15

Ron Fletcher parecía un diácono en la iglesia. Llevaba el pelo con una perfecta raya a un lado, esculpida con lo que parecía una especie de gomina brillante. Vestía traje, como si se dirigiera a una entrevista de trabajo, aunque Jeffrey le había dicho por teléfono que sólo quería hacerle algunas preguntas acerca de Chuck Gaines. Por el olor, Jeffrey dedujo que era fumador. A partir de lo que había encontrado en la taquilla de la oficina de seguridad, dedujo que la nicotina era la menor de sus adicciones.

—Buenos días, señor Fletcher —dijo Jeffrey, sentado delante de él, al otro lado de su escritorio.

Fletcher le sonrió de forma rápida y nerviosa y, a continuación, volvió la cabeza y miró a Frank, que estaba junto a la puerta, como un soldado de guardia.

—Soy el jefe Tolliver —le dijo Jeffrey—. Este es el detective Wallace.

Fletcher asintió, atusándose el pelo. Era el eterno fumador de porros, un hombre de cuarenta años que no había superado la adolescencia.

—Hola. ¿Cómo va todo?

—Muy bien —dijo Jeffrey—. Gracias por venir tan temprano.

—Trabajo de noche —contestó Fletcher, hablando lentamente, con esfuerzo, como consecuencia de toda una vida de canutos—. Suelo acostarme a esta hora.

—Bueno —dijo Jeffrey, y le sonrió—, le agradecemos que haya venido.

Se reclinó en la silla y dejó la mano sobre la mesa.

Fletcher se volvió y miró de nuevo a Frank, que, cuando quería, sabía intimidar, y el viejo policía irguió los hombros para que Fletcher lo supiera.

Fletcher volvió a mirar a Jeffrey, esbozando la misma sonrisa nerviosa de antes.

Jeffrey se la devolvió.

—Yo, eh… —comenzó Fletcher, inclinándose hacia delante, con el codo sobre la mesa—. Supongo que han encontrado la hierba.

—Ajá —le dijo Jeffrey.

—No es mía —se le ocurrió decir a Fletcher.

No obstante, Jeffrey se dio cuenta de que hasta él era consciente de lo mala que era esa excusa. Ron Fletcher ya había cumplido los cuarenta, y, según su ficha laboral, no había tenido un empleo estable que le durara más de dos años.

—Es suya —dijo Jeffrey—. Encontramos sus huellas.

—Maldita sea —gruñó Fletcher, dando una palmada sobre la mesa.

Jeffrey vio sonreír a Frank. Habían encontrado huellas en las bolsas, pero en comisaría no tenían las de Fletcher para poder compararlas.

—¿Qué más vende?

Fletcher se encogió de hombros.

—Vamos a registrar tu casa, Ron.

—¡Oh, tío! —Fletcher descansó la cabeza sobre la mesa—. Esto es una putada. —Levantó la vista, suplicante—. Nunca he tenido problemas con la ley. Tienen que creerme.

—Ya hemos visto tu ficha —dijo Jeffrey.

A Fletcher le tembló la boca. Lo único que había en su ficha era una multa de aparcamiento, pero podía haber algo más que no apareciera porque no se habían presentado cargos. Fletcher pertenecía a una generación que creía que la policía era mucho más poderosa de lo que era en realidad.

—¿A quién la vendías? —preguntó Jeffrey.

—A algunos chavales, tío —dijo Fletcher—. Sólo un poco cada vez para ir tirando, ¿sabe? Nada importante.

—¿Chuck lo sabía?

—¿Chuck? No, no. Claro que no. Tampoco es que controlara mucho, ¿sabe?, pero de haberse enterado de que yo…

—¿Sabes que está muerto?

Fletcher palideció, se le quedó la boca abierta.

Jeffrey dejó pasar el tiempo hasta que Fletcher comenzó a agitarse, nervioso.

—¿Estabas usurpándole el terreno a alguien? —preguntó Jeffrey.

—¿Usurpándole? —repitió Fletcher, y Jeffrey estaba a punto de explicarle lo que significaba la palabra cuando Fletcher le dijo—: No, tío. No sé quién más trapicheaba, pero nadie me dijo nunca nada. Yo vendía muy poco, no creo que le robara el mercado a nadie. De verdad.

—¿Nunca se te acercó nadie y te dijo que no le gustaba lo que hacías?

—Nunca —insistió Fletcher—. Yo iba con cuidado. Sólo le vendía a un puñado de chavales. No pretendía ganar mucho dinero, sólo para poder fumar un poco de hierba.

—¿Sólo hierba?

—A veces alguna otra cosa —dijo Fletcher.

El tipo no era idiota del todo; sabía que la marihuana era un delito relativamente menor comparado con otros narcóticos más fuertes.

—¿A quiénes la vendías?

—No a muchos, sólo tres o cuatro.

—William Dickson —preguntó Jeffrey—. ¿Scooter?

—Oh, no, a Scooter no. Está muerto. Yo no le vendí esa mierda. ¿Por eso me han llamado?

Se agitó, y Jeffrey le indicó que se calmara.

—Sabemos que Scooter traficaba. No te preocupes por Scooter.

—Oh, guau. —Fletcher se llevó la mano al pecho—. Por un momento me ha asustado.

Jeffrey decidió aventurarse.

—Sabemos que le vendías a Andy Rosen.

Fletcher movió la boca, pero no dijo nada. Miró a Frank, luego a Jeffrey, y luego otra vez a Frank.

—Ni hablar —dijo por fin—. Quiero un abogado.

—Un abogado cambiará el tono de esta entrevista, Ron. Si tú traes a tu abogado, yo traeré al mío.

—Ni hablar. Ni hablar.

—Si presento cargos, estás listo. Irás a la cárcel. Sin trato. Y pasarás una buena temporada a la sombra.

—Esto es falso. Es inducción a cometer un delito.

—No es inducción a nada —le corrigió Jeffrey. Técnicamente, puesto que Fletcher había pedido un abogado, se trataba de una simple violación de la ley Miranda, pues no le había leído sus derechos—. No queremos crucificarte, Ron. Sólo queremos saber qué le vendías a Andy Rosen.

—Ni hablar, tío —le desafió Fletcher—. Sé cómo funciona esto. Si se fumó un porro antes de saltar del puente, me cargarán el muerto a mí… quiero decir, a quien le vendiera la mierda.

Jeffrey se inclinó sobre la mesa.

—Andy no saltó. Le empujaron.

—¿Me toma el pelo? —preguntó Fletcher, mirando a Jeffrey y luego a Frank—. Tío, eso está mal. Eso está muy mal. Andy era un buen chaval. Tenía problemas, pero… mierda. Era un buen chaval.

—¿Qué clase de problemas tenía?

—No podía desengancharse —dijo Fletcher, levantando las manos—. Hay personas que quieren y no pueden.

—¿Quería de verdad?

—Yo creía que sí —dijo Fletcher—. Bueno, ya saben. Yo pensaba que lo había dejado.

—¿Hasta?

Fletcher hizo una mueca.

—Oh, no lo sé.

—¿Hasta cuándo, Ron? ¿Intentó comprarte algo?

—No tenía dinero —dijo Fletcher—. Siempre estaba —encorvó la espalda y se frotó las manos—: «Dame un poco de crack y te lo pago el martes».

—¿Y se lo vendías?

—Diablos, no, tío. Andy ya me había estafado antes. Intentaba timar a todo el mundo.

—¿Tenía enemigos por culpa de eso?

Fletcher negó con la cabeza.

—No tenías más que empujarle y te pagaba. El chaval me daba un poco de lástima por eso. Era un tipo duro y toda esa mierda, pero todo lo que tenías que hacer era darle un empujón y ya se ponía: «Muy bien. Aquí tienes el dinero. No me hagas daño». —Fletcher se interrumpió, comprendiendo lo que había dicho—. No es que yo le hiciera daño. Ese no es mi juego, tío. A mí me va el buen rollo, explorar la, ya sabe, la… —Fletcher buscaba la palabra—. No, no es eso. Expandir. Hay que expandir la mente. Abrirse.

—Muy bien —dijo Jeffrey, pensando que si a Fletcher se le expandía más la mente acabaría babeando.

—Me daba pena. Había recibido una buena noticia. Iba a celebrar algo.

Jeffrey miró a Frank de forma significativa.

—¿Qué iba a celebrar?

—No lo dijo —contestó Fletcher—. No lo dijo, y yo no pregunté. Así era Andy. Le gustaba tener secretos. Incluso cuando se iba al váter a cagar, todo era un secreto, como si fuera el jodido James Bond. —Fingió una carcajada—. Y no es que James Bond estuviera jodido.

—¿Qué me dices de Chuck? —preguntó Jeffrey—. ¿Estaba metido en esto?

Fletcher se encogió de hombros.

—No quiero hablar mal de los…

—¿Ron?

Soltó un gruñido, frotándose el estómago.

—Puede que se quedara con algo. Ya saben, por el alquiler y todo eso.

Jeffrey se reclinó en la silla, preguntándose cómo podía estar relacionado Chuck con los recientes asesinatos. Los traficantes de drogas sólo mataban a quienes se cruzaban en su camino, y lo hacían de manera espectacular, para que sirviera de advertencia a posibles rivales. Escenificar las muertes como si fueran suicidios sería algo contrario a su negocio.

El silencio de Jeffrey había puesto nervioso a Fletcher.

—¿Necesito un abogado? —preguntó.

—No si cooperas. —Jeffrey sacó un cuaderno y un bolígrafo. Los puso delante de Fletcher y le dijo—: Sé que este es tu primer delito, Ron. Procuraremos evitar que vayas a la cárcel, pero tienes que decirnos lo que hay en tu apartamento. Si lo registro y encuentro algo que no me hayas mencionado, le diré al juez que te aplique la pena máxima.

—De acuerdo, tío —dijo Fletcher—. Vale. Meta. Tengo un poco de meta debajo del colchón.

Jeffrey le indicó el papel y el bolígrafo.

Fletcher comenzó a anotar una descripción completa de su casa.

—Hay un poco de hierba en la nevera, donde se pone la mantequilla. ¿Cómo llamáis a esa zona?

—¿El compartimento para la mantequilla? —dijo Jeffrey.

—Eso, eso —asintió Fletcher, apuntando en su cuaderno.

Jeffrey se puso en pie, diciéndose que tenía cosas mejores que hacer que estar ahí. Dejó la puerta abierta para poder vigilar a Fletcher desde el pasillo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Frank.

Jeffrey bajó la voz.

—Voy a ir a hablar otra vez con Jill Rosen, a ver qué sabe.

—¿Cómo le va a Lena?

Jeffrey se entristeció al pensar en ella.

—He hablado con Nan Thomas esta mañana. No sé. A lo mejor me paso para ver si quiere presentar cargos.

—No los presentará —dijo Frank, y Jeffrey sabía que tenía razón.

—Podrías hablar con ella —le pidió Jeffrey.

Frank reaccionó como si este acabara de sugerirle que azotara a su madre con un trapo húmedo. Desde la agresión de Lena, Frank no sabía qué actitud tomar con su ex compañera. A veces Jeffrey comprendía la reacción de Frank, pero le parecía inconcebible que un agente abandonara a un compañero. Había policías en Birmingham, a los que Jeffrey no había visto en años, y que si le llamaban, fuera cuando fuese, él cogería el coche y en cuestión de segundos pondría rumbo a Alabama.

—No voy a ordenarte que vayas a verla, pero creo que si le echaras una mano…

Frank tosió en la mano. Jeffrey lo intentó otra vez.

—Lena confía en ti, Frank. Quizá podrías llevarla por el buen camino.

—Me parece que ya ha elegido el camino que quiere tomar.

Su mirada era dura, y Jeffrey recordó lo difícil que había sido separar a Frank de Ethan White el día anterior. De habérselo dejado a Frank, probablemente Ethan White estaría muerto.

—Lena te escuchará —dijo Jeffrey—. Puede que sea tu última oportunidad de aclarar las cosas con ella.

Frank hizo caso omiso de ese comentario tan sutilmente que Jeffrey se preguntó si había llegado a decirlo.

Frank señaló a Fletcher con la mano, que ya iba por la segunda página de su confesión.

—¿Quieres que registre su casa?

—Sí —dijo Jeffrey, consciente de la posibilidad de que Fletcher supiera mentir muy bien—. Arréstalo por la hierba que encontramos en su taquilla. Veremos si podemos acusarle de algo cuando acabe el día.

—¿Y White? —preguntó Frank—. ¿Vas a soltarle?

Jeffrey había llamado al sheriff de Macon para que mantuviera a White encerrado, pues no se fiaba de dejarlo con sus hombres.

—Lo retendré todo lo que pueda, pero si Lena no presenta cargos, no podré hacer nada.

—¿Y el ADN?

—Ya sabes que eso tarda al menos una semana —le recordó Jeffrey—. Y de todos modos, va a dar lo mismo si Lena mantiene que fueron relaciones consentidas.

Frank asintió.

—¿Irás a Atlanta esta noche?

—Sí, probablemente.

Sin embargo, lo último que le había dicho Sara la noche anterior era que la dejara en paz durante unos días. Llegaría el momento en que se lo dijera en serio. Y Jeffrey deseaba con todas sus fuerzas que ese día tardara en llegar.

Jeffrey fue andando a casa de los Rosen-Keller, pues necesitaba tiempo para aclarar las ideas. Su sentimiento de culpa había ido creciendo desde el apuñalamiento de Tessa hasta la agresión de Lena. La noche anterior, en la cárcel, lo único que quería era rodearla con el brazo y hacer que se sintiera mejor. En lo más profundo de su ser sabía que eso era lo último que Lena necesitaba, y lo mejor que podía hacer Jeffrey ahora era descubrir quién había sido el causante de todo. No había pruebas que demostraran que alguien había entrado en la oficina de seguridad. Nadie tenía nada especial en contra de Chuck, aparte de la consensuada idea de que era un gilipollas, y a nadie se le ocurría ninguna razón por la que alguien quisiera matarle. Aun cuando se llevara comisión del trapicheo con drogas de Fletcher, era a este a quien castigarían, no a Chuck.

El Mustang rojo seguía aparcado en el camino de entrada de la casa, allí donde Jeffrey lo había visto por última vez. Llegó hasta la puerta principal y llamó, metiendo las manos en los bolsillos mientras esperaba. Pasaron unos minutos y miró por la ventana, preguntándose si Jill Rosen había abandonado a su marido.

Llamó a la puerta un par de veces más antes de irse. Pero cuando estaba a medio camino cambió de opinión. Se dirigió a la parte de atrás de la casa, al apartamento de Andy. Fletcher había dicho que Andy quería celebrar algo el sábado por la noche. A lo mejor Jeffrey averiguaba por qué el chaval estaba tan contento.

Jeffrey llamó a la puerta del apartamento, pues no quería interrumpir a Jill Rosen si esta estaba recogiendo las cosas de su hijo. Giró el pomo.

—¿Hola? —llamó.

Entró en el apartamento. Al igual que ocurría con la casa principal, quienquiera que había decorado el interior del apartamento de Andy no había vuelto desde entonces. Una alfombra peluda de color naranja cubría el suelo, y las paredes estaban revestidas de pino color oscuro, que ya se despegaba en algunas zonas. Había un cuarto de baño al lado de la puerta, y una salita detrás. Por las paredes, pegados de cualquier manera, había carteles medio rotos de grupos de rap. Dos pirámides de latas de cerveza se elevaban a un metro de altura, flanqueando un televisor de pantalla grande.

Junto a la ventana se veía un caballete, que exhibía un tosco boceto de otro desnudo femenino, este, por suerte, no era al óleo. Jeffrey rebuscó entre el cajón de plástico que estaba en el suelo; contenía accesorios de pintura, y encontró varias latas de disolvente y un par de pinturas en aerosol. En el fondo del cajón encontró dos tubos de pegamento para maquetas y un trapo usado. Lo olió y casi se desmaya del tufo a productos químicos.

—Cristo —dijo Jeffrey.

Bajo el fregadero encontró cuatro latas más de aerosol. En el pequeño cuarto de baño había cuatro latas de líquido para limpiar tazas de váter en aerosol. O bien Andy Rosen era un fanático de la limpieza o se ponía ciego a base de inhalar pegamento y aerosoles. Sara no podía descubrir eso en el análisis toxicológico a no ser que se lo especificara al laboratorio.

Jeffrey registró la habitación buscando más indicios de consumo de drogas. Desperdiciados sobre el suelo había accesorios de videojuegos y varios CD fuera de las fundas. Junto a la tele había un DVD, un vídeo, un reproductor de CD, un sofisticado sintonizador estéreo, y un altavoz de sonido envolvente. O bien Andy traficaba o sus padres habían pedido una segunda hipoteca para comprarle todo eso.

El dormitorio del apartamento estaba separado del resto mediante una serie de biombos de madera. Detrás estaba la cama, arrugada y sin hacer. El olor a sudor y a crema para las manos flotaba en el aire. Junto a la cama había una lamparilla cuya pantalla estaba envuelta en un pañuelo rojo, para crear ambiente. Los cajones y el armario del dormitorio ya habían sido registrados, pero Jeffrey sintió el impulso de buscar otra vez. En el armario colgaban tres o cuatro camisas, y las camisetas se desparramaban de los estantes laterales. En la balda superior había tres pares de tejanos gastados, y Jeffrey los desdobló, hurgando en los bolsillos de los tres antes de volver a arrojarlos al estante. Junto al armario se veían varias cajas de zapatos, y casi todas contenían deportivas nuevas y relucientes. Una de ellas contenía un fajo de fotografías y un montón de viejos boletines de notas de Andy. Jeffrey leyó los boletines, que delataban a un joven mucho más prometedor de lo que había resultado, y luego le echó un vistazo a las fotos. Jill Rosen y Brian Keller permanecían en la misma postura en todas las fotos, y sólo cambiaba el paisaje, montañas rusas y toboganes de agua, el Smithsonian Institute y el Gran Cañón. Andy aparecía en escasas fotografías, y Jeffrey se dijo que había decidido ser el fotógrafo de la familia.

Al fondo de la caja, aparte, había un montón de fotos en blanco y negro. Jeffrey las cogió. La goma elástica que las agrupaba era tan vieja que se le rompió en la mano. La primera mostraba a una joven sentada en una mecedora con un bebé en brazos. Llevaba el pelo cortado en forma de casco de fútbol americano, y con tanta laca que parecía faltarle poco para morir intoxicada, igual que lo llevaba la madre de Jeffrey cuando él iba al instituto.

En otras fotos la mujer jugaba con el niño, el pelo más corto a medida que el pequeño crecía. En total había diez fotos, y acababan cuando el niño tenía unos tres años. Jeffrey se quedó mirando la última fotografía, en la que se veía a la mujer en la mecedora, sola. Miraba a la cámara, y había algo que a Jeffrey le resultaba familiar en la forma de la cara y en las largas pestañas.

Jeffrey giró la foto y leyó la fecha, intentando encajar las piezas. Volvió a mirar a la mujer, preguntándose otra vez por qué le resultaba tan condenadamente familiar.

Sacó el móvil y marcó el número de la oficina de Kevin Blake. Candy contestó después de tres pitidos.

—Hola, encanto —dijo Candy, al parecer complacida de oír su voz—. Estaba a punto de llamarte.

—¿Has localizado a Monica Patrick?

—Sí, señor —afirmó Candy, no tan contenta—. Hace tres años que murió.

Era lo que Jeffrey se temía.

—Gracias por intentarlo.

—De nada —dijo Candy—. No sé de qué habría servido. ¿Vas detrás de algún tipo de escándalo?

—Algo así —concedió Jeffrey, mirando las fotografías como si pudiera obligarlas a ofrecerle una explicación.

—Ya lo hice cuando investigué sus antecedentes —dijo Candy—. Brian no es exactamente Albert Einstein, pero trabaja como una mula. Hace lo que nadie más quiere hacer. Se queda hasta medianoche para asegurarse de que todo está al día. Ahora lo llamamos retentivo anal, pero en aquella época simplemente significaba que poseías una ética del trabajo.

Jeffrey se metió las fotos en el bolsillo y dejó la caja donde estaba.

—Por lo que me dijo su esposa, me pareció que aún es así.

—Bueno, ella debería saberlo —dijo Candy—. Aunque ya es un poco tarde para empezar a quejarse.

Jeffrey cerró la puerta del armario y miró a su alrededor.

—¿A qué te refieres?

—Así fue como se conocieron —dijo Candy—. Jill era su secretaria en Jericho.

—¿Bromeas?

—¿Por qué iba a bromear sobre una cosa así? Ser secretaria no tiene nada de malo.

—No, no es eso —dijo Jeffrey—. Es que ninguno de los dos lo mencionó.

—¿Y por qué iban a mencionarlo? —preguntó Candy, y tenía razón—. ¿Alguna vez te has preguntado por qué ella no adoptó su apellido?

—La verdad es que no —dijo Jeffrey, y oyó cerrarse la portezuela de un coche delante de la casa.

Se dirigió a la salita para mirar por la ventana. Brian Keller estaba inclinado sobre el asiento trasero de un Impala color tostado. Sacó un par de cajas blancas y grandes, apoyándoselas en el muslo mientras cerraba la portezuela del coche.

—¿Jefe? —preguntó Candy.

—Estoy aquí —le dijo Jeffrey, intentando retomar la conversación—. ¿Qué estabas diciendo?

—Digo que probablemente Brian debe de estar tramitando el divorcio.

—¿El divorcio de quién? —preguntó Jeffrey, observando cómo Keller trajinaba las cajas hacia el garaje.

—De la chica con la que estaba casado cuando comenzó a salir con Jill Rosen —le dijo y, a continuación, añadió—. Bueno, ahora ya no debe ser ninguna chica. Probablemente rondará la cincuentena. Me pregunto qué fue del hijo.

—¿Su hijo? —repitió Jeffrey mientras oía los pasos de Keller en las escaleras—. ¿Qué hijo?

—El que tuvo de su primer matrimonio. ¿Me estás prestando atención?

—¿Tiene un hijo de su primer matrimonio? —preguntó Jeffrey, sacando la foto.

—Eso es lo que te estaba diciendo. Un buen día fue y los abandonó. Ni siquiera se lo mencionó nunca a Bert. Te acordarás de Bert Winger: fue decano antes de Kevin. No es que a Bert le importara un pimiento la situación familiar de Brian. Tenía dos hijos de su anterior matrimonio, y deja que te lo diga, esos críos eran la cosa más encantadora que he…

—Debo irme —dijo Jeffrey, colgando el teléfono.

Por fin sabía la causa de que el chaval de la foto le resultara tan familiar.

El viejo dicho era cierto. Una imagen vale más que mil palabras, o, en este caso, un viaje gratis a comisaría en la parte de atrás de un coche patrulla.

Keller entró por la puerta y se sobresaltó al ver a Jeffrey. Casi dejó caer las cajas.

—¿Qué hace aquí?

—Echar un vistazo.

—Ya veo.

—¿Dónde está su esposa? —preguntó Jeffrey.

Keller palideció. Se inclinó y dejó caer las cajas con un golpe sordo.

—Está en casa de su madre.

—Esa no —dijo Jeffrey, mostrándole la fotografía—. La otra.

—Mi otra…

—Su primera esposa —le aclaró Jeffrey, enseñándole otra foto—. La madre de su hijo mayor.