AVENENCIAS O DESAVENENCIAS DE UN ESCRITOR
Lo primero que puede decir un lector es que comprende o no comprende un texto, y, de hecho, debe decir que lo comprende con el fin de decir más. Si no lo comprende, debe volver a trabajar en el libro.
Existe una excepción a la segunda alternativa, un tanto dura. «No lo comprendo» puede suponer en sí un comentario crítico, para lo cual el lector debe ser capaz de respaldarlo. Si la culpa es del libro y no suya, tiene que localizar el origen del problema, demostrar que la estructura de la obra carece de orden, que sus partes no están vinculadas, que algunas no son relevantes, o quizá que el autor comete errores al utilizar palabras importantes, con la consiguiente confusión. En la medida en que el lector sea capaz de justificar que un libro resulta ininteligible, ya no tendrá más obligaciones críticas.
Sin embargo, supongamos que estamos leyendo un buen libro, es decir, al menos relativamente inteligible, y supongamos también que por fin decimos «Lo entiendo». Si, además de comprender la obra, estamos totalmente de acuerdo con lo que dice el autor, la tarea del lector ha tocado a su fin. Ha llevado a término la lectura analítica; ha adquirido conocimiento y ha sido convencido o persuadido. Por tanto, salta a la vista que sólo habrá de dar otros pasos en el caso de que existan desavenencias o de que suspenda el juicio. El primer caso es el más habitual.
En la medida en que los escritores discutan con sus lectores —y de que esperen que éstos les respondan—, el buen lector debe conocer los principios de la discusión, ser capaz de argumentar civilizada e inteligentemente. Por ello no consideramos necesario dedicar un capítulo al tema en el presente libro. No sólo siguiendo los argumentas de un autor, sino también encontrándose con ellos, podrá el lector ponerse de acuerdo o disentir con dicho autor.
El significado de avenencia y desavenencia merece un poco más de reflexión. El lector que se pone de acuerdo con un autor y entiende sus proposiciones y razonamientos comparte la mente de éste. En realidad, todo el proceso de interpretación va dirigido al encuentro de las mentes por mediación del lenguaje. Podríamos describir la comprensión de un libro como una especie de acuerdo entre escritor y lector. Ambos están de acuerdo en el uso del lenguaje para expresar ideas, y debido a tal acuerdo el lector puede ver a través del lenguaje las ideas que se tratan de expresar.
Si comprendemos un libro, ¿cómo estar en desacuerdo con él? La lectura crítica requiere que nos formemos una opinión propia, pero la del autor y la del lector se han hecho una si se ha logrado comprender el texto. Entonces, ¿cómo es posible mantener una opinión independiente?
Algunas personas cometen el error que provoca esta aparente dificultad: no saben distinguir entre los dos sentidos de «acuerdo» y, en consecuencia, se equivocan al suponer que cuando existe comprensión entre dos seres humanos no puede haber desacuerdo. Sostienen que todo desacuerdo obedece a un malentendido.
El error salta a la vista en cuanto recordamos que el autor emite juicios sobre el mundo en el que vivimos; asegura proporcionarnos conocimientos teóricos sobre la existencia y el comportamiento de las cosas o conocimientos prácticos sobre lo que habría que hacer, y puede estar en lo cierto o equivocarse, naturalmente. Su pretensión sólo quedará justificada en tanto en cuanto diga la verdad, en tanto en cuanto exponga lo que es probable a la luz de los hechos. En otro caso, su pretensión carecerá de fundamento.
Si alguien dice, por ejemplo, que «todos los hombres son iguales», podemos entender que todos los hombres están igualmente dotados al nacer de inteligencia, fuerza y otras capacidades. A la luz de los hechos tal como los conocemos, nosotros disentimos, pensamos que se trata de un error. Pero quizá hayamos comprendido mal, quizá esa persona quiera decir que todos los hombres deberían tener los mismos derechos políticos. Como habíamos hecho una interpretación incorrecta, nuestra desavenencia es irrelevante. Supongamos a continuación que corregimos el error. Aún quedan dos alternativas: podemos estar de acuerdo o disentir, pero ahora, en el segundo caso, existe una auténtica desavenencia entre nosotros. Comprendemos la postura política de esa persona pero mantenemos la contraria.
Las desavenencias en torno a cuestiones de hecho o de política —sobre cómo son o deberían ser las cosas— sólo son reales en este sentido cuando se basan en una comprensión común de lo que se dice. El acuerdo en cuanto al uso de las palabras constituye la condición indispensable para una avenencia o una desavenencia auténticas sobre los hechos que se discuten. Debido al encuentro con la mente del autor, y no a pesar de él, mediante una interpretación sensata de su libro, el lector puede formarse una opinión que coincida o difiera de la postura de aquél.
Prejuicio y juicio
A continuación consideremos la situación en la que el lector, tras haber dicho que comprende, pasa a disentir. Si ha intentado obrar según las máximas expuestas en el capítulo anterior, disentirá porque piensa que se puede demostrar que el autor se equivoca en un tema concreto, sin limitarse a expresar sus prejuicios o emociones. Debido a que, desde un punto de vista ideal, esto es cierto, existen tres condiciones que deben satisfacerse para encauzar adecuadamente la controversia.
La primera es la siguiente. Dado que los seres humanos son animales además de racionales, hay que reconocer las emociones que ponemos en una disputa o las que surgen en el transcurso de la misma. En otro caso, cabe la posibilidad de limitarse a dar salida a los sentimientos en lugar de establecer razones, e incluso pensar que tenemos razones cuando lo único que tenemos son fuertes sentimientos.
En segundo lugar, hay que hacer explícito lo que damos por supuesto, conocer los propios prejuicios. En otro caso, resultará difícil admitir que el adversario puede tener el mismo derecho a dar por supuestas otras opiniones. La buena controversia no debería convertirse en una pelea por una cuestión de suposiciones. Si un autor, por ejemplo, le pide al lector que dé algo por sentado, el hecho de que lo contrario también pueda darse por sentado no debe impedir que se cumpla su deseo. Si los prejuicios del lector son de signo contrario y no reconoce que se trata de prejuicios, no podrá tratar con justicia al autor.
En tercer y último lugar, intentar mostrarse imparcial constituye un buen antídoto para la ceguera que resulta casi inevitable cuando se toma partido. Naturalmente, la controversia sin tomar partido es imposible, pero para asegurarse de que se arroja en ella más luz que puro acaloramiento, las partes en disputa deberían intentar al menos adoptar el punto de vista del otro. Si no hemos logrado leer un libro comprensivamente, es probable que nuestro desacuerdo obedezca al puro afán de polémica.
Idealmente, estas tres condiciones resultan indispensables para una conversación inteligente y provechosa, y pueden aplicarse a la lectura en cuanto que ésta constituye una especie de conversación entre lector y escritor. Cada una de ellas contiene consejos sensatos para los lectores dispuestos a respetar las normas de cortesía que rigen la desavenencia.
Pero en este caso, como en todos, sólo podemos aproximarnos al ideal, algo que jamás podemos esperar de los seres humanos. Los autores del presente libro somos conscientes de nuestros defectos: hemos violado nuestras propias normas sobre los buenos modales intelectuales en la controversia; nos hemos sorprendido atacando un libro en lugar de criticarlo, derribando y denunciando allí donde no podíamos encontrar respaldo, proclamando nuestros prejuicios como si los considerásemos mejores que los del escritor.
Sin embargo, seguimos creyendo que la conversación y la lectura crítica pueden disciplinarse, por lo que vamos a sustituir las tres condiciones ideales por una serie de reglas que seguramente resultarán más fáciles de seguir. Ellas se refieren a las cuatro formas de criticar adversamente un libro, confiando en que si el lector las respeta existirán menos posibilidades de que se abandone a expresiones de emoción o prejuicio.
Podemos resumir estos cuatro puntos si imaginamos que el lector mantiene una conversación con el autor, que le responde. Después de haber dicho «Comprendo, pero no estoy de acuerdo», puede hacerle los siguientes comentarios: 1) Está usted desinformado; 2) Está usted mal informado; 3) Es usted ilógico; su razonamiento carece de consistencia; 4) Su análisis es incompleto.
Quizá no se trate de una lista exhaustiva, aunque nosotros pensamos que sí. En cualquier caso, no cabe duda de que son los puntos principales que puede señalar un lector que no está de acuerdo con el autor. En cierto modo, los mismos son independientes, porque no se eliminan entre sí al referirse a defectos que no se excluyen mutuamente.
No obstante, hemos de añadir que el lector no puede hacer ninguno de estos comentarios sin formular con total precisión respecto a qué está desinformado o mal informado el autor, o por qué lo considera ilógico, porque un libro no puede carecer por completo de información, por ejemplo, ni tampoco de toda lógica. Además, el lector que hace cualquiera de estos comentarios no sólo debe plantearlo con precisión, especificando a qué aspecto se refiere, sino respaldarlo con argumentos, ofrecer razones para lo que dice.
Juzgar la coherencia del autor
Los tres primeros puntos difieren un tanto del cuarto, como veremos a continuación. Vamos a detenernos brevemente en cada uno de ellos y después volveremos al cuarto.
1. Decir que un escritor está desinformado equivale a decir que carece de algún conocimiento que tiene relevancia respecto al problema que trata de resolver. Obsérvese que, a menos que tal conocimiento, si lo hubiera poseído el autor, fuera relevante, no tendría ningún sentido hacer este comentario. Para respaldarlo hay que constatar el conocimiento del que carece el autor y demostrar que tiene relevancia, que sus conclusiones podrían ser distintas.
Bastarán unos cuantos ejemplos. Darwin carecía de los conocimientos de genética con los que contamos actualmente gracias a las investigaciones de Mendel y otros científicos posteriores. Su desconocimiento del mecanismo de la herencia constituye uno de los mayores defectos de El origen de las especies. Gibbon desconocía ciertos factores cuya influencia en la caída del Imperio romano han demostrado los historiadores de época posterior. Por lo general, las carencias de información en el terreno de las ciencias y la historia son descubiertas por investigadores posteriores, gracias a la mejora de las técnicas de observación y de las prolongadas investigaciones; pero en filosofía no necesariamente ocurre lo mismo. Con el paso del tiempo, existen tantas posibilidades de que se produzcan avances como retrocesos. En la antigüedad, por ejemplo, se establecía una clara diferencia entre lo que los humanos pueden percibir e imaginar y lo que pueden comprender; sin embargo, en el siglo XVIII David Hume puso de manifiesto que ignoraba la diferencia entre imágenes e ideas, a pesar de haber quedado tan claramente establecida por filósofos anteriores.
2. Decir que un escritor está mal informado equivale a decir que afirma algo que no es cierto. En este caso, el error puede deberse a falta de conocimiento, pero tal error llega algo más lejos. Cualesquiera que sean las causas, consiste en afirmar algo contrario a los hechos reales. El autor propone como cierto o más probable lo que es en realidad falso o menos probable, asegurando poseer unos conocimientos de los que carece. Naturalmente, habrá que señalar estos defectos sólo si afectan a las conclusiones del escritor, y para respaldar tal posición hay que ser capaz de argumentar la veracidad o mayor probabilidad de una posición contraria a la que mantiene éste.
Spinoza, en uno de sus tratados políticos, por ejemplo, parece decir que la democracia es un tipo de gobierno más primitivo que la monarquía, algo totalmente contrario a los datos suficientemente comprobados de la historia política. El error que comete el filósofo a este respecto guarda estrecha relación con sus argumentos. Aristóteles estaba mal informado acerca del papel que desempeña el factor femenino en la reproducción animal, y, en consecuencia, llegó a conclusiones sin fundamento sobre los procesos de la procreación. Tomás de Aquino cometió el error de suponer que la materia de los cuerpos celestes es esencialmente diferente de la de los cuerpos terrestres, porque creía que los primeros sólo cambian de posición pero que son, en todo lo demás, inalterables. La astrofísica moderna ha corregido este error y ha mejorado la astronomía antigua y medieval pero en este caso se trata de un error de importancia limitada, que no afecta a la explicación metafísica de Tomás de Aquino sobre la naturaleza de todas las cosas sensibles, compuestas de materia y forma.
Estos dos primeros puntos de la crítica pueden guardar relación. Como hemos visto, la falta de información puede constituir el origen de asertos erróneos, y, además, cuando alguien está mal informado en algún sentido, también está desinformado en el mismo sentido; pero existen diferencias si se trata de un defecto simplemente negativo o también positivo. La falta de conocimientos relevantes impide resolver ciertos problemas o respaldar ciertas conclusiones. Sin embargo, las suposiciones erróneas llevan a conclusiones falsas y a soluciones insostenibles. Considerados conjuntamente, estos dos puntos acusan al autor de una obra de presentar defectos en sus premisas: necesita más conocimientos de los que posee, y sus pruebas y razones no son suficientes en cuanto a calidad o cantidad.
3. Decir que un autor es ilógico equivale a decir que ha cometido alguna falacia en su razonamiento. Por lo general, las falacias se incluyen en dos categorías: la non sequitur, es decir, una conclusión que no deriva de las razones aducidas, y la de la incoherencia, en la que dos cosas que ha intentado decir el autor son incompatibles. Para efectuar cualquiera de estas dos críticas, el lector ha de ser capaz de demostrar con precisión qué aspecto del argumento del autor carece de solidez. Sólo hay que preocuparse de este defecto en la medida en que afecte a las conclusiones más importantes. Un libro puede carecer de solidez en aspectos irrelevantes.
Resulta más difícil ilustrar este tercer punto, porque hay pocos libros realmente buenos con graves defectos de razonamiento. Cuando esto ocurre, suelen estar cuidadosamente ocultos, y sólo un lector realmente hábil es capaz de descubrirlos; pero podemos mostrar una falacia evidente en El príncipe, de Maquiavelo:
Los cimientos de todos los Estados, tanto nuevos como antiguos, son las buenas leyes. Como no pueden existir buenas leyes en el Estado que no está bien armado, hemos de concluir que los que están bien armados tienen buenas leyes.
Sencillamente, no se desprende del hecho de que las buenas leyes dependan de unas fuerzas policiales adecuadas el que allí donde existen fuerzas policiales adecuadas las leyes son necesariamente buenas. En este caso, pasamos por alto el carácter sumamente dudoso de la primera aseveración y sólo nos interesa la non sequitur. Es más cierto decir que la felicidad depende de la salud que las buenas leyes de unas fuerzas de seguridad eficaces, pero de lo anterior no se desprende que todas las personas sanas sean felices.
En Elementos de Derecho, Hobbes sostiene que todos los cuerpos no son sino cantidades de materia en movimiento. Según él, el mundo de los cuerpos no posee carácter cualitativo. En otra parte de la obra, sostiene que el hombre mismo no es sino un cuerpo, o una colección de cuerpos atómicos en movimiento. Sin embargo, tras admitir la existencia de las cualidades sensoriales —colores, olores, gustos, etc.— llega a la conclusión de que éstas son únicamente los movimientos de los átomos en el cerebro. La conclusión carece de coherencia respecto a la postura primera, a saber, que el mundo de los cuerpos en movimiento debe aplicarse a cualquier grupo concreto de los mismos, incluyendo los átomos del cerebro.
Este tercer punto de crítica guarda relación con los otros dos. Naturalmente, es posible que un autor no logre derivar las conclusiones implícitas en las pruebas o los principios que defiende, y entonces su razonamiento quedará incompleto; pero nos estamos ocupando fundamentalmente del caso en el que su razonamiento resulta insuficiente a partir de unas buenas bases. Reviste interés, pero menor importancia, descubrir falta de solidez en un razonamiento a partir de premisas que son en sí falsas, a partir de pruebas insuficientes.
La persona que llega a una conclusión inválida a partir de premisas sensatas está, en cierto sentido, mal informada; pero merece la pena distinguir entre la clase de enunciado cuyos errores se deben a un mal razonamiento y la clase expuesta anteriormente, que se debe a otros defectos, sobre todo a un conocimiento insuficiente de detalles relevantes.
Juzgar la integridad del autor
Los tres puntos principales de crítica, sobre los que acabamos de reflexionar, se ocupan de la sensatez y la solidez de los enunciados y razonamientos del autor. Pasemos a continuación al cuarto comentario adverso que puede hacer un lector, que se refiere a la integridad del autor a la hora de ejecutar su plan, la eficacia con la que desempeña la tarea que ha acometido.
Antes de adentrarnos en él, hemos de observar un aspecto en particular. Dado que el lector ha dicho que comprende el texto, si no logra respaldar ninguno de los tres primeros puntos estará obligado a coincidir con el autor hasta donde éste haya llegado. No tiene libertad de elección a este respecto; no posee el sagrado privilegio de decidir cuándo va a estar de acuerdo y cuándo habrá de disentir.
Si no ha logrado demostrar que el autor está desinformado o mal informado, o que es ilógico respecto a temas relevantes, sencillamente no puede disentir. Tiene que asentir. No puede decir, como hacen tantos estudiantes y otras personas: «No veo nada incorrecto en sus premisas, ni errores de razonamiento, pero no estoy de acuerdo con las conclusiones». Lo único que se da a entender con semejantes palabras es que no nos gustan las conclusiones, pero en realidad no estamos expresando desacuerdo, sino emociones o prejuicios. Si el lector se ha convencido, debe admitirlo. (Si, a pesar de no haber logrado respaldar uno o más de los tres puntos de crítica, piensa honradamente que no ha quedado convencido, quizá no debería haber afirmado que comprendía el texto).
Los tres primeros puntos guardan relación con los términos, las proposiciones y los argumentos del autor, los elementos que ha utilizado para resolver los problemas que dieron lugar a la tarea acometida. El cuarto —que el libro no es íntegro— afecta a la estructura del todo.
4. Decir que un autor ha realizado un análisis incompleto equivale a decir que no ha resuelto todos los problemas que había planteado, o que no ha hecho el mejor uso posible de los materiales empleados, que no ha visto todas sus consecuencias y ramificaciones, o que no ha sabido trazar diferencias que tienen relevancia respecto a la empresa acometida. No basta con decir que un libro es incompleto; cualquiera es capaz de decir semejante cosa. Los seres humanos son finitos, y también sus obras; por tanto, carece de sentido hacer tal comentario, a menos que el lector pueda definir el defecto con toda precisión, ya gracias a su propio esfuerzo como conocedor de la materia, ya a la ayuda de otros libros.
Vamos a ilustrar este punto brevemente. El análisis que realiza Aristóteles de las clases de gobierno en Política es incompleto: debido a las limitaciones de su época y de su aceptación de la esclavitud, el filósofo no toma en consideración, o ni siquiera concibe, la constitución realmente democrática basada en el sufragio universal, ni imagina un gobierno representativo o la federación de estados moderna. Habría que ampliar su análisis para aplicarlo a estas realidades políticas. Elementos de geometría, de Euclides, es una obra incompleta porque el autor no tiene en cuenta otros postulados acerca de las relaciones entre las líneas paralelas. Al tomarlos en consideración, las obras sobre geometría modernas compensan estas deficiencias. Cómo pensamos, de Dewey, es un análisis incompleto del pensamiento porque no trata la clase de pensamiento que se produce en la lectura o el aprendizaje mediante la instrucción, sino sólo el que se da en la investigación y el descubrimiento. Un cristiano que cree en la inmortalidad del alma considerará que en las obras de Epicteto o Marco Aurelio se realiza un análisis incompleto de la felicidad humana.
En sentido estricto, este cuarto punto no constituye una base para disentir. Es críticamente adverso sólo en tanto en cuanto señala las limitaciones de los logros del autor. Un lector que está de acuerdo parcialmente con un libro —porque no encuentra ninguna razón para hacer otros comentarios críticos adversos— puede, no obstante, suspender el juicio acerca de la totalidad de la obra, a la luz de este cuarto punto referente a su falta de integridad, circunstancia que obedece a que el autor no ha logrado resolver a la perfección los problemas planteados.
Pueden compararse críticamente otras obras pertenecientes al mismo campo haciendo referencia a estos cuatro criterios. Una es mejor que otra según la proporción en que diga más verdades y cometa menos errores. Si estamos leyendo para obtener conocimiento, salta a la vista que el mejor libro será el que dé mejor tratamiento a un tema en concreto. Un escritor puede carecer de unos conocimientos que otro posee, o hacer suposiciones erróneas que otro no sostenga, o mostrar menor consistencia que otro en un razonamiento a partir de premisas similares, pero la comparación más profunda se establece respecto a la integridad del análisis que ofrece cada uno de ellos. La medida de dicha integridad se encontrará en el número de distinciones válidas y significativas que contengan los textos comparados.
Seguramente, el lector habrá comprendido la utilidad de entender los términos de un autor: el número de términos diferentes es correlativo al número de diferencias establecidas.
Es probable que también haya comprendido que el cuarto punto crítico vincula las tres etapas de la lectura analítica de cualquier libro. El último paso del perfilado estructural consiste en conocer los problemas que trata de resolver el autor, y el último paso de la interpretación, en saber cuáles ha logrado resolver y cuáles no. El último paso de la crítica es dado por el punto de la integridad, que afecta al perfilado estructural en tanto en cuanto toma en consideración la efectividad con que el autor ha enunciado los problemas, así como a la interpretación, porque calibra en qué medida los ha resuelto.
Tercera etapa de la lectura analítica
En líneas generales, ya hemos completado la enumeración y exposición de las reglas de la lectura analítica. A continuación podemos presentarlas en su totalidad según el orden que siguen y bajo los encabezamientos adecuados.
I. Primera etapa de la lectura analítica: reglas para descubrir sobre qué trata un libro.
1. Clasificar el libro según la clase y el tema.
2. Enunciar sobre qué trata el libro con la mayor brevedad posible.
3. Enumerar las partes más importantes según su orden y correlación y perfilar dichas partes al igual que se ha hecho con el todo.
4. Definir el problema o los problemas que ha tratado de resolver el autor.
II. Segunda etapa de la lectura analítica: reglas para interpretar el contenido de un libro.
5. Llegar a un acuerdo con el autor interpretando las palabras clave.
6. Comprender las proposiciones más destacadas del autor reflexionando sobre las oraciones más importantes.
7. Conocer los argumentos del autor hallándolos en las secuencias de oraciones o construyéndolos a partir de éstas.
8. Determinar qué problemas ha resuelto el autor y cuáles no, y de entre estos últimos, cuáles sabe el autor que no ha logrado resolver.
III. Tercera etapa de la lectura analítica: reglas para criticar un libro como comunicación de conocimientos.
A. Máximas generales de la etiqueta intelectual:
9. No empezar la crítica antes de haber completado el perfilado y la interpretación del libro. (No decir que se está de acuerdo o se disiente, ni suspender el juicio hasta poder decir «Lo comprendo»).
10. No disentir por puro afán de polémica.
11. Demostrar que se reconoce la diferencia entre conocimiento y simple opinión personal, aportando buenas razones para cualquier juicio crítico.
B. Criterios especiales para los puntos de crítica
12. Mostrar dónde está desinformado el autor.
13. Mostrar dónde está mal informado el autor.
14. Mostrar dónde es ilógico el autor.
15. Mostrar dónde es incompleto el análisis del autor[3].
Nota. De los cuatro últimos criterios, los tres primeros se aplican a la desavenencia. Si el lector no logra hacerlo, tendrá que coincidir con el autor, al menos en parte, si bien puede suspender el enjuiciamiento de la totalidad, a la luz del último punto.
Al final del capítulo 7 observábamos que la aplicación de las cuatro primeras reglas de la lectura analítica ayuda a responder a la primera pregunta básica que hay que plantearle a un libro, a saber: ¿sobre qué trata el libro como un todo? De igual modo, al final del capítulo 9 señalábamos que aplicar las cuatro reglas de la interpretación ayuda a contestar la segunda pregunta que hay que plantear: ¿qué se dice en detalle, y cómo se lo dice? Probablemente el lector haya comprendido que las últimas siete reglas de la lectura —las máximas de la etiqueta intelectual y los criterios acerca de los puntos de crítica— contribuirán a contestar la tercera y cuarta preguntas básicas, es decir: ¿es cierto?, y ¿qué importancia tiene?
La tercera puede plantearse ante cualquier cosa que leamos. Es aplicable a todo tipo de escritura, en uno u otro sentido de «verdad»: matemática, científica, filosófica, histórica y poética. No puede haber mayor elogio de las obras de la mente humana que alabarlas por la medida de verdad que han alcanzado, y, según la misma fórmula, criticarlas adversamente por lo contrario equivale a tratarlas con la seriedad que se merece una obra seria. Sin embargo, y por extraño que parezca, en años recientes ha empezado a disminuir el interés por estos criterios de calidad por primera vez en la historia occidental. Los libros obtienen el beneplácito de la crítica y el aplauso popular casi hasta el extremo de mofarse de la verdad, y cuanto más descaradamente, mejor. Muchos lectores, y sobre todo quienes reseñan las publicaciones, utilizan otros baremos para enjuiciarlos; elogian o condenan los libros que leen por su novedad, su sensacionalismo, su atractivo, su fuerza o incluso el poder que poseen para crear confusión, pero no por la verdad que encierran, por su claridad o capacidad de aportar conocimientos. Quizá se haya llegado a tal situación debido a la existencia de tantas obras ajenas al campo de las ciencias exactas que muestran tan poca preocupación por la verdad. Nos aventuramos a pensar que si decir algo que es verdad, en cualquier sentido del término, volviera a constituir el interés fundamental, como ocurría antes, se escribirían, se publicarían y se leerían menos libros.
A menos que lo que hayamos leído contenga algo de verdad, no hay necesidad alguna de continuar leyendo, pero, en otro caso, habrá que enfrentarse con la última pregunta. No se puede leer para obtener información de forma inteligente sin determinar qué importancia se atribuye o se debería atribuir a los hechos expuestos. Los hechos raramente llegan a nuestras manos sin cierta interpretación, explícita o implícita, algo aplicable sobre todo a la lectura de resúmenes informativos, en los que necesariamente hay que seleccionar los datos según cierta valoración de su importancia, según ciertos principios de interpretación. Y si leemos para obtener conocimientos, en realidad no se puede poner fin a la indagación que, en todas las etapas del aprendizaje, se renueva con la pregunta ¿qué importancia tiene?
Como ya hemos señalado, estas cuatro preguntas resumen todas las obligaciones del lector. Además, las tres primeras corresponden a algo imbricado en el carácter mismo del discurso humano. Si la comunicación no fuera compleja, no se necesitaría el perfilado estructural, y si el lenguaje fuese un medio perfecto, no relativamente opaco, no habría necesidad de interpretación. Si el error y la ignorancia no limitasen la verdad y el conocimiento, no tendríamos que ser críticos. La cuarta pregunta afecta a la diferencia entre información y entendimiento. Cuando el material leído tiene carácter fundamentalmente informativo, nos encontramos ante el reto de continuar en busca de conocimiento, e incluso si ya hemos adquirido cierto conocimiento gracias a la lectura hemos de proseguir la búsqueda, la del significado del texto.
Antes de adentrarnos en la tercera parte, quizá deberíamos destacar una vez más que estas normas de la lectura analítica describen una actuación ideal. Pocas personas habrán leído un libro de esta forma ideal, y las que lo hayan hecho probablemente lo habrán realizado con muy pocas obras. Sin embargo, el ideal sigue constituyendo la medida del éxito alcanzado en la tarea, y seremos mejores lectores cuanto más nos aproximemos a él.
Cuando decimos de alguien que es «muy leído» deberíamos tener en mente este ideal, porque muchas veces utilizamos la expresión para referirnos a la cantidad y no a la calidad de la lectura. Una persona que ha leído mucho pero mal merece más lástima que elogios. Como dice Hobbes: «Si leyera tantos libros como la mayoría de las personas, sería tan estúpido como ellas».
Los grandes escritores han sido siempre grandes lectores, pero eso no significa que hayan leído todos los libros considerados indispensables en su época. En muchos casos leyeron menos de los que se requieren actualmente en la mayoría de las universidades, pero realizaron una buena lectura. Al haber dominado estas obras, se igualaron con sus autores, adquirieron el derecho a ser autoridades. En el transcurso natural de los acontecimientos, ocurre con frecuencia que un buen estudiante llega a ser profesor, del mismo modo que un buen lector llega a ser escritor.
No tenemos intención de alentar el paso de la lectura a la escritura, sino de recordar al lector que se aproximará al ideal de la buena lectura aplicando las reglas que hemos descrito al ocuparnos de un solo libro, y no intentando conocer superficialmente muchos. Desde luego, hay muchos libros que merecen una buena lectura, y un número aún mayor de los mismos a los que sólo se debería dedicar una inspección. Para ser una persona leída, en todos los sentidos de la palabra, hay que saber utilizar todas las destrezas que se poseen con discernimiento, leyendo cada libro según sus méritos.