CLASIFICACIÓN DE UN LIBRO
Ya dijimos al principio del presente libro que las enseñanzas para la lectura que ofrece se aplican a cualquier material que se desee leer. Sin embargo, al exponer las normas de la lectura analítica, como haremos en la segunda parte, podrá parecer que pasamos por alto este hecho. Por lo general, si no siempre, nos referiremos a la lectura de libros enteros. ¿Por qué?
La respuesta es sencilla. Leer un libro, sobre todo si se trata de uno largo y difícil, plantea los problemas más graves con los que pueda enfrentarse cualquier lector. Leer un relato casi siempre resulta más fácil que una novela, y un artículo, casi siempre más fácil que un libro sobre el mismo tema. Si se es capaz de leer un poema épico o una novela, se podrá leer un poema lírico o un relato; si se es capaz de leer un libro de ensayo —de historia o filosofía, o un tratado científico—, se podrá leer un artículo o resumen sobre el mismo terreno.
A partir de este momento, todo lo que digamos acerca de la lectura de libros se aplicará también a los otros materiales, y cuando hablemos de la lectura de libros, debe entenderse que las normas expuestas también se refieren a materiales menores y de más fácil comprensión. En ocasiones no se aplicarán a estos últimos exactamente de la misma forma, o en la misma medida que a los libros enteros; pero al lector siempre le resultará fácil adaptarlas y aplicarlas.
La importancia de clasificar los libros
La primera regla de la lectura analítica puede expresarse como sigue: REGLA 1.a: HAY QUE SABER QUÉ CLASE DE LIBRO SE ESTÁ LEYENDO LO MÁS PRONTO POSIBLE EN EL PROCESO DE LECTURA, PREFERIBLEMENTE ANTES DE EMPEZAR A LEER.
Hemos de saber, por ejemplo, si estamos leyendo ficción —una novela, una obra de teatro, un poema épico o lírico— o si se trata de un libro de ensayo. Casi todos los lectores reconocen una obra de ficción nada más verla, o eso podría parecer; sin embargo, no siempre resulta tan fácil. El lamento de Portnoy, ¿es una novela o un estudio psicoanalítico? El almuerzo desnudo, ¿es una obra de ficción o un tratado contra el abuso de drogas, similar a los libros que antiguamente relataban los horrores del alcoholismo para edificación de los lectores? ¿Es Lo que el viento se llevó una novela o una historia del sur de Estados Unidos antes de y durante la guerra de secesión? Calle Mayor y Las uvas de la ira, ¿pertenecen a la categoría de la literatura o son ambas estudios sociológicos, la primera centrada en las experiencias urbanas y la segunda en la vida rural?
Naturalmente, todos los títulos mencionados son novelas; todos ellos aparecieron entre los éxitos de venta de ficción. Y sin embargo, las preguntas que hemos planteado no son absurdas. Si nos guiásemos únicamente por el título, resultaría difícil decir, en el caso de Calle Mayor y Middletown cuál de las dos es ficción y cuál sociología. Encontramos tal medida de sociología en algunas novelas coetáneas y tanta ficción en algunas obras sociológicas que a veces cuesta trabajo distinguir unas de otras; pero existen otros tipos de ciencia —física y química, por ejemplo— en libros como La raza de Andrómeda o las novelas de Robert Heinlein o Arthur C. Clarke; y un libro como El universo y el doctor Einstein, si bien claramente no es de ficción, resulta casi tan «legible» como una novela o probablemente más que las obras de William Faulkner, por ejemplo.
En primer lugar, lo que transmite un libro de ensayo es conocimientos, empleada esta palabra en un sentido muy amplio. Cualquier libro que consista fundamentalmente en opiniones, teorías, hipótesis o especulaciones, cuya veracidad se asegura más o menos explícitamente, transmite conocimiento en este sentido y es un libro de ensayo. Al igual que ocurre con las obras de ficción, la mayoría de las personas pueden reconocer inmediatamente una obra de ensayo. Sin embargo, en este caso no se trata de distinguir la ficción de la no ficción, sino de comprender que existen diversos tipos de libros de ensayo. Lo fundamental no consiste en saber qué libros están dedicados a la instrucción, sino también a qué tipo de instrucción. Las clases de información o conocimientos que transmiten un libro de historia y otro de filosofía no son las mismas, como tampoco lo son los problemas de los que tratan una obra de física y otra de ética, ni los métodos que emplean sus autores para resolver problemas tan diferentes.
Por consiguiente, esta primera regla de la lectura analítica, si bien es aplicable a todo tipo de libros, se aplica especialmente a las obras de ensayo. ¿Cómo puede desenvolverse el lector con semejante regla, sobre todo con la última cláusula?
Como ya hemos apuntado, el primer paso consiste en inspeccionar el libro, es decir, dedicarle una lectura de inspección. Hay que leer el título, el subtítulo, el índice de materias, y por lo menos hay que darle una breve ojeada a la introducción del autor y al otro índice. Si el libro en cuestión tiene sobrecubierta, conviene leer la publicidad, porque es como si el autor enarbolase banderas de señales para que el lector sepa de qué lado sopla el viento, y no será culpa suya si el lector no se detiene a mirar y escuchar.
Qué se puede saber a partir de la portada de un libro
Hay muchos más lectores de lo que se cree que no prestan la menor atención a las señales de las que hemos hablado, experiencia por la que hemos pasado repetidamente con los alumnos al preguntarles sobre qué trataba un libro, al preguntarles, en términos generales, qué clase de libro tenían entre manos. Ésta es una buena forma, casi indispensable, de comenzar la discusión de una obra; pero, de todos modos, a veces resulta difícil obtener respuesta a la pregunta.
A continuación vamos a ver un par de ejemplos de la clase de confusión que se puede producir. En 1859, Darwin publicó un libro que alcanzó gran fama. Un siglo más tarde, todo el mundo de habla inglesa aplaudía la aparición de la obra: fue objeto de interminables debates, y su influencia, reconocida por personas cultas y no tan cultas. Esta obra trataba sobre la teoría de la evolución y en el título aparecía la palabra «especie». ¿Cuál era el título?
Probablemente el lector habrá respondido El origen de las especies, en cuyo caso habrá acertado. Pero podría haber respondido de otra forma, y haber dicho El origen de la especie. Hace poco tiempo, preguntamos a veinticinco personas relativamente cultas cuál era exactamente el título del libro de Darwin y más de la mitad respondió El origen de la especie. La razón de tal error parece evidente: al no haber leído el libro, pensaban que guardaba relación con el desarrollo de la especie humana. En realidad, tiene bastante poco que ver con este tema, que Darwin trató en un libro posterior, La ascendencia del hombre. El origen de las especies trata precisamente el tema que su propio título indica, es decir, la proliferación en el mundo natural de un gran número de especies de plantas y animales a partir de un número mucho menor de especies, debido fundamentalmente al principio de la selección natural. Mencionamos este error tan extendido porque muchas personas creen conocer el título del libro, pero muy pocas se han tomado la molestia de leer el título cuidadosamente y de pensar sobre su significado.
Pongamos otro ejemplo. En este caso, no le pedimos al lector que recuerde el título, sino que piense en lo que significa. Gibbon escribió un libro que obtuvo gran renombre, sobre el Imperio romano, y lo tituló Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Casi todo el mundo que se encuentra con este libro en las manos reconoce el título, y la mayoría de las personas lo conoce incluso si no lo tiene delante de sí. De hecho, la expresión «decadencia y caída» es ya proverbial. Sin embargo, cuando preguntamos a las mismas veinticinco personas, todas ellas bastante cultas, por qué el primer capítulo se denomina «Extensión y fuerza militar del Imperio en la época de los Antoninos», resultó que no tenían ni idea. No se daban cuenta de que si el libro como conjunto se titula Decadencia y caída, hay que asumir que la narración debe comenzar con el punto culminante del Imperio romano y continuar hasta el final. De forma inconsciente, habían interpretado «decadencia y caída» como «ascenso y caída». Les confundía el hecho de que no se tratase el tema de la República romana, que tocó a su fin un siglo y medio antes de la época de los Antoninos. Si hubieran leído el título cuidadosamente, podrían haber comprendido que esta época fue precisamente el punto culminante del Imperio, incluso sin haberlo sabido. En otras palabras: leyendo el título habrían obtenido la información esencial sobre el libro antes de empezar a leerlo, pero no lo hicieron, como les ocurre a la mayoría de las personas incluso con un libro poco conocido.
Una de las razones por las que muchos lectores pasan por alto el título y la introducción de los libros es que no consideran importante clasificar las obras que leen, es decir, no cumplen la primera regla de la lectura analítica. Si hubieran intentado seguirla, habrían quedado muy agradecidos al autor por la ayuda prestada. Salta a la vista que el autor considera importante que el lector conozca qué clase de libro le está ofreciendo, y por eso se toma la molestia de explicarlo en la introducción y normalmente intenta que el título —o al menos el subtítulo— resulte suficientemente descriptivo. Por ese motivo, en la introducción de La evolución de la Física Einstein e Infeld esperan que el lector sepa que «un libro científico, aunque sea de divulgación, no hay que leerlo del mismo modo que una novela». Por añadidura, ofrecen un índice de materias con el fin de presentar al lector un avance de los detalles de la obra. En cualquier caso, el encabezamiento de los capítulos del principio de la obra cumple el propósito de ampliar el significado del título.
El lector que pasa por alto todos estos detalles sólo puede culparse a sí mismo si se queda perplejo ante la siguiente pregunta: ¿qué clase de libro tengo en las manos? Y su perplejidad aumentará, porque si no puede responder a tal pregunta y si nunca se la plantea, será incapaz de responder a otras muchas preguntas sobre el libro.
Pero aunque tenga gran importancia leer el título, eso no lo es todo. Por muy claro que resulte un título, no ayudará al lector a clasificar un libro a menos que haya trazado con toda claridad las líneas generales de la clasificación.
No comprenderá el sentido en el que Elementos de geometría de Euclides y Principios de psicología de William James pertenecen a la misma categoría si no sabe que tanto la geometría como la psicología son ciencias, y, por supuesto, si tampoco sabe que «elementos» y «principios» tienen prácticamente el mismo significado en ambos títulos (aunque no en general), ni podrá distinguir entre ellos a menos que sepa que constituyen dos tipos de ciencia distintos. Del mismo modo, en el caso de Política de Aristóteles y de Investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones de Adam Smith, sólo se pueden establecer las diferencias y las similitudes entre ambas obras si se sabe en qué consiste un problema práctico y qué clases de problemas prácticos existen.
A veces, los títulos contribuyen a facilitar la clasificación de los libros. Cualquiera puede saber que Elementos de Euclides, Geometría de Descartes y Fundamentos de geometría de Hilbert son obras matemáticas, más o menos similares en cuanto al tema, pero no siempre ocurre así. No resulta tan fácil saber que La ciudad de Dios de San Agustín, Leviatán de Hobbes y El contrato social de Rousseau son tratados sociológicos, si bien un examen detenido del encabezamiento de cada capítulo nos revelaría los temas comunes a las tres obras.
Pero insistimos en que agrupar los libros por pertenecer a la misma categoría no es suficiente: para cumplir esta primera regla de lectura hay que saber qué categoría es. El lector no lo comprenderá con el título ni con la introducción, ni siquiera con el libro en conjunto en algunas ocasiones, a menos que establezca ciertas categorías aplicables a una clasificación inteligible de los libros, y ésta sólo puede resultar inteligible trazando diferencias y, de este modo, creando categorías que tengan sentido y superen la prueba del tiempo.
Ya hemos presentado una clasificación aproximada de los libros, y hemos establecido que la principal diferencia consiste en las obras de ficción, por un lado, y las obras que transmiten conocimientos, es decir, las obras de ensayo, por otro. Entre estas últimas podríamos trazar otra diferencia: historia y filosofía, distintas a su vez de ciencias y matemáticas.
Todo lo anterior es muy conveniente, un esquema de clasificación con categorías bastante claras, y seguramente casi todos los lectores podrán agrupar la mayoría de los libros en la categoría correcta si les prestan un poco de atención; pero no todos los libros en todas las categorías.
El problema radica en que todavía no contamos con unos principios de clasificación, tema sobre el que añadiremos algo más en el transcurso de la exposición de los niveles más elevados de lectura. De momento vamos a limitarnos a una distinción básica, distinción aplicable a todas las obras de ensayo: la diferencia entre libros teóricos y prácticos.
Libros prácticos y libros teóricos
Todo el mundo utiliza las palabras «teórico» y «práctico», pero no todos saben qué significan, y quizá menos que nadie las personas realistas y prácticas que desconfían de los teóricos, especialmente si están en el gobierno. Para tales personas, «teórico» significa visionario o incluso místico, y «práctico» algo que funciona, algo que tiene una recompensa inmediata en efectivo. Existe un elemento de verdad en esta postura. Lo práctico está relacionado con lo que funciona de cierto modo, inmediatamente o a la larga. Lo teórico se refiere a algo que hay que ver o comprender. Si afinamos un poco la verdad encerrada en estas palabras, comprenderemos la diferencia entre conocimiento y acción como los dos objetivos que un escritor puede tener en mente.
Pero se podría objetar que al ocuparnos de libros de ensayo no nos estamos ocupando de obras que transmiten conocimiento, ni de cómo interviene la acción en ellos. Naturalmente, la respuesta consiste en que la acción inteligente depende del conocimiento, que puede utilizarse de muchas maneras, no sólo para dominar la naturaleza e inventar máquinas o instrumentos útiles, sino también para dirigir la conducta humana y regular las operaciones humanas en diversas destrezas. Lo que tenemos en mente queda ejemplificado por la diferencia entre la ciencia pura y la aplicada o, como se expresa inexactamente con mucha frecuencia, entre ciencia y tecnología.
Vemos en algunos libros y por algunos profesores que sólo les interesa el conocimiento que tienen que comunicar en sí, lo cual no significa que nieguen su utilidad ni que sostengan que el conocimiento es sólo bueno en sí. Sencillamente, se limitan a un tipo de comunicación o enseñanza, y dejan el otro tipo a otras personas, que tienen un interés que supera el del conocimiento en sí: les preocupan los problemas de la vida humana que el conocimiento puede contribuir a resolver. También ellas comunican conocimiento, pero siempre con miras a su aplicación.
Para que el conocimiento resulte práctico hemos de convertirlo en normas de funcionamiento, hemos de pasar de saber en qué consiste algo a saber qué hacer con ese algo si deseamos llegar a alguna parte. Podríamos resumir lo anterior en la diferencia entre saber qué y saber cómo. Los libros teóricos enseñan lo primero; los prácticos, cómo hacer algo que se desea hacer o se cree que se debería hacer.
El presente libro es práctico, no teórico, como cualquier manual. Cualquier libro que enseñe qué o cómo debe hacerse algo tiene carácter práctico. Por tanto, vemos que la categoría de los libros prácticos abarca todas las obras sobre aprendizaje de las artes, todos los manuales de práctica en cualquier terreno, como ingeniería, medicina o cocina, y todos los tratados clasificados como morales, las obras sobre problemas económicos, éticos o políticos. Más adelante explicaremos por qué este último grupo de libros, denominados «normativos», constituye una categoría muy especial de libros prácticos.
Seguramente nadie pondrá en tela de juicio que las obras de aprendizaje de las artes y los manuales son libros prácticos; pero las personas «prácticas» a las que nos hemos referido anteriormente podrían poner objeciones a la idea de que una obra sobre ética, por ejemplo, o sobre economía, tenga carácter práctico. Quizá digan que tal obra no lo es porque no es verdad o porque no funcionaría.
En realidad, tal objeción resulta irrelevante, si bien un libro sobre economía que no es verdad es un mal libro. En sentido estricto, cualquier obra ética nos enseña a vivir, nos dice qué deberíamos y qué no deberíamos hacer, y en ocasiones nos da información sobre las recompensas y los castigos que ambas actitudes llevan aparejadas. Así, tanto si estamos de acuerdo con sus conclusiones como si no, tales obras tienen carácter práctico. (Algunos estudios sociológicos modernos simplemente exponen la conducta humana real, sin juzgarla, y estos libros no son ni éticos ni prácticos, sino teóricos, científicos).
Algo parecido ocurre con las obras de economía. Aparte de los estudios estadísticos o matemáticos sobre el comportamiento económico, más teóricos que prácticos, por lo general nos enseñan a organizar la vida económica, ya sea como individuos o como sociedades o Estados, nos dicen qué debemos y qué no debemos hacer, y nos dan información sobre las penalidades derivadas de no hacerlo. También en este caso podemos disentir, pero no por eso el libro dejará de tener carácter práctico.
Immanuel Kant escribió dos famosas obras filosóficas, una titulada Critica de la razón pura y la otra Crítica de la razón práctica. La primera trata sobre lo que es y cómo lo conocemos —no cómo conocerlo, sino cómo lo conocemos en realidad—, y también sobre lo que puede conocerse y lo que no. Es la obra teórica por excelencia. Critica de la razón práctica trata sobre la conducta que deberían observar las personas y sobre lo que constituye el comportamiento recto o virtuoso, haciendo hincapié en la obligación como base de toda acción recta, algo que puede repeler a muchos lectores modernos, quienes incluso podrían argumentar que no es «práctico» creer que la obligación constituye un concepto ético útil. Naturalmente, se refieren a que, a su juicio, Kant se equivoca en el enfoque básico del tema, pero eso no significa que la obra en cuestión sea menos práctica en el sentido que estamos empleando nosotros.
Aparte de los manuales y tratados morales (en un sentido amplio), hemos de mencionar otro ejemplo de obra práctica. Un discurso —político, o una exhortación moral— sin duda trata de decirnos qué deberíamos hacer o pensar ante algo. Cualquiera que escriba de forma práctica sobre un tema no sólo aconseja sino que también intenta convencernos de que sigamos su consejo. Por consiguiente, existe un elemento de oratoria o exhortación en todo tratado moral, elemento también presente en los libros que pretenden enseñarnos un arte, como el que tenemos ante nosotros. Así, además de intentar enseñar a leer mejor, hemos tratado, y seguiremos tratando, de convencer al lector de que realice el esfuerzo necesario para ello.
Si bien todo libro práctico es hasta cierto punto oratorio y exhortativo, no se desprende de ello que la oratoria y la exhortación vayan unidas a lo práctico. Existe diferencia entre una arenga política y un tratado sobre política, entre propaganda económica y análisis de problemas económicos. El Manifiesto comunista es una pieza de oratoria, pero El capital, de Marx, es mucho más que eso.
A veces se comprende que una obra tiene carácter práctico por el título. Si éste contiene frases como «el arte de» o «cómo hacer tal cosa» lo sabremos en seguida. Si el título nombra especialidades que el lector sabe que son de tipo práctico, como ética o política, ingeniería o comercio, y en muchos casos economía, derecho o medicina, entonces podrá clasificar el libro con bastante rapidez.
Los títulos pueden indicar algo más que eso. Existen dos obras de John Locke con títulos muy similares: Ensayo acerca del entendimiento humano y Tratado acerca del origen, el alcance y el fin del gobierno civil. ¿Cuál de ellas tiene carácter práctico y cuál teórico?
A partir de los títulos podemos llegar a la conclusión de que la primera es una obra teórica, porque cualquier análisis del entendimiento ha de tener tal carácter, y que la segunda es práctica, porque los problemas de gobierno son en sí mismo prácticos. Pero podríamos dar un paso más y emplear las técnicas de lectura de inspección que ya hemos expuesto. Locke escribió una introducción al libro dedicado al entendimiento en el que expresa su intención: la de averiguar «el origen, la certidumbre y el alcance del conocimiento humano». Estas palabras se parecen a las del título de la obra sobre el gobierno, pero con una diferencia importante: en un caso, Locke trata el tema de la certidumbre o validez del conocimiento; y en el otro, el tema del fin u objetivo del gobierno. Los interrogantes acerca de la validez de algo son teóricos, mientras que las cuestiones que se plantean acerca del objetivo de algo, del propósito que persigue, tienen carácter práctico.
Al exponer el arte de la lectura de inspección apuntamos que, por lo general, no debemos detenernos después de leer la cubierta y quizá el índice, sino también los párrafos que parecen presentar un resumen. También se deben leer el principio y el final de la obra, así como sus partes más importantes.
Lo anterior cobra carácter de necesidad cuando, como ocurre en tantas ocasiones, resulta imposible clasificar un libro a partir del título y la cubierta. En tal caso, hemos de depender de las señales que se encuentran en el cuerpo principal de la obra. Si prestamos atención a las palabras y tenemos en mente las categorías básicas, podremos clasificar un libro sin tener que leer mucho.
Una obra práctica revelará su carácter sin mucho tardar por la presencia frecuente de palabras como «debería» y «debiera», «bueno» y «malo», «fines» y «medios». El enunciado característico de un libro práctico consiste en decir que debería hacerse algo, o que tal o cual modo es el correcto para hacer tal o cual cosa, o que una cosa es mejor que otra como objetivo a perseguir, o medio a elegir. Por el contrario, en una obra teórica encontramos «es», no «debería ser», porque intenta demostrar la veracidad de algo, que tal y tal cosa son hechos, no que serían mejores si fueran de otra manera ni de mostrar cómo podrían mejorar.
Antes de internarnos en las obras teóricas, quisiéramos prevenir al lector de que no se trata de un problema tan sencillo como saber si esto es blanco o negro. Nos hemos limitado a apuntar una serie de señales a través de las cuales se puede empezar a trazar diferencias. Cuanto mejor se comprenda la diferencia entre lo teórico y lo práctico, mejor se podrán utilizar las señales.
Para empezar, hay que aprender a desconfiar de ellas. Hay que ser un tanto suspicaz a la hora de clasificar los libros. Ya hemos apuntado que, si bien la economía constituye, fundamental y generalmente, un tema práctico, existen algunas obras sobre el tema que poseen carácter puramente teórico. De igual modo, y aunque el entendimiento es fundamental y generalmente un tema teórico, existen obras (la mayoría de ellas espantosas, dicho sea de paso) que pretenden «enseñar a pensar». También se puede encontrar autores que no conocen la diferencia entre teoría y práctica, al igual que hay novelistas que no conocen la diferencia entre ficción y sociología. El lector se encontrará con libros que participan de ambas categorías, como Ética, de Spinoza. Sin embargo, constituye un privilegio del lector descubrir el enfoque del tema por parte del escritor.
Las clases de libros teóricos
Según la subdivisión tradicional de las obras teóricas, éstas pueden clasificarse en históricas, científicas y filosóficas. Todo el mundo conoce las diferencias, al menos de forma aproximada. Es sólo cuando intentamos hilar más fino, precisar mejor dichas diferencias, cuando surgen las dificultades. De momento, intentaremos sortear el peligro y conformarnos con aproximaciones.
En el caso de la historia, el título suele bastar. Si en él no aparece la palabra «historia», lo más probable es que la cubierta nos dé cierta información de que el libro trata sobre algo que ocurrió en el pasado, no necesariamente en un pasado remoto, ya que podría haber sucedido el día anterior. La esencia de la historia consiste en la narración, y la historia consiste en el conocimiento de acontecimientos concretos que no sólo se produjeron en el pasado, sino que experimentaron una serie de cambios en el transcurso del tiempo. El historiador narra tales acontecimientos, y en ocasiones da color a su narración con comentarios sobre la importancia de los mismos.
La historia tiene carácter cronotópico. En griego, cronos significa tiempo, y topos, lugar. La historia siempre se ocupa de cosas que existieron o de acontecimientos que ocurrieron en una fecha y un lugar concretos.
La ciencia no se ocupa del pasado como tal, sino de temas que pueden ocurrir en cualquier momento o lugar. El científico busca leyes, generalizaciones, pues quiere averiguar cómo ocurren las cosas en la mayoría de los casos o en todos ellos, no, al contrario que el historiador, cómo ocurrieron ciertas cosas concretas en un momento y un lugar dados del pasado.
Generalmente, el título de una obra científica resulta menos revelador que el de un libro histórico. A veces aparece la palabra «ciencia», pero más frecuentemente sólo figura el nombre del tema, como psicología o geología, o física. Entonces, el lector ha de saber si dicho tema pertenece al ámbito de lo científico, como ocurre claramente con la geología, o de lo filosófico, como en el caso de la metafísica. El problema se presenta cuando el caso no resulta tan claro, como sucede con la física y la psicología, que en diversas épocas han sido reivindicadas tanto por los científicos como por los filósofos. Existe un problema incluso con las palabras «filosofía» y «ciencia», porque se han empleado de diversas maneras. Aristóteles consideraba su obra Física un tratado científico, mientras que en la actualidad la consideramos filosófica, y Newton tituló su gran obra Principios matemáticos de filosofía natural, mientras que en la actualidad constituye una de las grandes obras maestras de la ciencia.
La filosofía se parece a la ciencia y se distingue de la historia en tanto en cuanto busca verdades generales, no una narración de acontecimientos concretos, ya sea en el pasado cercano o remoto, pero el filósofo no plantea los mismos interrogantes que el científico, ni utiliza el mismo método para responder a ellos.
Visto que no resulta fácil que los títulos y las cubiertas nos ayuden demasiado a determinar si una obra tiene carácter filosófico o científico, ¿cómo podemos decidirlo? Existe un criterio que a nuestro juicio siempre funciona, si bien hay que leer cierta cantidad de libros antes de aplicarlo. Si una obra teórica hace hincapié en temas fuera del alcance de la experiencia normal y cotidiana del lector, entonces tiene carácter científico, y en otro caso, filosófico.
Esta distinción quizá sorprenda al lector. Vamos a ilustrarla. (Hemos de recordar que sólo es aplicable a las obras científicas o filosóficas, no a las que no tienen ninguno de los dos caracteres). Dos nuevas ciencias, de Galileo, requiere que el lector imagine o repita en un laboratorio ciertos experimentos con planos inclinados. Óptica, de Newton, trata sobre experiencias en cuartos oscuros con prismas y espejos, y, sobre todo, con rayos de luz. Es probable que la experiencia especial a la que se refiere el autor no haya sido obtenida por él en laboratorio. Darwin observó los hechos de los que deja constancia en El origen de las especies en el transcurso de muchos años de trabajo de campo. Son hechos comprobados por otros observadores que han acometido una tarea similar, pero que no pueden comprobarse en la experiencia cotidiana del hombre medio.
Por el contrario, una obra filosófica no recurre a hechos ni observaciones ajenas a la experiencia del hombre de la calle. El filósofo remite al lector a su propia experiencia, normal y corriente, para la verificación o el apoyo de cualquier cosa que quiera escribir. Así, por ejemplo, Ensayo acerca del entendimiento humano, de Locke, es una obra filosófica de psicología, mientras que muchos de los escritos de Freud son científicos. Locke destaca la experiencia que todos poseemos de nuestros procesos mentales, y Freud puede hacer lo mismo simplemente dejando constancia de lo que ha observado en situaciones clínicas en la consulta del psicoanalista.
William James, otro gran psicólogo, siguió un camino intermedio sumamente interesante. Constata numerosos ejemplos de la experiencia especial que sólo un observador minucioso y entrenado para ello puede conocer, pero en muchas ocasiones también le pide al lector que juzgue si lo que dice no es cierto desde el punto de vista de su propia experiencia. Por consiguiente, Principios de psicología de James es una obra científica y filosófica al mismo tiempo, si bien tiene carácter fundamentalmente científico.
La mayoría de las personas distinguen la diferencia que hemos establecido cuando decimos que la ciencia es experimental o que depende de investigaciones y observaciones complicadas, mientras que con la filosofía podemos pensar tranquilamente sentados en un sillón. Tal diferencia tiene su justificación. Existen ciertos problemas, algunos de ellos muy importantes, que puede resolver una persona tranquilamente sentada en un sillón que sepa cómo pensar en ellos a la luz de la experiencia humana común y corriente, pero hay otros problemas que no pueden resolverse así, por mucho que se lo intente. Para ello se requiere algún tipo de investigación experimentos de laboratorio o trabajo de campo —que van más allá de la experiencia normal y cotidiana, es decir, una experiencia especial—.
Esto no significa que el filósofo sea un pensador puro y el científico un simple observador. Ambos tienen que observar y pensar, pero su pensamiento se refiere a clases distintas de observaciones, e independientemente de cómo hayan llegado a las conclusiones que desean demostrar, las demuestran de modos distintos: el científico apuntando a los resultados de sus experiencias especiales, y el filósofo, a las experiencias comunes a todos los seres humanos.
Esta diferencia de método siempre se pone de manifiesto en las obras filosóficas y científicas, y así es como se puede distinguir entre ambos géneros. Si el lector comprende la clase de experiencia a la que se hace referencia como condición de la comprensión de lo que se dice, sabrá si la obra tiene carácter filosófico o científico.
Esta condición resulta muy importante porque, aparte de las diferentes clases de experiencias de las que dependen, científicos y filósofos no piensan exactamente de la misma manera. Además, la típica obra histórica presenta una forma de narración, y la narrativa siempre es tal, ya se trate de hechos o de ficción. El historiador ha de escribir poéticamente, lo que equivale a obedecer las normas para producir un buen relato. Por muchas otras excelencias que ofrezcan Ensayo acerca del entendimiento humano, de Locke, o Principios, de Newton, no podemos decir que sean buenas narraciones.
El lector podría objetar que estamos llegando demasiado lejos en la clasificación de los libros, al menos sin haberlos leído antes; pero ¿es esto realmente tan importante?
Podríamos refutar esta objeción destacando un hecho evidente. Si una persona entra en un aula en la que un profesor está dando clase o una conferencia, en seguida advertirá si el tema versa sobre historia, ciencia o filosofía. Comprenderá inmediatamente, por la forma de proceder del profesor, por la terminología que emplea, por la clase de argumentos que utiliza, el tipo de problemas que expone y la clase de respuestas que espera de sus alumnos, y si esa persona lo comprende, podrá percibir la conferencia o la clase de forma inteligente.
En definitiva, los métodos de enseñar diferentes materias son igualmente diferentes, y cualquier profesor lo sabe. Debido a la diferencia de métodos y temas, al filósofo suele resultarle más fácil enseñar a los alumnos a los que anteriormente no les han dado clase sus colegas, mientras que el científico prefiere a los alumnos a los que ya han preparado otros científicos.
Y para concluir, al igual que existe diferencia entre el arte de enseñar en los diferentes campos, también existe diferencia en el arte de ser enseñado. En cierto modo, la actividad del alumno debe tener correspondencia con la del profesor. La relación entre libros y lectores es la misma que la de profesores y alumnos. Por consiguiente, al igual que los libros difieren en cuanto al tipo de conocimientos que transmiten, así nos enseñan cosas distintas, y, si queremos seguirlos, hemos de aprender a leer cada obra de la forma más adecuada.