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DESCUBRIR LO QUE QUIERE COMUNICAR UN AUTOR

No sólo llegar a un acuerdo, sino también hacer proposiciones, son dos actitudes que se hacen presentes tanto en el mundo del comercio como en el de los libros. Lo que quiere decir un comprador o un vendedor con una proposición es una especie de propuesta, una especie de oferta. En los tratos honrados, la persona que hace la proposición en este sentido declara sus intenciones de determinada manera; pero para que un negocio llegue a buen término se necesita algo más que honradez. La propuesta o proposición debe presentarse con claridad y, naturalmente, con cierto atractivo. Es entonces cuando los comerciantes pueden llegar a un acuerdo.

Una proposición de un libro también es una declaración, una expresión del juicio del autor sobre algo. El autor afirma algo que considera verdadero o niega algo que considera falso, sostiene que esto o aquello constituye un hecho. Una proposición de este tipo equivale a una declaración de conocimientos, no de intenciones. Cabe la posibilidad de que el autor de una obra enuncie sus intenciones al principio, en el prólogo. En un libro de ensayo, suele prometer que va a instruirnos sobre un tema concreto, pero para comprobar si realmente cumple sus promesas, hemos de examinar sus proposiciones.

Por lo general, la lectura presenta un orden contrario al de los negocios. En la firma de un trato comercial, las partes suelen llegar a un acuerdo después de haber visto en qué consiste la propuesta. Sin embargo, el lector debe llegar a un acuerdo con el autor desde el principio, antes de averiguar qué propone éste, qué juicio está exponiendo. Tal es la razón por la que la quinta regla de la lectura analítica se ocupa de las palabras y de los términos, y por la que la sexta, que vamos a exponer a continuación, se ocupa de las oraciones y las proposiciones.

Existe una séptima regla, que guarda estrecha relación con la sexta. El escritor puede mantener una actitud honrada al presentar enunciados sobre hechos o sobre temas de conocimiento, y normalmente el lector confiará en él; pero a menos que a éste le interese exclusivamente la personalidad del autor, no quedará satisfecho con conocer sus opiniones. Sus proposiciones no son más que expresiones de sus opiniones personales, a menos que cuente con el respaldo de unas razones. Si lo que nos interesa es el libro y el tema que trata, no sólo su autor, no querremos conocer únicamente sus proposiciones, sino también por qué piensa que va a convencernos de que las aceptemos.

Por consiguiente, la séptima regla se ocupa de los diversos tipos de argumentos. Existen muchos tipos de razonamientos, múltiples formas de respaldar lo que decimos. A veces podemos demostrar que lo que decimos es cierto; otras veces sólo podemos defender una probabilidad; pero todo argumento consta de una serie de enunciados que guardan cierta relación entre sí. Decimos, por ejemplo, esto se debe a aquello. En este caso, las palabras «se debe a» expresan la razón que ofrecemos.

La existencia de argumentos se indica con otras palabras que relacionan diversos enunciados, tales como: si esto es así, entonces lo otro es así; o si esto así, por consiguiente…; o de esto se deduce que… Ya hemos visto estas secuencias en los anteriores capítulos del presente libro. Hemos apuntado que quienes han terminado el colegio, si quieren continuar aprendiendo, descubriendo, tienen que saber cómo pueden enseñarles los libros, que son los profesores ausentes.

Un argumento siempre consiste en una serie de enunciados, algunos de los cuales sientan las bases o razones para las conclusiones a las que se ha de llegar. Por consiguiente, un párrafo, o al menos una serie de frases, deben expresar un argumento. Quizá no siempre se presenten al principio las premisas o los principios de un argumento, pero de todos modos constituyen la fuente de la conclusión. Si el argumento es válido, la conclusión se desprende de las premisas, lo que no necesariamente significa que la conclusión sea verdadera, ya que una o todas las premisas en las que el mismo se basa pueden ser falsas.

Existen dos aspectos en cuanto al orden de estas reglas de interpretación, uno gramatical y otro lógico. Pasamos de los términos a las proposiciones, y de éstas a los argumentos, de las palabras (y las frases) a las oraciones y a las series de oraciones (o párrafos). Partimos de unidades sencillas para llegar a otras más complejas. Naturalmente, el mínimo elemento significativo de un libro es una sola palabra. Podríamos decir, pero no sería correcto, que un libro está integrado por palabras, porque también consiste en grupos de palabras, tomados como unidades, y también en grupos de oraciones, tomadas asimismo como unidades. El lector activo no sólo presta atención a las palabras, sino también a las oraciones y a los párrafos. No hay otra forma de descubrir los términos, los argumentos y las proposiciones del autor.

Puede dar la impresión de que al llegar a esta etapa de la lectura analítica —cuando el objetivo consiste en la interpretación— debemos realizar el movimiento contrario al de la primera etapa, cuando el objetivo consiste en trazar el perfil estructural. En este caso, vamos desde el libro como conjunto hasta sus partes fundamentales, y, después, a sus divisiones subordinadas. Como ya habrá comprendido el lector, ambos movimientos tienen que coincidir en cierto punto. Las partes fundamentales de un libro y sus divisiones principales contienen múltiples proposiciones, y, por lo general, diversos argumentos; pero si seguimos dividiendo el libro en sus diferentes partes, al menos podremos decir: «En esta parte se exponen los siguientes puntos». Es muy probable que cada de uno de estos puntos constituya una proposición, y que varios tomados en conjunto conformen un argumento.

Por consiguiente, los dos procesos, es decir, el perfilado y la interpretación, coinciden en el nivel de las proposiciones y de los argumentos. Se llega a las proposiciones y los argumentos dividiendo la obra en las partes que la integran, y se desarrollan los argumentos viendo cómo están integrados por proposiciones, y, en última instancia, por términos. Una vez realizados ambos procesos, el lector puede decir que conoce el contenido del libro.

Oraciones y proposiciones

Ya hemos observado otro detalle acerca de las reglas que vamos a exponer en este capítulo. Como en el caso de la regla sobre las palabras y los términos, ahora también vamos a hablar sobre la relación entre el lenguaje y el pensamiento. Oraciones y párrafos constituyen unidades gramaticales: son unidades de lenguaje. Las proposiciones y los argumentos son unidades lógicas, es decir, unidades de pensamiento y de conocimiento.

Nos enfrentamos a un problema similar al que tratamos en el capítulo anterior. Debido a que el lenguaje no es un medio perfecto para expresar el pensamiento, dado que una palabra puede tener múltiples significados y dos o más palabras el mismo, hemos visto hasta qué punto puede resultar complicada la relación entre el vocabulario y la terminología de un autor, Una palabra puede representar diversos términos, y un término, diversas palabras.

Los matemáticos describen la relación existente entre los botones y los ojales de una chaqueta bien hecha como una correspondencia exacta. Para cada ojal hay un botón, y un botón para cada ojal. Pues bien, de lo que se trata es de que entre palabras y términos no existe una correspondencia exacta. El mayor error que se puede cometer al aplicar las reglas que hemos visto consiste en suponer que existe una correspondencia exacta entre los elementos del lenguaje y los del pensamiento o el conocimiento. De hecho, lo más sensato es no dar por supuestas demasiadas cosas, ni siquiera en lo referente al tema de los botones y los ojales. La mayoría de las chaquetas de hombre llevan unos botones que no tienen ojales a juego, y si se ha usado la prenda durante mucho tiempo, es posible que haya aparecido un agujero que no es precisamente un ojal y al que no le corresponde ningún botón.

Vamos a ilustrar lo anterior en el caso de las oraciones y las proposiciones. No toda oración de un libro expresa una proposición. Para empezar, algunas oraciones expresan preguntas, es decir, plantean problemas, no respuestas. Las proposiciones son respuestas a preguntas, declaraciones de conocimiento o de opinión, y por ello denominamos a las oraciones que las expresan como declarativas, para distinguirlas de las que plantean preguntas, a las que de nominamos interrogativas. Pueden aportarnos una parte de los conocimientos que persigue el autor, pero no nos transmiten el conocimiento que éste desea exponer.

Además, no todas las oraciones declarativas pueden leerse como si todas y cada una de ellas expresasen una proposición. Existen al menos dos razones para ello. La primera estriba en el hecho de que las palabras son ambiguas y pueden emplearse en diversas oraciones. Por consiguiente, puede ocurrir que la misma oración exprese distintas proposiciones si se produce un cambio en los términos que expresan las palabras. «Leer es aprenden» es una oración simple, pero si, por una parte, con «aprender» nos referimos a adquirir información, y por otra, al desarrollo de la comprensión, la proposición no es la misma, porque los términos varían. Y, sin embargo, la oración es la misma.

La segunda razón consiste en que no todas las oraciones son tan sencillas como «Leer es aprender». Cuando las palabras se emplean sin ambigüedad, una oración simple expresa por lo general una sola proposición, pero cuando se trata de una oración compuesta, expresa dos o más proposiciones. En realidad, una oración compuesta es una serie de oraciones, conectadas por palabras como «y» o «si»… «entonces», o «no sólo… sino también». El lector podría llegar a la conclusión de que resulta difícil establecer la diferencia entre una oración compuesta larga y un párrafo corto. Aquélla puede expresar una serie de proposiciones relacionadas entre sí en forma de argumento.

A veces cuesta trabajo interpretar tales oraciones. Tomemos como ejemplo una de El príncipe, de Maquiavelo, para demostrar a qué nos referimos:

Un príncipe debería inspirar temor de tal modo que, si no logra el amor, evite el odio; porque puede permitirse ser temido mientras no sea odiado, lo que ocurrirá siempre y cuando se mantenga alejado de las propiedades y de las mujeres de sus súbditos.

Desde el punto de vista gramatical, lo anterior es una sola oración, si bien sumamente compleja. El punto y coma y el «porque» señalan la pausa más importante. La primera proposición consiste en que un príncipe debería inspirar temor de algún modo.

Empezando por la palabra «porque», nos encontramos en realidad con otra oración. (Podría ser independiente si la expresáramos de la siguiente manera: «La razón de esto es que puede permitirse», y así sucesivamente). Y esta oración expresa al menos dos proposiciones: 1) la razón por la que el príncipe debería inspirar temor consiste en que puede permitirse ser temido siempre y cuando no sea odiado; 2) puede evitar ser odiado únicamente si no pone las manos en las propiedades y las mujeres de sus súbditos.

Es importante distinguir las diversas proposiciones que contiene una oración larga y compleja. Para compartir o no compartir la opinión de Maquiavelo, en primer lugar hay que entender qué dice; pero en esta oración dice tres cosas. El lector quizá no esté de acuerdo con una de ellas, pero sí con las demás. Quizá piense que el autor se equivoca al recomendar a un príncipe que imponga el terror, pero también reconocería su astucia cuando afirma que más le vale no inspirar odio además de temor, y que mantenerse alejado de las propiedades y las mujeres de sus súbditos constituye una condición indispensable para no ser odiado. A menos que reconozcamos las distintas proposiciones de una oración complicada, no podremos emitir un juicio discriminatorio sobre lo que dice el escritor.

Los abogados conocen este hecho sobradamente, porque tienen que examinar las frases con sumo cuidado para ver qué alega el demandante y qué niega el demandado. La oración «Fulano de Tal firmó el contrato de arrendamiento el 24 de marzo» parece muy sencilla, pero dice varias cosas, algunas de las cuales pueden ser verdaderas y otras falsas. Es posible que Fulano de Tal firmase el contrato, pero no el 24 de marzo, y este hecho puede revestir gran importancia. En definitiva, en ocasiones incluso una oración gramaticalmente simple puede expresar dos o más proposiciones.

Ya hemos dicho lo suficiente para indicar a qué nos referimos al hablar de la diferencia entre oraciones y proposiciones. No sólo una oración simple puede expresar varias proposiciones, debido a la ambigüedad o a la complejidad, sino que una sola proposición también puede expresarse con dos o más oraciones. Si el lector comprende nuestros términos mediante las palabras y las frases que utilizamos como sinónimos, sabrá que nos referimos a lo mismo al decir que «Enseñar y ser enseñado son funciones correlativas», y que «Iniciar y recibir comunicación son procesos relacionados entre sí».

Vamos a terminar con la explicación de los puntos gramaticales y lógicos y retornar a las reglas. La dificultad de este capítulo, como la del anterior, estriba precisamente en dejar de explicar. A continuación, vamos a suponer que el lector sabe algo de gramática. No nos referimos necesariamente a que comprenda toda la sintaxis, sino a que preste atención a la ordenación de las palabras en las oraciones y a su relación recíproca. De todos modos, son absolutamente necesarios ciertos conocimientos gramaticales. Ningún lector puede empezar a examinar el tema de los términos, las proposiciones y los argumentos —es decir, los elementos del pensamiento— hasta no ser capaz de traspasar la superficie del lenguaje. Mientras palabras, oraciones y párrafos permanezcan opacos y no se puedan analizar, formarán una barrera para la comunicación, no un medio. Se leerán las palabras pero no se recibirá conocimiento.

Vamos a exponer las reglas. La quinta regla de la lectura, como recordará el lector que dijimos en el último capítulo, consistía en lo siguiente: REGLA 5.a: ENCONTRAR LAS PALABRAS IMPORTANTES Y LLEGAR A UN ACUERDO.

La sexta regla podría expresarse como sigue: REGLA 6.a: SEÑALAR LAS ORACIONES MÁS IMPORTANTES DE UN LIBRO Y DESCUBRIR LAS PROPOSICIONES QUE CONTIENEN.

Y la séptima: REGLA 7.a: LOCALIZAR LOS ARGUMENTOS BÁSICOS DEL LIBRO MEDIANTE LA CONEXIÓN DE LAS ORACIONES.

El lector comprenderá más adelante por qué no decimos «párrafos» en la formulación de esta regla.

Hemos de añadir que estas nuevas reglas se aplican, al igual que la concerniente a llegar a un acuerdo con el autor, fundamentalmente a las obras de ensayo. Las normas concernientes a las proposiciones y los argumentos presentan diferencias cuando se lee una obra literaria (una novela, una obra de teatro, un poema). Más adelante hablaremos sobre los cambios que se requieren para aplicarlas a esta clase de obras.

Hallar las oraciones clave

¿Cómo se pueden localizar las oraciones más importantes de un libro? ¿Cómo interpretarlas para descubrir la o las proposiciones que contienen?

Una vez más, deseamos hacer hincapié en lo que es realmente importante. Decir que en un libro sólo existe un número relativamente reducido de oraciones clave no significa que no haya que prestar atención al resto, y, naturalmente, hay que comprender todas y cada una de las oraciones, pero la mayoría de éstas, al igual que la mayoría de las palabras, no tiene por qué plantear ninguna dificultad. Como ya apuntábamos en el apartado dedicado a las velocidades de lectura, pueden leerse relativamente deprisa. Desde el punto de vista del lector, las oraciones que revisten importancia para él son las que requieren un esfuerzo de interpretación porque, a primera vista, no le resultan totalmente inteligibles, y comprende lo suficiente como para saber que tiene que comprender mucho más. Son las oraciones que lee con mucha más lentitud y con más cuidado que las demás. Quizá no coincidan con las oraciones más importantes para el escritor, pero es posible que sí, porque lo más probable es que el lector tope con las mayores dificultades ante las afirmaciones más importantes que expresa el escritor, y no hará falta insistir en que éstas son precisamente las que hay que leer con más cuidado y detenimiento.

Desde el punto de vista del escritor, las oraciones importantes son las que expresan los juicios sobre los que se apoya su argumentación. Por lo general, un libro tiene un contenido mucho más amplio que el simple enunciado de un argumento o una serie de argumentos. El autor puede explicar cómo ha llegado al punto de vista que sostiene, o por qué piensa que su postura tiene serias consecuencias. También puede explicar las palabras que utiliza, o comentar la obra de otros autores, o explayarse en extensas argumentaciones que sirvan de apoyo a las suyas; pero el núcleo de su comunicación reside en las afirmaciones y negaciones que hace y en las razones que aporta para ello. Por consiguiente, el lector tiene que apreciar las oraciones principales como si sobresalieran de la página en alto relieve.

Algunos escritores colaboran en esta tarea, subrayando las oraciones, por así decirlo. O afirman explícitamente que algo es importante, o se sirven de un recurso tipográfico para destacar las frases más importantes. Naturalmente, no hay nada que pueda ayudar a quien no se mantiene despierto mientras lee: conocemos a muchos lectores y estudiantes que no prestan atención ni siquiera a unas señales tan claras y que prefieren seguir leyendo en lugar de detenerse unos momentos a examinar detenidamente las oraciones importantes.

En algunos libros, no muchos, las proposiciones fundamentales se presentan en oraciones que ocupan un lugar especial en cuanto al estilo y el orden de la exposición, y de nuevo Euclides nos proporciona un excelente ejemplo. No sólo enuncia las definiciones, los postulados y los axiomas —las proposiciones principales— al principio, sino que da un título a todas las proposiciones que va a demostrar. Es posible que el lector no comprenda todos sus enunciados, que no sea capaz de seguir todas las argumentaciones, pero no pasará por alto las oraciones o grupos de oraciones importantes destinados al enunciado de las pruebas.

Suma teológica, de Tomás de Aquino, es otra obra cuyo estilo de exposición destaca las oraciones fundamentales en alto relieve. Se desarrolla a base de preguntas: cada capítulo va encabezado por una. El autor ofrece numerosos indicios de las respuestas que trata de defender, enunciando una larga serie de objeciones que se oponen a las respuestas. El lugar en el que el autor comienza a discutir su propio razonamiento queda claramente señalado con las palabras «Yo respondo que…». Por tanto, no existe excusa alguna para no localizar las oraciones importantes en un libro de semejantes características —las que expresan las razones y las conclusiones—; y, sin embargo, es pura confusión para quienes tratan todo lo que leen como si tuviera la misma importancia y realizan una lectura a la misma velocidad, ya sea lenta o rápida, porque normalmente esto equivale a decir que todo carece de importancia.

Aparte de los libros cuyo estilo o formato llama la atención hacia lo que necesita mayor interpretación por parte del lector, ubicar las oraciones más importantes representa una tarea que el lector debe realizar por sí mismo. Para ello puede proceder de diversas maneras, una de las cuales ya hemos mencionado. Si es sensible a la diferencia entre los párrafos que entiende inmediatamente y los que le plantean dificultades, probablemente podrá descubrir las oraciones que contienen e] mayor peso de significado. Quizá haya empezado a comprender cuán esencia] es para la lectura sentir perplejidad y saberlo. Plantearse preguntas representa el inicio del conocimiento cuando se trata de aprender algo de los libros, y también de la naturaleza. Si nunca nos planteamos interrogantes acerca del significado de un párrafo en concreto, el libro que tenemos en las manos no nos aportará ningún conocimiento que no poseamos anteriormente.

Encontraremos otra pista para reconocer las oraciones importantes en las palabras que las integran. Si el lector ya ha señalado las palabras importantes, éstas le llevarán a las oraciones que merecen especial atención. De este modo, el primer paso de la lectura interpretativa constituye una preparación para el segundo; pero también puede ocurrir a la inversa, es decir, que se señalen ciertas palabras después de haber sentido cierta confusión ante el significado de un frase. El hecho de que hayamos enumerado estas normas con un orden fijo no quiere decir que haya que seguirlas en dicho orden. Los términos constituyen proposiciones, y las proposiciones contienen términos. Si conocemos los términos expresados por las palabras, comprenderemos la proposición expuesta en la oración, y si entendemos la proposición expresada por una oración, también entenderemos los términos.

Lo anterior sugiere otra pista que nos sirve para localizar las proposiciones principales: que éstas deben pertenecer al argumento principal del libro, que han de ser, bien premisas, bien conclusiones. Por consiguiente, si se localizan las oraciones que parecen formar una secuencia, una secuencia con un principio y un final, probablemente habremos dado con las oraciones importantes.

Hemos dicho una secuencia con un principio y un final. Todo argumento que pueda expresarse con palabras requiere tiempo para su enunciado. Podemos pronunciar una frase entera de una sola vez, pero en un argumento existen pausas. Primero hay que decir una cosa, a continuación otra y, después, otra más. Un argumento empieza por un lugar concreto y llega a otro: es un movimiento del pensamiento. Puede comenzar con lo que en realidad es la conclusión y continuar exponiendo las razones, o empezar con las pruebas y las razones y terminar con la conclusión que se desprende de ellas.

Naturalmente, en esto, como en todo, tal pista no servirá de nada a menos que sepamos utilizarla. Hay que reconocer un argumento cuando topamos con él. A pesar de ciertas experiencias decepcionantes, insistimos en que la mente humana es por naturaleza tan sensible a los argumentos como el ojo a los colores (¡aunque puede haber personas ciegas para los argumentos!); pero los ojos no ven si no se mantienen abiertos, y la mente no seguirá un argumento si no está despierta.

Muchas personas creen que saben leer porque lo hacen a distintas velocidades, pero se detienen y van más despacio en las oraciones que no deben, en las que les interesan, no en las que las dejan perplejas, lo que constituye uno de los mayores obstáculos para leer un libro que no es totalmente coetáneo. Cualquier libro antiguo contiene hechos que causan cierta sorpresa porque presentan diferencias con los que conocemos, pero cuando leemos para incrementar la comprensión no vamos en busca de ese tipo de novedad. Una cosa es el interés por el autor en sí, o por su lenguaje, o por el mundo en el que escribió sus obras, y otra el interés por conocer sus ideas. Este último aspecto puede ayudarnos a cumplir las reglas que estamos exponiendo, no la curiosidad sobre otros temas.

Hallar las proposiciones

Supongamos que el lector ya ha localizado las oraciones clave. La sexta regla requiere otro paso: descubrir la proposición o las proposiciones que contiene cada una de las oraciones. En otras palabras, hay que saber qué significa la oración en cuestión. Se descubren los términos averiguando qué significa una palabra con un uso concreto; de forma semejante, se descubren las proposiciones interpretando todas las palabras que integran la oración, y, sobre todo, las palabras principales.

Insistimos en que no es posible hacer lo anterior debidamente a menos que se sepa un poco de gramática. Hay que conocer el papel que desempeñan los adjetivos y los adverbios, cómo funcionan los verbos en relación con los nombres, cómo restringen o amplían los modificadores el significado de las palabras que modifican, etc. Idealmente, el lector debería ser capaz de analizar una oración según las reglas de la sintaxis, si bien no necesariamente de un modo formal. A pesar de la actual tendencia a no enseñar gramática en los colegios, hemos de suponer que el lector conoce lo que acabamos de decir. No podemos creer lo contrario, aunque cabe la posibilidad de que haya olvidado un tanto de ella debido a la falta de práctica en los rudimentos del arte de la lectura.

Sólo existen dos diferencias entre descubrir los términos expresados por las palabras y las proposiciones expresadas por las oraciones. Una consiste en que en el último caso se emplea un contexto mayor. Se relacionan todas las oraciones colindantes con la oración en cuestión, al igual que se emplean las palabras colindantes para interpretar una en concreto. En ambos casos, se comienza por lo que se comprende y se continúa dilucidando poco a poco lo que al principio resulta relativamente ininteligible.

La otra diferencia estriba en el hecho de que las oraciones complejas suelen expresar más de una proposición. No se lleva a término la interpretación de una oración importante hasta haber separado las distintas proposiciones que, no obstante, pueden estar relacionadas. La destreza en esta tarea se desarrolla con la práctica. Recomendamos al lector que elija algunas de las oraciones complicadas que aparecen en el presente libro e intente expresar con sus propias palabras cada una de las afirmaciones que se enuncian, que las numere y las relaciones entre sí.

Expresarlas con las propias palabras nos parece la mejor prueba para saber si se han comprendido la proposición o las proposiciones de la oración. Si cuando se nos pide que expliquemos lo que quiere decir un escritor con una frase concreta lo único que podemos hacer es repetir sus palabras, con pequeños cambios en el orden, existen razones para sospechar que no sabemos a qué se refiere. Idealmente, el lector debería ser capaz de decir lo mismo con palabras diferentes. La idea, por supuesto, puede aproximarse en diversos grados, pero si el lector no es capaz de variar en absoluto las palabras del autor, quedará demostrado que entre ambos se ha producido un intercambio de palabras, no de pensamiento o de conocimiento. El lector conoce las palabras del escritor, pero no su mente. Éste trataba de comunicar conocimiento, y lo único que ha recibido aquél son palabras.

El proceso de traducción de una lengua extranjera tiene relevancia con respecto a la prueba que acabamos de sugerir. Si el lector no puede enunciar con una oración en su propia lengua lo que dice otra oración en francés, por ejemplo, significa que no comprende esta última, pero incluso si la comprendiese, la traducción podría limitarse al nivel verbal, porque aunque haya construido una reproducción fiel en su propia lengua, quizá no sepa qué quería transmitir el autor de la oración original.

Sin embargo, la traducción de una oración a otra en la misma lengua no es simplemente verbal. La nueva oración formulada no supone una reproducción verbal de la original: si es precisa, será fiel únicamente al pensamiento. Por este motivo aseguramos que tales traducciones constituyen la mejor prueba a la que puede autosometerse un lector si desea asegurarse de que ha digerido la proposición, no sólo tragado las palabras. Si no pasa la prueba, mostrará un fallo de comprensión. Si dice que sabe a qué se refiere el autor pero tiene que limitarse a repetir la oración escrita por éste para demostrarlo, no será capaz de reconocer tal proposición si ésta se le presenta con otras palabras.

El autor puede expresar la misma proposición con distintas palabras a lo largo del texto. El lector que no ha logrado traspasar las palabras, y llegar hasta la proposición que expresan aquéllas, probablemente tratará las oraciones equivalentes como si fuesen enunciados de proposiciones distintas. Imaginemos que una persona no sabe que «2 + 2 = 4» y que «4 - 2 = 2» son notaciones diferentes de la misma relación aritmética, la de cuatro como el doble de dos o dos como la mitad de cuatro.

Llegaríamos a la conclusión de que esa persona sencillamente no entiende la ecuación, la misma conclusión que extraería el lector que no supiera cuándo se presentan enunciados equivalentes de la misma proposición, o que no pudiera ofrecer por sí un enunciado equivalente a pesar de asegurar que comprende la proposición que contiene una oración.

Todo lo anterior ejerce influencia en la lectura paralela, en la lectura de diversos libros sobre el mismo tema. Ocurre con frecuencia que distintos autores dicen lo mismo con palabras también distintas, o algo diferente casi con las mismas palabras. El lector incapaz de ver a través del lenguaje y llegar a los términos y proposiciones no podrá comparar varias obras que guarden relación entre sí, porque, debido a sus diferencias verbales, probablemente hará una mala lectura y pensará que los autores difieren, o pasará por alto sus diferencias reales debido a las semejanzas verbales de sus enunciados.

Hay otra prueba para demostrar si el lector ha comprendido la proposición de una oración que ha leído. ¿Puede señalar una experiencia que haya tenido que describa la proposición o que guarde algún tipo de relación con ella? ¿Puede poner un ejemplo de la verdad general que ha sido enunciada refiriéndose a un caso concreto? A veces, imaginar un caso posible es tan válido como citar uno real. Si el lector es incapaz de ilustrar la proposición, con la imaginación o por referencia a experiencias reales, debe sospechar que no sabe lo que se dice en el texto.

No todas las proposiciones resultan igualmente adecuadas para esta prueba. Puede ser necesario tener la experiencia especial que sólo proporciona un laboratorio para asegurarse de que se han entendido ciertas proposiciones científicas, pero lo principal parece muy claro. Las proposiciones no se dan en el vacío: se refieren al mundo en que vivimos. A menos que el lector pueda demostrar cierta familiaridad con hechos reales o posibles a los que se refiere la proposición, o a los que atañe de alguna manera, estará jugando con las palabras, no ocupándose del pensamiento y del conocimiento.

Vamos a ofrecer un ejemplo. Las siguientes palabras expresan una proposición básica de la metafísica: «Nada actúa salvo lo que es real». Hemos oído a muchos alumnos repetir esas mismas palabras con aire satisfecho, convencidos de estar cumpliendo su obligación para con el profesor y para con el autor con una repetición verbal tan perfecta; pero se ponía de manifiesto que se trataba de una imitación en cuanto les pedíamos que enunciasen la proposición con otras palabras. Raramente decían, por ejemplo, que si algo no existe, no puede hacer nada; y, sin embargo, es ésta la traducción evidente, evidente al menos para cualquiera que haya entendido la proposición en el sentido original.

Si no conseguíamos que nos dieran una traducción, entonces les pedíamos que ejemplificasen la proposición. Si alguno nos decía que la hierba no crece simplemente con posibles chaparrones, o que una cuenta de banco no se incrementa simplemente gracias a un posible aumento, sabíamos que había comprendido la proposición.

Podemos definir el vicio del «verbalismo» como el mal hábito de utilizar palabras sin relacionarlas con los pensamientos que deberían expresar, y sin conciencia de las experiencias a las que deberían referirse. Eso equivale a jugar con las palabras. Como indican las dos pruebas que hemos sugerido, el «verbalismo» es el pecado capital de quienes no saben leer analíticamente. Tales personas nunca llegan más allá de las palabras. Poseen lo que leen como una memoria verbal que recitan en el vacío. Una de las acusaciones de algunos educadores modernos contra las artes liberales consiste precisamente en la tendencia al verbalismo, pero parece ocurrir exactamente lo contrario. El fallo que cometen en la lectura —el omnipresente verbalismo— quienes no han recibido instrucción en las artes de la gramática y la lógica demuestra que la carencia de dicha disciplina desemboca en la esclavitud de las palabras, no en su dominio.

Hallar los argumentos

Puesto que ya hemos dedicado suficiente tiempo a las proposiciones, a continuación vamos a hablar de la séptima regla de la lectura analítica, que requiere que el lector se ocupe de las series de oraciones. Como dijimos anteriormente, existe una razón para no formular esta regla de interpretación diciendo que el lector debería descubrir los párrafos más importantes, y tal razón consiste en que no hay convenciones fijas entre los escritores sobre la construcción de los mismos. Algunos grandes escritores, como Montaigne, Locke o Proust, presentan párrafos sumamente largos, mientras que otros, como Maquiavelo, Hobbes o Tolstói, los presentan relativamente cortos. En los últimos tiempos, y bajo la influencia del estilo periodístico, se aprecia una tendencia a recortar los párrafos con el fin de favorecer una lectura rápida y fácil. Probablemente, el párrafo que nos ocupa ahora es demasiado largo. Si hubiéramos querido mimar a nuestros lectores, deberíamos haber iniciado otro con las palabras «Algunos grandes escritores…».

No se trata sólo de una cuestión de longitud. El punto conflictivo afecta a la relación entre lengua y pensamiento. La unidad lógica a la que la séptima regla enfoca en la lectura es el argumento, es decir, una secuencia de proposiciones, algunas de las cuales ofrecen razones para otras. Esta unidad lógica no mantiene una relación única con ninguna unidad reconocible de la escritura, al modo en que los términos están relacionados con las palabras, y las frases y las proposiciones con las oraciones. Un argumento puede expresarse en una sola oración compleja, o en una serie de oraciones que únicamente formen parte de un párrafo. En ocasiones, un argumento coincide con un párrafo, pero también puede ocurrir que se desarrolle a lo largo de varios o muchos párrafos.

Se plantea otra dificultad. En cualquier libro hay muchos párrafos que no expresan un argumento, quizá ni siquiera una parte de un argumento. Pueden consistir en colecciones de oraciones que detallan pruebas o explican cómo se han recogido dichas pruebas. Al igual que hay oraciones de importancia secundaria, porque son simples digresiones o comentarios, también puede haber párrafos de este tipo, y apenas hará falta decir que deben leerse bastante deprisa.

Debido a todo lo anterior, sugerimos otra formulación séptima regla: REGLA 7.a: ENCONTRAR, SI SE PUEDE, LOS PÁRRAFOS DE UN LIBRO QUE ENUNCIEN LOS ARGUMENTOS IMPORTANTES; PERO SI ÉSTOS NO ESTÁN ASÍ EXPRESADOS, LA TAREA DEL LECTOR CONSISTE EN CONSTRUIRLOS, TOMANDO UNA ORACIÓN DE ESTE PÁRRAFO Y OTRA DE AQUÉL, HASTA HABER REUNIDO LA SECUENCIA DE ORACIONES QUE CONSTITUYE EL ARGUMENTO.

Una vez descubiertas las oraciones fundamentales, la construcción de párrafos debería resultar relativamente fácil. Hay varias formas de hacerlo. Una de ellas consiste en escribir en un papel las proposiciones que integran un argumento, pero, como ya hemos apuntado, una forma mejor es poner números en el margen, junto a otras señales, para indicar los lugares en los que aparecen las oraciones que deberían unirse en una secuencia.

Los escritores prestan mayor o menor ayuda a sus lectores a la hora de aclarar los argumentos. Los buenos autores de ensayos tratan de develar su pensamiento, no de ocultarlo; pero ni siquiera todos los buenos escritores lo hacen del mismo modo. Algunos, como Euclides, Galileo o Newton (que emplean un estilo geométrico o matemático), se aproximan al ideal de hacer coincidir un solo párrafo con una unidad de argumentación. El estilo en la mayoría de los terrenos no matemáticos de la escritura tiende a presentar dos o más argumentos en un solo párrafo, o a que un argumento se desarrolle en varios párrafos.

Cuanto más imprecisa la construcción de un libro, más difusos suelen ser los párrafos. En muchas ocasiones hay que buscar en todos los párrafos de un capítulo para hallar las oraciones con las que se puede construir el enunciado de un solo argumento. Algunos libros nos obligan a buscar en vano, y otros ni siquiera alientan esa búsqueda.

Un buen libro se autorresume a medida que se van desarrollando los argumentos. Si el autor resume los argumentos al final de un capítulo o de una parte complicada, el lector debería ser capaz de volver a las páginas anteriores y encontrar los materiales que ha reunido en el resumen. En El origen de las especies, Darwin resume todo el argumento en el último capítulo, titulado «Recapitulación y conclusión». El lector que ha trabajado concienzudamente con todo el libro se merece esa ayuda, y el que no lo ha hecho no sabe utilizarla.

Si se ha inspeccionado bien el libro antes de empezar a leerlo analíticamente, se sabrá si hay párrafos que resumen la obra y dónde se encuentran. Entonces podremos emplearlos de la mejor forma posible al interpretarla.

Otra señal que delata un libro malo o construido con imprecisión es la omisión de pasos en un argumento. A veces éstos pueden omitirse sin perjuicio ni inconvenientes, porque las proposiciones que no se han incluido por lo general pueden aportarlas los conocimientos comunes y corrientes de los lectores; pero en otras ocasiones, esta omisión crea confusión, quizá precisamente el fin que se persigue. Uno de los trucos más conocidos del orador o del propagandista consiste en no decir ciertas cosas, cosas sumamente relevantes para el argumento pero que podrían ser refutadas si se expresaran explícitamente. Si bien no esperamos que un escritor honrado que desea instruir acuda a tales recursos, es una máxima sensata de la lectura cuidadosa hacer explícitos todos los pasos de un argumento.

Sea cual fuere la clase de libro en cuestión, la obligación del lector no varía. Si la obra contiene argumentos, debe saber de qué tratan y ser capaz de resumirlos en pocas palabras. Cualquier buen argumento puede resumirse de este modo. Naturalmente, hay argumentos construidos sobre otros. En el transcurso de un análisis complejo, puede demostrarse una cosa con el fin de demostrar otra, y utilizar esto a su vez para subrayar otro punto. Sin embargo, las unidades de razonamiento son argumentos únicos. Si el lector puede encontrarlos en el texto que tiene ante sí, raramente pasará por alto las secuencias más amplias.

Quizá alguien objete que todo esto es muy fácil decirlo pero que, a menos que se conozca la estructura de los argumentos como los conoce un lógico, ¿cómo encontrarlos en un libro o, aun peor, construirlos cuando el autor no los enuncia en un solo párrafo, de forma compacta?

La respuesta estriba en que, evidentemente, el lector no tiene por qué conocer los argumentos al igual que los conoce un lógico. Existen relativamente pocos lógicos en el mundo, para bien o para mal. La mayoría de los libros que transmiten conocimientos y que pueden instruir contienen argumentos y están destinados al lector medio, no a los especialistas en lógica.

No hace falta gran competencia lógica para leer esta clase de libros. Repitiendo lo que hemos dicho anteriormente, la mente humana tiene una naturaleza tal que si funciona durante el proceso de la lectura, si llega a coincidir con los términos del autor y a comprender sus proposiciones, también comprenderá sus argumentos.

Sin embargo, hay una serie de aspectos que pueden resultar útiles al lector para cumplir esta regla. En primer lugar, hay que recordar que todo argumento debe incluir varios enunciados, algunos de los cuales ofrecen las razones por las que se debería aceptar una conclusión propuesta por el autor. Si se encuentra primero la conclusión, a continuación hay que buscar las razones, y si se encuentran éstas primero, hay que ver a dónde conducen.

En segundo lugar, hay que distinguir entre el tipo de argumento que señala uno o más hechos concretos como prueba de una generalización y el que ofrece una serie de enunciados generales para demostrar otras generalizaciones. El primer tipo de razonamiento suele denominarse inductivo, y el segundo deductivo; pero las denominaciones no son lo importante. Lo que importa es la capacidad para distinguir entre ambos.

En las obras científicas, se aprecia tal distinción siempre que se hace hincapié en la diferencia entre la prueba de una proposición mediante el razonamiento y su establecimiento mediante la experimentación. En Dos nuevas ciencias, Galileo habla de ilustrar mediante conclusiones experimentales a las que ya se ha llegado por medio de una demostración matemática, y en uno de los capítulos finales de Sobre el movimiento del corazón, el gran fisiólogo William Harvey escribe lo siguiente: «La razón y la experimentación han demostrado que, mediante el latido de los ventrículos, la sangre fluye a través de los pulmones y del corazón y es bombeada hasta todo el cuerpo». A veces puede respaldarse una proposición mediante el razonamiento procedente de otras verdades generales y con pruebas experimentales, pero en otros casos sólo se dispone de un método.

En tercer lugar, hay que observar qué cosas dice el autor que deben darse por supuestas, cuáles pueden demostrarse y cuáles no hay que demostrar porque son evidentes. Quizá el escritor trate de decirnos honradamente cuáles son suposiciones, o quizá, con una actitud igualmente honrada, deje que las averigüe el lector. Desde luego, no todo puede demostrarse, al igual que no todo puede definirse. Si hubiera que demostrar todas las proposiciones, no podría iniciarse ninguna prueba. Para probar otras proposiciones hacen falta axiomas y postulados. Naturalmente, si se demuestran otras proposiciones, se las puede emplear como premisas en otras pruebas.

En definitiva: toda línea de argumentación ha de empezar en alguna parte, existiendo, normalmente, dos formas o puntos en los que esto puede ocurrir: con supuestos en los que coinciden escritor y lector, o con lo que hemos denominado proposiciones evidentes, que no pueden negar ni el escritor ni el lector. En el primer caso, puede tratarse de cualquier cosa, siempre y cuando exista un acuerdo un segundo caso requiere mayor consideración.

Últimamente es lugar común referirse a las proposiciones evidentes como «tautologías», como si se entendiera este término con cierto desprecio, como si se tratase de algo trivial o sospechoso de ser pura prestidigitación, como quien saca conejos de un sombrero de copa. Se introduce en éste la verdad definiendo las palabras, y después se la extrae como con sorpresa de que estuviera allí. Pero no siempre ocurre así.

Pongamos un ejemplo: existe una diferencia considerable entre una proposición como «El padre de un padre es un abuelo» y otra como «El todo es mayor que sus partes». El primer enunciado es una tautología: la proposición está contenida en la definición, y sólo levemente oculta la estipulación verbal «Digamos que el padre de un padre es el padre de éste», pero no ocurre en absoluto lo mismo con la segunda proposición. Veamos por qué.

El enunciado «El todo es mayor que sus partes» expresa nuestra comprensión de las cosas como son, así como la de sus relaciones, que permanecerían iguales independientemente de las palabras que usáramos o de cómo estableciésemos las convenciones lingüísticas. Existen todos cuantitativamente finitos con partes finitas y definidas; esta página, por ejemplo, puede cortarse en mitades o en cuartos. Ahora bien, al igual que entendemos un todo finito (es decir, cualquier todo finito) y una parte definida de un todo finito, también entendemos que el todo es mayor que la parte, o la parte menor que el todo. Lo anterior se aleja tanto de algo puramente verbal que no podemos definir el significado de las palabras «todo» y «parte», ya que éstas expresan ideas primitivas o indefinibles. Como es imposible definirlas por separado, lo único que podemos hacer es expresar lo que entendemos por todo y parte mediante un enunciado de cómo están relacionados los todos y las partes.

El enunciado es axiomático o evidente en el sentido de que vemos inmediatamente la falsedad de lo opuesto. Podemos utilizar la palabra «parte» para esta página y la palabra «todo» para la mitad después de haberla cortado en dos, pero no pensar que antes de cortarla era menor que la mitad una vez cortada. Independientemente de cómo utilicemos el lenguaje, nuestra comprensión de los todos finitos y de sus partes definidas es tal que nos vemos obligados a decir que sabemos que el todo es mayor que la parte, y lo que sabemos constituye la relación entre los todos existentes y sus partes, no algo acerca del uso de las palabras o su significado.

Por consiguiente, estas proposiciones evidentes poseen la categoría de verdades indemostrables pero al mismo tiempo innegables. Se basan únicamente en la experiencia cotidiana y forman parte del conocimiento común y corriente, porque no pertenecen a un cuerpo organizado de conocimiento, no más a la filosofía o las matemáticas que a la ciencia o la historia. Por eso Euclides las denominaba «nociones comunes». Son, además, instructivas, si bien Locke, por ejemplo, pensaba lo contrario. No veía la diferencia entre una proposición que realmente no instruye, como la que hemos mencionado anteriormente sobre el abuelo, y otra que sí lo hace —una proposición que nos enseña algo que en otro caso no conoceríamos—, como la referente a las partes y los todos, y quienes clasifican tales proposiciones como «tautologías» cometen el mismo error. No comprenden que algunas de ellas realmente incrementan el conocimiento, mientras que otras, naturalmente, no lo hacen.

Hallar las soluciones

Podemos llevar a un punto decisivo estas tres reglas de la lectura analítica —las referentes a los términos, las proposiciones y los argumentos— formulando una octava, que rige el último paso de la interpretación del contenido de un libro. Aún más: vincula la primera etapa de la lectura analítica (perfilar la estructura) con la segunda (interpretar el contenido).

El último paso en la tentativa de averiguar sobre qué trata un libro consiste en descubrir los principales problemas que el autor trata de resolver en su obra. (El lector recordará que tal tema queda cubierto por la cuarta regla). Una vez que se ha llegado a comprender los términos del autor y sus proposiciones y argumentos, hay que poner a prueba lo que se ha hallado planteándose más preguntas. ¿Cuál de los problemas que intentaba resolver el autor ha logrado solucionar? En el transcurso de la resolución, ¿ha planteado otros? Entre los que no ha logrado resolver, los primeros o los segundos, ¿de cuáles es consciente que no lo ha logrado? Un buen escritor, al igual que un buen lector, debe saber si un problema se ha resuelto o no, aunque, naturalmente, es bastante probable que al lector le cueste menos trabajo reconocer la situación.

La regla que rige este último paso de la lectura interpretativa es la octava REGLA 8.a: AVERIGUAR EN QUÉ CONSISTEN LAS SOLUCIONES DEL AUTOR.

Una vez que el lector haya aplicado esta regla de la lectura interpretativa y las tres anteriores, podrá sentirse razonablemente seguro de haber comprendido el libro. Si había empezado con una obra que le superaba —y que, por consiguiente, podía enseñarle algo—, habrá avanzado considerablemente e incluso será capaz de llevar a término la lectura analítica del libro. La tercera y última etapa de la tarea le resultará relativamente fácil. Si ha mantenido los ojos y la mente bien abiertos, y la boca cerrada, habrá estado siguiendo al autor. A partir de este punto, tendrá la posibilidad de discutir con él y expresarse.

La segunda etapa de la lectura analítica

Hemos descrito la segunda etapa de la lectura analítica. Otra forma de expresarla consistiría en decir que hemos presentado los materiales necesarios para responder a la segunda pregunta básica que debe plantearse el lector acerca de un libro o de cualquier otro texto, y seguramente se recordará que la segunda pregunta es ¿qué se dice en detalle y cómo se dice? Si aplicamos las reglas comprendidas entre la 5 y la 8 contaremos con una gran ayuda para contestarla. Cuando se llegan a comprender los términos del autor, se descubren las proposiciones y argumentos clave y se reconocen las soluciones a los problemas planteados, se sabrá qué dice la obra, y se estará preparado para plantear las dos últimas preguntas básicas.

Dado que ya hemos completado otra etapa del proceso de la lectura analítica, vamos a detenernos unos momentos, como ya hicimos anteriormente, para revisar las reglas que la rigen.

La segunda etapa de la lectura analítica, o las reglas a aplicar para averiguar qué dice un libro (interpretar su contenido).

5. Llegar a un acuerdo con el autor interpretando las palabras clave.

6. Comprender las proposiciones fundamentales del autor enfrentándose a las oraciones más importantes.

7. Conocer los argumentos del autor hallándolos en las secuencias de oraciones o construyéndolos a partir de éstas.

8. Determinar qué problemas ha resuelto el autor y cuáles no, y respecto a estos últimos, decidir cuáles sabe el autor que no ha resuelto.