AYUDAS PARA EL LECTOR
Podemos denominar extrínseca a cualquier ayuda para la lectura que se encuentre fuera del libro que estamos leyendo. Con «lectura intrínseca» nos referimos a leer un libro en sí, independientemente de todos los demás, mientras que con «lectura extrínseca» nos referimos a leer un libro a la luz de otros. Hasta el momento, hemos evitado intencionadamente mencionar cualquier ayuda extrínseca. Las normas que hemos expuesto afectan a la lectura intrínseca, pues no contemplan salir del libro para averiguar qué significa. Existen buenas razones para que hayamos insistido en la tarea fundamental del lector: trabajar en el libro a solas, con el poder de su mente, sin ninguna otra ayuda. Pero supondría un error seguir insistiendo en este extremo. Las ayudas externas pueden resultar útiles y a veces necesarias para una plena comprensión.
Una de las razones por las que no hemos dicho nada sobre la lectura extrínseca hasta el momento estriba en que tanto este tipo de lectura como la intrínseca tienden a fusionarse en el proceso de comprensión y crítica de un libro. Inevitablemente, nuestra experiencia afecta a las tareas de interpretación y crítica e incluso de perfilado estructural. Cualquier persona habrá leído otros libros antes que éste; nadie empieza por la lectura analítica. Quizá no explotemos nuestra experiencia de otros libros y de la vida como deberíamos, pero de todos modos sopesamos los enunciados y conclusiones de un escritor con otros elementos que conocemos, procedentes de muy diversas fuentes. Por tanto, es de sentido común decir que no se debe leer ningún libro, porque no se puede, de forma totalmente aislada.
Pero la principal razón para haber evitado las ayudas extrínsecas hasta el momento estriba en que muchos lectores dependen demasiado de ellas, y deseábamos que se comprendiera que no es necesario. No nos parece buena idea leer un libro con un diccionario al lado, aunque esto no significa que nunca deba consultarse uno para averiguar el significado de palabras desconocidas. De igual modo, en muchos casos no conviene buscar el significado de un libro que causa confusión en una obra de consulta. En conjunto, lo mejor es hacer cuanto se pueda por uno mismo antes de ir en busca de ayuda exterior, pues si se respeta este principio cada vez se la necesitará menos.
Las ayudas extrínsecas para la lectura pertenecen a cuatro categorías. Según el orden en que las expondremos en el presente capítulo son las siguientes: primera, experiencias relevantes; segunda, otros libros; tercera, comentarios y resúmenes, y cuarta, libros de consulta.
No se puede definir cuándo y cómo utilizarlas en cada caso concreto, pero sí ofrecer algunas sugerencias generales. Es una máxima de sentido común para la lectura que hay que buscar ayuda exterior siempre que un libro siga resultando ininteligible, ya sea en parte o en su totalidad, después de haber hecho todo lo posible por leerlo ateniéndose a las normas de la lectura intrínseca.
El papel de la experiencia relevante
Existen dos tipos de experiencia relevante a los que se puede recurrir para comprender libros difíciles. Ya hemos señalado la distinción que existe, al hablar en el capítulo 6 de la diferencia entre experiencia común y experiencia especial. La primera es asequible a todas las personas por el simple hecho de estar vivas, mientras que la segunda hay que buscarla activamente y sólo es asequible a quienes se toman la molestia de adquirirla. El mejor ejemplo de esta última estaría representado por un experimento de laboratorio, pero no siempre se requiere un laboratorio. Un antropólogo puede adquirir experiencia especial viajando al Amazonas para estudiar a los habitantes nativos de una región que aún no ha sido explorada, pasando por una experiencia a la que generalmente no pueden acceder otros y a la que nunca accederán muchos, porque si un gran número de científicos invadieran la región, aquélla dejaría de ser única. También la experiencia de los astronautas en la Luna es sumamente especial, si bien este satélite no es un laboratorio en el sentido ordinario de la palabra. La mayoría de las personas no tiene la oportunidad de saber cómo se vive en un planeta sin atmósfera, y pasarán siglos antes de que llegue a ser una experiencia común, si es que ocurre algún día. También Júpiter, con su enorme gravedad, seguirá constituyendo un «laboratorio» en este sentido durante mucho tiempo, quizá siempre.
La experiencia común no tiene que ser compartida por todo el mundo para tener tal carácter. Común no equivale a universal. La experiencia de un niño con padres, por ejemplo, no es compartida por todos los seres humanos, porque algunos son huérfanos desde su nacimiento. Sin embargo, la vida familiar se puede considerar una experiencia común y corriente, porque la mayoría de los hombres y mujeres la comparten en el transcurso normal de su vida. Tampoco el amor sexual constituye una experiencia universal, pero sí común, en el sentido que estamos dándole a esta palabra. Algunas personas nunca lo experimentan, pero la experiencia es compartida por una proporción tan elevada de seres humanos que no puede considerarse especial. (Esto no significa que la actividad sexual no pueda estudiarse en el laboratorio, como de hecho ha ocurrido). Tampoco la experiencia de ser enseñado es universal, porque algunas personas nunca van al colegio, pero sí común.
Los dos tipos de experiencia son aplicables a diferentes clases de libros. La común tiene mayor relevancia a la hora de leer ficción, por una parte, y de leer filosofía, por otra. Los juicios relativos a la verosimilitud de una novela se basan casi por completo en la experiencia común: el libro es verdadero o no verdadero para nuestra experiencia de la vida tal como la lleva la mayoría de las personas. Al igual que el poeta, el filósofo recurre a la experiencia común de la humanidad y no trabaja en laboratorios ni realiza trabajos de campo. De aquí que para comprender y poner a prueba los principios fundamentales de un filósofo no se necesite la ayuda extrínseca de la experiencia especial, porque remiten al lector al sentido común y a la observación cotidiana del mundo en el que vive.
La experiencia especial es fundamentalmente aplicable a la lectura de libros científicos. Para comprender y juzgar los argumentos inductivos de una obra científica hay que ser capaz de seguir las pruebas que presenta el científico como base. A veces, se describe un experimento tan vívido y claramente que no se nos plantean problemas, y en otras ocasiones, las ilustraciones y los diagramas ayudan a familiarizarse con los fenómenos descritos.
Ambas experiencias se aplican a la lectura de libros históricos, porque la historia participa de lo ficticio y de lo científico. Por una parte, una historia narrativa es un relato, con trama y personajes, episodios, complicaciones de la acción, un punto culminante y unas consecuencias. La experiencia común aplicable a la lectura de novelas y obras de teatro también lo es a estas obras; pero la historia es asimismo como la ciencia, en el sentido de que al menos una parte de la experiencia en la que el historiador basa su trabajo tiene carácter bastante especial. Puede haber leído uno o muchos documentos que el lector no comprendería sin grandes dificultades, o haber realizado prolongadas investigaciones, entre los vestigios de civilizaciones pasadas o mediante entrevistas a personas vivas en lugares distantes.
¿Cómo saber si se está utilizando debidamente la experiencia para que sirva de ayuda a la hora de comprender un libro? La prueba más segura coincide con la que ya hemos recomendado para comprobar la comprensión: preguntarse si se puede ofrecer un ejemplo concreto de un punto que se cree comprender. Hemos pedido a muchos alumnos nuestros que hicieran otro tanto y hemos descubierto que no eran capaces de ello. Daban la impresión de haber entendido un punto concreto, pero se sentían totalmente perdidos cuando tenían que dar un ejemplo, es decir, que no habían comprendido el libro. Recomendamos al lector que se someta a esta prueba cuando no tenga la absoluta certeza de haber llegado al fondo de un libro. Pongamos por ejemplo la exposición sobre la virtud que aparece en Ética, de Aristóteles. El filósofo insiste en que la virtud constituye el medio entre los extremos del defecto y el exceso y aporta varios ejemplos concretos. ¿Puede ofrecer el lector algunos más? En tal caso, habrá comprendido el argumento general; de lo contrario, deberá volver a leer la exposición.
Otros libros como ayuda extrínseca para la lectura
Posteriormente añadiremos algo más acerca de la lectura paralela, en la que se lee más de un libro sobre un tema único. De momento, quisiéramos decir algunas cosas sobre la conveniencia de acudir a otros libros como ayuda extrínseca para la lectura de una obra en concreto.
Nuestro consejo se aplica especialmente a la lectura de las denominadas grandes obras. El entusiasmo con que la acomete la mayoría de las personas muchas veces se convierte al poco tiempo en una sensación de impotencia. Naturalmente, una de las razones estriba en que muchas personas no saben leer un solo libro demasiado bien; pero eso no es todo. Existe otra razón: creen que deberían comprender el primer libro que cae en sus manos sin haber leído los demás con los que guarda estrecha relación. Quizá intenten leer Los documentos de los federalistas sin haber leído antes los artículos de la Confederación y la Constitución, o El espíritu de las leyes, de Montesquieu, El contrato social, de Rousseau, y el segundo tratado de Del gobierno civil, de Locke.
No sólo muchas de las grandes obras están relacionadas entre sí, sino que están escritas según cierto orden que no debería pasarse por alto. Los escritores de épocas más antiguas ejercen influencia sobre los de épocas más modernas, y si se lee primero al más antiguo quizá éste ayude a comprender al más moderno. Leer libros que guardan relación entre sí y siguiendo un orden que hace más inteligibles los últimos constituye una regla básica de sentido común para la lectura extrínseca.
La utilidad de este tipo de lectura radica simplemente en una ampliación del valor del contexto al leer un solo libro. Hemos visto cómo hay que utilizar el contexto para interpretar palabras y oraciones con el fin de hallar términos y proposiciones. Al igual que el libro en conjunto es el contexto para cualquiera de sus partes, los libros que están relacionados entre sí proporcionan un contexto incluso más amplio que ayuda a interpretar la obra que se está leyendo.
Se ha observado con frecuencia que las grandes obras participan en una prolongada conversación. Los grandes autores fueron también grandes lectores, y una forma de comprenderlos consiste en leer los libros que ellos leyeron. Como lectores, entablaron conversación con otros autores, al igual que cada uno de nosotros entabla una conversación con los libros que lee, aunque quizá no escriba otros.
Para participar en esta conversación, hemos de leer las grandes obras relacionándolas entre sí y siguiendo un orden que en cierto modo respete la cronología. La conversación de los libros se desarrolla en el tiempo, elemento esencial que no debemos despreciar. Se los puede leer retrocediendo desde el presente hacia el pasado o a la inversa. Si bien el orden que va desde el pasado hasta el presente presenta ciertas ventajas por ser más natural, la cronología puede respetarse de ambas maneras.
Hemos de señalar que la necesidad de leer libros de este modo se aplica más a la historia y la filosofía que a la ciencia y la ficción. El caso más importante es el de la filosofía, porque los filósofos se leen mutuamente, y quizá el menos importante corresponda a las novelas o el teatro, que, si son realmente buenos, pueden leerse aisladamente, aunque el crítico literario no se limitará a eso.
Utilización de comentarios y resúmenes
Existe una tercera categoría de ayuda extrínseca para la lectura, que comprende los comentarios y resúmenes. Lo que hemos de destacar en este caso es que estas obras deben utilizarse con prudencia, lo que equivale a decir con parquedad, y ello por dos razones.
La primera estriba en que quienes realizan los comentarios sobre un libro no siempre están en lo cierto. Naturalmente, en ocasiones sus obras resultan de gran ayuda, pero no con tanta frecuencia como sería de desear. Las guías y los manuales que se pueden encontrar en las bibliotecas de las universidades y en las librerías a las que acuden los estudiantes de enseñanza media pueden producir gran confusión. Estas obras pretenden enseñar al estudiante todo lo que ha de saber acerca de un libro asignado por uno de sus profesores, pero muchas veces cometen penosos errores de interpretación y además, en la práctica, desagradan a algunos enseñantes.
En defensa de los manuales hemos de reconocer que con frecuencia resultan inapreciables a la hora de aprobar un examen. Además, para contrarrestar el hecho de que a algunos profesores les irriten los errores que contienen, otros los utilizan en la enseñanza.
La segunda razón para utilizarlos con parquedad consiste en que, incluso si son correctos, quizá no sean exhaustivos, es decir, que el lector puede descubrir significados importantes en un libro que el autor que ha escrito el comentario sobre él no ha observado. Por tanto, leer un trabajo de este tipo, sobre todo si parece muy seguro de sí, tiende a limitar la comprensión de un libro, incluso si ésta es correcta.
De aquí que deseemos dar un consejo al lector acerca de la utilización de esta clase de obras que, en realidad, se aproxima bastante a una norma básica de la lectura extrínseca. Mientras que una de las reglas de la lectura intrínseca consiste en leer el prólogo y la introducción del autor antes de adentrarse en el libro propiamente dicho, en el caso de la lectura extrínseca no se debe leer un comentario escrito por otra persona hasta después de haber leído el libro, algo aplicable sobre todo a las introducciones críticas y eruditas. Sólo se las utilizaría adecuadamente si se hiciese todo lo posible por leer el libro en primer lugar y después, y sólo después, se recurriese a ellas para buscar la respuesta a preguntas que siguen causando perplejidad. Si se leen antes, probablemente distorsionarán la lectura del libro y se tenderá a ver únicamente los puntos que señala el crítico, sin llegar a ver otros quizá igualmente importantes.
Se puede obtener considerable placer con la lectura de estas introducciones cuando se la lleva a cabo de esta forma. Hemos leído el libro y lo hemos comprendido. El autor de la introducción también lo ha leído, tal vez muchas veces, y se ha formado su propia concepción del mismo. Por consiguiente, nos aproximamos a él en igualdad de condiciones; pero si leemos la introducción antes que el libro, estaremos a su merced.
Esta regla, por la que los comentarios deben leerse después que el libro sobre el que tratan y no antes, se aplica igualmente a los manuales, obras que no causarán ningún perjuicio si ya se ha leído el libro y se sabe dónde falla el manual, si tal es el caso; pero si se depende por completo de él y nunca se leen los originales se crearán grandes dificultades.
Y, además, hay otros detalles. Si se adquiere el hábito de depender de comentarios y manuales, no se encontrará sentido a ninguna obra sin ellos. Quizá podamos comprender un libro en concreto con ayuda de un manual, pero en líneas generales seremos peores lectores.
La regla de la lectura extrínseca que acabamos de exponer también se aplica a los resúmenes. Resultan útiles en dos sentidos, pero sólo en esos dos sentidos. En primer lugar, pueden ayudar a refrescar la memoria respecto al contenido de un libro, siempre y cuando ya se haya leído éste. Idealmente, el lector debería haber realizado el resumen por sí mismo, en el transcurso de la lectura analítica, pero si no lo ha hecho, el de otra persona puede constituir una ayuda importante. En segundo lugar, resultan útiles cuando se lleva a cabo una lectura paralela y se desea saber si una obra en concreto puede estar relacionada con el proyecto que tenemos entre manos. Un resumen no puede sustituir a la lectura de un libro, pero a veces sí puede decirnos si queremos leer el libro en cuestión o no.
Utilización de los libros de consulta
Existen muchas clases de libros de consulta. En el presente apartado vamos a limitarnos fundamentalmente a las dos más utilizadas, los diccionarios y las enciclopedias. Sin embargo, muchas de las afirmaciones que efectuaremos se aplican también a otros tipos de libros de consulta.
Aun cuando no todo el mundo se da cuenta de ello, lo cierto es que para utilizar esta clase de libros debidamente se requieren amplios conocimientos, concretamente cuatro tipos. Por consiguiente, un libro de consulta constituye un antídoto para la ignorancia sólo hasta cierto punto: no puede poner remedio a la ignorancia absoluta, ni pensar en lugar del lector.
Para utilizar bien un libro de consulta, en primer lugar hay que tener una idea, por vaga que sea, de lo que se quiere saber. La ignorancia debe imaginarse como un círculo de oscuridad rodeado de luz, y el lector desea llevar luz a ese círculo, algo que no podrá hacer a menos que sea capaz de plantear una pregunta inteligible. El libro de consulta no le servirá de ninguna ayuda si se pierde en una niebla de ignorancia.
En segundo lugar, debe saber dónde averiguar lo que desea saber: qué clase de pregunta está planteando y qué tipo de libros de consulta ofrecen las respuestas adecuadas. No existe ninguno que responda a todas las preguntas, porque todos ellos están especializados, por así decirlo. Prácticamente, esto equivale a afirmar que el lector debe poseer un amplio conocimiento general de todos los tipos principales de libros de consulta para poder utilizar cualquiera de ellos adecuadamente.
Existe una tercera clase de conocimiento, correlativa, necesaria para que la obra resulte de utilidad: saber cómo está organizada. No servirá de nada saber lo que se quiere saber y qué clase de libro de consulta hay que utilizar si no se sabe utilizar esa obra en concreto. Por consiguiente, hay un arte para leer este tipo de libros, como para todos los demás, además del arte de escribirlos. El autor o recopilador debe saber qué información buscarán los lectores, ordenando su trabajo para adaptarse a las necesidades de éstos. Quizá no siempre pueda preverlas, razón por la que la regla que aconseja leer la introducción y el prólogo de un libro antes de adentrarse en él se aplica de forma especial a este caso. No se debe intentar utilizar una obra de consulta antes de leer los consejos del editor sobre su manejo.
Naturalmente, estas obras no responden a todas las preguntas: por ejemplo, las que Dios le plantea al ángel en De qué viven los hombres, de Tolstói, a saber, ¿qué habita en el hombre?, ¿qué no le es dado al hombre? Y ¿de qué viven los hombres?, y otras muchas preguntas semejantes. Los libros de consulta únicamente son de utilidad cuando sabemos a qué clase de preguntas pueden responder y a cuáles no, lo que equivale a saber en qué cosas suelen coincidir las personas, precisamente las que se encontrarán en estas obras, que no se ocupan de opiniones sin apoyo, si bien a veces pueda surgir alguna.
Todos coincidimos en que es posible saber cuándo nació una persona, cuando murió y conocer hechos sobre temas similares. También coincidimos en que es posible definir palabras y cosas, así como esbozar la historia de casi cualquier cosa. No coincidimos en cuestiones morales o sobre el futuro, motivo porque el que no las encontraremos en los libros de consulta. En nuestra época damos por sentado que el mundo físico es ordenable, por lo que podemos averiguar casi todo lo referente a él en esta clase de obras. No siempre ha ocurrido así, y, en consecuencia, la historia de los libros de referencia reviste interés en sí, porque puede decirnos mucho acerca de los cambios en las opiniones de la humanidad respecto a cuanto es cognoscible.
Como habrá comprendido el lector, estamos sugiriendo la existencia de un cuarto requisito para la utilización inteligente de los libros de consulta. Hay que saber qué se desea saber, en qué libro de consulta encontrarlo, cómo encontrarlo y si los autores o recopiladores lo consideran cognoscible. Todo esto indica que hemos de saber bastante antes de empezar a emplear una obra de este tipo, que les resultará inútil a quienes no saben nada, pues no es una guía para perplejos.
Utilización de los diccionarios
En tanto que libro de consulta, el diccionario está sujeto a todas las consideraciones que hemos señalado anteriormente, pero, además, invita a una lectura lúdica. Plantea un reto a cualquiera que tenga unos momentos libres para sentarse en su compañía. Al fin y al cabo, hay peores formas de matar el tiempo.
Los diccionarios están repletos de conocimientos arcanos y de curiosidades, pero, naturalmente, además y por encima de esto tienen aplicaciones más sobrias. Para hacer el mejor uso posible de ellos hay que saber leerlos, por tratarse de libros especiales.
El comentario de Santayana sobre los griegos —que fue el único pueblo sin educación de la historia de Europa— posee doble significado. Desde luego, las masas sí eran incultas, pero incluso las pocas personas cultas —la clase ociosa— no lo eran en el sentido de que tuvieran que sentarse a los pies de maestros extranjeros. En tal sentido, la educación se inicia con los romanos, que asistían a la escuela con pedagogos griegos y se cultivaron gracias al contacto con la cultura griega que habían conquistado.
Por consiguiente, no puede sorprender que los primeros diccionarios fueran glosarios de palabras homéricas, destinados a ayudar a los romanos a leer Ilíada y Odisea, así como otras obras de la literatura griega con un vocabulario homérico «arcaico». De igual modo, muchos de nosotros necesitamos un glosario para leer a Shakespeare o a Chaucer, por ejemplo.
En el medievo había diccionarios, pero por lo general se trataba de enciclopedias de conocimientos mundanos en base a exposiciones de los términos técnicos más importantes empleados en el discurso culto. En el Renacimiento surgieron diccionarios de lenguas extranjeras (griego y latín), cuya necesidad derivaba del hecho de que las obras que presidían la educación de la época estaban escritas en esas lenguas. Incluso cuando las llamadas lenguas vulgares —italiano, francés, inglés— fueron reemplazando gradualmente al latín como lenguaje del aprendizaje, éste siguió siendo privilegio de unos pocos. En tales circunstancias, los diccionarios estaban destinados a un público limitado, sobre todo como ayuda para leer y escribir literatura de mérito.
Por tanto, vemos que la educación constituyó desde el principio la motivación principal de la confección de diccionarios, aunque también había gran interés por mantener la pureza y el orden del idioma. Por el contrario, el Oxford English Dictionary, por ejemplo, iniciado en 1857, supuso un nuevo enfoque, pues no trataba de imponer el uso sino de ofrecer una constatación histórica precisa de todo tipo de usos, los mejores y los peores, tomados de la escritura popular y de la culta; pero este conflicto entre el lexicógrafo como árbitro y el lexicógrafo como historiador puede considerarse un asunto secundario, pues el diccionario, independientemente de cómo esté construido, constituye sobre todo un instrumento educativo.
Este hecho es aplicable a las normas para utilizar bien un diccionario, como ayuda extrínseca para la lectura. Si lo consultamos como si se tratase de un simple libro de ortografía, o un manual de fonética, no lo emplearemos bien. El lector que comprenda que contiene un auténtico tesoro de datos históricos, cristalizados en el crecimiento y el desarrollo del idioma, no sólo prestará atención a los diversos significados que aparecen bajo cada palabra, sino a su orden y relación.
Por encima de todo, si al lector le interesa progresar en su educación, empleará los diccionarios de acuerdo con su intención fundamental, es decir, como ayuda para leer libros que en otro caso resultarían demasiado difíciles porque su vocabulario incluye palabras técnicas, arcaicas, alusiones literarias o incluso palabras conocidas pero con usos obsoletos.
Naturalmente, a la hora de leer un libro hay que resolver muchos más problemas que los derivados del vocabulario del autor, y ya hemos dicho que no conviene sentarse con el libro en una mano y el diccionario en la otra, sobre todo en la primera lectura de una obra complicada. Si tenemos que buscar demasiadas palabras al principio, perderemos el hilo de la unidad y el orden del libro. El principal servicio que presta el diccionario se reserva para las ocasiones en las que topamos con una palabra técnica o totalmente desconocida, pero aun entonces no consideramos conveniente buscarla en el transcurso de la primera lectura de un buen libro, a menos que parezca revestir importancia para lo que quiere comunicar el autor.
De lo anterior pueden desprenderse otras normas negativas. No existe persona más irritante que la que intenta plantear un argumento sobre el comunismo, o la justicia, o la libertad, con citas del diccionario. Los lexicógrafos merecen respeto como autoridades en el uso de las palabras, pero no son las fuentes definitivas de la sabiduría. Hay otra norma negativa: no tragarse el diccionario. No tiene ningún sentido tratar de enriquecer rápidamente el propio vocabulario memorizando una lista de palabras curiosas cuyos significados no guardan relación con ninguna experiencia real. En suma, no hay que olvidar que el diccionario es un libro sobre palabras, no sobre cosas.
Si recordamos lo anterior, podremos derivar todas las reglas para utilizar los diccionarios de forma inteligente. Las palabras pueden entenderse de cuatro maneras.
1. LAS PALABRAS SON COSAS FÍSICAS, palabras que se pueden escribir y sonidos pronunciables. Por consiguiente, tienen que existir modos uniformes de escribirlas y pronunciarlas, si bien ocurre con frecuencia que dicha uniformidad queda rota por las variaciones, y, además, no es un tema tan terriblemente importante como intentan hacer creer algunos profesores.
2. LAS PALABRAS FORMAN PARTE DEL DISCURSO. Cada palabra desempeña un papel gramatical en la estructura más compleja de una frase u oración. La misma palabra puede variar según los diferentes usos, cambiando de una parte del discurso a otra, sobre todo en una lengua sin declinaciones.
3. LAS PALABRAS SON SIGNOS. Tienen múltiples significados, no uno solo, y están relacionadas de diversas formas. A veces, se trata de distintos matices; a veces una palabra tiene dos o más series de significados que no guardan ninguna relación entre sí. A través de sus significados, hay distintas palabras que se relacionan, como los sinónimos que comparten el mismo significado a pesar de diferir en cuanto al matiz, o, como sucede con los antónimos, mediante la oposición o el contraste de significado. Además, es por su condición de signos por lo que establecemos una distinción de las palabras entre nombres propios y comunes (dependiendo de si designan una sola cosa o muchas que se parecen en algún sentido), y nombres concretos o abstractos (dependiendo de que se refieran a algo que podemos sentir o a algún aspecto de las cosas que comprendemos mediante el pensamiento, pero que no podemos percibir con los sentidos).
Por último, 4. LAS PALABRAS SON CONVENCIONES. Son signos creados por el hombre, razón por la cual cada una de ellas tiene una historia, una trayectoria cultural en el transcurso de la cual experimenta ciertas transformaciones. La historia de las palabras es dada por su derivación etimológica a partir de las raíces, los prefijos y los sufijos originales, y abarca sus cambios físicos, tanto ortográficos como fonéticos, explica los cambios de significado y cuáles son arcaicos y obsoletos, cuáles actuales, coloquiales o de argot.
Un buen diccionario dará respuesta a estas cuatro clases distintas de preguntas sobre las palabras. El arte de emplear un diccionario consiste en saber qué preguntas se han de plantear acerca de las palabras y cómo encontrar las respuestas. Nosotros hemos sugerido las preguntas. El diccionario nos dice cómo hallar las respuestas.
Como tal, el diccionario es una obra de autoayuda, porque nos indica a qué debemos prestar atención y cómo interpretar los diversos símbolos y abreviaturas que se utilizan para ofrecer las cuatro variedades de información sobre las palabras. Quien no consulte las notas aclaratorias y la lista de abreviaturas que aparecen al principio sólo se podrá culpar a sí mismo si no es capaz de utilizar un diccionario debidamente.
Utilización de enciclopedias
Muchas de las consideraciones que hemos efectuado sobre los diccionarios también se aplican a las enciclopedias. Al igual que aquéllos, éstas invitan a una lectura lúdica: también son divertidas, entretenidas y, para algunas personas, relajantes. Pero resulta tan vano intentar leer una enciclopedia de cabo a rabo como un diccionario. La persona que conociera una enciclopedia de memoria correría el grave riesgo de ser tachada de idiot savant, «estúpido instruido».
Muchas personas emplean un diccionario para saber cómo se escriben y pronuncian las palabras. La utilización análoga de una enciclopedia consistiría en buscar sólo fechas, lugares y otros datos sencillos; pero esto supondría una infrautilización, o mal uso, porque al igual que los diccionarios, estas obras constituyen instrumentos educativos, no sólo informativos. Lo confirmaremos dando una ojeada a su historia.
Si bien la palabra «enciclopedia» procede del griego, este pueblo no tenía tales obras, la misma razón por la que no conocían los diccionarios. Para ellos, esta palabra no significaba un libro sobre conocimientos, en el que éstos se almacenaban, sino el conocimiento mismo, el que debía poseer una persona culta. Fueron también los romanos quienes primero vieron la necesidad de las enciclopedias: el ejemplo más antiguo que se conoce es la de Plinio.
Resulta interesante ver que la primera enciclopedia por orden alfabético no apareció hasta alrededor de 1700, y desde entonces la mayoría ha seguido el mismo sistema, la disposición más fácil que hizo progresar la confección de estas obras.
Las enciclopedias presentan un problema distinto al de los diccionarios, en los que es natural seguir un orden alfabético; pero ¿acaso el mundo, que constituye el tema de aquéllas, está ordenado alfabéticamente? Desde luego que no. Entonces, ¿cómo está distribuido y ordenado? Esta pregunta equivale a plantearse cómo está ordenado el conocimiento.
La ordenación del conocimiento ha cambiado en el transcurso de los siglos. Antaño, se agrupaba en las siete artes liberales, es decir, gramática, retórica y lógica, el denominado trivium, y aritmética, geometría, astronomía y música, el quadrivium, distribución que queda reflejada en las enciclopedias medievales. Puesto que las universidades siguieron el mismo sistema y los estudiantes también se atuvieron a él, el mismo resultó útil para la educación.
La universidad moderna difiere considerablemente de la medieval, reflejándose el cambio en las enciclopedias actuales. Los conocimientos que éstas contienen se dividen en especialidades, que equivalen aproximadamente a las diversas facultades universitarias pero esta distribución, aunque constituye la estructura fundamental de una enciclopedia, queda oculta por la distribución alfabética del material.
Es esta infraestructura —tomando un término sociológico— la que el buen lector y usuario buscará y encontrará. Cierto que lo que desea en primer lugar son datos, informaciones sobre hechos, pero no debería conformarse con los hechos aislados. La enciclopedia le ofrece una serie de hechos relacionados con otros, y la comprensión que le puede proporcionar una enciclopedia, al contrario que la simple información, depende de que reconozca tales relaciones.
En una enciclopedia ordenada alfabéticamente, estas relaciones quedan en gran medida ensombrecidas, mientras que en una ordenada por temas, ellas se ponen de relieve; pero estas últimas tienen numerosas desventajas, entre ellas que la mayoría de los lectores no están acostumbrados a utilizarlas. Idealmente, la mejor enciclopedia sería la que tuviera ambas distribuciones, alfabética y temática, la primera para las distintas entradas, pero que también contuviese una especie de clave temática, un índice de materias. Que nosotros sepamos, no existe en el mercado una enciclopedia de tales características, pero merecería la pena intentar crearla.
En ausencia del ideal, el lector debe recurrir a la ayuda y el consejo que le proporcionan los editores. En toda buena enciclopedia se incluyen directrices para su utilización eficaz, que deberían leerse con sumo cuidado. A veces, es necesario que el usuario consulte el índice general antes de pasar a uno de los tomos ordenados alfabéticamente. En este caso, tal índice cumple las funciones de índice de materias, aunque no demasiado bien, porque reúne bajo un solo encabezamiento referencias a temas de la enciclopedia que pueden estar muy separados espacialmente, pero que de todos modos tratan la misma materia general. Esto refleja el hecho de que, naturalmente, un índice sigue un orden alfabético, pero las diversas divisiones bajo una misma entrada están distribuidas temáticamente. Sin embargo, los temas deben seguir un orden alfabético, que no necesariamente coincide con la mejor distribución. Así, el índice de una enciclopedia realmente buena, como la Británica, revela al menos en parte la distribución de los conocimientos que refleja la obra, y por esta razón, si el lector no utiliza el índice, sólo puede culparse a sí mismo si la enciclopedia no cubre sus necesidades.
Existen normas negativas respecto al uso de las enciclopedias, como ocurre con los diccionarios. Ambos son instrumentos de ayuda valiosos para la lectura de buenos libros (los malos libros normalmente no requieren su colaboración); pero también en este caso, la prudencia aconseja no aferrarse demasiado a las enciclopedias que, al igual que los diccionarios, no deben utilizarse para establecer argumentos cuando éstos están basados en diferencias de opinión. Sin embargo, si deben emplearse para poner fin a disputas en las que intervienen hechos lo más rápida y permanentemente posible porque, en primer lugar, no se debe discutir sobre los hechos. Si una enciclopedia realiza tal esfuerzo, aquél será un esfuerzo vano, ya que este tipo de obras están repletas de hechos. Por último, aunque los diccionarios suelen coincidir en la relación de las palabras, no siempre sucede lo mismo con las enciclopedias y su relación de los hechos. Por consiguiente, si al lector le interesa realmente un tema y depende del tratamiento que le dan las enciclopedias, no debe limitarse a una sola; le conviene consultar más, preferiblemente escritas en diferentes épocas.
Hemos señalado varios puntos sobre las palabras que debería tener en cuenta el usuario de un diccionario. En el caso de las enciclopedias, los puntos análogos versan sobre los hechos.
1. LOS HECHOS SON PROPOSICIONES. En el enunciado de los hechos se emplean palabras, como «Abraham Lincoln nació el 12 de febrero de 1809» o «La valencia del oro es 79». Los hechos no son cosas físicas, a diferencia de las palabras, pero requieren explicación. Para un conocimiento y una comprensión plenos, también hay que conocer la importancia de un hecho, es decir, cómo afecta a la verdad que estamos buscando. No sabremos mucho si lo único que conocemos es el hecho.
2. LOS HECHOS SON PROPOSICIONES «VERDADERAS». Los hechos no son opiniones. Cuando alguien dice «es un hecho que», se refiere a que es algo aceptado por la gran mayoría, no a que sólo él, o él más una minoría, piensan tal cosa. Esta característica de los hechos confiere su tono y estilo a las enciclopedias. Una enciclopedia que presente las opiniones desprovistas de apoyo de sus editores no es honrada, y aunque puede dejar constancia de opiniones (por ejemplo, en una frase como «algunos sostienen que esto es así; otros, que de distinta manera»), evidentemente debe clasificarlas. El requisito de presentar los hechos sobre un tema y no las opiniones sobre el mismo (salvo en el caso ya mencionado) también limita la cobertura de la obra. No puede tratar adecuadamente materias sobre las que no existe un consenso, como las cuestiones morales, por ejemplo. Si las trata, sólo puede dejar constancia de las desavenencias que existen.
3. LOS HECHOS SON REFLEJOS DE LA REALIDAD. Los hechos pueden ser: a) singularidades informativas, o b) generalizaciones relativamente incuestionables, pero en ambos casos se considera que representan la forma real de ser de las cosas. (La fecha del nacimiento de Lincoln constituye una singularidad informativa; la valencia del oro, una generalización relativamente incuestionable sobre la materia). Por tanto, los hechos no son ideas o conceptos, ni tampoco teorías en el sentido de simples especulaciones sobre la realidad. De modo semejante, una explicación de la realidad (o de una parte de ella) no es un hecho hasta que, y a menos que, exista un consenso general sobre su corrección.
Existe una excepción a lo anterior. Una enciclopedia puede descubrir adecuadamente una teoría que ya no se considera correcta en conjunto o parcialmente, o una que aún no se ha dado totalmente por válida, cuando va asociada a un asunto, una persona o una escuela que constituyen el tema de una entrada en concreto. Así, por ejemplo, las ideas de Aristóteles sobre la naturaleza de la materia celeste podrían exponerse en una entrada dedicada a la filosofía aristotélica aunque ya no las consideremos verdaderas.
Por último, 4. HASTA CIERTO PUNTO, LOS HECHOS SON CONVENCIONES. Cuando decimos que los hechos cambian nos referimos a que ciertas proposiciones que se toman como hechos en una época en otra dejan de considerarse tales. En la medida en que los hechos son «verdaderos» y representan la realidad, no pueden cambiar, porque la verdad, en sentido estricto, no cambia, como tampoco lo hace la realidad. Pero no todas las proposiciones que tomamos como verdaderas lo son en realidad, y hemos de admitir que prácticamente cualquier proposición que consideramos verdadera puede ser revalorada mediante una observación y una investigación más exacta o más paciente, circunstancia especialmente aplicable a los hechos de la ciencia.
Además los hechos están —también hasta cierto punto— determinados culturalmente. Un científico atómico, por ejemplo, mantiene una estructura mental de la realidad complicada e hipotética que para él determina ciertos hechos diferentes los que están determinados y aceptados por una persona más primitiva, lo que no significa que ambos no puedan estar de acuerdo en ningún hecho: tienen que coincidir, por ejemplo, en que dos más dos son cuatro, o en que un todo físico es mayor que cualquiera de sus partes. Pero el primitivo quizá no coincida con los hechos del científico relacionados con las partículas nucleares, al igual que éste quizá no coincida con aquél en cuanto a los hechos de los rituales de magia. (Lo anterior ha resultado bastante difícil de escribir, ya que, al estar también nosotros culturalmente determinados, tenemos tendencia a coincidir con el científico y hemos sentido la tentación de escribir los segundos «hechos» entre comillas; pero precisamente de eso se trata).
Una buena enciclopedia contestará a preguntas sobre los hechos si el usuario recuerda los puntos referentes a éstos que hemos expuesto. El arte de utilizar una enciclopedia como ayuda para la lectura consiste en plantear las preguntas adecuadas acerca de los hechos. Al igual que con los diccionarios, nos hemos limitado a sugerir las preguntas; la enciclopedia proporcionará las respuestas.
El lector debe recordar asimismo que una enciclopedia no es el mejor lugar para ir en busca de entendimiento. Pueden obtenerse datos sobre el orden y la distribución del conocimiento, pero, aunque se trate un tema importante, éste también es limitado. Existen muchos factores necesarios para la comprensión que no se encuentran en una enciclopedia.
Se observan dos omisiones especialmente chocantes. Hablando con propiedad, una enciclopedia no contiene argumentos, salvo en la medida en que deja constancia de la evolución de los que ahora se consideran correctos o al menos de interés histórico. Por tanto, carece de un elemento fundamental de la escritura ensayística. Tampoco contiene poesía o literatura imaginativa, si bien sí puede ofrecer hechos sobre poesía y poetas. Dado que para la comprensión se requieren tanto la imaginación como la razón, esto significa que la enciclopedia debe considerarse un instrumento relativamente insatisfactorio para alcanzarla.