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RADIOGRAFIAR UN LIBRO

Todo libro tiene un esqueleto oculto entre las tapas, y la tarea de quien realiza una lectura analítica consiste en descubrirlo.

El libro llega a las manos del lector con carne sobre los huesos desnudos y ropas encima de la carne, vestido de arriba abajo. No hace falta desvestirlo o arrancarle la carne para descubrir la estructura sólida que se encuentra debajo de la superficie blanda, pero sí leerlo sometiéndolo a una especie de radiografía, porque comprender su estructura constituye parte esencial de la comprensión de un libro.

Reconocer la necesidad de ver la estructura de una obra nos lleva al descubrimiento de la segunda y tercera reglas aplicables a cualquier libro, y debemos insistir en que nos referimos a «cualquier libro». Estas normas rigen la lectura de la poesía, la ciencia y toda clase de ensayos. Naturalmente, la aplicación es distinta en cada caso, según la clase de libro de que se trate. La unidad de una novela no es la misma que la de un tratado político, ni los apartados pertenecen a la misma categoría ni están ordenados de la misma manera, pero podemos decir que, sin excepción, todo libro que merezca la pena ser leído posee una unidad y una organización de las diversas partes que lo componen, pues de lo contrario sería un auténtico caos, relativamente ilegible, como ocurre con los malos libros.

Expondremos las dos reglas mencionadas con la mayor sencillez posible y a continuación las explicaremos e ilustraremos.

La segunda regla de la lectura analítica puede expresarse como sigue: REGLA 2.a: CONSTATAR LA UNIDAD DEL LIBRO EN CONJUNTO EN UNA SOLA FRASE, O UNAS CUANTAS COMO MÁXIMO (UN PÁRRAFO BREVE).

Lo anterior equivale a decir de qué trata el libro con la mayor brevedad posible, no a qué categoría pertenece, punto cubierto por la regla 1. La expresión «de qué» puede resultar un tanto confusa en este caso. En cierto sentido, un libro trata sobre un determinado tema, que desarrolla también de una forma determinada. Si el lector sabe esto, también sabrá qué clase de libro es, pero existe otra interpretación, como cuando le preguntamos coloquialmente a una persona «de qué va», pregunta que también podemos plantearnos respecto al autor, es decir, qué intenta hacer. En este sentido, averiguar de qué trata un libro consiste en descubrir su tema o punto principal.

Un libro es una obra de arte. (Una vez más, hemos de advertir al lector que no hay que entender de una forma demasiado restringida el concepto de «arte»; en este caso no nos referimos tan sólo a las «bellas artes», sino a que un libro es el producto de alguien que posee una cierta destreza en algo, una persona capaz de hacer libros que ha producido uno en concreto en beneficio de los lectores). En la medida en que sea bueno, como libro y como obra de arte, tendrá una unidad más perfecta, más general, algo que también puede aplicarse a la música y la pintura, a las novelas y las obras de teatro, y, en no menor medida, a los libros que transmiten conocimientos.

Pero no basta con reconocer este hecho de forma vaga. Hay que comprender la unidad con exactitud, y sólo existe un modo de saber si se lo ha conseguido o no. Hay que ser capaz de expresar, para uno mismo o para otros, en qué consiste esa unidad, y, además, en pocas palabras. (Si se requieren demasiadas, significa que no se ha aprehendido la unidad sino una multiplicidad). No podemos darnos por satisfechos con «apreciar la unidad» si no podemos expresarla. El lector que dice «Sé qué es pero no puedo contarlo» seguramente está engañándose a sí mismo.

Podríamos expresar la tercera regla de la siguiente forma: REGLA 3.a: CONSTATAR LAS PARTES MÁS IMPORTANTES DEL LIBRO Y MOSTRAR QUE ESTÁN ORGANIZADAS Y FORMAN UN TODO, SIGUIENDO UN ORDEN UNAS RESPECTO A OTRAS Y RESPECTO A LA UNIDAD DEL CONJUNTO.

Debería saltar a la vista el porqué de esta norma. Si una obra de arte fuera algo totalmente sencillo, no estaría dividida en partes, pero nunca ocurre así. Ninguna de las cosas físicas que conoce el hombre es sencilla en este sentido absoluto, como tampoco lo es cualquier producción humana; por el contrario, ellas constituyen unidades complejas. No se ha aprehendido una unidad compleja si lo único que sabemos sobre ella es cómo es una. También hay que saber cómo son muchas, pero no una multiplicidad consistente en un montón de elementos distintos, sino una multiplicidad organizada. Si las diversas partes no estuvieran orgánicamente relacionadas, el todo no sería uno. En sentido estricto, no existiría un todo sino una simple colección.

Existe una diferencia entre un montón de ladrillos, por una parte, y la casa que pueden formar por otra, como también existe una diferencia entre una casa y una serie de casas. Un libro es como una casa aislada, una vivienda con muchas habitaciones, en diferentes niveles, de tamaños y formas distintos y con usos igualmente distintos. Las habitaciones son independientes, en parte, porque cada cual tiene su propia estructura y su decoración interior; pero no son absolutamente independientes y no están absolutamente separadas, sino que están conectadas por puertas y arcos, pasillos y escaleras, por lo que los arquitectos denominan «pauta de tráfico». Y precisamente por tal conexión, la función parcial que desempeña cada una de ellas contribuye a la utilidad de la casa en su conjunto. En otro caso, no se podría vivir en ella.

La analogía es casi perfecta. Un buen libro, al igual que una buena casa, constituye una ordenación de diversas partes. Cada una de las partes principales disfruta de un cierto grado de independencia, y, como veremos más adelante, puede poseer una estructura interna propia y estar decorada de forma distinta al resto de las partes; pero también debe estar conectada con las demás, es decir, relacionada con ellas para que el conjunto funcione, pues en otro caso no aportaría su contribución a la inteligibilidad del mismo.

Al igual que las casas son más o menos habitables, así son los libros: más o menos legibles. El libro más legible constituye un logro arquitectónico por parte de su autor, y los mejores libros son los que poseen la estructura más inteligible. Si bien suelen resultar más complejos, precisamente su mayor complejidad supone una mayor simplicidad, porque las partes de que se compone están mejor organizadas, más unificadas.

Ésta es una de las razones por las que los mejores libros son también los más legibles. Las obras menores resultan más aburridas a la hora de leerlas, y, sin embargo, para leerlas bien —es decir, lo mejor que pueden ser leídas— hay que intentar hallar un cierto plan en ellas. Habrían tenido mejor calidad si sus autores hubieran visto con mayor claridad dicho plan, pero si se sostienen, si constituyen una unidad compleja en cierto sentido, y no una simple colección, tiene que existir en ellas un plan que el lector ha de descubrir.

Acerca del argumento y el plan de los libros: describir la unidad de un libro

Vamos a volver a la segunda regla, que requiere que el lector enuncie la unidad de un libro. Unos cuantos ejemplos le servirán de guía para llevarla a la práctica.

Comenzaremos con una ilustración famosa. Es probable que el lector conozca Odisea, de Homero, por haberla leído en el colegio. Si no es así, al menos sí conocerá la historia de Odiseo, o Ulises, el nombre latino, el hombre que tardó diez años en regresar al hogar tras el asedio de Troya y encontró a su fiel esposa, Penélope, asediada por sus pretendientes. Tal como la presenta Homero, se trata de una narración complicada, desbordante de aventuras fascinantes por tierra y por mar, repleta de toda clase de acontecimientos y grandes complicaciones argumentales; pero también posee una unidad de acción, el hilo principal de la trama que lo reúne todo.

En Poética, Aristóteles insiste en que esto es lo que determina la calidad de una narración, de una novela o de una obra de teatro. En apoyo de su argumento, muestra cómo puede resumirse la unidad de Odisea en unas cuantas frases.

Un hombre está ausente de su casa durante muchos años, mientras Poseidón lo vigila celosamente. Entretanto, su hogar atraviesa una situación penosa: los pretendientes de su esposa malgastan su fortuna y se confabulan contra su hijo. Por último, vuelve al hogar empujado por una tempestad y conoce a determinadas personas; ataca a los pretendientes con sus propias manos, los destruye y queda a salvo.

«En esto consiste la esencia del argumento; lo demás es puramente episódico», dice Aristóteles.

Después de haber comprendido el argumento de esta forma, y a través de él toda la narración, se pueden situar las diversas partes en el lugar adecuado. Puede resultar un buen ejercicio intentarlo con algunas novelas que ya se hayan leído, con obras de calidad, como Tom Jones de Fielding, Crimen y castigo de Dostoievski, o Ulises de Joyce. El argumento de Tom Jones, por ejemplo, puede reducirse a una fórmula muy conocida: el chico que encuentra a una chica, la pierde y vuelve a encontrarla. En esto consiste el argumento de toda novela sentimental, y reconocerlo equivale a saber que sólo existe un número reducido de argumentos. La diferencia entre las buenas y las malas narraciones con el mismo argumento esencial radica en lo que el autor hace con él, en cómo reviste los huesos desnudos.

El lector no siempre tiene que descubrir la unidad de un libro por sí mismo, porque a veces colabora el autor. En ocasiones, basta con leer el título. En el siglo XVIII, los escritores tenían la costumbre de redactar títulos sumamente complicados que indicaban al lector de qué trataba la obra. Veamos el título de una obra de Jeremy Collier, teólogo inglés que arremetió contra lo que él consideraba obscenidad —quizá en la actualidad lo denominaríamos pornografía— en el teatro inglés de la época de la Restauración: Breve visión de la inmoralidad e indecencia del teatro inglés, junto a una interpretación de la antigüedad sobre tal tema. A partir del título se puede adivinar que Collier presenta numerosos ejemplos del ultraje a la moral, y que respalda su protesta citando textos de autores de la antigüedad que, como Platón, sostenían que el teatro corrompe a la juventud, o, como los primeros padres de la Iglesia, que las obras de teatro actúan como seducción de la carne y del demonio.

A veces, el autor expone la unidad del plan de la obra en el prólogo. En este sentido, los libros de ensayo difieren radicalmente de los de ficción. Alguien que escriba un tratado científico o filosófico no tiene razón alguna para mantener al lector en vilo; por el contrario, cuanto menor sea el misterio, mayores probabilidades existirán de que el lector continúe con el esfuerzo de leer la obra hasta el final. Al igual que un artículo de prensa, un ensayo puede resumirse en el primer párrafo.

El lector no debe sentir demasiado orgullo y rechazar la ayuda del autor si éste la ofrece, pero tampoco confiar por completo en lo que se dice en el prólogo. Ocurre con frecuencia que los planes mejor trazados por los autores acaban saliendo mal. Conviene guiarse por el programa informativo que propone el autor, pero sin olvidar jamás que la obligación de descubrir la unidad corresponde en última instancia al lector, en igual medida que el escritor tiene la obligación de presentar tal unidad y que aquél sólo podrá cumplir honradamente la suya leyendo el libro entero.

El primer párrafo de la historia de Heródoto sobre la guerra entre griegos y persas nos proporciona un excelente resumen de la totalidad de la obra:

Éstas son las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso, que publica con la esperanza de evitar que se desvanezca el recuerdo de lo que han hecho los hombres y de que pierdan la debida gloria las grandes y prodigiosas acciones de los griegos y los bárbaros, además de dejar constancia de los motivos que provocaron sus disensiones.

Es éste un buen comienzo para el lector, porque explica sucintamente sobre qué trata todo el libro, pero no hay que detenerse aquí. Tras haber leído hasta el final las nueve partes en las que se divide la narración de Heródoto, probablemente tendrá que reflexionar sobre el párrafo inicial para hacer justicia a la totalidad. Quizá desee hablar de los reyes persas, Ciro, Darío, Jerjes, y de los héroes griegos de la guerra, sobre todo Temístocles, así como de los acontecimientos más importantes: el paso del Helesponto y las batallas decisivas, especialmente la de las Termópilas y la de Salamina.

El resto de los detalles, que resultan fascinantes y con los que Heródoto prepara al lector para el punto culminante de la narración, pueden dejarse a un lado a la hora de resumir el argumento. Obsérvese que la unidad de una narración histórica forma un hilo único, casi tal como ocurre en la ficción. En lo que se refiere a la unidad, esta regla de lectura provoca el mismo tipo de respuesta tanto en los libros históricos como en las novelas.

Pero vamos a aportar otros ejemplos. En primer lugar, tomemos en consideración una obra de carácter práctico. La unidad de Ética, de Aristóteles, podría expresarse como sigue:

Ofrecemos una investigación sobre el carácter de la felicidad humana y un análisis de las condiciones bajo las cuales puede lograrse o perderse, con comentarios sobre cómo han de conducirse los hombres en su forma de actuar y de pensar para ser felices o evitar la infelicidad, haciendo especial hincapié en el cultivo de las virtudes, tanto morales como intelectuales, si bien también se tendrán en cuenta otros bienes, necesarios para la felicidad, como la riqueza, la salud, la amistad y una sociedad justa en la que vivir.

Otra obra práctica es Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, de Adam Smith. En ella, el lector cuenta con la ayuda del «plan de la obra» redactado por el propio autor, que aparece al principio; pero el mismo ocupa varias páginas y su unidad puede expresarse más brevemente de la siguiente forma:

Ofrecemos una investigación sobre las fuentes de la riqueza de una nación en cualquier economía construida sobre la división del trabajo, tomando en consideración la relación entre el trabajo asalariado, los beneficios que revierten al capital y las rentas debidas al propietario como factores básicos del precio de los productos. Exponemos las diversas formas de emplear el capital con mayores o menores ganancias, y relacionamos el origen y la utilización del dinero con la acumulación y el empleo del capital. Al examinar el desarrollo de la opulencia en diversas naciones y bajo diferentes condiciones, comparamos los distintos sistemas de economía política y abogamos por la conveniencia del libre comercio.

Si un lector es capaz de aprender la unidad de Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones de esta forma, y también la de El capital, de Marx, podemos decir que va bien encaminado para comprender la relación entre dos de las obras más influyentes de los dos últimos siglos.

El origen de las especies, de Darwin, nos proporciona un buen ejemplo de unidad de una obra teórica en el terreno de lo científico:

Ofrecemos una exposición de la variación de los seres vivos en el transcurso de innumerables generaciones, así como de la forma en que tal circunstancia deriva en nuevas agrupaciones de plantas y de animales: nos referimos tanto a la variabilidad de los animales domesticados como a la variabilidad bajo condiciones naturales, y mostramos el funcionamiento de factores tales como la lucha por la existencia y la selección natural a la hora de producir y mantener tales agrupaciones. Sostenemos que las especies no son grupos fijos e inmutables, sino que constituyen simples variedades en transición, de un estado menos permanente a otro más marcado, y respaldamos este argumento con pruebas procedentes de animales extintos hallados en la corteza terrestre y de la embriología y la anatomía comparativas.

Lo anterior puede parecer un poco difícil de digerir, pero la obra les resultó incluso más indigerible a muchos lectores del siglo XIX, en parte porque no se tomaron la molestia de averiguar sobre qué trataba.

Por último, consideremos Ensayo acerca del entendimiento humano, de Locke, como ejemplo de obra teórica de filosofía. El lector quizá recuerde que anteriormente observamos que el autor resumió su estudio diciendo que era «una investigación sobre el origen, la certidumbre y el alcance del conocimiento humano, junto a las bases y los grados de las creencias, las opiniones y el consentimiento». No vamos a poner en tela de juicio la excelente exposición del autor sobre el plan de la obra, pero sí podríamos añadir dos cualidades subordinadas para hacer justicia a la primera y tercera partes del ensayo: en ellas se demostrará que no existen ideas innatas, sino que todo conocimiento humano se adquiere a partir de la experiencia, y el lenguaje se presentará como medio de expresión del pensamiento, indicando en qué consiste su utilización adecuada y los abusos más corrientes.

Antes de continuar quisiéramos señalar dos puntos importantes: el primero, con qué frecuencia puede esperar el lector que el autor, sobre todo si se trata de un buen autor, le ayude a comprender el plan de la obra. A pesar de este hecho, la mayoría de los lectores no saben qué responder si se les pide una descripción sucinta de la obra, en parte debido a la imposibilidad, tan generalizada, de expresarse adecuadamente en frases concisas en su propio idioma, y, en parte, al olvido de esta regla en la lectura. Pero esto también demuestra que muchos lectores prestan tan poca atención a las palabras preliminares del autor como al título de la obra.

El segundo punto está destinado a prevenir al lector contra la idea de tomarse los resúmenes que hemos ofrecido como si fueran, en todos y cada uno de los casos, una formulación absoluta y definitiva de la unidad de la obra. Dicha unidad puede expresarse de diversas formas, y no existe ninguna que sea más correcta que las demás. Por supuesto, tendrá mejor calidad la que sea sucinta, exacta y exhaustiva.

En este libro presentamos la unidad del libro de un modo distinto al que la expresa el autor y, además, sin excusarnos. De igual modo, el lector puede disentir de nuestra opinión, porque, al fin y al cabo, un libro significa cosas diferentes para cada persona que lo lee, y no resultaría sorprendente que esa diferencia se expresase en el enunciado del lector. Sin embargo, esto no significa que todo valga. Si bien existen diferencias entre los lectores, el libro es el mismo, y puede existir una visión objetiva de la exactitud y la fidelidad de las observaciones que cualquiera hace sobre él.

El dominio de la multiplicidad: el arte de perfilar un libro

A continuación vamos a ocuparnos de la otra regla estructural, la que requiere la exposición de las partes más importantes del libro siguiendo su orden y su correlación y que guarda una estrecha relación con la segunda. Una unidad bien expuesta señala las partes más importantes que componen el conjunto: no se puede comprender la totalidad sin entender las partes que la integran. Pero también es cierto que, a menos que se aprenda la organización de las partes, no se podrá conocer el conjunto en su totalidad.

Entonces, ¿por qué formular dos reglas en lugar de una sola? En primer lugar, se trata de un tema de conveniencia. Resulta más fácil comprender una estructura compleja y unificada en dos pasos que en uno solo. La segunda regla está destinada a la unidad de un libro; la tercera, a su complejidad. Y, además, existe otra razón para trazar esta distinción. Es posible comprender las partes principales del libro en cuanto se aprehende su unidad, pero por lo general dichas partes son en sí mismas complejas y poseen una estructura interna que también hay que entender, lo que equivale a perfilarlas, es decir, a tratarlas como totalidades subordinadas, cada una de ellas con unidad y complejidad propias.

Podemos ofrecer una fórmula para el funcionamiento de esta tercera regla, que servirá al lector de guía general. Según la tercera regla, tendríamos que decir: el libro como conjunto trata sobre esto y lo otro y lo de más allá. Una vez hecho esto, cumpliremos la tercera norma según el siguiente procedimiento:

  1. El autor ha llevado a cabo su plan en cinco partes fundamentales, la primera de las cuales trata sobre tal y cual cosa, la segunda sobre tal y tal tema, la tercera sobre este otro, la cuarta sobre tal y cual y la quinta sobre este otro tema.
  2. La primera de estas partes principales está dividida en tres secciones, la primera de las cuales se ocupa de X, la segunda de Y y la tercera de Z.
  3. En la primera sección de la primera parte el autor establece cuatro puntos, el primero A, el segundo B, el tercero C y el cuarto D, y así sucesivamente.

Quizá el lector no esté de acuerdo con un perfilado tan prolijo, porque se tardaría toda una vida en leer un libro de esta manera pero, naturalmente, se trata tan sólo de una fórmula. Parece como si la fórmula requiriese una cantidad de trabajo imposible, más el buen lector realiza esta tarea de forma habitual y, por consiguiente, con facilidad y naturalidad. Tal vez no anote todos los detalles y ni siquiera los concrete verbalmente mientras está leyendo, pero si se le pidiera que explicara la estructura del libro, se aproximaría a la fórmula que acabamos de ofrecer.

Esta palabra, «aproximación», debería aliviar la angustia del lector. Una buena regla siempre describe una actuación ideal, pero una persona puede poseer gran destreza en un arte sin ser el artista ideal, practicar bien dicha destreza simplemente aproximándose a la norma. Hemos expuesto dicha norma para los casos ideales, y el lector debe darse por satisfecho si puede cumplir los requisitos de forma muy aproximada.

Incluso cuando se perfecciona la destreza, no es necesario leer todos los libros con el mismo esfuerzo, porque no resulta provechoso dedicar toda la destreza adquirida a ciertas obras. Incluso los mejores lectores intentan cumplir los requisitos de esta norma de una forma aproximada sólo para un número relativamente reducido de libros. La mayoría de ellos se dan por satisfechos con una idea aproximada de la estructura del libro. El grado de aproximación varía según el carácter del libro y el objetivo que se persiga con la lectura, pero independientemente de esta variabilidad, la regla permanece constante. El lector debe saber cómo seguirla, tanto si se trata de una forma exacta como de otra aproximada.

Hay que comprender que las limitaciones en cuanto al grado de aproximación a la norma no se refieren únicamente a tiempo y esfuerzo. Somos seres finitos, mortales, pero también un libro tiene carácter finito, y si bien no mortal, sí al menos defectuoso en el mismo sentido que todas las cosas hechas por la mano del hombre. Ningún libro merece un perfilamiento perfecto porque ninguno de ellos es perfecto. Al fin y al cabo, no hace falta que el lector introduzca en el libro elementos que no había puesto el escritor. El perfil debe ser del libro en sí, no del tema sobre el que trata. El perfilamiento del tema podría prolongarse indefinidamente, pero no el del libro, que sólo da al tema un tratamiento más o menos definitivo. Por consiguiente, el lector no debe pensar que alentamos una actitud perezosa por su parte a la hora de seguir esta regla.

Con unas cuantas ilustraciones de la regla aligeraremos un tanto el aspecto imponente de la fórmula destinada a ordenar y relacionar entre sí las distintas partes de un libro. Desgraciadamente, resulta más difícil ilustrar dicha regla que la que se refiere a la comprensión de la unidad. Al fin y al cabo, ésta se puede expresar en un par de frases, o como máximo en un breve párrafo; pero en el caso de un libro largo y complejo, se necesitarían muchas páginas para dejar constancia escrita de las partes, de las subpartes y así sucesiva mente, hasta llegar a la última unidad estructural que resulta comprensible y digna de ser identificada.

En teoría, el perfil podría tener mayor longitud que el original. Algunos de los grandes comentarios medievales sobre las obras de Aristóteles son más prolijos que las obras propiamente dichas aunque, naturalmente, contienen algo más que un perfil, ya que acometen la tarea de interpretar al autor frase a frase, párrafo a párrafo. Lo mismo puede decirse de ciertas ediciones críticas modernas, como algunas de Critica de la razón pura, de Kant. Y una edición crítica de una obra de teatral de Shakespeare, que contiene un perfil exhaustivo y otros elementos, es mucho más larga —quizá unas diez veces más larga— que el original. Conviene examinar un comentario de este tipo para ver cómo se sigue la regla que acabamos de explicar aproximándose lo más posible a la perfección. Tomás de Aquino, por ejemplo, empieza cada sección de su comentario con un hermoso perfil de los puntos que destaca Aristóteles en una parte concreta de su obra, y siempre dice explícitamente cómo encaja esa parte en la estructura del conjunto, sobre todo en su relación con las partes que la preceden y que la siguen.

Pero vamos a tomar como ejemplo algo más fácil que un tratado de Aristóteles, a quien quizá podríamos considerar el prosista más compacto, por lo que perfilar una de sus obras resulta bastante extenso y difícil. Además, y con el fin de facilitar la comprensión del ejemplo, no llevaremos el proceso hasta el límite de la perfección relativa que sería posible si dispusiéramos de gran número de páginas.

La Constitución de los Estados Unidos es un documento interesante, práctico y, por añadidura, un texto bien organizado. Si el lector lo examina, no encontrará ninguna dificultad en encontrar las partes más importantes. Están bastante bien indicadas, aunque hay que dedicarles cierta reflexión para trazar las divisiones más importantes. A continuación exponemos su perfil:

PRIMERA: el preámbulo, que señala el objetivo (los objetivos) de la Constitución.

SEGUNDA: el primer artículo, dedicado al cuerpo legislativo del gobierno.

TERCERA: el segundo artículo, dedicado al cuerpo ejecutivo del gobierno.

CUARTA: el tercer artículo, dedicado al cuerpo judicial del gobierno.

QUINTA: el cuarto artículo, que trata sobre la relación entre los gobiernos estatales y el federal.

SEXTA: los artículos quinto, sexto y séptimo, dedicados a la enmienda de la Constitución, a su carácter de ley suprema del país y a las disposiciones destinadas a sus ratificaciones.

SÉPTIMA: las primeras diez enmiendas que constituyen el acta de derechos.

OCTAVA: las demás enmiendas que se han dado hasta la actualidad.

Éstas son las principales divisiones. A continuación vamos a perfilar una de ellas, la segunda, que comprende el primer artículo de la Constitución. Al igual que la mayoría de los demás artículos, éste está dividido en secciones:

II, 1: Sección 1, que establece los poderes legislativos en el Congreso de Estados Unidos, dividido en dos organismos, el Senado y la Cámara de Representantes.

II, 2: Secciones 2 y 3, que describen la composición de la Cámara de Representantes y las atribuciones de sus miembros, respectivamente. Además, se aclara que sólo la Cámara tiene poder para la incapacitación presidencial y únicamente el Senado para juzgar las incapacitaciones.

II, 3: Secciones 4 y 5, que se ocupan de la elección de los miembros de las dos ramas del Congreso y de la organización y los asuntos internos de cada una de ellas.

II, 4: Sección 6, que especifica las prebendas y los emolumentos de los miembros de ambas ramas y una limitación a los puestos de funcionarios de sus miembros.

II, 5: Sección 7, que define la relación entre los cuerpos legislativo y ejecutivo del gobierno y describe el poder de veto del presidente.

II, 6: Sección 8, que describe los poderes del Congreso.

II, 7: Sección 9, que expone ciertas limitaciones a los poderes descritos en la sección 8.

II, 8: Sección 10, que expone las limitaciones de los poderes de los Estados y en qué grado deben ceder algunos de ellos al Congreso.

A continuación podríamos trazar un perfil semejante de las demás divisiones principales, y, una vez terminado, volver a perfilar las secciones una por una. Algunas de ellas, la 8 del artículo I, por ejemplo, requerirían la identificación de muchos temas y subtemas distintos.

Naturalmente, ésta es sólo una de las formas posibles de realizar la tarea, pero existen otras. Podríamos agrupar los tres primeros artículos en una división única, por ejemplo, o en lugar de dos divisiones respecto a las enmiendas, trazar más divisiones fundamentales, agrupando las enmiendas según los problemas que tratan. Sugerimos al lector que intente hacer su propia división de la Constitución en las principales partes que contiene, llegar incluso más lejos que nosotros y tratar de establecer también las partes en que se dividen las partes. Es posible que haya leído este documento muchas veces, pero si no ha aplicado la norma que acabamos de exponer, descubrirá infinidad de cosas que no había visto antes.

Ofrecemos un ejemplo, también muy breve. Ya hemos constatado la unidad de Ética, de Aristóteles; ahora vamos a tratar de realizar una primera aproximación a su estructura. El conjunto de la obra está dividido en las siguientes partes principales: la primera trata sobre la felicidad como finalidad de la vida, punto que relaciona con todos los demás bienes practicables; la segunda se ocupa del carácter de la acción voluntaria y su relación con la formación de los hábitos buenos y malos; la tercera expone los distintos vicios y virtudes, tanto de carácter moral como intelectual; la cuarta habla de los estados morales que no son ni virtuosos ni viciosos; la quinta, de la amistad, y la sexta y última trata sobre el placer y completa la exposición sobre la felicidad humana iniciada en la primera.

Evidentemente, estas divisiones no corresponden a los diez libros de Ética. La primera parte se desarrolla en el primer libro; la segunda, en el segundo y la primera mitad del tercero; la tercera se extiende desde el resto de éste hasta el final del sexto; la exposición sobre el placer aparece al final del libro séptimo y también al principio del décimo.

Mencionamos esta circunstancia para demostrar que no es necesario seguir la estructura de un libro tal como se indica en la división por capítulos que, naturalmente, puede ser mejor que el perfil que trace el lector, pero también puede ser peor. En cualquier caso, de lo que se trata es de organizar un perfil por uno mismo con el fin de leer la obra bien. Si el autor fuese un escritor perfecto, e igualmente perfecto el lector, resultaría que ambos son el mismo. En la proporción en que uno de los dos se aleje de la perfección, inevitablemente surgirán discrepancias de toda clase, lo que no significa que haya que hacer caso omiso de los encabezamientos de los capítulos y de las divisiones por secciones trazados por el autor: nosotros no hicimos tal cosa al analizar la Constitución, pero tampoco los seguimos servilmente. Están destinados a ayudar al lector, al igual que los títulos y prólogos, pero hay que utilizarlos como guía, no depender de ellos de forma totalmente pasiva. Aunque pocos autores ejecutan el plan de la obra a la perfección, un buen libro suele presentar un plan más claro de lo que parece a primera vista. La superficie puede resultar engañosa y hay que mirar debajo para descubrir la verdadera estructura.

¿Qué importancia reviste descubrir dicha estructura? A nuestro juicio, mucha. Podríamos expresarlo de otra forma diciendo que la regla número dos —el requisito de constatar la unidad de un libro— no puede cumplirse eficazmente sin obedecer la tercera regla, consistente en constatar las partes que componen dicha unidad. Con una rápida ojeada al texto en cuestión es posible expresar adecuadamente su unidad en dos o tres frases, pero no se sabrá en realidad si ella es adecuada. Otra persona que ya haya leído el libro mejor quizá lo sepa y felicite al segundo lector por el esfuerzo realizado, pero desde el punto de vista de éste se reducirá a un simple acierto, a un golpe de suerte. Por eso la tercera regla resulta absolutamente necesaria como complemento de la segunda.

Mostraremos lo que queremos decir con un ejemplo muy sencillo. Un niño de dos años que acabe de empezar a hablar puede decir que dos y dos son cuatro, algo objetivamente cierto; pero nos equivocaríamos si de ello dedujésemos que el niño sabe mucho de matemáticas. Probablemente el niño no sabía lo que estaba diciendo, y, por consiguiente, aunque la afirmación en sí sea correcta, hemos de comprender que el niño necesita instrucción en la materia. De igual modo, el lector puede acertar al adivinar el punto o tema principal de un libro, pero necesitará realizar el ejercicio de demostrar cómo y por qué ha hecho tal afirmación. Por consiguiente, trazar el perfil de las partes de un libro y mostrar cómo éstas ilustran y desarrollan el tema principal sirve de apoyo a la expresión de la unidad de la obra.

Relación recíproca entre las artes de la lectura y la escritura

Por lo general, las dos reglas de la lectura que hemos expuesto parecen también aplicables a la escritura, y así ocurre. Escribir y leer son actividades recíprocas, al igual que enseñar y ser enseñado. Si escritores y profesores no organizasen lo que desean comunicar, si no lograsen unificarlo y ordenar las diversas partes, no tendría sentido recomendar a quienes leen o escuchan que buscaran la unidad y develaran la estructura del conjunto.

Pero aunque las reglas son recíprocas, no se las sigue de la misma manera. El lector trata de descubrir el esqueleto que oculta el libro, mientras que el escritor empieza por el esqueleto e intenta cubrirlo. El objetivo que persigue este último consiste en ocultar el esqueleto de forma artística, o, en otras palabras, poner carne sobre los huesos desnudos. Si es un buen escritor, no entierra un esqueleto débil bajo una montaña de grasa; por otra parte, la carne no debería formar una capa demasiado delgada a través de la cual puedan verse los huesos. Si esta capa es suficientemente gruesa y se evita la flaccidez, se percibirán las articulaciones y el movimiento de las diversas partes.

¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no debería un libro de ensayo, una obra que trata de presentar ordenadamente un conjunto de conocimientos, limitarse a un perfil del argumento? La razón no reside tan sólo en que la mayoría de las personas no saben leer los perfiles y que un libro de semejantes características repelería a un lector que se preciase de tal y que considerase que si él es capaz de realizar la tarea, también debe de serlo el escritor. Hay algo más. La carne de un libro constituye una parte tan importante del mismo como el esqueleto, algo aplicable a los libros, a los animales y a los seres humanos. La carne —el perfil develado— añade una dimensión esencial; añade vida, en el caso de un animal. De igual modo, escribir un libro a partir del perfil, independientemente de lo detallado que sea, otorga a la obra una especie de vida de la que en otro caso carecería.

Podemos resumir lo anterior recordando la antigua máxima: un texto escrito debe tener unidad, claridad y coherencia, condiciones básicas de la buena escritura. Las dos reglas que hemos expuesto en el presente capítulo se refieren a la escritura que sigue dicha máxima. Si el texto posee una unidad, debemos hallarla; si tiene claridad y coherencia, debemos apreciarlas descubriendo la nitidez y la ordenación de las diversas partes. Lo que es claro lo es gracias a la nitidez de sus contornos; lo que es coherente se reúne siguiendo una disposición ordenada de las partes.

Por consiguiente, podemos emplear estas dos reglas para distinguir los libros bien hechos de los mal hechos. Si, una vez adquirida suficiente destreza, el lector no consigue aprehender la unidad de una obra por muchos esfuerzos que realice ni puede descubrir sus partes y la relación existente entre ellas, seguramente se trata de un mal libro, por mucha fama que tenga. Pero no debemos apresurarnos a emitir tal juicio; posiblemente la culpa es del lector, no del autor. Sin embargo, siempre debemos juzgar la obra y no creer que la culpa es nuestra en todos los casos. De hecho, por muchos defectos que tengamos como lectores, el culpable suele ser el libro, porque en su mayoría —en su inmensa mayoría— está mal escrito en el sentido de que sus autores no lo desarrollaron ateniéndose a estas reglas.

Podríamos añadir que estas dos normas también son aplicables a la lectura de cualquier parte sustancial de una obra de ensayo y a su totalidad. Si la parte elegida constituye en sí una unidad compleja y relativamente independiente, habrá que descubrir su unidad y su complejidad con el fin de leerla bien. Aquí hallamos una diferencia significativa entre los libros que transmiten conocimiento y las obras poéticas, de teatro y de narrativa. Las partes de los primeros pueden ser mucho más autónomas que las de las segundas. La persona que asegura que «ha leído lo suficiente como para hacerse una idea de qué trata» una novela no sabe lo que dice, porque si la obra es buena, la idea se encuentra en el conjunto y no se la puede descubrir a menos que se lea aquélla en su totalidad, pero podemos hacernos una idea de Ética, de Aristóteles, o de El origen de las especies, de Darwin, leyendo detenidamente algunas partes, si bien en tal caso no observaremos la tercera regla.

Descubrir las intenciones del autor

En este capítulo deseamos exponer otra regla de la lectura, que puede expresarse sucintamente, pues requiere pocas explicaciones y ninguna ilustración. En realidad, repite bajo otra forma lo que el lector ya habrá hecho si ha aplicado la segunda y tercera normas, pero la repetición resulta útil porque arroja una luz distinta sobre el todo y las partes.

La cuarta regla es la siguiente: REGLA 4.a: AVERIGUAR EN QUÉ CONSISTEN LOS PROBLEMAS QUE SE PLANTEA EL AUTOR.

El autor de un libro empieza con una o varias preguntas, y la obra, en apariencia al menos, contiene la respuesta o las respuestas.

El escritor quizá deje constancia de las preguntas o quizá no, así como de las respuestas que constituyen los frutos de su trabajo. Tanto en un caso como en el otro, y sobre todo en el segundo, la tarea del lector consiste en formular las preguntas con la mayor precisión posible. Debe ser capaz de expresar el interrogante principal al que la obra trata de responder, y de expresar las preguntas subordinadas si la principal es compleja y consta de muchas partes. No sólo ha de haber comprendido bastante bien todos los interrogantes sino, además, situarlos en un orden inteligible. ¿Cuáles son los primarios y cuáles los secundarios? ¿Cuáles deben contestarse en primer lugar, si otros pueden responderse más adelante?

Vemos que, en cierto sentido, esta regla reproduce la tarea que ya se ha realizado al expresar la unidad y descubrir sus partes, pero quizá sirva de ayuda al lector realizar tal esfuerzo. En otras palabras, seguir la cuarta norma resulta útil si se la aplica en conjunción con las otras dos, y como es ligeramente menos conocida que aquéllas, incluso puede resultar más útil a la hora de enfrentarse con un libro difícil. No obstante, quisiéramos hacer hincapié en que no pretendemos que el lector caiga en lo que los críticos denominan falacia intencionada, consistente en pensar que se puede descubrir lo que un escritor tenía en mente a partir de una obra suya, algo especialmente aplicable a la literatura: constituye un grave error tratar de psicoanalizar a Shakespeare a partir de Hamlet, por ejemplo; pero incluso con una obra poética puede resultar de gran ayuda tratar de averiguar las intenciones del autor. En el caso de los libros de ensayo, la regla tiene un valor evidente, y, sin embargo, la mayoría de los lectores, aunque posean gran destreza en otros aspectos, no suelen ser capaces de observarlo. En consecuencia, su concepción del punto o tema principal de una obra puede ser muy deficiente, y, por supuesto, bastante caótico el perfil que tracen de la estructura. No llegarán a ver la unidad del libro porque no comprenden por qué tiene la unidad que tiene, y su comprensión de la estructura del libro carecerá de la aprehensión del fin que persigue.

Si el lector conoce el tipo de preguntas que cualquiera puede plantear acerca de cualquier cosa, se convertirá en un experto a la hora de detectar los problemas del autor, que pueden formularse sucintamente, de la siguiente manera: ¿existe algo? ¿Qué clase de problema es? ¿Qué lo ha producido, o bajo qué circunstancias puede existir, o por qué existe? ¿Qué objetivo persigue? ¿Cuáles son las consecuencias de su existencia? ¿En qué consisten sus características, sus rasgos? ¿Cuáles son sus relaciones con otros puntos similares o diferentes? ¿Cómo se comporta? Todas estas preguntas tienen carácter teórico. ¿Qué fines deben perseguirse? ¿Qué medios habría que elegir para alcanzar un fin concreto? ¿Qué hay que hacer para obtener un objetivo dado, y qué orden hay que seguir? Bajo unas circunstancias determinadas, ¿qué se debe hacer? ¿Bajo qué condiciones resultaría mejor hacer esto o lo otro? Todas estas preguntas tienen carácter práctico.

La anterior lista de preguntas no pretende ser exhaustiva, pero representa las clases de preguntas que se formulan con mayor frecuencia cuando deseamos obtener un conocimiento teórico o práctico, y puede ayudar al lector a descubrir los problemas que ha intentado resolver en un libro, si bien hay que adaptarla cuando se aplica a obras literarias, en las que también resultarán útiles.

Primera etapa de la lectura analítica

Ya hemos expuesto y explicado las primeras cuatro reglas de la lectura, las de la lectura analítica, que cuando se inspecciona un libro antes de leerlo contribuirán a ayudarnos a su aplicación.

Al llegar a este punto, reviste gran importancia reconocer que las primeras cuatro reglas guardan relación entre sí y forman un conjunto con un objetivo único. Todas juntas proporcionan al lector que las aplica el conocimiento de la estructura de una obra. Una vez aplicadas a un libro o a cualquier texto bastante largo y difícil, se habrá dominado la primera etapa de la lectura analítica.

No debemos entender el término «etapa» en sentido cronológico, a menos, quizá, al principio del ejercitamiento en la lectura analítica; es decir, no hace falta leer un libro hasta el final para aplicar las cuatro primeras reglas y después volver a leerlo una y otra vez con el fin de aplicar las demás. El lector experto alcanza las cuatro etapas al mismo tiempo. Sin embargo, hemos de comprender que conocer la estructura de un libro no constituye una etapa encaminada a la lectura analítica.

Otra forma de expresar lo anterior podría consistir en decir que aplicar las cuatro primeras reglas ayuda a responder a las primeras cuestiones básicas de un libro. El lector recordará que la primera es como sigue: ¿de qué trata la obra en conjunto? También recordará que esto equivale a descubrir el tema principal, que el autor desarrolla ordenadamente subdividiéndolo en temas o puntos subordinados. La aplicación de las cuatro primeras reglas de la lectura nos proporcionará la mayor parte de los datos necesarios para responder a esta pregunta, si bien hemos de añadir que lo haremos con mayor exactitud a medida que apliquemos las demás reglas y respondamos a las demás preguntas.

Como ya hemos descrito la primera etapa de la lectura analítica, detengámonos unos momentos para dejar constancia de las cuatro primeras reglas ordenadamente, según los encabezamientos más adecuados.

La primera etapa de la lectura analítica, o normas para averiguar sobre qué trata un libro

1. Clasificar el libro según la clase y el tema.

2. Enunciar de qué trata el libro lo más sucintamente posible.

3. Enumerar las partes principales según su orden y relación y perfilarlas tal como se ha perfilado el conjunto.

4. Definir el problema o los problemas que trata de resolver el autor.