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SUGERENCIAS PARA LA LECTURA DE NARRATIVA, TEATRO Y POESÍA

Las reglas paralelas para la lectura de literatura imaginativa que exponíamos en el capítulo anterior tienen carácter general y se aplican a novelas y relatos, tanto en prosa como en verso (épica incluida), obras de teatro, ya sean tragedias o comedias o algo a medio camino entre ambos géneros, y poemas líricos de cualesquiera longitud y complejidad.

Por su carácter general, hay que transformar un tanto estas reglas para adaptarlas a las diferentes clases de literatura imaginativa. En las siguientes páginas nos proponemos sugerir las adaptaciones que consideramos necesarias. Diremos algo especial sobre la lectura de narraciones, obras teatrales y poemas líricos, con notas sobre los problemas específicos que plantea la lectura de los poemas épicos y las tragedias griegas.

Pero antes de adentrarnos en estos temas desearíamos comentar la última de las cuatro preguntas que el lector activo y exigente debe plantearle a cualquier libro cuando se trata de una obra de literatura imaginativa.

Recordemos las otras tres preguntas. La primera, ¿sobre qué trata el libro como un todo?; la segunda, ¿qué se dice en detalle y cómo se dice?, y la tercera, ¿es el libro verdad, en su totalidad o en parte? En el último capítulo explicábamos la aplicación de estas tres preguntas a la literatura imaginativa. La primera recibe respuesta cuando el lector es capaz de describir la unidad de la trama de una narración, una obra de teatro o un poema, entendiendo «trama» en un sentido amplio que abarca la acción o el movimiento tanto de un poema lírico como de un relato. La segunda pregunta queda contestada cuando el lector es capaz de distinguir el papel que desempeñan los distintos personajes y de contar con sus propias palabras los incidentes y acontecimientos clave en los que intervienen. Y se responde a la tercera cuando se puede emitir un juicio razonado sobre la verdad poética de la obra. ¿Es una historia verosímil? ¿Satisface la obra los sentimientos y el intelecto? ¿Aprecia el lector su belleza? En ambos casos, ¿puede decir por qué?

La cuarta pregunta se formula de la siguiente manera: ¿qué importancia tiene? Cuando se trata de un ensayo, la respuesta conlleva cierta acción por parte del lector. Con «acción» no siempre nos referimos a hacer algo. Ya hemos apuntado que esa clase de acción es una obligación que contrae el lector cuando está de acuerdo con un libro práctico, es decir, con los fines que propone, y considera idóneos los medios por los que, según el autor, los mismos se pueden conseguir. En este sentido, la acción no es obligatoria cuando el ensayo tiene carácter teórico y sólo se requiere la acción mental; pero si el lector está convencido de que el libro en cuestión contiene la verdad, en su totalidad o en parte, debe aceptar sus conclusiones, y si éstas suponen realizar ciertos reajustes en su opinión sobre el tema, adquirirá, en mayor o menor grado, el compromiso de efectuarlos.

Reviste gran importancia reconocer que, en el caso de una obra de literatura imaginativa, hemos de interpretar esta cuarta y última pregunta de forma bastante diferente. En cierto modo, la cuestión carece de relevancia en la lectura de narraciones y poemas. En sentido estricto, no se exige acción alguna por parte del lector cuando ha leído bien, es decir, analíticamente, una novela, una obra teatral o un poema, porque queda libre de responsabilidades cuando ha aplicado las reglas paralelas de la lectura analítica a tales obras y respondido a las tres primeras preguntas.

Decimos «en sentido estricto» porque salta a la vista que las obras de literatura imaginativa han impulsado a numerosos lectores a actuar de diversas maneras. A veces, una narración consigue plasmar una idea —ya sea de carácter político, económico o moral— mejor que un ensayo sobre el mismo tema. Tanto Rebelión en la granja como 1984, de George Orwell, representan poderosos ataques contra el totalitarismo; Un mundo feliz, de Aldous Huxley, es una elocuente diatriba contra la tiranía del progreso tecnológico, y El primer círculo, de Alexander Solyenitsin, nos cuenta más sobre la mezquindad y la crueldad de la burocracia soviética que centenares de estudios e informes. Las obras de estas características han sido censuradas y prohibidas muchas veces en el transcurso de la historia de la humanidad por razones evidentes. Como dijera E. B. White en una ocasión: «Un déspota no teme a los escritores elocuentes que predican la libertad; le teme al poeta borracho que inventa un chiste que se hace popular».

Sin embargo, estas consecuencias prácticas de la lectura de narrativa y poesía no constituyen la esencia del asunto. La literatura imaginativa puede empujar a la acción, pero no tiene por qué hacerlo, puesto que pertenece al terreno de las bellas artes, y una obra de arte es un fin en sí; no se moviliza para alcanzar ningún resultado que la trascienda. Como decía Emerson refiriéndose a la belleza, es su propia razón de ser.

Por consiguiente, cuando se trata de aplicar esta última pregunta a la literatura imaginativa, hay que andarse con cautela. Si el lector se siente impulsado a actuar por un libro que ha leído, debe preguntarse si la obra contiene algún enunciado implícito que haya despertado tales sentimientos. Hablando con propiedad, la poesía no es el terreno de los enunciados, si bien éstos aparecen en numerosos poemas y narraciones, más o menos soterrados. Conviene tomarlos en consideración y reaccionar ante ellos, pero sin olvidar que entonces estaremos reaccionando ante algo diferente de la narración o el poema en sí, que subsisten por derecho propio. Para leerlos bien, lo único que hay que hacer es experimentarlos.

Cómo leer narraciones

El primer consejo que quisiéramos dar para la lectura de una narración es el siguiente: leerla con rapidez y sumergiéndose en ella por completo. Lo ideal sería leerla de una vez, algo que raramente pueden hacer las personas muy atareadas, sobre todo en el caso de las novelas largas. No obstante, habría que aproximarse al ideal condensando la lectura de una buena narración en el menor tiempo posible, pues de otro modo se olvida lo que ha ocurrido y se difumina la unidad de la trama.

Cuando realmente les gusta una novela, algunas personas quieren saborearla detenidamente, prolongar la lectura lo más posible, pero en este caso probablemente más que leer el libro están satisfaciendo unos sentimientos más o menos inconscientes sobre los acontecimientos y los personajes. Volveremos a tocar este punto más adelante.

Hemos sugerido leer con rapidez y sumergiéndose por completo en el tema, y también hemos destacado la importancia de dejar que una obra incida en nosotros. A esto nos referimos con la última frase: permitir que los personajes entren en el corazón y en la mente, dejar en suspenso la incredulidad, si tal es el caso, acerca de los acontecimientos. El lector no debe condenar algo que hace un personaje antes de haber comprendido por qué lo hace, y aun entonces debería pensárselo dos veces. Ha de intentar por todos los medios vivir en el mundo del personaje, no en el suyo, porque allí las cosas que aquél hace pueden resultar comprensibles, y no juzgar el mundo como un todo hasta haberse asegurado de que «ha vivido» en él hasta el extremo que su capacidad le permita.

Seguir esta regla le permitirá responder a la primera pregunta que hay que plantear a cualquier libro, a saber, ¿de qué trata, como un todo? A menos que lea rápidamente, no logrará comprender la unidad de la narración, y a menos que lea intensamente, no conseguirá ver los detalles.

Como ya hemos señalado, los términos de una narración son sus personajes e incidentes. El lector debe familiarizarse con ellos, ser capaz de distinguirlos. Pero al llegar a este punto quisiéramos decir unas palabras de advertencia, tomando como ejemplo Guerra y paz. Muchos lectores empiezan esta novela y se sienten abrumados por el gran número de personajes que van conociendo, debido sobre todo a sus extraños nombres. Al poco tiempo abandonan la lectura, convencidos de que nunca serán capaces de distinguir las complicadas relaciones, de saber quién es quién. Esto se puede aplicar a toda gran novela, y si se trata de una obra realmente buena, lo entendemos como aplicable a la más grande posible.

A estos lectores tan pusilánimes no se les ocurre pensar que les sucede exactamente lo mismo cuando van a una ciudad nueva cambian de colegio o de lugar de trabajo, o incluso cuando llegan a una fiesta. En esas circunstancias no se rinden; saben que al cabo de poco tiempo los individuos empezarán a hacerse visibles entre la masa, que aparecerán amigos entre la multitud anónima de compañeros de trabajo, de clase o entre los invitados. Tal vez no recuerden el nombre de todas las personas que han conocido en una fiesta, pero sí recordarán el del chico con el que estuvieron hablando durante una hora, o el de la chica con la que quedaron para salir al día siguiente, o el de la señora cuyo hijo va al mismo colegio que el suyo. Pues bien; lo mismo ocurre en una novela. No podemos esperar recordar a todos los personajes; muchos de ellos sirven de simple telón de fondo, como respaldo de las acciones de los protagonistas. Sin embargo, cuando terminamos de leer Guerra y paz, o cualquier gran novela, sabemos quiénes son importantes y no los olvidamos. Pedro, Andrés, Natacha, la princesa María, Nicolás… lo más probable es que los nombres nos vengan inmediatamente a la memoria aunque haga muchos años que hayamos leído la novela de Tolstói.

Además, y a pesar de la plétora de incidentes, no tardamos mucho en reparar en qué es importante. Los escritores suelen proporcionar gran ayuda en este sentido; para evitar que el lector pase por alto lo que es esencial para el desarrollo de la trama, lo señalan de diversas maneras. Pero queremos insistir en que no hay que preocuparse si todo no está claro desde el principio; es más, no debería estarlo. Una narración es como la vida misma, y en la vida no esperamos comprender los acontecimientos en cuanto ocurren, al menos con absoluta claridad, pero al volver a examinarlos sí los entendemos. De igual modo, cuando el lector de una narración vuelve a examinarla una vez que ha terminado de leerla, comprende la relación de los acontecimientos y el orden de las acciones.

Todo lo anterior se reduce al mismo punto: hay que terminar una narración para poder decir que se ha leído bien. Paradójicamente, sin embargo, una narración deja de ser como la vida en la última página: mientras que ésta continúa, aquélla se detiene. Los personajes no tienen vitalidad fuera del libro, y lo que un lector imagine sobre lo que les ocurre antes de la primera página y después de la última puede ser tan interesante como lo que imagine cualquier otro. En realidad, tales especulaciones son absurdas. Se han escrito preámbulos de Hamlet, pero resultan ridículos. No debemos preguntar qué les sucede a Pedro y a Natacha cuando acaba Guerra y paz. Nos satisfacen las creaciones de Shakespeare y Tolstói en parte porque tienen limitación temporal, y no necesitamos nada más.

La gran mayoría de los libros que se leen son narraciones de uno u otro tipo, y quienes no saben leer, las oyen. Incluso las inventamos para nosotros mismos. La ficción parece ser una necesidad humana. ¿Por qué?

Una de las razones estriba en que la ficción satisface muchas exigencias subconscientes y conscientes: sería importante incluso si sólo afectase a la conciencia, como ocurre con el ensayo, pero también lo es porque además afecta al subconsciente.

En el nivel más sencillo —y una exposición de este tema podría complicarse demasiado—, nos gusta o nos desagrada cierto tipo de personas más que otras, muchas veces sin saber bien por qué. Si en una novela tales personas son recompensadas o castigadas, podemos experimentar unos sentimientos más fuertes hacia el libro, a favor o en contra, de lo que se merece desde el punto de vista artístico.

Por ejemplo: a veces nos agrada que un personaje de una novela herede dinero o que tenga suerte, pero suele ocurrir sólo cuando dicho personaje nos resulta «simpático», es decir, cuando podemos identificarnos con él. No reconocemos que a nosotros nos gustaría heredar ese dinero; simplemente terminamos por afirmar que nos gusta el libro.

Tal vez a todos nos gustaría amar con más vehemencia. Muchas novelas tratan el tema del amor —tal vez la mayoría—, y nos complace identificarnos con los personajes que aman. Ellos son libres y nosotros no, pero quizá no queramos admitirlo, porque si lo hiciéramos podríamos reparar en que nuestro amor es incompleto.

En el carácter de casi todas las personas hay un elemento inconsciente de sadismo y de masoquismo, que con frecuencia se satisface con las novelas, donde podemos identificarnos con el conquistador o con la víctima, e incluso con ambos. En ambos casos existe una propensión a decir simplemente que nos gusta «esa clase de libro», sin especificar o sin saber realmente por qué.

Por último, sospechamos que la vida tal como la conocemos es injusta. ¿Por qué sufren las buenas personas y las malas prosperan? No lo sabemos, no podemos saberlo, pero el hecho en sí produce una gran angustia en todo el mundo. En las narraciones, esta situación caótica y desagradable se soluciona, algo que nos satisface extraordinariamente.

En las narraciones —novelas, epopeyas y obras teatrales— suele existir la justicia. Las personas reciben lo que se merecen: el autor, que es como un dios para sus personajes, se encarga de que sean recompensadas o castigadas según sus verdaderos méritos, o eso es lo que suele ocurrir al menos en las buenas narraciones. Uno de los elementos más irritantes de una mala narración es que sus personajes parecen recibir recompensas y castigos sin ton ni son. El buen narrador no comete errores. Es capaz de convencernos de que se ha hecho justicia, justicia poética.

Lo anterior es aplicable incluso a las tragedias, en las que a las personas buenas les suceden cosas terribles, pero en ellas vemos que el héroe, incluso si no merece totalmente su destino, al menos llega a comprenderlo, y sentimos un profundo deseo de compartir esa comprensión. Si nosotros lo conociéramos, seríamos capaces de enfrentarnos a cualquier cosa que el mundo pudiera deparamos. Quiero saber por qué es el título de un relato de Sherwood Anderson, pero así podrían titularse otros muchos. El héroe trágico sabe por qué, aunque, naturalmente, en muchas ocasiones después de que su vida haya quedado destrozada. Podemos compartir su conocimiento sin compartir su sufrimiento.

Por ello, al criticar una obra de ficción hemos de tener cuidado a la hora de distinguir entre los libros que satisfacen nuestras propia necesidades subconscientes —las que nos hacen decir «Me gusta este libro, pero en realidad no sé por qué»— y los que satisfacen las profundas necesidades subconscientes de casi todas las personas. No cabe duda de que éstas son las grandes narraciones, las que perviven durante siglos y generaciones. Mientras el ser humano siga siéndolo, continuarán satisfaciéndole, ofreciéndole algo que necesita: creer en la justicia, en la comprensión y en el alivio de la angustia. No sabemos, no podemos estar seguros de que el mundo real sea bueno, pero el mundo de una gran narración es en cierto modo bueno, y queremos vivir en él durante el mayor tiempo y con la mayor frecuencia posibles.

Notas sobre épica

Quizá los libros más respetados pero también los menos leídos en la tradición del mundo occidental sean los grandes poemas épicos, sobre todo Ilíada y Odisea, de Homero; Eneida, de Virgilio; Divina comedia, de Dante, y El Paraíso perdido, de Milton. Esta paradoja invita a la reflexión.

A juzgar por el reducido número de ellos que se ha llevado a término durante los últimos 2500 años, parece que un largo poema épico es una de las creaciones más difíciles de escribir, algo que no se debe a falta de tentativas: se han iniciado centenares de ellos, y algunos —El preludio, de Wordsworth, y Don Juan, de Byron, por ejemplo— llegaron a alcanzar grandes proporciones pero quedaron inacabados. Por ello es digno de elogio el poeta que continúa la tarea hasta finalizarla, y más aún el que realiza una obra con las cualidades de las cinco que acabamos de citar, pero no cabe duda de que las mismas no se leen con facilidad.

Esto no se debe sólo a que estén escritos en verso, porque en todos los casos, salvo el de El Paraíso perdido, existen versiones en prosa. La dificultad parece residir más bien en su tono elevado, en el enfoque que se le ha dado al tema. Cualquiera de estos grandes poemas impone enormes exigencias al lector: de atención, de participación y de imaginación. Su lectura requiere un esfuerzo enorme.

La mayoría de las personas no caen en la cuenta de lo que se pierden por no realizar el esfuerzo, porque la recompensa que se obtiene de una buena lectura —una lectura analítica— de estas obras es al menos tan grande como la que deriva de cualquier otra obra de ficción.

Esperamos que el lector haga un intento de leer estos cinco grandes poemas épicos y que consiga llegar hasta el final. Estamos seguros de que no se sentirá decepcionado y de que disfrutará con ellos. Homero, Virgilio, Dante y Milton: los autores que todo buen poeta, por no decir otros escritores, ha leído, y que, junto con la Biblia, constituyen la columna vertebral de cualquier programa de lectura serio.

Cómo leer obras de teatro

Una obra teatral es ficción, una historia, y en la medida en que esto es cierto, debería leerse como una narración. Quizá en este caso el lector tenga que adoptar una actitud más creativa para crear el ambiente, el mundo en el que viven y se mueven los personajes, porque en el teatro no abundan las descripciones, al contrario que en las novelas, pero los problemas son similares en lo esencial.

Sin embargo, existe una diferencia importante. Cuando se lee una obra teatral, no nos encontramos ante una obra completa, porque como tal sólo se la puede apreciar cuando se la representa en un escenario. Al igual que la música, que hay que oír, una obra de teatro carece de una dimensión física cuando se la lee, y es el lector quien debe aportar esa dimensión.

La única forma de hacerlo consiste en simular que la vemos representada. Por tanto, una vez que el lector haya descubierto sobre qué trata, en su conjunto y en detalle, y que haya contestado a las demás preguntas que hay que plantearle a cualquier narración, debe intentar dirigir la obra, imaginar que cuenta con media docena de buenos actores a la espera de sus órdenes, a los que dirá cómo recitar un verso, cómo representar tal escena, o les explicará la importancia de ciertas palabras y que tal acción constituye el clímax de la obra. Se divertirá y aprenderá mucho.

Ilustraremos lo que queremos decir con un ejemplo. En Hamlet, acto II, escena VI, Polonia anuncia al rey y a la reina que Hamlet se ha vuelto loco a causa de su amor por Ofelia, que le ha rechazado. Como los reyes dudan de sus palabras, Polonia propone que ambos se escondan para escuchar una conversación entre el príncipe y él. Inmediatamente después (acto II, escena VII) entra Hamlet, leyendo. Cuando se dirige a Polonia, sus palabras resultan enigmáticas, y Polonia comenta: «Aunque todo es locura, hay cierto método en lo que dice…». Más adelante, en el acto III, escena IV, el príncipe vuelve a entrar y recita el famoso monólogo que empieza con «Ser o no ser» y se interrumpe al ver a Ofelia. Habla con ella de forma bastante razonable durante un momento, pero de pronto exclama: «¡Oh!, ¡oh! ¿Eres honesta?». La pregunta que se plantea es la siguiente: ¿oyó Hamlet a Polonia cuando el rey y él planeaban espiarle? ¿Y quizá también cuando Polonia comentara que perdería a su hija con él? En tal caso, las conversaciones del príncipe con Ofelia y Polonia significarían una cosa, mientras que si no se había enterado de lo que se tramaba, significarían otra. Puesto que Shakespeare no dejó escritas directrices para la representación, el lector (o el director) tiene que decidir por sí, y esta decisión revestirá importancia crucial para la comprensión de la obra.

Muchas obras de Shakespeare requieren este tipo de actividad por parte del lector. Lo que queremos destacar es que ella siempre es deseable, por explícitamente que expusiera el dramaturgo lo que debíamos esperar ver. (No podemos dudar de lo que oímos, ya que tenemos ante nosotros el texto). Probablemente no se lee una obra de teatro debidamente hasta simular que se pone en escena de esta manera; como mucho, podremos decir que se le ha dado una lectura parcial.

Ya hemos apuntado que existen excepciones interesantes a la regla según la cual el dramaturgo no puede hablar directamente con el lector como lo hace el novelista. (Fielding, en Tom Jones, constituye un ejemplo de cuándo un autor se dirige directamente al lector en una gran novela). Dos de estas excepciones están separadas por casi veinticinco siglos. Aristófanes, comediógrafo de la antigua Grecia, escribió los únicos ejemplos de la denominada comedia antigua que se han conservado. En todas las obras de este autor, el protagonista abandona el papel del personaje de vez en cuando y se dirige al público para pronunciar un discurso político que no guarda relación alguna con la acción de la comedia. Se cree que estos discursos son expresiones de las ideas personales del autor, y es un recurso que se sigue utilizando en la actualidad —ningún recurso artístico de utilidad llega en realidad a perderse—, pero quizá no con tanta eficacia como lo hizo Aristófanes.

El otro ejemplo lo encontramos en Shaw, quien no sólo esperaba que sus obras se representasen, sino también que se leyesen. Las publicó todas antes de que fueran llevadas a un escenario, acompañadas de un largo prólogo en el que explicaba su significado y decía a sus lectores cómo comprenderlas. (También incluía prolijas directrices para la representación). Leer una obra de Shaw sin prestar atención al prefacio que escribió el propio autor supone dar la espalda intencionadamente a una importante ayuda para comprenderla. Otros dramaturgos contemporáneos han imitado este recurso, pero, como en el caso de Aristófanes, no con tanta eficacia como Shaw.

A continuación vamos a dar otro consejo que puede resultar útil, sobre todo para leer a Shakespeare. Ya hemos señalado la importancia de leer las obras teatrales hasta el final, a ser posible de una vez, con el fin de hacerse una idea del conjunto, pero como la mayoría está escrita en verso, y como a veces el verso plantea dificultades de comprensión debido a los cambios experimentados por la lengua desde 1600, en muchas ocasiones es deseable leer en voz alta un párrafo especialmente confuso. Debe leerse con lentitud, como si se estuviese ante el público, y con «expresión», es decir, tratando de encontrar sentido a las palabras. Este sencillo recurso eliminará numerosas dificultades, y sólo en el caso de que no funcione se acudirá al glosario o a las notas.

Notas sobre la tragedia

No merece la pena leer la mayoría de las obras de teatro, en nuestra opinión porque están incompletas. No están pensadas para la lectura, sino para el escenario. Existen infinidad de grandes ensayos, novelas, relatos y poemas líricos, pero sólo unas cuantas grandes obras teatrales. Sin embargo, estas pocas —las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides, las obras de Shakespeare, las comedias de Moliere y las obras de algunos dramaturgos modernos— son realmente grandes, porque contienen algunas de las ideas más profundas y ricas jamás expresadas en palabras.

Entre ellas, las tragedias griegas son quizá el hueso más duro de roer para los lectores principiantes. Para empezar, en la antigua Grecia se presentaban tres a la vez, en muchas ocasiones sobre el mismo tema, pero salvo en un caso (Orestiada, de Esquilo) sólo se ha conservado una obra (o varios actos). Además, resulta casi imposible representarlas mentalmente, ya que apenas sabemos nada sobre los directores de teatro griegos. Por si fuera poco, muchas de ellas están basadas en relatos muy populares entre el público de la época pero que en la actualidad sólo se conocen por las obras mismas. Una cosa es conocer la historia de Edipo, por ejemplo, tan bien como conocemos la historia de George Washington y el Cerezo, y así considerar la obra maestra de Sófocles como un comentario a un cuento conocido, y otra muy distinta entender Edipo rey como la historia a partir de la cual intentar imaginar la historia popular que constituye su fuente.

Sin embargo, las obras poseen tal fuerza que superan estos obstáculos y muchos otros. Es muy importante leerlas bien, no sólo porque nos enseñan mucho sobre la vida, incluso la actual, sino porque además forman una especie de marco literario para muchas otras obras del mismo género escritas en épocas muy posteriores, como las de Racine y O’Neill, por ejemplo. Quisiéramos ofrecer dos consejos que pueden resultar de utilidad.

El primero consiste en recordar que la esencia de la tragedia reside en el tiempo, o, mejor dicho, en la falta de tiempo. Ninguna tragedia griega plantea ningún problema que no hubiera podido resolverse si hubiera habido bastante tiempo, pero nunca ocurre así. Hay que tomar decisiones y elegir en cuestión de momentos, sin detenerse a pensar ni a sopesar las consecuencias, por lo que, como incluso los héroes trágicos son falibles —quizá más que nadie—, se toman decisiones erróneas. Al lector o espectador le resulta fácil ver qué se debería haber hecho, pero ¿lo habría visto a tiempo? Ésa es la pregunta que siempre hay que plantearse al leer una tragedia griega.

El segundo consejo es el siguiente. Algo que sabemos sobre la escenificación de las obras teatrales griegas es que los actores trágicos calzaban coturnos, que los elevaban varios centímetros por encima del suelo, y que además llevaban máscaras, pero los miembros del coro no calzaban aquéllos, aunque sí a veces llevaban máscaras. Por consiguiente, la diferencia de estatura entre los protagonistas trágicos y el coro era muy significativa, y al leer los versos recitados por este último siempre hay que imaginar que hablan personas de la misma estatura que el lector, mientras que los recitados por los protagonistas corresponden a gigantes, a personajes que no sólo parecían, sino que de verdad tenían un tamaño superior al humano.

Cómo leer poesía lírica

La definición más simple de poesía (en el sentido un tanto limitado que conlleva el encabezamiento de este apartado) sería la siguiente: lo que escriben los poetas. Parece evidente, pero algunas personas ponen en entredicho tal definición, porque sostienen que la poesía es una especie de desbordamiento espontáneo de la personalidad, que puede expresarse con palabras escritas pero que también puede adoptar la forma de acción física o de sonido más o menos musical, o incluso de puro sentimiento. Naturalmente, hay algo de cierto en todo esto, y los poetas siempre lo han reconocido. Es idea muy antigua la de que el poeta profundiza en su interior para producir sus poemas, que su origen se encuentra en un misterioso «pozo de la creación» situado en la mente o en el alma. En este sentido del término, cualquiera puede hacer poesía en cualquier momento, en una especie de sesión de sensibilidad en solitario; pero aunque admitimos que existe un núcleo de verdad en esta definición, nosotros emplearemos el término en un sentido mucho más restringido. Sea cual fuere el origen del impulso poético, para nosotros la poesía consiste en palabras; más aún: en palabras dispuestas de forma más o menos ordenada y disciplinada.

Hay otras definiciones del término que también contienen cierta verdad, como que la poesía (y volvemos a referirnos fundamentalmente a la lírica) no es auténtica a menos que empuje a la acción (por lo general revolucionaria) o que la ensalce, o a menos que tenga rima, o que emplee un lenguaje especializado que se denomina «dicción poética». Hemos mezclado intencionadamente ideas muy modernas y muy anticuadas: tratamos de decir que todas estas definiciones, y otras diez o doce que podríamos mencionar, son demasiado limitadas, al igual que la que exponíamos en el último párrafo es demasiado amplia (a nuestro juicio).

Entre los dos extremos existe un núcleo que la mayoría de las personas, si opinase razonablemente sobre el tema, admitiría como poesía. Si intentásemos enunciar con precisión en qué consiste ese núcleo seguramente nos veríamos en apuros, de modo que no lo intentaremos. Sin embargo, estamos seguros de que el lector sabe a qué nos referimos, y de que nueve de cada diez veces, o incluso noventa y nueve veces de cada cien, coincidiría con nosotros en que X es un poema, e Y, no. Esto es más que suficiente para el objetivo que deseamos conseguir en las siguientes páginas.

Muchas personas se consideran incapaces de leer poesía lírica, sobre todo contemporánea. Creen que es difícil, oscura y compleja y que requiere tanta atención y tanto trabajo que no merece la pena. Hemos de objetar dos cosas a este respecto. En primer lugar, la poesía lírica, incluso la contemporánea, no siempre requiere tanto trabajo como se cree si se la lee debidamente. En segundo lugar, en muchos casos merece la pena dedicarle los mayores esfuerzos que se estén dispuestos a hacer.

No queremos dar a entender que no haya que trabajar a fondo con la poesía. Un buen poema se puede leer, releer y reflexionar sobre él durante toda una vida y nunca dejará de aportarnos sorpresas, de proporcionarnos nuevos placeres y nuevas ideas sobre nosotros mismos y sobre el mundo. Nos referimos a que la tarea inicial de aproximarse lo suficiente a un poema como para trabajar en él no resulta tan difícil como creen muchas personas.

La primera norma a seguir ante un poema lírico consiste en leerlo hasta el final sin detenerse, tanto si el lector cree comprenderlo como si no, norma que coincide con la que hemos sugerido para muchos tipos de textos, pero que tiene mayor importancia en poesía que en un tratado filosófico o científico, e incluso que en una novela o una obra teatral.

De hecho, la dificultad que parecen encontrar muchas personas al leer poemas, sobre todo contemporáneos, deriva de que no respetan esta primera norma. Ante un poema de T. S. Eliot o Dylan Thomas, o cualquier otro poeta «oscuro» contemporáneo, se sumergen en él con toda su buena voluntad, pero se detienen en seco tras el primer verso o estrofa. No lo comprenden inmediata y plenamente, y creen que deberían haberlo hecho. Se quedan perplejos ante las palabras, tratan de desenmarañar la madeja de la sintaxis y al poco se rinden, llegando a la conclusión de que, tal como sospechaban, la poesía moderna es demasiado difícil para ellos.

No sólo la poesía lírica moderna presenta dificultades. Muchos de los mejores poemas son sumamente complicados en cuanto a la lengua y al pensamiento, y, además, muchos poemas sencillos en apariencia ocultan enorme complejidad bajo la superficie.

Pero cualquier buen poema lírico posee una unidad, que no apreciaremos a menos que lo leamos entero y de una sola vez. No descubriremos, salvo por casualidad, la experiencia o el sentimiento básicos que se ocultan en él. Casi nunca se encuentra la esencia de un poema en el primer verso, ni siquiera en la primera estrofa, sino en la totalidad.

La segunda norma para la lectura de poesía lírica es como sigue: volver a leer el poema de principio a fin, pero en esta ocasión en voz alta. Ya hemos sugerido este sistema anteriormente, para las obras teatrales en verso como las de Shakespeare. En aquel caso era útil; en éste, esencial. El lector descubrirá que, al leer el poema en voz alta, el acto mismo de pronunciar las palabras le obliga a entenderlas mejor, verá que no se desliza tan fácilmente sobre una frase o un verso que no ha comprendido bien si lo está diciendo de viva voz. Un énfasis fuera de lugar ofende al oído, mientras que el ojo puede pasarlo por alto, y el ritmo y la rima, si la tiene, le ayudarán a comprender al hacerle situar el énfasis en el lugar debido. Por último, podrá abrirse al poema y dejarse incidir por él.

Estas dos primeras sugerencias son lo más importante a la hora de leer poesía lírica. Pensamos que si quienes se creen incapaces de leer este género empezaran por obedecer las reglas que hemos formulado, después apenas encontrarían dificultades, porque una vez que se ha comprendido la unidad de un poema, incluso con cierta vaguedad, se puede empezar a plantearle preguntas, y, como ocurre con los ensayos, ahí reside el secreto de la comprensión.

Las preguntas que se le plantean a un libro de ensayo son de carácter gramatical y lógico, mientras que las que se le formulan a un poema lírico suelen ser retóricas, o también sintácticas. Hay que descubrir las palabras clave, pero en principio no mediante un acto de discernimiento gramatical, sino retórico. ¿Por qué ciertas palabras parecen salirse del texto y quedarse mirando al lector? ¿Porque las marca el ritmo? ¿O la rima? ¿O porque se repiten? ¿Hay varias estrofas que parecen contener las mismas ideas y, en este caso, forman esas ideas una especie de secuencia? Cualquier cosa que se descubra en esta línea ayudará a comprender el texto.

La mayoría de los buenos poemas presentan algún conflicto. En ocasiones se mencionan dos antagonistas —personas, o imágenes, o ideas—, y después se describe el conflicto. En tal caso, resulta fácil descubrirlo; pero con frecuencia está implícito. Por ejemplo, hay numerosos poemas líricos —quizá incluso la mayoría— que versan sobre el conflicto ente el amor y el tiempo, entre la vida y la muerte, entre la belleza de lo pasajero y el triunfo de lo eterno, pero es posible que estas palabras no aparezcan en el poema.

Se ha dicho que casi todos los sonetos de Shakespeare tratan sobre los estragos de lo que el poeta denomina «el tiempo devorador». El tema es evidente en algunos de ellos, porque es repetido una y otra vez, explícitamente.

When I have seen by Time’s fell hand defaced

The rich-proud cost of outworn buried age[4]

Escribe en el soneto 64, junto a otras victorias del tiempo sobre todo lo que el hombre desearía que fueran pruebas contra él. Y continúa:

Ruin bath taught me thus to ruminate,

That Time will come and take my love away[5]

No cabe duda sobre el tema del poema, y lo mismo ocurre con el famoso soneto 116, al que pertenecen los siguientes versos:

Love’s not Time’s fool, though rosy lips and cheeks

Within his bending sickle’s compass come;

Love alters not with his brief hours and weeks,

But bears it out even to the edge of doom[6]

Pero el soneto 138, igualmente célebre, que comienza con los siguientes versos:

When my love swears that she is made of truth

I do believe her, though I know she lies[7]

También trata sobre el conflicto entre amor y tiempo, si bien esta última palabra no aparece por ninguna parte.

Podemos verlo sin dificultad, al igual que en el famoso poema lírico de Marvell A su tímida amante, que trata sobre el mismo tema, como aclara desde el principio:

Had we but world enough, and time,

This coyness, lady, were no crime[8]

No tenemos todo el tiempo del mundo, dice Marvell, porque:

… at my back I always hear

Time’s winged chariot hurrying near;

And yonder all before us lie

Deserts of vast eternity[9]

Y le ruega encarecidamente a su amante:

Let us roll/ all our strength and all

Our sweetness up into one ball,

And tear our pleasures with rough strife

Thorough the iron gates of life.

Thus, though we cannot make our sun

Stand still, yet we will make him run[10]

Quizá resulte un poco más difícil apreciar que el tema de Tú, Andrew Marvell, de Archibald MacLeish, es exactamente el mismo. Empieza así:

And here face down beneath the sun

And here upon earth’s noonward height

To feel the always coming on

The always rising of the night[11]

MacLeish nos pide que imaginemos a alguien (¿el poeta?, ¿el narrador?, ¿el lector?) tendido al Sol de mediodía… pero sea quien fuere, en medio del resplandor y el calor, consciente del «frío terrenal del anochecer». Imagina la línea de sombra del Sol poniente —de todos los soles ponientes sucesivos y acumulativos de la historia— moviéndose por el mundo, por Persia y Bagdad… siente que «Líbano se difumina y Creta», «Y España se sumerge y las orillas/ del África la dorada arena», y… «ya la larga luz sobre el mar» también se desvanece. Y concluye:

And here face downward in the sun

To feel how swift, how secretly,

The shadow of the night comes on…[12]

La palabra «tiempo» no aparece en el poema, ni se menciona ninguna amante. Sin embargo, el título nos recuerda el poema de Marvell con su tema sobre «Si mundo nos sobrase, y tiempo», y la combinación del poema y de su título evoca el mismo conflicto, entre el amor (o la vida) y el tiempo, tema de los demás poemas que hemos examinado.

Un último consejo para la lectura de poesía lírica. En general, los lectores de tales obras piensan que deberían saber más sobre los autores y la época en que vivieron de lo que en realidad tienen que saber. Tenemos gran confianza en críticas, biografías, etc., pero quizá se deba únicamente a que dudamos de nuestra capacidad para la lectura. Casi todo el mundo puede leer cualquier poema si trabaja a fondo en él. Cualquier cosa que se descubra sobre la vida o la época de un autor es válida y puede resultar útil, pero el hecho de poseer amplios conocimientos sobre el contexto de un poema no garantiza que lo comprendamos. Para ello hay que leerlo, una y otra vez. Leer un gran poema lírico es una tarea para toda la vida aunque, naturalmente, no en el sentido de que haya que prolongar su lectura indefinidamente, sino en el de que, como gran poema, se merece que volvamos a él muchas veces. Mientras descansamos de un poema en concreto, podemos aprender sobre él más de lo que creemos.