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LA CRÍTICA JUSTA DE UN LIBRO

Al final del último capítulo decíamos que habíamos avanzado considerablemente. Hemos aprendido a perfilar un libro y las cuatro reglas para interpretar su contenido. Por consiguiente, ya estamos preparados para la última etapa de la lectura analítica, en la que el lector recogerá los frutos de los esfuerzos realizados.

Leer un libro es una especie de conversación. Algunas personas pensarán lo contrario, porque el único que habla es el escritor y el lector no tiene nada que decir, pero tales personas no comprenden plenamente su obligación como lectores ni las oportunidades que se les ofrecen.

De hecho, es el lector quien tiene la última palabra. El autor ha dicho todo lo que tenía que decir, y a continuación le toca el turno al lector. Parece que la conversación entre un libro y el lector debería seguir un orden, según el cual cada uno de ellos hablaría siguiendo su turno, sin interrupciones; pero si el lector es indisciplinado y poco educado, puede ocurrir todo lo contrario. El pobre autor no tiene la oportunidad de defenderse, de decir «Un momento; espere hasta que haya terminado antes de empezar a poner objeciones». No puede argumentar que el lector le ha interpretado mal o que no le ha comprendido.

Las conversaciones normales y corrientes entre personas sólo funcionan bien cuando se llevan a cabo de forma civilizada, y no nos referimos únicamente a la urbanidad según las convenciones sociales, porque en realidad tales convenciones no son importantes. Lo que sí importa es la etiqueta intelectual que hay que respetar, sin la cual una conversación se convierte en riña en lugar de en comunicación provechosa. Naturalmente, damos por sentado que se trata de una conversación sobre un tema serio en torno al cual las personas pueden estar de acuerdo o disentir, y entonces reviste gran importancia que observen buen comportamiento. En otro caso, tal empresa no reportará ningún beneficio: el beneficio que se obtiene de una buena conversación estriba en lo que se puede aprender de ella.

Lo que es aplicable a una conversación común y corriente también lo es, e incluso más, a la situación especial en la que un libro habla con el lector y éste le responde. De momento, vamos a dar por sentado que el autor es disciplinado, y, en el caso de los buenos libros, también que el autor ha desempeñado bien su papel en la conversación. ¿Qué puede hacer el lector para corresponder? ¿Qué debe hacer para desempeñar su propio papel?

El lector tiene tanto la obligación como la oportunidad de responder, y se trata de una oportunidad muy clara. Nada puede impedirle que enjuicie la obra en cuestión. Sin embargo, las raíces de su obligación se encuentran a mayor profundidad en el carácter de la relación entre libros y lectores.

Si se trata de un libro que transmite conocimiento, el objetivo que persigue el autor consiste en instruir, y habrá intentado enseñar. Habrá tratado de convencer o persuadir al lector de algo, y su esfuerzo únicamente se verá coronado por el éxito si éste acaba por decir: «He aprendido. El autor me ha convencido de que tales y tales cosas son ciertas, o me ha persuadido de que son probables». Pero incluso si el lector no queda convencido ni persuadido, hay que respetar la intención y los esfuerzos del escritor, y aquél debe enjuiciarle con consideración. Si no puede decir «Estoy de acuerdo», al menos debe tener motivos para disentir o, incluso, para suspender el enjuiciamiento del tema en cuestión.

En realidad, no estamos añadiendo nada a lo que ya hemos dicho. Un buen libro merece una lectura activa, y la actividad de leer no se limita a la tarea de comprender lo que dice la obra, sino que ha de completarse con otra tarea, la de la crítica, la del enjuiciamiento. El lector no exigente no cumple tal requisito, probablemente incluso en menor medida que el de analizar e interpretar. No sólo no realiza ningún esfuerzo por comprender, sino que rechaza un libro simplemente dejándolo a un lado y olvidándose de él: hace algo peor que alabarlo con tibieza, porque lo condena al no prestarle la mínima consideración crítica.

La enseñabilidad como virtud

A lo que nos referimos con responder no difiere de la lectura, sino que representa la tercera etapa de la lectura analítica de un libro, para la que existen reglas, al igual que en el caso de las dos primeras etapas. Algunas de estas reglas son máximas generales de etiqueta intelectual, y las trataremos en el presente capítulo. Otras constituyen criterios más específicos para definir puntos referentes a la crítica, y nos ocuparemos de ellas en el siguiente capítulo.

Existe una tendencia a pensar que un buen libro supera la capacidad crítica del lector medio. El escritor y el lector no son iguales, y, según este punto de vista, aquél debe ser sometido a juicio tan sólo por sus pares. Recordemos las recomendaciones de Bacon a los lectores: «No leáis para contradecir y refutar, ni para creer o convenceros, ni para hallar discurso y tema de conversación, sino para sopesar y reflexionar». Walter Scott da muestras incluso de mayor severidad ante «quienes leen para dudar o para burlarse».

Naturalmente, lo anterior contiene cierta parte de verdad, pero hemos de admitir que el aura de impecabilidad que rodea a los libros es un tanto absurda, al igual que la falsa devoción que despiertan. Los lectores pueden ser como niños, en el sentido de que reciben enseñanzas de los grandes escritores, pero eso no significa que no haya que tener en cuenta sus opiniones. Cervantes podía tener o no razón cuando escribió lo siguiente: «No existe ningún libro tan malo como para no encontrar nada bueno en él». Sería más cierto decir que no existe ningún libro tan bueno que no pueda encontrarse ningún defecto en él.

Es verdad que un libro del que los lectores pueden recibir conocimiento e instrucción y que, en tal sentido, les supera, no debería ser criticado por ellos hasta que lo hubieran comprendido. Cuando lo critican, significa que se han elevado casi hasta igualarse con el autor, y que están preparados para ejercer los derechos y privilegios de su nueva situación. A menos que al llegar a este punto pongan en funcionamiento sus facultades críticas, estarán cometiendo una injusticia con el autor, porque éste ha hecho cuanto ha podido para que los lectores se igualen con él, mereciéndose que ellos actúen como si fueran sus pares, que inicien una conversación con él, que le respondan.

En el presente capítulo estamos exponiendo la virtud de la enseñabilidad, virtud que normalmente se malinterpreta, porque se confunde con la subordinación o el servilismo. Se comete un grave error al pensar que se puede enseñar fácilmente a una persona sólo porque sea pasiva y flexible. Por el contrario, ser capaz de recibir enseñanzas constituye una virtud sumamente activa, algo que no puede ocurrirle a quien no ejercita la capacidad de libre juicio. Quizá pueda recibir adiestramiento, pero no enseñanzas. Por consiguiente, el lector con mejor disposición para ser enseñado es precisamente el que posee una mayor capacidad crítica, el que acaba por responder a un libro realizando el esfuerzo necesario para formarse una opinión propia sobre los temas expuestos por el autor.

Decimos que «acaba por» porque esta virtud requiere que el profesor sea escuchado, y, más aún, comprendido plenamente antes de ser juzgado. Además, hemos de añadir que la cantidad de esfuerzo no constituye un criterio adecuado para la capacidad de recibir enseñanza. El lector debe saber cómo juzgar un libro, al igual que debe saber cómo llegar a comprender su contenido. Por tanto, este tercer grupo de reglas para la lectura servirá de guía hasta la última etapa del ejercicio disciplinado de la enseñabilidad.

El papel de la retórica

Hemos hallado una cierta reciprocidad entre el arte de enseñar y el de ser enseñado, entre la destreza del autor, que le hace ser considerado, y la destreza del lector, que le permite enfrentarse a un libro con consideración, y hemos visto que bajo las reglas de la buena escritura y de la buena lectura se encuentran los mismos principios gramaticales y lógicos. Hasta el momento, las reglas que hemos expuesto se aplican a conseguir la inteligibilidad por parte del escritor y la comprensión por parte del lector. Este último grupo de reglas va más allá de la comprensión, pues persigue el enjuiciamiento crítico, y aquí entra en juego la retórica.

Naturalmente, la retórica tiene múltiples usos. Se la suele relacionar con el orador o el propagandista, pero en su significado más general interviene en toda situación en la que se produce comunicación entre los seres humanos. Si somos nosotros los hablantes, no sólo deseamos que nos comprendan sino que coincidan en cierto modo con lo que decimos. Si lo que tratamos de comunicar es algo serio deseamos además convencer o persuadir, o, para mayor precisión, convencer de temas teóricos y persuadir de temas que en última instancia influyen sobre la acción o los sentimientos.

Para mantener una actitud igualmente seria al recibir tal comunicación no sólo hay que ser sensible, sino también responsable como oyente. Se es sensible en la medida en que se sigue lo que dice otra persona y se comprende la intención que la motiva, pero además hay que asumir la responsabilidad de tomar postura, que, una vez tomada, ya no pertenece al autor. Considerar a otro responsable del propio juicio equivale a esclavizarse, a no ser libre, y de aquí precisamente deriva el nombre de las artes liberales.

Por parte del hablante o del escritor, la destreza retórica consiste en saber convencer o persuadir. Como en esto estriba el objetivo último, todos los demás aspectos de la comunicación deben contribuir a su consecución. La destreza lógica y gramatical para escribir clara e inteligiblemente tiene valor en sí, pero, además, constituye un medio encaminado a un fin. De forma recíproca, por parte del lector o del oyente la destreza retórica consiste en saber reaccionar ante cualquiera que intente convencerlo o persuadido. También en este caso la destreza gramatical y lógica, que nos permite comprender qué dice otra persona, prepara el camino para la reacción crítica.

La importancia de suspender el juicio

Por consiguiente, vemos que estas tres artes, la gramática, la lógica y la retórica, colaboran en la tarea de regular los complejos procesos de escribir y leer. La destreza en las dos primeras etapas de la lectura analítica deriva del dominio de la gramática y la lógica, y en la tercera depende del otro arte. Las reglas de esta etapa de la lectura se basan en los principios de la retórica, considerada ésta en su sentido más amplio. Vamos a entenderlas como un código de etiqueta para que el lector no sólo pueda comportarse con amabilidad, sino que resulte eficaz a la hora de responder. (Aunque no siempre se lo reconozca así, la etiqueta cumple ambos objetivos, no sólo el primero).

El lector probablemente habrá comprendido en qué consiste la novena regla. Ya le hemos intimidado un tanto en varias ocasiones: hemos dicho que no responda hasta haber escuchado cuidadosamente y haber comprendido, que no debe expresarse libremente hasta sentirse satisfecho de los logros alcanzados en las dos primeras etapas de la lectura. Una vez que haya llegado a esta situación, no sólo tiene el derecho, sino el deber de ser crítico.

En la práctica, esto significa que la tercera etapa de la lectura analítica siempre debe seguir a las otras dos. Las dos primeras están interconectadas; incluso el lector principiante puede combinarlas hasta cierto punto, y el experto casi por completo, pues es capaz de descubrir el contenido de un libro desmenuzando el todo en sus diversas partes al tiempo que construye el todo con sus elementos de conocimiento y pensamiento, sus términos, proposiciones y argumentos. Además, incluso el principiante puede realizar cierta parte del trabajo requerido en esas dos etapas en el transcurso de una buena lectura de inspección, pero tanto el principiante como el experto deben esperar hasta comprender para empezar a criticar.

Volvamos a expresar la novena regla de la lectura como sigue: REGLA 9.a: EL LECTOR DEBE SER CAPAZ DE DECIR, CON RELATIVA CERTEZA, «LO COMPRENDO» ANTES DE AÑADIR «ESTOY DE ACUERDO» O «NO ESTOY DE ACUERDO» O «SUSPENDO EL JUICIO».

Estos tres comentarios cubren todas las posibles posturas críticas, y esperamos que el lector no haya cometido el error de pensar que criticar consiste siempre en disentir, como suele pensar la mayoría de las personas. Coincidir con una opinión constituye un ejercicio de enjuiciamiento tan importante para el lector como disentir, y estar de acuerdo con algo sin comprenderlo es absurdo, al igual que disentir sin comprender supone una osadía.

Si bien al principio quizá no parezca tan evidente, la suspensión del juicio también constituye un acto de crítica, porque equivale a tomar la postura de algo que no ha sido mostrado, a decir que no se está convencido ni persuadido de ninguna manera.

Esta regla puede parecer tan perogrullesca que quizá el lector se pregunte por qué nos hemos tomado la molestia de enunciarla tan explícitamente. Existen dos razones para ello. En primer lugar, hay muchas personas que cometen el error que ya hemos mencionado, identificar crítica con disensión. (Incluso la crítica «constructiva» equivale a desacuerdo). En segundo lugar, si bien esta regla pude e parecer sumamente sensata, pocas personas la observan, en la práctica. Al igual que la regla de oro, produce más palabrería que obediencia inteligente.

Todo escritor ha pasado por la experiencia de críticas cuyos autores no se sienten obligados a llevar a cabo la tarea que imponen las dos primeras etapas. Con demasiada frecuencia, el crítico piensa que no tiene que ser lector además de juez, y todo conferenciante ha padecido la experiencia de que le planteen preguntas que no se basan en la comprensión de lo que acaba de exponer. Cualquier lector recordará alguna ocasión en la que alguien ha respondido a la persona que estaba hablando: «No sé qué quieres decir, pero creo que no tienes razón».

Carece de sentido responder a esta clase de críticos; lo más correcto consiste en pedirles que aclaren su postura, la postura que pretenden rebatir. Si no lo hacen de forma satisfactoria, si no son capaces de repetir lo que ha dicho una persona con sus propias palabras, nos daremos cuenta de que no han comprendido, y, por consiguiente, tendremos todos los motivos del mundo para no hacer caso a sus críticas, porque son irrelevantes, como todas las que no se basan en la comprensión. Cuando, en rarísimas ocasiones, encontramos a la persona que comprende lo que decimos tanto como nosotros mismos, entonces sí podemos congratularnos si coincide con nosotros, o preocuparnos en caso contrario.

En el transcurso de muchos años de haber leído libros con alumnos de diversas clases, hemos llegado a la conclusión de que esta regla suele romperse más que respetarse. Quienes no saben qué dice el autor son precisamente los que no dudan en erigirse en sus jueces. No sólo disienten con algo que no comprenden, sino que, algo igualmente absurdo, en muchas ocasiones coinciden con una postura que no pueden expresar con sus propias palabras de forma inteligible. Su exposición, al igual que su lectura, se reduce a pura palabrería. Cuando no se da la comprensión, tanto las afirmaciones como las negaciones carecen de sentido y resultan ininteligibles, y una postura de duda o desapego no es más inteligente por parte del lector que no comprende sobre qué tema está suspendiendo el juicio.

Hemos de hacer hincapié en otros puntos relativos a la observancia de esta regla. Si estamos leyendo un buen libro, deberíamos pensárnoslo dos veces antes de decir «Lo entiendo». Lo lógico sería suponer que el lector tiene que trabajar bastante antes de afirmar tal cosa honradamente y con toda certeza. Naturalmente, ha de ser juez de sí mismo en este tema, circunstancia que agrava aún más su responsabilidad.

Por supuesto, decir «No lo comprendo» también supone un juicio crítico, pero sólo después de haberlo intentado por todos los medios se reflejará en el libro y no en el lector. Si éste ha hecho todo lo que estaba en su mano, y sin embargo sigue sin comprender, quizá ello se deba a que el libro es ininteligible. No obstante, hemos de suponer en principio que no lo es, sobre todo si se trata de una obra buena. Al leer buenos libros, si no se logra comprenderlos la culpa suele ser del lector, que, por consiguiente, está obligado a permanecer con la tarea impuesta por las dos primeras etapas de la lectura analítica durante mucho tiempo antes de iniciar la tercera. Cuando decimos «No lo comprendo» debemos tener cuidado con el tono de voz que empleamos, aceptando la posibilidad de que no sea culpa del autor.

Existen otras dos condiciones bajo las cuales hay que prestar especial atención a esta regla. Si sólo estamos leyendo una parte de un libro, resulta más difícil tener la certeza de que se comprende, y, por consiguiente, hay que pensárselo muy bien antes de emitir un juicio crítico. Además, a veces un libro guarda relación con otros del mismo autor y su pleno significado depende de ellos. En tal situación, también hay que ser más prudente a la hora de decir «Lo comprendo» y lanzar la flecha de la crítica.

Nos ofrecen un buen ejemplo de impetuosidad en este sentido los críticos literarios que coinciden o disienten con Poética, de Aristóteles, sin advertir que los principios fundamentales del análisis de la poesía que realiza el filósofo dependen, en parte, de ciertos puntos que aparecen en otras obras suyas, los tratados sobre psicología, lógica y metafísica. Se han formado una opinión sin haber entendido el tema en cuestión.

Podría aplicarse lo mismo a otros autores, como Platón y Kant, Adam Smith y Marx, que no dijeron todo lo que sabían en una sola obra. Quienes juzguen Critica de la razón pura, de Kant, sin leer Critica de la razón práctica, o Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, de Adam Smith, sin leer su Teoría de los sentimientos morales, o el Manifiesto comunista, de Marx sin conocer asimismo El capital, lo más probable es que hayan coincidido o disentido con los autores sin haberlos comprendido plenamente.

La importancia de evitar la polémica

La segunda máxima general aplicable a la lectura crítica resulta igualmente evidente al principio, pero requiere un enunciado explícito, y por una razón concreta. REGLA 10.a: CUANDO EL LECTOR DISIENTE, DEBE HACERLO DE FORMA RAZONABLE, NO PARA POLEMIZAR O DISPUTAR.

No tiene ningún sentido salir vencedor de una discusión cuando se sabe o se sospecha que se puede estar equivocado. Naturalmente, en la práctica nos puede ayudar a avanzar en el mundo durante algún tiempo, pero, a la larga, la honradez es la mejor política a seguir.

Hemos aprendido esta máxima primero en Platón y después en Aristóteles. En un párrafo de Simposio encontramos el siguiente diálogo:

No puedo refutarte, Sócrates, dijo Agatón. Vamos a suponer que lo que dices es cierto.

Agatón, sería mejor decir que no puedes refutar la verdad, porque a Sócrates se le refuta fácilmente.

Este párrafo queda reflejado en un comentario de Ética, de Aristóteles:

«Se pensaría que es mejor», dice, que fuera nuestro deber, en aras de mantener la verdad, incluso destruir lo que nos afecta directamente, sobre todo porque somos filósofos amantes de la sabiduría; porque, mientras que ambas nos son caras, la piedad nos obliga a venerar la verdad por encima de nuestros amigos.

Platón y Aristóteles nos aconsejan algo que suele olvidar la mayoría de las personas, que piensan que lo importante es vencer en una discusión, no conocer la verdad.

Quien considera la conversación una batalla sólo puede ganar enfrentándose, disintiendo, tanto si tiene razón como si no, y quien se aproxima a un libro con este espíritu lo lee únicamente con el fin de hallar algo con lo que disentir.

En la conversación que entabla un lector con un libro en la intimidad no hay nada que le impida creer que ha ganado la discusión. Él domina la situación, y el autor no está allí para defenderse. Si lo único que desea es la vana satisfacción de dar la impresión de haber desenmascarado al autor, lo conseguirá fácilmente: no tiene más que leer el libro, incluso echar un vistazo a las primeras páginas. Pero si comprende que el único provecho que puede extraer de la conversación, con profesores vivos o muertos, consiste en lo que puede aprender de ellos, que sólo se gana obteniendo conocimientos, no derribando a la otra persona, quizá vea lo inútil de la mera polémica. No queremos decir que un lector no pueda disentir con un escritor ni tratar de mostrar en qué se equivoca éste, sino sólo que debería estar tan dispuesto a coincidir como a disentir. Haga lo que hiciere, sólo debería motivarle una consideración: los hechos, la verdad.

Se requiere algo más que honradez en esta situación. No hará falta decir que un lector debe admitir un punto concreto cuando lo ve, pero no sentirse castigado si tiene que admitir que está de acuerdo con un autor en lugar de disentir. Si tales son sus sentimientos, hemos de decir que mantiene una actitud absurdamente polémica. A la luz de esta segunda máxima, habremos de concluir que tiene un problema de carácter emocional, no intelectual.

Sobre la resolución de las desavenencias

La tercera máxima guarda estrecha relación con la segunda. Expresa otra de las condiciones requeridas antes de adentrarse en la crítica, recomendando que el lector considere que es posible que se pueden resolver las desavenencias. Mientras que la segunda máxima nos alienta a no disentir polémicamente, ésta nos aconseja que no disintamos inútilmente, algo que ocurre cuando no se esperan frutos de una discusión por no reconocer que todos los seres racionales pueden ponerse de acuerdo. Obsérvese que hemos dicho «pueden ponerse de acuerdo», no que todos los seres racionales lo hagan; pero incluso cuando no están de acuerdo, pueden estarlo. Lo que deseamos destacar es que la desavenencia es inútil a menos que se la acometa con la esperanza de que nos lleve a la resolución de un problema.

Estos dos hechos, que las personas pueden disentir y ponerse de acuerdo, surgen de la complejidad de la naturaleza humana. Las personas son animales racionales, y su racionalidad constituye la fuente de su capacidad para ponerse de acuerdo, mientras que su animalidad y las imperfecciones de la razón son la causa de la mayoría de los desacuerdos que se producen. Los hombres son seres de pasión y prejuicio, y el lenguaje que han de utilizar para comunicarse es un medio imperfecto, ensombrecido por las emociones y los intereses, así como poco transparente para el pensamiento. Sin embargo, en la medida en que son racionales pueden superar estos obstáculos para comprenderse entre sí. La clase de desavenencia que es tan sólo aparente, la que deriva de los malentendidos, tiene solución.

Naturalmente, existe otro tipo de desavenencia que se debe únicamente a la desigualdad de conocimientos. Los relativamente ignorantes a veces están en desacuerdo con los relativamente cultos sobre temas que superan sus conocimientos, y los más cultos tienen el derecho de criticar los errores de quienes carecen de conocimientos relevantes. Esta clase de desavenencias también pueden corregirse, pues la instrucción siempre puede remediar la desigualdad de conocimientos.

Pueden darse otras desavenencias, escondidas a mayor profundidad, que subsisten en el cuerpo de la razón misma. Resulta difícil tener plena certeza de ellas, y es prácticamente imposible que la razón las describa. En cualquier caso, lo que acabamos de decir se aplica a la mayoría de las desavenencias, que pueden resolverse eliminando los malentendidos o la ignorancia. Normalmente, ambos remedios son posibles, si bien con frecuencia difíciles. De aquí que la persona que disiente en cualquier etapa de la conversación al menos debería tener la esperanza de llegar a un acuerdo final. Debería estar tan dispuesta a cambiar de opinión como a intentar cambiar la de otros, teniendo siempre en cuenta la posibilidad de haber comprendido mal o de que ignora determinado punto. Nadie que considere la desavenencia como ocasión para enseñar a otro debe olvidar que también es una ocasión para ser enseñado.

El problema estriba en que muchas personas no relacionan la desavenencia ni con enseñar ni con ser enseñadas, pensando que todo es una simple cuestión de opinión. Yo tengo la mía y tú tienes la tuya, y el derecho a las propias opiniones es tan inviolable como el derecho a la propiedad privada. Desde semejante punto de vista, la comunicación no puede resultar provechosa si el beneficio a obtener consiste en un aumento de conocimiento. La conversación será poco más que una partida de ping-pong entre opiniones contrarias, un juego en el que nadie gana y todos quedan satisfechos porque no pierden, es decir, acaban sosteniendo las mismas opiniones del principio.

No podríamos haber escrito este libro si mantuviéramos tal punto de vista. Por el contrario, opinamos que el conocimiento puede comunicarse y que la discusión puede derivar en aprendizaje. Si de lo que se trata es de auténtico conocimiento, no de simple opinión personal, en la mayoría de los casos las desavenencias son sólo aparentes —y se solucionan llegando a un acuerdo y a un encuentro de las mentes— o son reales, y los verdaderos problemas pueden resolverse —naturalmente, a la larga— apelando a los hechos y la razón. La máxima de la racionalidad en lo referente a las des venencias consiste en tener paciencia. En definitiva, podemos decir que las desavenencias son asuntos discutibles, y que la discusión es vana a menos que se la acometa suponiendo que se puede llegar a una comprensión que, cuando se logra mediante la razón a la luz de todas las pruebas relevantes, resuelve los problemas originales.

¿Cómo se aplica esta tercera máxima a la conversación entre lector y escritor? ¿Cómo enunciarla como regla de lectura? Ella se ocupa de la situación en la que el lector disiente con algo que encuentra en el libro, requiriendo que en primer lugar tenga la certeza de que la desavenencia no se debe a un malentendido. Supongamos que el lector ha observado meticulosamente la regla consistente en no emitir un juicio crítico hasta haber comprendido plenamente, sintiéndose satisfecho de que no existen malentendidos. ¿Qué hacer a continuación?

Después, ha de distinguir entre auténtico conocimiento y simple opinión, y considerar que se puede resolver un tema en el que interviene el conocimiento. Si sigue adelante, quizá el autor le instruya sobre ciertos puntos que le harán cambiar de opinión, y si esto no ocurre tal vez su crítica sea justa, y, al menos metafóricamente, instruya él al autor. Al menos puede albergar la esperanza de que, si el autor estuviera vivo y presente, quizá cambiara de opinión.

El lector recordará algo que decíamos sobre el tema en el último capítulo. Si un autor no ofrece razones que sustenten sus proposiciones, podemos considerarlas como expresiones de su opinión personal. El lector que no distingue entre el enunciado razonado del conocimiento y la simple expresión de la opinión no lee para aprender. A lo sumo, le interesa la personalidad del autor y utiliza el libro como biografía. Naturalmente, un lector de tales características ni disentirá ni estará de acuerdo, porque no juzga la obra sino a la persona que la escribió.

Si, por el contrario, al lector le interesa fundamentalmente la obra y no su autor, debe tomarse con seriedad sus obligaciones críticas, lo que supone aplicarse a sí mismo las diferencias entre conocimiento real y simple opinión, no sólo al autor. Por consiguiente, ha de hacer algo más que emitir juicios de acuerdo o desacuerdo: tiene que dar razones. Naturalmente, en el primer caso basta con que comparta de forma activa las razones del autor sobre el punto en el que coincide con éste; pero cuando disiente, debe ofrecer sus propios motivos para ello, porque de lo contrario estará tratando un tema de conocimiento como si fuera de opinión. Por tanto, podemos enunciar la regla 11 como sigue: REGLA 11.a: RESPETAR LA DIFERENCIA ENTRE CONOCIMIENTO Y SIMPLE OPINIÓN PERSONAL, APORTANDO RAZONES PARA CUALQUIER JUICIO CRÍTICO.

Hemos de añadir que no quisiéramos dar a entender que las personas tengan acceso a una gran cantidad de conocimiento «absoluto». Las proposiciones evidentes, en el sentido en que las hemos definido en el capítulo anterior, nos parecen verdades indemostrables e innegables, pero la mayor parte de los conocimientos carece de tal condición absoluta. Sabemos que lo que conocemos está sujeto a correcciones, y lo sabemos porque todos los hechos o al menos la gran mayoría, así lo demuestran, pero no tenemos ni podemos tener la certeza de que nuevos hechos invaliden lo que consideramos cierto.

Desde luego, lo anterior no elimina la diferencia entre conocimiento y opinión sobre la que tanto hincapié hemos hecho. Podríamos decir que el primero consiste en aquellas opiniones que pueden defenderse, opiniones para las que existen pruebas de una u otra clase. Si realmente sabemos algo en este sentido, hemos de creer que podemos convencer a otros. La opinión, en el sentido que hemos empleado la palabra, equivale a un juicio sin nada que lo respalde, motivo por el cual hemos empleado modificadores como «simple» o «personal» en relación con ella. No hacemos sino opinar que algo es cierto cuando no contamos con otras pruebas o razones que nuestros sentimientos o prejuicios personales. Podemos decir que algo es cierto y que lo sabemos cuando tenemos pruebas objetivas de que probablemente también lo admitan otras personas razonables.

A continuación vamos a resumir las tres máximas generales que hemos expuesto en el presente capítulo, que enuncian las condiciones para una lectura crítica y la forma en que debería proceder el lector para «responder» al autor.

La primera requiere que el lector lleve a cabo la tarea de comprender antes de precipitarse. La segunda le alienta a no mantener una actitud polémica. La tercera le ruega que considere remediable la desavenencia sobre temas de conocimiento, al menos en líneas generales. Pero esta última regla va algo más allá: le ordena que ofrezca razones para sus desavenencias de modo que no se limite a enunciar los temas, sino que también los defina. En esto reside la esperanza de resolver los problemas.