LA ACTIVIDAD Y EL ARTE DE LA LECTURA
El presente libro está dedicado a los lectores y a quienes desean llegar a ser lectores, sobre todo a los lectores de libros, y de forma muy especial a las personas cuyo principal objetivo al leer consiste en obtener una mayor comprensión.
Al decir «lectores» nos referimos a quienes siguen acostumbrados, como solía ocurrir con casi todas las personas cultas e inteligentes, a obtener gran parte de la información y de la comprensión del mundo mediante la palabra escrita, aunque, naturalmente, no todo: incluso en la época anterior a la radio y la televisión, se adquirían ciertos conocimientos e informaciones mediante la palabra hablada y la observación. Pero ello nunca ha resultado suficiente para las personas inteligentes y curiosas, porque saben que además tienen que leer, y así lo hacen.
En la actualidad hay mucha gente que piensa que ya no es tan necesario leer como antes. La radio, y sobre todo la televisión, han acaparado muchas de las funciones que antiguamente cumplía la imprenta, al igual que la fotografía ha acaparado ciertas funciones que antes cumplían la pintura y otras artes gráficas. Hay que reconocer que la televisión desempeña muy bien algunas de estas funciones: la comunicación visual de las noticias, por ejemplo, ejerce enorme influencia. La capacidad de la radio para proporcionarnos información mientras estamos realizando otra tarea —conducir un coche, por ejemplo— es extraordinaria, y, además, nos ahorra mucho tiempo, pero podría ponerse seriamente en duda que los medios de comunicación modernos hayan contribuido a mejorar la comprensión del mundo en el que vivimos.
Quizá sepamos más sobre el mundo que antes, y en la medida en que el conocimiento constituye un prerrequisito de la comprensión, nos parece algo excelente, pero en realidad este prerrequisito no tiene el alcance que se le suele atribuir. No es necesario saberlo todo acerca de un tema para comprenderlo; en muchas ocasiones, la existencia de demasiados hechos representa un obstáculo tan grande como la existencia de demasiados pocos. En la actualidad vivimos inundados de hechos, en detrimento de la comprensión.
Una de las razones de esta situación consiste en que los medios de comunicación están concebidos de tal modo que pensar parezca innecesario (si bien se trata de algo superficial). La presentación global de posturas intelectuales es una de las empresas más activas que han acometido algunas de las mentes más brillantes de nuestros días. Al televidente, al radioyente o al lector de revistas se le ofrece todo un complejo de elementos —desde una retórica inteligente hasta datos y estadísticas— cuidadosamente seleccionados con el fin de facilitarle «la formación de una opinión propia» con el mínimo de dificultades y esfuerzos, pero a veces esa presentación se efectúa con tal eficacia que el espectador, el oyente o el lector no se forma en absoluto una opinión propia, sino que, por el contrario, adquiere una opinión preconcebida que se inserta en su cerebro, casi como una cinta que se insertase en un aparato de música. A continuación aprieta un botón y «reproduce» esa opinión en el momento que le resulta conveniente. Y, por consiguiente, ha actuado de forma aceptable sin necesidad de pensar.
La lectura activa
Como ya dijimos al principio, en las siguientes páginas vamos a ocuparnos fundamentalmente del desarrollo de la destreza para leer libros, pero si se ponen en práctica y se siguen fielmente, las reglas que contribuyen a desarrollar tal destreza también pueden aplicarse al material impreso en general, a cualquier clase de material legible: periódicos, revistas, panfletos, artículos y anuncios.
Desde el momento en que cualquier tipo de lectura supone una actividad, toda lectura es, en cierto grado, activa. La lectura totalmente pasiva es imposible, pues no podemos leer con los ojos inmóviles y el cerebro adormecido. Por tanto, al comparar la lectura activa con la pasiva el objetivo que perseguimos consiste, en primer lugar, en destacar el hecho de que la lectura puede ser más o menos activa, y, en segundo lugar, que cuanto más activa, tanto mejor. Un lector es mejor que otro en proporción a su capacidad para una mayor actividad en la lectura y con un mayor esfuerzo. Es mejor cuanto más exige de sí mismo y del texto que tiene ante sí.
Pero si bien en sentido estricto no puede darse una lectura totalmente pasiva, muchas personas piensan que, en comparación con la escritura y con el discurso hablado, leer y escuchar son actividades completamente pasivas. Quien escribe o quien habla tiene que realizar cierto esfuerzo, mientras que quien lee o escucha no tiene que hacer nada. Se considera que leer y escuchar equivalen a recibir comunicación de alguien dedicado activamente a darla o enviarla. En este caso, el error radica en suponer que recibir comunicación es como recibir una bofetada o una herencia, o la sentencia de un tribunal de justicia. Por el contrario, quien lee o escucha podría compararse con el jugador que recoge la pelota en el béisbol.
Recoger la pelota es una tarea tan activa como lanzarla o batearla. El jugador que la lanza o la batea es el emisor en el sentido de que su actividad inicia el movimiento de la pelota. El que recoge la pelota o el defensa es el receptor en el sentido de que su actividad le pone punto final, y ambos son activos, si bien sus actividades difieren. Si existe algo pasivo, es la pelota, lo inerte que se pone en movimiento o que se detiene, mientras que los jugadores son activos, pues se mueven para lanzar, batear o recoger. La analogía con la escritura y la lectura resulta casi perfecta. Lo que es escrito y leído, al igual que la pelota, constituye el objeto pasivo común a las dos actividades que comienzan y completan el proceso.
Podríamos llevar esta analogía un poco más lejos. El arte de recoger la pelota equivale a la destreza para recoger cualquier tipo de lanzamiento. Paralelamente, el arte de leer consiste en la destreza para recoger todo tipo de comunicación lo mejor posible.
Hemos de destacar el hecho de que el lanzador y el recogedor de la pelota logran su objetivo únicamente dependiendo de su grado de colaboración, siendo similar la relación entre escritor y lector. El escritor no intenta que no le recojan, que no le entiendan, aunque a veces pueda parecer lo contrario, y de todos modos se produce auténtica comunicación cuando lo que el escritor desea que se reciba llega a posesión del lector. La destreza del escritor y la del lector convergen en un objetivo común.
Salta a la vista que entre los escritores existen diferencias, al igual que entre los lanzadores de béisbol. Algunos escritores ejercen un «control» excelente; saben exactamente qué quieren transmitir y lo transmiten de una forma precisa y exacta. Resultan más fáciles de «coger» que los escritores «descontrolados».
Pero hay un momento en el que la analogía se deshace. La pelota es una unidad simple: o se la coge por completo o no se la coge en absoluto. Sin embargo, un texto escrito es un objeto complejo. Puede ser recibido de una forma más o menos completa, desde el punto mínimo de la intención del autor hasta el máximo. Por lo general, el grado en que lo «coja» el lector dependerá del grado de actividad que dedique al proceso, así como de la destreza con la que ejecute los diferentes actos mentales que el mismo requiere.
¿Qué supone la lectura activa? Volveremos a este punto en muchas ocasiones, pero de momento baste con decir que, con el mismo tema a leer, una persona lo lee mejor que otra, en primer lugar, al leerlo más activamente, y, en segundo lugar, al realizar cada uno de los actos requeridos con mayor destreza. Ambos aspectos están relacionados. Leer supone una actividad compleja, al igual que escribir. Consiste en gran número de actos distintos, todos los cuales han de ejecutarse en una buena lectura. La persona que pueda realizar el mayor número de estos actos será la más dotada para leer.
Objetivos de la lectura: leer para informarse y leer para comprender
Todo el mundo tiene cerebro. Supongamos que una persona en concreto también tiene un libro que desea leer. El libro consiste en lenguaje escrito por alguien con el fin de comunicar algo; el éxito en la lectura será determinado por el grado de recepción de todo lo que el escritor tenía intención de comunicar.
Naturalmente, se trata de una simplificación excesiva. La razón reside en que existen dos posibles relaciones entre el cerebro y el libro, no sólo una, y estas dos relaciones quedan ilustradas por las dos experiencias distintas que se pueden tener al leer el libro.
Por un lado está el libro, y por otro el cerebro. A medida que vamos pasando las páginas, entendemos perfectamente todo cuanto el autor quiere decir o no lo entendemos. En el primer caso, es posible que hayamos obtenido información, pero quizá no hayamos aumentado nuestra comprensión. Si el libro resulta totalmente inteligible de principio a fin, entonces el autor y el lector son como dos mentes con la misma moldura. Los símbolos de la página simplemente expresan el entendimiento común que lector y escritor compartían antes de conocerse.
Veamos la segunda alternativa: el libro no se comprende perfectamente. Supongamos incluso que se comprende lo suficiente como para saber que no se comprende, algo que, por desgracia, no siempre ocurre. Se sabe que el libro quiere decir algo más de lo que se comprende, y, por consiguiente, que contiene algo que puede incrementar nuestra comprensión.
¿Qué hacer entonces? El lector puede darle el libro a alguien que, a su juicio, sepa leer mejor que él, para que le explique los capítulos que no acaba de entender. (Ese «alguien» puede ser una persona viva u otro libro, un libro de texto, por ejemplo). O también puede llegar a la conclusión de que no merece la pena tomarse tantas molestias, que ha comprendido lo suficiente. En cualquiera de los dos casos, el lector no está realizando la tarea lectora que requiere el libro, algo que sólo puede hacerse de una manera. Sin ninguna clase de ayuda externa, hay que seguir trabajando con el libro. Únicamente con el poder de la propia mente, se funciona con los símbolos que se presentan ante nosotros de tal forma que nos elevamos gradualmente desde un estado de comprensión menor hasta otro de comprensión mayor. Tal ascenso, que la mente logra al trabajar en un libro, supone un elevado grado de destreza en la lectura, la clase de lectura que se merece un libro que presenta un reto a la comprensión del lector.
Por consiguiente, podríamos definir el arte de la lectura como sigue: el proceso por el cual la mente de una persona, sin nada con lo que funcionar sino los símbolos de la materia lectora, y sin ayuda exterior alguna[1], se eleva mediante el poder de su propio funcionamiento. La mente pasa de comprender menos a comprender más. Las operaciones que producen este proceso son los diversos actos que constituyen el arte de leer.
Pasar de comprender menos a comprender más mediante el esfuerzo intelectual en la lectura resulta una tarea agotadora. Naturalmente, se trata de una lectura más activa que la que se ha realizado antes, que no sólo conlleva una actividad más variada, sino también una destreza mucho mayor en la ejecución de los diversos actos requeridos; y, desde luego, lo que por lo general se considera de más difícil lectura y, por consiguiente, destinado únicamente a los mejores lectores, es lo que suele merecer y requerir este tipo de lectura.
Existe una diferencia más profunda que la ya señalada entre la lectura para obtener información y la lectura para obtener comprensión. A continuación intentaremos exponerla, y para ello hemos de tomar en consideración esos dos objetivos de la lectura, porque la línea divisoria entre lo que es legible de una forma y lo que debe leerse de otra parece en muchas ocasiones confusa. En la medida en que es posible separar estos dos objetivos de la lectura, podemos utilizar el término «lectura» en dos sentidos diferentes.
El primer sentido consiste en considerarnos lectores de periódicos, revistas o cualquier otra cosa que, según nuestra capacidad y destreza, nos resulte completamente comprensible de inmediato. Tales cosas pueden contribuir a aumentar nuestro bagaje de información, pero no a incrementar nuestra comprensión, porque tal comprensión se igualaba con ellas antes de comenzar. En otro caso, hubiéramos sentido la perplejidad y la confusión que se producen cuando algo nos supera, siempre y cuando hubiéramos mantenido una actitud honrada y atenta.
El segundo sentido consiste en intentar leer algo que al principio no se comprende plenamente. En este caso, el objeto a leer es mejor o superior que el lector, comunicando el escritor algo que puede incrementar la comprensión de aquél. Tal comunicación entre no iguales debe ser posible, porque de lo contrario una persona jamás podría aprender de otra, ni por mediación del lenguaje hablado ni del escrito. Al decir «aprender» nos referimos a comprender más, no a recordar más información con el mismo grado de inteligibilidad que otras informaciones que ya poseemos.
No existe dificultad alguna de carácter intelectual a la hora de obtener nueva información en el transcurso de la lectura si los hechos nuevos pertenecen a la misma categoría que los que ya se conocen. Una persona que conozca y comprenda algunos de los hechos de la historia estadounidense bajo cierto punto de vista podrá aprehender muchos más hechos, bajo el mismo punto de vista, mediante la lectura en el primer sentido que hemos descrito anteriormente. Pero supongamos que esa persona está leyendo un libro histórico cuyo objetivo no consiste simplemente en proporcionarle el conocimiento de otros hechos, sino también el de arrojar una nueva luz, quizá más reveladora, sobre todos los hechos que ya conoce. Supongamos asimismo que con tal lectura puede acceder a una mayor comprensión de la que poseía antes de comenzar aquélla. Si logra una mayor comprensión, podemos decir que está leyendo en el segundo sentido que hemos descrito, y que se ha elevado mediante su actividad, si bien tal elevación fue posible, de forma indirecta, gracias al escritor que tenía algo que enseñar.
¿Cuáles son las condiciones bajo las que se da este tipo de lectura, la lectura destinada a la comprensión? Hay dos. En primer lugar, la desigualdad inicial en la comprensión. El escritor debe ser «superior» al lector en cuanto a la comprensión, y su libro debe transmitir de forma legible las percepciones que posee y de las que carecen sus lectores potenciales. En segundo lugar, el lector debe ser capaz de superar esta desigualdad en cierta medida, quizá en pocas ocasiones plenamente, pero aproximándose a la igualdad con el escritor. En la medida que se aproxime a la igualdad se logrará claridad de comunicación.
En definitiva, sólo podemos aprender de nuestros «mejores» y debemos saber quiénes son y cómo aprender de ellos. La persona que posee este tipo de conocimiento domina el arte de la lectura en el sentido del que se ocupa la mayor parte del presente libro. Cualquiera que sepa leer probablemente tiene cierta habilidad para leer de esta forma, pero todos sin excepción podemos aprender a leer mejor y a obtener mejores resultados mediante nuestros propios esfuerzos, aplicándolos a materiales más provechosos.
No quisiéramos dar la impresión de que siempre resulte fácil distinguir los hechos, que desembocan en una mayor información, y las percepciones, que llevan a una mayor comprensión, y hemos de admitir que, en ocasiones, una simple lista de hechos puede por sí misma llevar a una mayor comprensión. El punto que deseamos destacar es que el presente libro trata del arte de la lectura destinada al incremento de la comprensión. Afortunadamente, si se aprende a conseguir tal incremento, el aumento de información suele producirse por sí mismo.
Naturalmente, la lectura persigue otro gran objetivo además de obtener información y comprensión, el entretenimiento, pero en las siguientes páginas no nos vamos a ocupar mucho del tema. Este tipo de lectura es la que plantea menos exigencias y la que requiere menos esfuerzos. Además, no tiene reglas. Toda persona que sepa leer puede hacerlo para entretenerse siempre que lo desee.
En realidad, cualquier libro que pueda leerse para obtener comprensión o información probablemente también puede leerse para entretenerse, al igual que un libro que puede incrementar la comprensión puede leerse asimismo por la información que contiene. (No cabe la posibilidad de invertir esta proposición: no es cierto que todo libro que pueda leerse por entretenimiento pueda leerse también para obtener comprensión). Tampoco queremos decir que nunca se deba leer un buen libro por puro entretenimiento. De lo que se trata es de que, si el lector desea leer un buen libro para incrementar su comprensión, creemos que podemos ayudarle, y, por consiguiente, el tema del que nos vamos a ocupar es el arte de leer buenos libros cuando el objetivo que se persigue consiste en aumentar la comprensión.
La lectura como aprendizaje: Diferencias entre el aprendizaje mediante la instrucción y mediante el descubrimiento
Obtener más información equivale a aprender, y también llegar a comprender lo que no se comprendía antes, pero existe una diferencia importante entre ambos tipos de aprendizaje.
Estar informado equivale simplemente a conocer algo, a saber que es de una u otra manera. Ser culto significa saber además en qué consiste todo: por qué es de tal manera, qué conexiones tiene con otros hechos, en qué aspectos es igual que otras cosas, en cuáles diferente y así sucesivamente.
Esta distinción parecerá más cercana si la comparamos con las diferencias existentes entre recordar algo y ser capaz de explicarlo. Si recordamos lo que dice un escritor habremos aprendido algo al haberlo leído, y si lo que dice es cierto incluso habremos aprendido algo sobre el mundo; pero ya sea un hecho sobre el libro o un hecho sobre el mundo, con lo aprendido sólo habremos obtenido información si nos hemos limitado a ejercitar la memoria, y no seremos por ello más cultos. Esto se consigue únicamente cuando, además de saber lo que dice un autor, sabemos a qué se refiere y por qué lo dice.
Naturalmente, hay que ser capaz de recordar lo que dice el autor además de saber cómo y por qué. Estar informado constituye un prerrequisito para ser culto, pero no debemos conformarnos con estar simplemente informados.
Montaigne habla de «una ignorancia alfabética que precede al conocimiento y una ignorancia doctoral que viene a continuación». La primera es la ignorancia de quienes, al no conocer el alfabeto, no saben leer; y la segunda, la de quienes han leído mal muchos libros. Según la acertada definición de Alexander Pope, éstos son zopencos librescos, personas tan leídas como incultas. Siempre ha habido ignorantes cultivados que han leído demasiado y no demasiado bien. Los antiguos griegos tenían un nombre muy adecuado para tal mezcla de conocimientos y estupidez que podría aplicarse a las personas de todas las edades que han leído mucho y mal: sofómoros.
Con el fin de evitar semejante error —el de suponer que haber leído mucho equivale a haber leído bien— hemos de tener en cuenta cierta consideración referente a las clases de aprendizaje, que reviste gran importancia para la lectura y su relación con la educación en general.
En diversas épocas de la historia de la educación se ha establecido una diferencia entre el aprendizaje mediante la instrucción y el aprendizaje mediante el descubrimiento. La primera tiene lugar cuando una persona enseña a otra mediante el lenguaje hablado o escrito, pero también se pueden obtener conocimientos sin que nadie nos enseñe. Si no fuera así, y hubiera que enseñar a todos los profesores lo que ellos a su vez van a enseñar, nunca se iniciaría el proceso de adquisición de conocimientos. Por consiguiente, debe producirse el descubrimiento, es decir, el proceso de aprender algo por medio de la investigación, la búsqueda o la reflexión sin necesidad de profesor.
El descubrimiento es a la instrucción lo que el aprendizaje sin profesor al aprendizaje con la ayuda de profesor. En ambos casos, la actividad de aprender continúa en la persona que aprende. Cometeríamos un error al suponer que el descubrimiento constituye un aprendizaje activo, y la instrucción, uno pasivo. No existe el aprendizaje inactivo, al igual que no existe la lectura inactiva.
Lo anterior es tan cierto que, para dejar aún más clara la distinción, podríamos denominar a la instrucción «descubrimiento con ayuda». Sin necesidad de considerar la teoría del aprendizaje como la conciben los psicólogos, salta a la vista que la enseñanza es un arte muy especial, que sólo comparte con otras dos artes, la agricultura y la medicina, una característica muy importante. Un médico puede hacer mucho por un paciente, pero en última instancia es el paciente quien tiene que ponerse bien, quien tiene que recuperar la salud. El agricultor hace mucho por sus cultivos o sus animales, pero en última instancia son éstos los que tienen que crecer en tamaño y calidad. De igual modo, si bien el profesor puede ayudar a sus alumnos de muchas formas, son los alumnos quienes tienen que aprender. El conocimiento tiene que crecer en su mente para que se produzca el aprendizaje.
La diferencia entre aprender mediante la instrucción y aprender mediante el descubrimiento —o, en otras palabras, entre el descubrimiento con y sin ayuda— reside fundamentalmente en la diferencia existente entre los materiales con los que trabaja quien aprende. Cuando se le instruye —cuando está descubriendo con la ayuda de un profesor—, tal persona actúa sobre algo que se le comunica. Realiza operaciones con el discurso, escrito u oral, aprende mediante actos de lectura o de escucha. Obsérvese la estrecha relación entre leer y escuchar. Si pasamos por alto las pequeñas diferencias entre estas dos formas de recibir comunicación, podemos decir que leer y escuchar son el mismo arte, el arte de recibir enseñanzas. Pero cuando el aprendiz no cuenta con la ayuda de un profesor, las operaciones del aprendizaje se realizan con la naturaleza o el mundo, no con el discurso. Las reglas de este tipo de aprendizaje constituyen el arte del descubrimiento sin ayuda. Si empleamos la palabra «lectura» en un sentido amplio, podemos decir que el descubrimiento sin ayuda en sentido estricto —consiste en el arte de leer la naturaleza o el mundo, al igual que la instrucción consiste en el arte de leer libros o, si incluimos la escucha, de aprender a partir del discurso oral.
¿Qué podemos decir sobre el pensamiento? Si con «pensamiento» nos referimos a utilizar la mente con el fin de obtener conocimientos o comprensión, y si el aprendizaje mediante el descubrimiento y el aprendizaje por mediación de la instrucción se pueden considerar las únicas formas de obtener conocimientos, entonces el pensamiento ha de desarrollarse en el transcurso de ambas actividades. Pensamos mientras leemos y escuchamos, al igual que mientras investigamos. Naturalmente, existen distintas formas de pensamiento, tan diferentes como las dos formas de aprendizaje.
El motivo por el que muchas personas consideran que el pensamiento guarda una relación más estrecha con la investigación y el descubrimiento sin ayuda que con el hecho de recibir enseñanzas consiste en que creen que leer y escuchar resultan actividades relativamente fáciles, que no requieren demasiados esfuerzos. Quizá sea cierto que se realizan menos esfuerzos mentales cuando se lee con el fin de informarse o de entretenerse que cuando se trata de comprender para descubrir algo, porque éstos son los tipos de lectura menos activos, lo que no puede aplicarse a la lectura más activa, que requiere un esfuerzo de comprensión. Nadie que haya realizado esta clase de lectura diría que se la puede efectuar sin pensar.
Pensar constituye sólo una parte de la actividad de aprender, porque además hay que utilizar los sentidos y la imaginación. Hay que observar, recordar y construir de una forma imaginativa lo que no puede ser observado; existe una tendencia a destacar el papel que desempeñan tales actividades en el proceso de descubrimiento sin ayuda y a olvidar o restar importancia al lugar que ocupan en el proceso de la enseñanza mediante la lectura o la escucha. Pongamos un ejemplo: muchas personas creen que, aunque un poeta tiene que utilizar la imaginación para escribir sus obras, ellas no tienen que utilizar la suya para leerlas. En definitiva, en el arte de la lectura hemos de incluir todas las destrezas del arte del descubrimiento sin ayuda: deseo de observar, una memoria preparada para realizar sus funciones, amplia imaginación y, naturalmente, una mente educada en el análisis y la reflexión. La razón para ello reside en que la lectura en este sentido equivale al descubrimiento, si bien con ayuda, no sin ella.
Profesores presentes y ausentes
Hasta el momento hemos dado a entender que tanto el leer como el escuchar pueden considerarse aprendizaje con profesores, y hasta cierto punto es cierto. Ambas son formas de instrucción y para las dos hay que dominar el arte de recibir enseñanzas. En diversos sentidos, oír una serie de conferencias es como leer un libro, y oír recitar un poema, como leerlo. Muchas de las normas que se formulan en el presente libro se aplican a tales experiencias. Sin embargo, existe una buena razón para hacer hincapié en situar la lectura en primer lugar y que la escucha ocupe una posición secundaria: que al escuchar se aprende de un profesor que está presente —de un profesor vivo—, mientras que al leer se aprende de un profesor ausente.
Si se le plantea una pregunta a un profesor vivo, probablemente responderá, y si la respuesta produce confusión, podemos evitarnos la molestia de pensar preguntándole qué quiere decir, pero si le planteamos una pregunta a un libro, es el propio lector quien habrá de contestar. En este sentido, un libro puede compararse con la naturaleza o con el mundo, porque cuando se le hace una pregunta, solo contesta en la medida en que el lector lleve a cabo la tarea de pensar y analizar por sí mismo.
Naturalmente, lo anterior no significa que si el profesor responde a una pregunta en concreto ya no haya que seguir trabajando, salvo en el caso de que la pregunta planteada sea simplemente una cuestión de hechos; pero si lo que deseamos es una explicación, o se comprende ésta o no hay explicación alguna. No obstante, cuando se dispone de un profesor vivo, se avanza por el camino que lleva a la comprensión del mismo, algo que no sucede cuando lo único con lo que se cuenta son las palabras del profesor escritas en un libro.
En el colegio, los alumnos leen en muchas ocasiones libros difíciles con la ayuda y la guía de los profesores, pero para quienes no estamos en el colegio (y también para quienes sí lo estamos al intentar leer libros no obligatorios), la educación continuada depende fundamentalmente de los libros, de la lectura sin la ayuda de profesor. Por consiguiente, si estamos dispuestos a continuar aprendiendo y descubriendo, hemos de saber cómo extraer enseñanzas de los libros, precisamente el objetivo prioritario que persigue el presente libro.