acepción más común del término, y deseamos mantenernos fieles a lo más común.
Pero también lo emplearemos en un sentido más amplio que el de muchas definiciones que circulan en la actualidad. Aunque no todos los historiadores coinciden con nosotros, pensamos que la esencia de la historia es la narración. Incluso una colección de documentos, como tal colección, cuenta una historia, que quizá no esté explícita, es decir, que el historiador no intentará clasificar los documentos según un orden «significativo», pero sí implícita, estén o no ordenados. En caso contrario, pensamos que tal colección no podría llamarse historia de su época.
Sin embargo, no tiene importancia que todos los historiadores compartan nuestra idea. Hay bastante historia de la clase que estamos discutiendo, y el lector querrá o tendrá que leer al menos una parte, tarea en la que intentaremos ayudarle.
Carácter esquivo de los hechos históricos
Probablemente el lector habrá formado parte de un jurado y habrá tenido que oír testimonios sobre un hecho sencillo, como un accidente de tráfico, o sobre algo más complejo, como decidir si una persona había matado a otra. Si se ha encontrado en ambas situaciones, sabrá lo difícil que resulta reconstruir el pasado, incluso un solo acontecimiento, a partir de los recuerdos de las personas que lo presenciaron.
Un tribunal de justicia se ocupa de sucesos que han ocurrido en fecha bastante reciente y en presencia de testigos vivos, a los que se aplican normas muy estrictas. Un testigo no puede suponer nada, no puede conjeturar ni hacer hipótesis (salvo en condiciones minuciosamente controladas), y, naturalmente, no debe mentir.
A pesar de las normas que se imponen a los testigos, y, por añadidura, de los careos, preguntamos al lector si como miembro de un jurado ha tenido alguna vez la absoluta certeza de saber realmente lo que había ocurrido.
La ley da por supuesto que no se puede tener absoluta certeza, que los miembros de un jurado siempre albergarán dudas. En la práctica, y con el fin de poder tomar una decisión en los juicios, dice que la duda debe ser «razonable» si se permite que influya en la decisión; en otras palabras, debe ser suficiente para crear conflictos de conciencia.
Un historiador se ocupa de hechos que ocurrieron, en la mayoría de los casos, hace mucho tiempo. Todos los testigos suelen estar muertos y no dan testimonio en una sala de juicios, es decir, no están sometidos a normas restrictivas, y muchas veces adivinan, suponen, conjeturan. No podemos verles la cara para juzgar si mienten (si acaso se puede saber semejante cosa de nadie). No se los somete a careos y no existe la menor garantía de que sepan de qué están hablando.
Si resulta difícil tener la certeza de conocer la verdad sobre asuntos relativamente sencillos, como los que decide un jurado en una sala de juicios, mucho más lo será saber lo que realmente ocurrió en el terreno de la historia. Aunque podamos experimentar un sentimiento de confianza y solidez ante la palabra, un hecho histórico es una de las cosas más esquivas del mundo.
Naturalmente, hay ciertos hechos históricos sobre los que podemos estar bastante seguros. Estados Unidos padeció la guerra de secesión, que comenzó con la carga contra Fort Sumter el 12 de abril de 1861 y acabó con la rendición del general Lee al general Grant en el Palacio de Justicia de Appomattox el 9 de abril de 1865. Todo el mundo acepta estas fechas. No es probable (si bien no completamente imposible) que todos los calendarios estadounidenses de la época tuvieran errores.
Pero ¿cuánto hemos especulado por procurar saber cuándo empezó y cuándo acabó exactamente la guerra de secesión? Lo cierto es que esas fechas se han puesto en tela de juicio, no basándose en que los calendarios tuvieran errores, sino en que el conflicto realmente empezó con la elección de Lincoln en el otoño de 1860 y acabó con su asesinato cinco días después de la rendición de Lee. Según otras opiniones, comenzó incluso antes —nada menos que cinco, diez o veinte años antes de 1861—, y sabemos que continuaron los combates en puntos remotos de Estados Unidos, adonde aún no había llegado la noticia del triunfo del Norte, durante mayo, junio y julio de 1865. También hay quien piensa que la guerra de secesión aún no ha acabado, que no acabará hasta que los estadounidenses negros sean completamente libres e iguales, o hasta que se establezca el derecho del Gobierno Federal a controlar todos los Estados, y esto sea aceptado por todos los estadounidenses.
Podríamos decir que al menos sabemos que, tanto si el ataque contra Fort Sumter desencadenó la guerra como si no, el hecho ocurrió el 12 de abril de 1861. Eso es cierto… dentro de los límites de la posibilidad que mencionábamos antes. Pero ¿por qué fue atacado Sumter? Ésta es la pregunta más evidente que hemos de plantear a continuación. ¿Podría haberse evitado la guerra después del ataque? En tal caso, ¿nos importaría mucho que se hubiera desarrollado un combate en tal día de primavera hace más de un siglo? Si no nos importara —y no nos preocupan otros muchos ataques contra fuertes que sin duda tuvieron lugar pero de los que no sabemos nada—, ¿seguiría siendo la carga contra Sumter un hecho histórico significativo?
Teorías de la historia
La historia, la narración del pasado, es clasificada con más frecuencia en la categoría de la ficción que en la de la ciencia, si acaso hay que afiliarla a una u otra. De lo contrario, si se permite que la historia quede a medio camino entre los dos grupos principales en los que se dividen los libros, normalmente se admite que está más próxima a la ficción que a la ciencia.
Esto no significa que un historiador invente los hechos, como un poeta o un novelista. Sin embargo, podríamos vernos en apuros si insistiésemos demasiado en que un escritor de ficción inventa los hechos. Como os he dicho, crea un mundo, pero ese nuevo mundo no es completamente distinto del nuestro —más vale así—, y un poeta es una persona normal y corriente, con sentidos normales mediante los cuales ha aprendido. No ve cosas que no veamos los demás (puede ver mejor o de una forma ligeramente distinta). Sus personajes emplean palabras que utilizamos los demás (en otro caso no creeríamos en ellos). Los seres humanos sólo crean mundos verdaderamente extraños en sueños, pero incluso en el sueño más fantástico los acontecimientos y los seres de la imaginación están compuestos por elementos de la experiencia cotidiana. Sencillamente, se entremezclan con formas nuevas y extrañas.
Naturalmente, un buen historiador no se inventa el pasado. Se considera responsablemente comprometido con un concepto o criterio de exactitud de los hechos. Sin embargo, hemos de recordar que siempre tiene que inventar algo: encontrar una pauta general en los acontecimientos, imponerla sobre ellos, o suponer que sabe por qué hicieron las cosas que hicieron las personas que intervienen en su narración. Puede tener una teoría o filosofía general; por ejemplo, que la Providencia rige los asuntos humanos, y encajar la historia en ella, o puede renunciar a tal pauta, impuesta por así decirlo desde fuera o desde arriba, y asegurar que se limita a dejar constancia de los acontecimientos reales que han tenido lugar. Pero en este caso probablemente se verá obligado a atribuir causas a los acontecimientos y motivaciones a las acciones. Es esencial saber reconocer cómo trabaja el historiador al que estamos leyendo.
La única forma de evitar una u otra postura consiste en suponer que los seres humanos no hacen las cosas con un objetivo, o que el objetivo, si existe, no se puede descubrir; en otras palabras, que la historia no se rige por ninguna pauta.
Tolstói sostenía una teoría semejante. Desde luego, no era historiador, sino novelista, pero muchos historiadores han mantenido el mismo punto de vista, sobre todo en la época actual. Según Tolstói, las causas de toda acción humana son tan complejas y están ocultas a tal profundidad en motivaciones subconscientes que resulta imposible saber por qué ocurre lo que ocurre.
Debido a que las teorías de la historia difieren, y a que la teoría de un historiador incide en su relación de los hechos, es necesario leer más de una versión de la historia de un hecho o de una época si queremos conocerlos. En esto consiste precisamente la primera regla para leer historia, y reviste aún mayor importancia si el suceso que nos interesa tiene significación práctica para nosotros. Seguramente tendrá significación práctica para todos los estadounidenses saber algo sobre la historia de la guerra de secesión, puesto que aún vivimos en la estela de aquel penoso conflicto: vivimos en el mundo que contribuyó a crear. Pero no podemos esperar comprenderlo si lo observamos con los ojos de una sola persona, o desde un bando o una facción de los historiadores contemporáneos. Hace unos días abrimos un libro recién publicado sobre el tema y observamos que su autor lo presentaba como «una historia de la guerra de secesión imparcial y objetiva desde el punto de vista del Sur». El autor parecía serio, y quizá lo sea, quizá sea posible una cosa así. En cualquier caso, hemos de admitir que toda historia tiene que estar escrita desde algún punto de vista, pero para llegar a la verdad, debemos considerarla desde más de uno.
Lo universal en la historia
No siempre podemos leer más de una historia de un acontecimiento, y cuando esto ocurre, hemos de admitir que no tenemos muchas oportunidades de conocer la verdad del asunto en cuestión, de saber qué sucedió realmente. Sin embargo, no es ésta la única razón para leer historia. Podría aducirse que sólo al historiador profesional, la persona que escribe una historia, hay que exigirle que someta a un careo sus fuentes, que las coteje exhaustivamente enfrentándolas entre sí. No puede dejar piedra sin remover si desea saber sobre el tema que le ocupa todo lo que debería saber. Como lectores profanos, nosotros quedamos a medio camino entre el historiador profesional y el aficionado irresponsable, que lee historia sólo para entretenerse.
Pongamos como ejemplo a Tucídides. El lector quizá sepa que escribió la única historia coetánea importante de la guerra del Peloponeso, a finales del siglo V a. C. En cierto sentido, no hay nada con lo que cotejar su obra. Entonces, ¿qué podemos esperar aprender de ella?
Grecia es en la actualidad un país diminuto, y una guerra que estalló allí hace veinticinco siglos puede tener pocas consecuencias reales para la vida actual. Todos los que la libraron hace tiempo que murieron, al igual que las cosas concretas por las que lucharon. Las victorias no tienen ningún significado hoy en día, y las derrotas ya no causan dolor. Las ciudades que fueron conquistadas y perdidas han quedado reducidas a polvo. Si nos detenemos a pensarlo, casi lo único que queda de la guerra del Peloponeso es lo que Tucídides cuenta sobre ella.
Sin embargo, lo que cuenta sigue teniendo importancia, porque la narración de Tucídides —podemos utilizar esta palabra— ha ejercido influencia en la historia subsiguiente de la humanidad. La han leído dirigentes de épocas posteriores: al encontrarse en situaciones que incluso ligeramente se asemejaban a la de las ciudades estado griegas, trágicamente divididas, comparaban su posición con la de Atenas o Esparta, y se servían de Tucídides como excusa y justificación, incluso como modelo de comportamiento. El resultado fue que, si bien en una medida muy pequeña, pero de todos modos perceptible, la historia del mundo cambió gracias a la visión que tenía Tucídides de una pequeña parcela del planeta en el siglo V a. C. No lo leemos porque describa perfectamente lo que ocurrió antes de escribir su gran obra, sino porque, hasta cierto punto, determinó lo que ocurriría después, y, por extraño que pueda parecer, para saber qué está ocurriendo ahora.
«La poesía es más filosófica que la historia», escribió Aristóteles. Quería decir que la poesía es más general, más universal. Un buen poema es verdadero no sólo en su época y lugar, sino en todas las épocas y todos los lugares. Tiene significado y fuerza para todas las personas. La historia no es tan universal, y está unida a los acontecimientos de una forma que no lo está la poesía, pero cualquier buena historia tiene carácter universal.
El propio Tucídides dijo que escribía su historia para que las generaciones futuras no tuvieran que repetir los errores que él había visto cometer, por los que había sufrido personalmente y había visto sufrir a su país. Describe los errores humanos que tenían sentido para otros hombres, no para él o para los griegos, y, sin embargo, algunos de los que cometieron atenienses y espartanos hace 2500 años se están repitiendo en la actualidad, lo mismo que ha ocurrido una y otra vez desde la época de Tucídides.
Si el lector tiene una visión limitada de la historia, si sólo desea descubrir lo que realmente ocurrió, no comprenderá el punto principal que puede enseñarle Tucídides o todo buen historiador. Si lee debidamente a aquél, quizá decida dejar de intentar descubrir qué sucedió realmente en el pasado.
La historia nos cuenta lo que nos ha llevado adonde estamos ahora. Lo que nos interesa es el presente, esto y el futuro, que estará determinado en parte por el presente. Por tanto, también se puede aprender algo de un historiador sobre el futuro, incluso si, como Tucídides, vivó hace más de dos mil años.
Resumamos las dos sugerencias para leer historia. La primera es la siguiente: a ser posible, leer más de una historia sobre un acontecimiento o época que despierte interés; y la segunda: leer una historia no sólo para enterarse de lo que ocurrió realmente en una época y un lugar concretos del pasado, sino también para saber cómo actúan los seres humanos en todos los lugares y épocas, especialmente ahora.
Preguntas a plantear ante un libro de historia
A pesar de que la mayoría de los libros de historia se aproximan más a la ficción que a la ciencia, pueden y deben leerse como ensayos. Por tanto, hemos de formular las mismas preguntas que a esta clase de obras. A causa del carácter especial de la historia, las preguntas se plantean de una forma ligeramente distinta, y las respuestas también presentan pequeñas diferencias.
Con respecto a la primera pregunta, toda historia trata un tema concreto y limitado. Por tanto, resulta sorprendente la frecuencia con que los lectores no se toman la molestia de averiguar en qué consiste tal tema, y, sobre todo, que no siempre observen las limitaciones que se autoimpone el autor. Una historia de la guerra de secesión no es una historia del mundo del siglo XIX, y probablemente tampoco del Oeste estadounidense en la sexta década del mismo siglo. Podría, aunque quizá no debería, pasar por alto el estado de la educación en el país en aquella época, o el movimiento de la frontera, o el avance de las libertades. Por tanto, para leer bien una historia hemos de saber con precisión sobre qué trata y sobre qué no trata. Desde luego, si vamos a criticarla, hemos de conocer el último punto, ya que no se puede acusar a un autor de no hacer lo que no intentaba hacer.
Respecto a la segunda pregunta, el historiador cuenta una historia que, naturalmente, sucedió en el tiempo. Así se determinan sus contornos generales y no tenemos que buscarlos; pero hay más de una forma de contar una historia, y tenemos que saber cómo ha decidido el historiador contar la suya. ¿Ha dividido su obra en capítulos que corresponden a años, décadas o generaciones, o ha seguido otros criterios? ¿Expone en un capítulo la historia económica de la época que le ocupa y cubre las guerras, los movimientos religiosos y la producción literaria en otros? ¿A qué le atribuye mayor importancia? Si averiguamos esto, si podemos decir qué aspecto de la historia que está contando le parece fundamental, le entenderemos mejor. Tal vez no coincidamos con lo que considera básico, pero de todos modos podemos aprender de él.
La crítica de la historia adopta dos formas. Podemos juzgar —pero, como siempre, no antes de haber comprendido el texto— y pensar que carece de verosimilitud y que la gente no reacciona de ese modo. Incluso si el historiador documenta lo que dice permitiéndonos el acceso a sus fuentes, e incluso si consideramos relevantes a éstas, podemos pensar que las ha entendido mal, que las ha juzgado erróneamente, quizá por una deficiencia de su comprensión de la naturaleza o los asuntos humanos. Es lo que suele ocurrir con muchos historiadores de edad, que no dedican muchas páginas a la economía. Quizá pensemos que la gente actúa por su propio interés, y cuando se atribuye demasiada nobleza al «héroe» de una historia sentimos cierto recelo.
Por otra parte, podríamos pensar, sobre todo si poseemos ciertos conocimientos especializados sobre el tema, que el autor no ha empleado bien sus fuentes, y sentir indignación al comprobar que no ha leído un libro que nosotros sí hemos leído. Y también puede ocurrir que esté mal informado sobre los hechos, en cuyo caso no puede haber escrito una buena historia. De un historiador esperamos que esté bien informado.
De todos modos, la primera crítica es más importante. Un buen historiador debe combinar el talento del novelista con el del científico. Debe saber qué es verosímil o probable y qué ocurrió realmente.
Respecto a la última pregunta, ¿qué importancia tiene?, es posible que no haya otro tipo de literatura que ejerza mayor influencia sobre las acciones de los seres humanos que la historia. Las sátiras y las descripciones de utopías filosóficas producen poca impresión: a todos nos gustaría que el mundo fuese mejor, pero rara vez nos influyen las recomendaciones de autores que se limitan a describir, en muchas ocasiones con amargura, la diferencia entre lo real y lo ideal. La historia, que nos cuenta las acciones de la humanidad en el pasado, a veces nos empuja a efectuar cambios, a intentar cambiar nuestra suerte. En general, los estadistas siempre han tenido mayor instrucción en historia que en el resto de las disciplinas. La historia sugiere lo posible, porque describe cosas que ya se han hecho y que, por consiguiente, se pueden volver a hacer, o, por el contrario, se pueden evitar.
Por tanto, la principal respuesta a la pregunta ¿qué importancia tiene?, estriba en la dirección de la acción práctica, política. Por esta razón es fundamental leer bien la historia. Por desgracia, los dirigentes han actuado con frecuencia poseyendo ciertos conocimientos de historia, pero no los suficientes. En un mundo tao pequeño y peligroso como el nuestro, sería buena idea que todos empezásemos a leer mejor los libros de historia.
Cómo leer biografías y autobiografías
Una biografía es un relato sobre una persona real, circunstancia que le confiere un carácter mixto.
Algunos biógrafos se opondrían a esta descripción, pero al menos normalmente, una biografía es una relación narrativa de la vida, la historia, de una mujer, un hombre o un grupo de personas, por lo que en gran medida plantea los mismos problemas que un libro de historia. El lector debe formular la misma clase de preguntas: ¿cuál es el objetivo del autor?, ¿cuáles son sus criterios de la verdad?, además de las preguntas que dirige a cualquier libro.
Existen diversas clases de biografía. La definitiva, destinada a ser la obra final, exhaustiva y documentada sobre la vida de alguien suficientemente importante como para merecer un trabajo de este tipo, que no puede escribirse sobre personas vivas. Raramente se la compone hasta que han aparecido varias biografías no definitivas, con frecuencia de no muy buena calidad. El autor acude a todas las fuentes, lee todas las cartas y examina numerosos documentos de historia coetánea. Dado que la destreza para reunir materiales difiere un tanto del talento para darles forma de buen libro, las biografías definitivas no siempre resultan de fácil lectura. Una verdadera lástima, porque un libro erudito no tiene por qué ser aburrido. Una de las mejores biografías es Vida de Johnson, de Boswell, realmente fascinante. Se trata sin duda de una biografía definitiva (si bien han aparecido otras biografías del doctor Johnson desde entonces), pero también sumamente interesante.
Una biografía definitiva es una porción de historia, la historia de una persona y su época, vista por sus propios ojos, y habría que leerla como tal. Una biografía autorizada no es lo mismo en absoluto. Normalmente, estas obras se escriben por encargo de los herederos o amigos de un personaje importante, con sumo cuidado para que los errores que cometió la persona en cuestión y los triunfos que obtuvo se vean a la mejor luz posible. A veces son muy buenas, porque el autor cuenta con la ventaja —que no siempre se les concede a otros escritores— de tener acceso directo a todos los materiales pertinentes gracias a quienes los controlan, pero, naturalmente, no se puede confiar en ellas tanto como en las definitivas. En lugar de leerlas simplemente como historia, hay que comprender que pueden ser parciales, que así es como se lo debe tomar el lector porque así es como los amigos y allegados del biografiado quieren que el mundo le conozca.
La biografía autorizada es un tipo de historia, pero con ciertas diferencias. Podemos sentir curiosidad por ver qué quieren las personas interesadas que sepa el público sobre la vida privada de una persona, pero sin esperar conocerla realmente. Por tanto, la lectura de una de estas biografías normalmente proporciona muchos datos sobre la época en la que fue escrita, sobre sus costumbres, sobre las actitudes que se consideraban aceptables e, implícitamente y extrapolando un poco, sobre las inaceptables; pero no descubriremos la vida real de un ser humano, o no más que si esperásemos conocer la verdadera historia de una guerra leyendo los partes de un solo bando. En este caso, para llegar a la verdad tendríamos que leer todos los partes, preguntar a las personas que estuvieron en el frente y reflexionar para desentrañar los datos. Una biografía definitiva ya ha realizado todo este trabajo, mientras que con una autorizada (y la mayoría dedicada a personas vivas pertenece a esta categoría) aún queda mucho por hacer.
Existen otras biografías que no son definitivas ni autorizadas, a las que quizá podríamos denominar biografías corrientes. En tales obras esperamos que el autor sea exacto, que conozca los hechos que maneja. Por encima de todo, queremos tener la sensación de estar ante la vida de una persona real de otra época y otro lugar. Los seres humanos somos curiosos, con una curiosidad especial por otros seres humanos.
Tales libros, si bien no son fidedignos de la misma manera que las biografías definitivas, con frecuencia constituyen una buena lectura. El mundo perdería mucho sin la biografía escrita por Izaak Walton, Vidas, sobre sus amigos, los poetas John Donne y George Herbert, por ejemplo (naturalmente, Walton es más conocido por su obra El pescador consumado), o sin el relato de John Tyndall sobre su amigo Michael Faraday, Faraday, el descubridor.
Algunas biografías tienen carácter didáctico y persiguen un objetivo moral. Ya no se escriben obras de este tipo, salvo para niños, pero antes eran muy corrientes. Vidas paralelas, de Plutarco, pertenece a esta categoría. El autor narra la vida de los grandes hombres del pasado griego y romano con el fin de ayudar a sus coetáneos a ser también grandes y a evitar los errores que suelen cometer los grandes, o eso pensaba él. Vidas paralelas es una obra extraordinaria pero, aunque muchos de los relatos son los únicos con los que contamos sobre el tema, no la leemos tanto por la información biográfica cuanto por su visión de la vida en general. Los biografiados son personas interesantes, buenas o malas pero no indiferentes, y Plutarco lo sabía. En principio, su libro estaba destinado a edificar a otros, según dijo, pero en el transcurso de la escritura fue descubriendo que era él quien obtenía mayor provecho y estímulo al «alojar en su casa a estos hombres, uno tras otro».
Hemos de señalar que la obra histórica de Plutarco también ha ejercido profunda influencia en la historia posterior. Un ejemplo: al igual que este autor muestra que Alejandro Magno modeló su propia vida según la de Aquiles (que conoció por Homero), muchos otros conquistadores de época posterior tomaron como modelo al Alejandro de Plutarco.
Las autobiografías plantean problemas diferentes y sumamente interesantes. En primer lugar, podríamos poner en tela de juicio que jamás se haya escrito una auténtica autobiografía. Si resulta difícil conocer la vida de otra persona, mucho más difícil es conocer la propia, y, naturalmente, todas estas obras tratan sobre unas vidas que aún no han terminado.
Casi nadie se puede resistir a decir menos o más que la verdad (lo último suele estar más extendido) cuando no hay nadie que pueda contradecirle. Todo el mundo guarda algún secreto que no desea divulgar y alberga ciertas ilusiones sobre sí mismo que no puede considerar como tales. Sin embargo, al igual que no es posible escribir una autobiografía totalmente sincera, tampoco lo es escribir algo totalmente falso. Como nadie es un mentiroso perfecto, toda autobiografía nos dice algo sobre su autor, aunque sólo sea que hay ciertas cosas que quiere ocultar.
Es opinión muy extendida que Las confesiones, de Rousseau, o algún otro libro escrito en la misma época (a mediados del siglo XVIII), es la primera autobiografía auténtica, pero con ello se pasan por alto Confesiones, de san Agustín, por ejemplo, o Ensayos, de Montaigne. Sin embargo, el error reviste mayor gravedad. Hay mucho de autobiográfico en La República, de Platón, en El Paraíso perdido, de Milton, o en Fausto, de Goethe, aunque no podamos señalar el lugar exacto. Si nos interesa la humanidad, intentaremos leer cualquier libro, dentro de unos límites razonables, dispuestos a descubrir el carácter de su autor.
De todos modos, éste no debe ser nunca el objetivo prioritario, porque cuando exageramos tal actitud, ésta deriva en la denominada falacia patética; pero hemos de recordar que las palabras no se escriben por sí solas: las que leemos han sido halladas y escritas por una persona viva. Platón y Aristóteles decían cosas similares y también opuestas; pero incluso si hubieran coincidido por completo no habrían escrito los mismos libros, por ser personas distintas. Incluso podríamos descubrir algo autobiográfico en una obra en apariencia tan poco reveladora como Suma teológica.
Por tanto, importa muy poco que la autobiografía formal constituya un género relativamente nuevo. Ningún autor es capaz de separarse por completo de su obra. «Yo no he hecho más a mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí, un libro consustancial con su autor, que trata sobre mí, una parte integrante de mi vida», dijo Montaigne. Y añadió: «Todos me reconocen en mi libro, y a mi libro en mí». Lo anterior es cierto, y no sólo respecto a Montaigne. «Esto no es un libro —dice Whitman sobre su obra Hojas de hierba—. Quien lo toca está tocando a un hombre».
¿Hay otras claves para leer biografías y autobiografías? Vamos a mencionar una bastante importante. A pesar de que tales obras, sobre todo las segundas, revelan muchas particularidades sobre sus autores, no debemos dedicar tanto tiempo a descubrir los secretos del autor como para no averiguar qué dice lisa y llanamente. Poco más hay que añadir aparte de esto, dado que se trata de obras en muchos casos más poéticas que discursivas o filosóficas. Naturalmente, hay que recordar que si se desea conocer la verdad sobre la vida de una persona hay que leer el mayor número de biografías sobre ella que se pueda encontrar, incluyendo su autobiografía, si es que la escribió. Recomendamos al lector que lea la biografía como historia y como la causa de la historia, que lea entre líneas en las autobiografías y que no olvide que no puede discutir un libro hasta haber comprendido plenamente qué dice. Respecto a la pregunta ¿qué importancia tiene?, sólo vamos a decir lo siguiente: al igual que la historia, la biografía puede ser la causa de una acción práctica, moral, puede servir de inspiración. Es la narración de una vida, por lo general de cierto éxito, y nosotros también tenemos vida.
Cómo leer temas de actualidad
Ya hemos dicho que nuestra exposición sobre al arte de la lectura analítica se aplica a cualquier material que leer, no sólo a los libros. Ahora quisiéramos especificar un poco más. La lectura analítica no siempre es necesaria. Hay muchas cosas que no requieren el esfuerzo y la destreza necesarios para el tercer nivel de lectura, pero aunque no siempre haya que aplicar las reglas de la lectura, siempre hay que plantear las cuatro preguntas sobre cualquier material que leamos. Esto significa que hay que plantearlas cuando nos enfrentamos con las lecturas a las que la mayoría de las personas dedica más tiempo: periódicos, revistas, libros sobre acontecimientos de actualidad, etcétera.
Al fin y al cabo, la historia no se detuvo hace mil años, ni cien. El mundo continúa, y hombres y mujeres siguen escribiendo sobre lo que está ocurriendo y sobre cómo están cambiando las cosas. Quizá ninguna historia moderna sea tan buena como la de Tucídides; la posteridad juzgará. Pero como seres humanos y como ciudadanos tenemos la obligación de intentar comprender el mundo que nos rodea.
El problema consiste en saber qué está ocurriendo en la actualidad. Por algo la palabra francesa para noticiario es actualités; el concepto de sucesos actuales se asemeja al de «noticias». ¿Cómo nos enteramos de las noticias, y cómo sabemos que son ciertas?
El lector habrá comprendido que nos enfrentamos al mismo problema que plantea la propia historia. No podemos tener la certeza de conocer los hechos, no podemos estar más seguros de saber lo que está ocurriendo ahora que de lo que ocurrió en el pasado. Y, sin embargo, debemos intentar saberlo, siempre que sea posible.
Si pudiéramos estar en todas partes al mismo tiempo, oír todas las conversaciones que se desarrollan sobre la tierra, ver en el corazón de toda persona viva, quizá pudiéramos aproximarnos a la verdad de los acontecimientos. Al ser humanos y, por consiguiente, limitados, tenemos que recurrir al servicio de los reporteros, personas que, supuestamente, saben lo que está ocurriendo en una zona pequeña. Dan la información en periódicos, revistas o libros, y lo que sabemos depende de ellos.
Idealmente, un reportero es un cristal en el que se refleja la realidad, o a través del cual se refleja ésta. Pero la mente humana no es precisamente un cristal transparente. No es un buen reflector, y cuando la atraviesa la realidad, la mente no puede jugar el papel de buen filtro. Separa lo que considera irreal, falso, y esto es correcto, naturalmente. Un reportero no debería informar de lo que considera falso; pero puede equivocarse.
Por ello, al leer un reportaje de acontecimientos actuales, lo más importante es saber quién lo ha escrito. No se trata de conocer al reportero mismo, sino de saber cómo funciona su mente. Las diversas clases de reporteros —filtro se dividen en dos grupos, y para comprender qué clase de filtro posee la mente del reportero, hemos de plantear una serie de preguntas, lo que equivale a formular una serie de interrogantes sobre cualquier material que trate sobre acontecimientos actuales—. Son los siguientes:
En términos generales, podemos suponer que todos los libros sobre acontecimientos actuales desean probar algo, resultando a veces fácil descubrir de qué se trata. En muchos casos, la publicidad de la editorial explica la tesis principal que se defiende en el libro, y si no aparece en la portada, es posible que el propio autor la explique en un prólogo.
Tras haber preguntado qué trata de demostrar el libro, hay que preguntar a quién está intentando convencer el autor. ¿Va el libro dirigido a «los enterados» y pertenece el lector a esa categoría? ¿Va dirigido a un pequeño grupo de personas que puede hacer algo, y rápidamente, acerca de la situación que describe el autor? ¿O es para todo el mundo? Si el lector no pertenece a la clase de público al que va dirigido el libro, quizá no quiera leerlo.
A continuación hay que descubrir qué conocimiento especial presupone el autor que posee el lector. En este caso empleamos la palabra «conocimiento» en un sentido muy amplio, y quizá sería mejor decir «opinión» o «prejuicio». Muchos autores escriben sólo para los lectores que coinciden con ellos. Si no estamos de acuerdo con los presupuestos de un reportero, lo más probable es que su libro nos irrite.
A veces resulta muy difícil descubrir los presupuestos de un autor, quien además piensa que los mismos son compartidos por el lector. En Los antecedentes del siglo XVII, Basil Willey dice lo siguiente:
… constituye una dificultad casi insuperable tener conciencia crítica de los propios presupuestos; «las doctrinas sentidas como hechos» sólo pueden verse como doctrinas, no como hechos, tras grandes esfuerzos de reflexión, y por lo general sólo con la ayuda de un metafísico de primera categoría.
Willey continúa diciendo que resulta más fácil descubrir «las doctrinas sentidas como hechos» de una época distinta a la nuestra, y eso es precisamente lo que intenta hacer en su obra. Sin embargo, al leer libros sobre nuestra época no contamos con la ventaja de la distancia. Por tanto, tenemos que intentar ver no sólo a través del filtro de la mente del autor-reportero, sino también del de la nuestra.
A continuación hay que preguntar si el autor emplea un lenguaje especial, algo aplicable sobre todo a periódicos y revistas, pero también a todos los libros sobre acontecimientos actuales. Hay ciertas palabras que provocan respuestas especiales que seguramente no coincidirían con las respuestas de los lectores del próximo siglo. Pongamos por ejemplo la palabra «Comunismo» o «comunista». Debemos intentar controlar estas respuestas, o al menos saber cuándo se producen.
Por último, hay que considerar la última pregunta, probablemente la más difícil de responder. El reportero cuyo trabajo estamos leyendo, ¿conoce los hechos? ¿Tiene acceso a los pensamientos y decisiones, quizá secretos, de las personas sobre las que escribe? ¿Sabe todo lo que debería saber para ofrecer una relación justa y equilibrada de la situación?
En otras palabras: sugerimos que no sólo hay que tener en cuenta una posible actitud parcial por parte del autor-reportero. Últimamente se ha oído hablar mucho sobre «la manipulación de las noticias», y es importante saber que no sólo la misma nos es aplicada a nosotros, como lectores, sino también a los reporteros, que, supuestamente, «están enterados», aunque puede ser que no sea así. Incluso con la mejor voluntad del mundo, con la mejor intención de ofrecernos la verdad de un asunto, es posible que un reportero esté «desinformado» respecto a acciones, tratados, etc., de carácter secreto. Él mismo puede ser consciente de ello, pero quizá no lo sea, en cuyo caso la situación entraña peligros para el lector.
Observará el lector que estas cinco preguntas no son en realidad más que variaciones sobre las que hay que preguntar ante cualquier libro de ensayo. Conocer el lenguaje especial de un autor, por ejemplo, no es sino llegar a un acuerdo con él, pero como los libros y otros materiales sobre el mundo contemporáneo nos plantean problemas especiales como lectores, hemos formulado las preguntas de forma distinta.
Quizá convenga resumir la diferencia en un solo consejo en lugar de dar una serie de normas para leer libros de este tipo: caveat lector, «que el lector tenga cuidado». No hay por qué preocuparse al leer a Aristóteles, Dante o Shakespeare; pero el autor de un libro contemporáneo puede tener interés especial —si bien no necesariamente— en que el lector lo entienda de una manera determinada. O, por el contrario, puede suceder que tengan tal interés sus fuentes de información. El lector debe conocer ese interés y tenerlo en cuenta ante cualquier cosa que lea.
Notas sobre los resúmenes
De la distinción básica que hemos expuesto —entre la lectura para obtener información y la destinada a obtener comprensión— se desprende otra consecuencia: que a veces tenemos que leer para informarnos sobre la comprensión, averiguar cómo han interpretado otras personas los hechos en cuestión. Vamos a intentar explicar esto un poco más.
Leemos periódicos, revistas e incluso anuncios publicitarios en cantidades enormes, por la información que contienen, tanto que nadie tiene tiempo hoy en día de leer más de una pequeña parte de lo publicado. La necesidad ha sido la madre de numerosos inventos en este terreno de la lectura. Las revistas de noticias, como Newsweek o Time, realizan una valiosísima función para la mayoría al leer las noticias y reducirlas a los elementos esenciales de información. Las personas que escriben estas revistas son en primer lugar lectores, y han desarrollado el arte de leer hasta un punto que supera con mucho la competencia del lector medio.
Lo mismo puede decirse de una publicación como Reader’s Digest, que pretende llevar al lector gran parte de lo que merece la pena leer en las revistas de información general en forma condensada, en un solo librito. Naturalmente, los mejores artículos, al igual que los mejores libros, no se pueden condensar sin que pierdan algo. Si, por ejemplo, los ensayos de Montaigne apareciesen en una publicación periódica, difícilmente nos satisfaría leer un resumen. En este caso, sólo sería adecuado si nos empujase a leer el original. Sin embargo, para el artículo medio suele ser suficiente una condensación, a veces mejor que el original, porque el artículo medio suele tener carácter fundamentalmente informativo. La destreza que sirve para producir Reader’s Digest y decenas de publicaciones similares se apoya, en primer lugar, en la lectura, y sólo después en la escritura clara y sencilla. Hacen por los lectores lo que pocos pueden hacer, por carecer de la técnica adecuada, incluso si tuvieran tiempo para ello: arrancan el núcleo de la información sólida de páginas y páginas de material menos importante.
Pero, al fin y al cabo, también tenemos que leer las publicaciones en las que se basan los resúmenes de noticias y acontecimientos de actualidad. Si queremos estar informados, no podemos evitar la tarea de leer, por buenos que sean los resúmenes. Y, en última instancia, la tarea de leerlos es la misma que realizan los editores de estas revistas con el material original y que después presentan de forma más compacta. Nos ahorran trabajo, en cuanto a la extensión de la lectura se refiere, pero no pueden ahorrarnos por completo la tarea de leer, además de que sólo obtendremos provecho de sus resúmenes de información si somos capaces de darles una lectura tan buena como la que efectuaron los editores anteriormente con el fin de elaborarlos.
Y esto supone una lectura para obtener comprensión, no sólo información. Evidentemente, cuanto más condensados los resúmenes, más selección se habrá realizado, algo que no debería preocuparnos demasiado si mil páginas, por ejemplo, se redujeran a novecientas, pero cuando se reducen a diez o incluso a una, se plantea una pregunta crítica: cuánto se ha suprimido. De aquí que, cuanto mayor la condensación, más importancia reviste saber algo sobre el carácter de quién la ha llevado a cabo, y el mismo caveat de antes se aplica a este caso, incluso con más fuerza. Quizá, en última instancia equivalga a leer entre las líneas de una condensación realizada con pericia. No podemos remitirnos al original para averiguar qué se ha excluido, y hay que deducirlo de la propia condensación. Por consiguiente, la lectura de este tipo de resúmenes es en ocasiones la más difícil y absorbente.