Kevin Blake medía la oficina a pasos, mirando su reloj cada dos minutos.
—Esto es horrible —dijo—. Esto es horrible.
Jeffrey se agitó en su silla, fingiendo prestarle atención. Habían pasado treinta minutos desde que Jeffrey dijera a Blake que Andy Rosen y Ellen Schaffer habían sido asesinados, y el decano no había callado desde entonces. Pero no había hecho una sola pregunta acerca de los estudiantes ni de la investigación. Lo único que le importaba era lo que iba a significar para la universidad, y, de rebote, para él.
Blake hacía aspavientos con las manos con mucho dramatismo.
—No hace falta que te lo diga, Jeffrey, pero este tipo de escándalos pueden hundir a una universidad.
Jeffrey se dijo que no supondría tanto el final de Grant Tech como el cese en el cargo de Kevin Blake. Aunque se le daba bien estrechar manos y pedir dinero, Kevin Blake era demasiado buena persona para dirigir una universidad como Grant Tech. Sus fines de semana de golf y sus comidas para recaudar fondos daban buenos resultados, pero le faltaba agresividad para buscar nuevas fuentes de financiación para sus proyectos de investigación. Jeffrey habría apostado sin pensárselo a que no duraba más de un año en el cargo. Sería desbancado por una mujer enérgica pero madura que empujara esa universidad hacia el siglo XXI.
—¿Dónde está ese idiota? —preguntó Blake, refiriéndose a Chuck Gaines. Habían concertado una reunión a las siete, y Chuck ya llegaba veinte minutos tarde—. Tengo cosas importantes que hacer.
Jeffrey no expresó su opinión sobre el asunto. Consideraba que podría haber pasado media hora más en la cama con Sara en lugar de esperar en el despacho de Blake a que se celebrara una reunión que probablemente sería tan tediosa como improductiva.
—Puedo ir a buscarle —se ofreció Jeffrey.
—No —dijo Blake.
Cogió una pelota de golf de cristal de su escritorio. La arrojó al aire y la recogió. Jeffrey soltó una exclamación, como si estuviera impresionado, aunque nunca había entendido el golf ni tenía paciencia para aprender.
—Este fin de semana participé en el torneo —dijo Blake.
—Sí —repuso Jeffrey—. Lo leí en el periódico.
Debió de responder de forma adecuada, pues a Blake se le iluminó el rostro.
—Dos bajo par —dijo Blake—. Le di una buena paliza a Albert.
—Eso es estupendo —comentó Jeffrey.
Se dijo que quizá no era prudente derrotar al presidente de un banco en ninguna área, y mucho menos jugando al golf. Aunque con Albert Gaines, Blake tenía la sartén por el mango. Siempre podía despedir a Chuck y hacer que su papi le encontrara otro empleo.
—Estoy seguro de que Jill Rosen se alegrará cuando se entere de lo que me has dicho.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Jeffrey.
Era consciente de que había pronunciado el nombre de la mujer con rencor.
—¿No has visto el artículo del periódico? «Psiquiatra de la universidad no consigue echarle un cable a su hijo». Por amor de Dios, qué mal gusto, aunque…
—¿Aunque qué?
—Oh, nada. —Agarró un palo de golf de la bolsa que había en el rincón—. El otro día Brian Keller me insinuó que pensaba dimitir.
—¿Y eso?
Blake lanzó un suspiro de exasperación, retorciendo el palo que tenía en la mano.
—Lleva veinte años chupando de la universidad, y ahora que por fin ha dado con algo importante que podría hacerle ganar un poco de dinero a la universidad, me dice que quiere dimitir.
—¿La universidad no es propietaria de la investigación?
Blake soltó un bufido ante la ignorancia de Jeffrey.
—Cuatro mentiras y sale del apuro y, si no es capaz de eso, todo lo que necesita es un buen abogado, que, con toda seguridad, cualquier compañía farmacéutica del mundo le podrá proporcionar.
—¿Y cuál es su descubrimiento?
—Un antidepresivo.
Jeffrey se acordó del botiquín de William Dickson.
—En el mercado hay toneladas de antidepresivos.
—Esto es un secreto —dijo Blake, bajando la voz, aunque estaban solos—. Brian no ha soltado prenda. —Soltó otra carcajada—. Probablemente por eso quiere sacar más tajada, ese avaricioso cabrón.
Jeffrey esperó a que Blake contestara a su pregunta.
—Es un cóctel farmacológico con una base de hierbas. Esa es la clave del marketing: hacer creer a la gente que es bueno para ellos. Brian afirma que no tiene ningún efecto secundario, pero eso es una chorrada. Hasta una aspirina tiene contraindicaciones.
—¿Su hijo lo tomaba?
Blake pareció alarmado.
—No encontrarías ningún parche en Andy, ¿verdad? Un parche como los de nicotina. Así era como se tomaba, a través de la piel.
—No —admitió Jeffrey.
—Buf. —Blake se secó la frente con el dorso de la mano para exagerar su alivio—. Aún no están a punto para probarlo con seres humanos, pero hace un par de días Brian estuvo en Washington para mostrar sus datos a los jefazos. Estaban dispuestos a cerrarle el grifo en un pispás. —Blake bajó la voz—. Si quieres saber la verdad, yo también tomé Prozac hace un par de años. Aunque no noté nada.
—Hay que ver —dijo Jeffrey, su expresión habitual para no decir nada.
Blake se inclinó hacia el palo, como si estuviera en el campo de golf y no en su despacho.
—No mencionó que Jill se fuera con él. Me pregunto si tienen problemas.
—¿Qué clase de problemas podrían tener?
Blake describió un amplio arco con el palo y miró por la ventana, como si siguiera la trayectoria de la pelota.
—¿Kevin?
—Oh, ella se toma muchos días libres. —Le dio la espalda a Jeffrey, inclinándose sobre el palo—. Creo que, en todos los años que lleva aquí, no ha perdonado ni uno solo de los días que le corresponden por enfermedad. Y días de vacaciones. Más de una vez hemos tenido que descontarle parte del sueldo por tomarse demasiados días libres.
Jeffrey intuyó por qué Jill Rosen se veía obligada a quedarse en casa tantos días al año, pero no se lo dijo a Kevin Blake. Blake miró por la ventana, siguiendo otro lanzamiento imaginario.
—O bien es hipocondríaca o alérgica al trabajo.
Jeffrey se encogió de hombros y esperó a que continuara.
—Se licenció hace diez o quince años —dijo Blake—. Empezó a estudiar tarde. Hoy en día hay muchas mujeres así. Los niños se hacen mayores, mami se aburre, empieza a ir a la universidad de su ciudad y antes de que te des cuenta ya está trabajando en ella. —Le guiñó un ojo a Jeffrey—. No es que no nos guste el dinero extra. La educación para adultos ha sido la columna vertebral de nuestras clases nocturnas durante años.
—No sabía que aquí había educación para adultos.
—Hizo un máster de terapia familiar en Mercer —dijo Blake—. Es doctora en literatura inglesa.
—¿Y por qué no da clases de eso?
—Nos sobran los profesores de literatura. Le das una patada a un árbol y caen media docena. Necesitamos profesores de ciencias y de matemáticas. Los profesores de inglés los puedes comprar a precio de orillo.
—¿Y por qué la contrataron en la clínica?
—Francamente, necesitábamos más mujeres en plantilla, y cuando salió una vacante de orientadora, obtuvo la licencia de terapeuta. Y ha funcionado bien. —Frunció el ceño y añadió—: Cuando va a trabajar.
—¿Y Keller?
—Lo recibimos con los brazos abiertos —dijo Blake, abriendo los brazos para ilustrar la frase—. Venía del sector privado, ya sabes.
—No —contestó Jeffrey—. No lo sé.
Normalmente, los profesores dejaban la universidad para irse al sector privado, donde ganaban más dinero y tenían una posición mejor. Jamás había oído que nadie diera el paso contrario, y así se lo dijo a Kevin Blake.
—Perdimos a la mitad de profesores a primeros de los ochenta. Todos se fueron a las grandes empresas. —Blake dio otro golpe y emitió un gruñido, como si se le hubiera escapado el tiro. Se inclinó sobre su palo otra vez y miró a Jeffrey—. Naturalmente, casi todos ellos volvieron con el rabo entre las piernas unos años más tarde, cuando hubo recortes laborales.
—¿En qué empresa estaba?
—No me acuerdo —contestó Blake, sosteniendo el palo con la mano—. Recuerdo que poco después de que se fuera la compró Agri-Brite.
—¿Agri-Brite, la empresa agrícola?
—La misma —respondió Blake, dando otro golpe—. Brian podría haber ganado una fortuna. Oh —se dirigió a su escritorio y cogió su pluma Waterman de oro—, esto me recuerda algo. Debería llamarlos y preguntarles si quieren visitar la universidad. —Apretó un botón de su teléfono—. ¿Candy? —preguntó a su secretaria—. ¿Puedes conseguirme el número de Agri-Brite?
Sonrió a Jeffrey.
—Lo siento. ¿Qué decías?
Jeffrey se puso en pie, pensando que ya había perdido bastante tiempo.
—Iré a buscar a Chuck.
—Buena idea —dijo Blake.
Jeffrey abandonó el despacho antes de que cambiara de opinión.
Al salir se encontró con Candy Wayne, quien tecleaba en su ordenador. Interrumpió su tarea al ver a Jeffrey.
—¿Ya se va, jefe? Creo que esta es la reunión más corta que ha celebrado el señor Blake desde que llegó.
—¿Llevas un perfume nuevo? —preguntó Jeffrey con una sonrisa—. Hueles como un jardín de rosas.
Candy soltó una carcajada y se echó el pelo hacia atrás. El gesto podría haber resultado atractivo en una mujer que no hubiera rebasado ya los setenta y cinco, pero como ella sí los había superado, a Jeffrey le preocupó que pudiera dislocarse el hombro.
—Perro viejo —dijo Candy.
Las arrugas de su rostro se reunieron en una sonrisa de satisfacción. A Blake le irritaba sobremanera no poder contratar a una putilla de veinte años para que le tomara sus dictados, pero Candy llevaba en la universidad toda la vida. La junta de ex alumnos se libraría antes de Blake que de Candy. En la comisaría, Jeffrey vivía una situación parecida con Marla Simms, aunque él estaba contento de tener a una mujer mayor de secretaria.
—¿Qué puedo hacer por ti, encanto? —le preguntó Candy.
Jeffrey se apoyó en su escritorio, procurando no derribar ninguna de las treinta y pico fotografías enmarcadas de sus bisnietos.
—Dime, ¿qué te hace pensar que quiero algo?
—Porque sólo eres simpático conmigo cuando quieres algo —dijo Candy, e hizo un puchero—. Y nunca se trata de nada bueno.
Jeffrey le sonrió de nuevo, sabiendo que funcionaría a pesar de lo que ella dijera.
—¿Puedes darme el número de Agri-Brite?
Candy se volvió hacia el ordenador.
—¿Qué departamento?
—¿Con quién tendría que hablar para que me informen de alguien que trabajó en una de sus empresas hace unos veinte años?
—¿Qué empresa?
—Eso no lo sé —admitió Jeffrey—. Brian Keller trabajó allí.
—¿Por qué no lo has dicho antes? —preguntó, y le sonrió con malicia—. Espera un momento.
Se levantó de su silla con agilidad, enfundada en una minifalda ajustada de terciopelo y un top de lycra. Cruzó la oficina sobre unos tacones tan altos que habrían roto los tobillos de cualquier mujer, y se echó hacia atrás el cabello color platino mientras abría uno de los archivadores. No le sobraba ni un kilo, aunque le colgaba el pellejo del brazo, visible al pasar las carpetas una a una.
—Aquí está —dijo, sacando un informe.
—¿No está en el ordenador? —preguntó Jeffrey mientras se acercaba hasta ella.
—No lo que tú quieres —le dijo Candy, entregándole una hoja de papel.
Leyó la solicitud de empleo de Keller, que contenía algunas notas de Candy pulcramente escritas en el margen. Productos Farmacéuticos Jericho era el nombre de la empresa que Agri-Brite había absorbido, y Candy habló con Monica Patrick, por aquel entonces la jefe de personal, para verificar que Keller trabajó allí y que no lo habían despedido por ningún motivo deshonroso.
—¿Trabajaba en esa empresa farmacéutica? —preguntó Jeffrey.
—Adjunto del subdirector de investigación. Por lo que se refiere al salario, venir aquí no le reportó ningún beneficio.
—Habría ganado más de haberse quedado.
—¿Quién sabe? —preguntó ella—. Esos torpedos de las fusiones de los ochenta te recortaban el salario a la mitad y se quedaban tan anchos. —Se encogió de hombros—. Algunos podrían considerar inteligente largarse en ese momento. No hay como la universidad para recompensar a los mediocres.
—¿Le calificarías de mediocre?
—No se puede decir que dejara huella.
Jeffrey leyó en voz alta los comentarios mecanografiados de Keller.
—«Es mi deseo volver a los conceptos básicos de la investigación científica. Estoy harto del mezquino mundo de la empresa privada».
—Y se fue a una universidad. —Candy soltó una fuerte y larga carcajada—. Ah, la ignorancia de la juventud.
—¿Cómo podría ponerme en contacto con Monica Patrick?
Candy se llevó un dedo al labio, pensativa.
—No creo que siga trabajando ahí. Cuando hablé con ella, su voz parecía la de Matusalén. —Le echó una mirada a Jeffrey que indicaba que no quería oír ningún comentario—. Apuesto a que puedo hacer unas cuantas llamadas y averiguar su número actual.
—Oh, no puedo permitir que hagas eso —dijo Jeffrey, aunque con la esperanza de que lo hiciera.
—¡Tonterías! —exclamó Candy—. Tú no sabes cómo tratar a los babosos de las grandes empresas. Estarías más perdido que un cojo en un maratón.
—Probablemente tienes razón —concedió Jeffrey—. No es que no te lo agradezca, pero…
Candy miró a su espalda para comprobar que la puerta del despacho de Blake estuviera cerrada.
—Entre tú y yo, nunca me ha gustado ese hombre.
—¿Por qué?
—Hay algo en él —dijo Candy—. No sé qué es exactamente, pero hace tiempo aprendí que las primeras impresiones son las acertadas, y la primera impresión que me produjo Keller fue que se trataba de un cretino en el que no se podía confiar.
—¿Y su mujer? —preguntó Jeffrey, pensando que debería haber hablado con Candy el día antes.
—Bueno —dijo, dándose unos golpecitos en el labio con unos dedos perfectamente manicurados—. No lo sé. Lleva mucho tiempo con él. A lo mejor ese Keller tiene algo que yo no he sabido ver.
—A lo mejor —dijo Jeffrey—. Pero creo que voy a confiar en tu instinto. Los dos sabemos que eres la persona más inteligente de la universidad.
—Y tú eres un demonio —apostilló Candy, aunque Jeffrey se dio cuenta de que a ella le complacía el calificativo—. Si tuviera cuarenta años menos…
—Ni me mirarías a la cara —le dijo Jeffrey, besándola en la mejilla—. Avísame cuando tengas el número.
Jeffrey no supo si Candy emitía un leve ronroneo o se aclaraba la garganta.
—Lo haré, jefe. Lo haré.
Jeffrey se marchó antes de que ella dijera algo que los avergonzara a los dos, y bajó por las escaleras en lugar de esperar al ascensor. La distancia entre el edificio de la administración y la oficina de seguridad era corta, pero Jeffrey se encaminó hacia allí dando un lento paseo. Hacía una semana que no corría, y tenía el cuerpo aletargado, los músculos tensos y agarrotados. La tormenta de la noche anterior había causado algunos daños, y había escombros por doquier. Los encargados de mantenimiento del campus iban de un lado a otro, recogiendo basura, limpiando la acera con un líquido a presión en el que habían puesto tanta lejía que a Jeffrey comenzó a escocerle la nariz. Fueron lo bastante avispados como para limpiar primero las zonas que rodeaban los edificios principales, donde la gente que trabajaba allí era más susceptible de quejarse del estropicio.
Jeffrey sacó su cuaderno de notas, las repasó y se puso a pensar en cómo aprovecharía mejor el día. Lo único que podía hacer en ese momento era hablar con algunos padres y volver a registrar las residencias. Quería hablar con Monica Patrick, si aún vivía, antes de tener otra charla con Brian Keller. La gente no dejaba un empleo bien remunerado en el sector privado para cobrar menos y dar clases. Tal vez Keller había falsificado datos o quería ascender muy deprisa y con pocos escrúpulos. Jeffrey debía preguntar a Jill Rosen por qué su marido había dejado el empleo. Ella mencionó que quería empezar una nueva vida. A lo mejor ya lo había hecho antes y sabía lo difícil que era. Aun cuando no le dijera nada nuevo, quería hablar con la mujer y saber si podía hacer algo para ayudarla.
Jeffrey se guardó el cuaderno en el bolsillo y abrió la puerta de la oficina de seguridad. Los goznes chirriaron sonoramente, pero apenas fue consciente de ello.
—Maldita sea —susurró Jeffrey, mirando a su espalda para ver si alguien más lo había visto.
Chuck Gaines estaba tendido en el suelo, las suelas de los zapatos de cara a la puerta. Tenía un tajo en la garganta que parecía una segunda boca, y lo que le quedaba del esófago colgaba como otra lengua. Había sangre por todas partes: las paredes, el suelo, el escritorio. Jeffrey levantó la mirada, pero no había sangre en el techo. Chuck debía de estar agachado cuando le rajaron, o quizá sentado ante el escritorio. Las sillas estaban derribadas.
Jeffrey se arrodilló para poder mirar bajo la mesa sin contaminar la escena del crimen. Vio el brillo de un largo cuchillo de caza bajo la silla.
—Maldita sea —repitió, furioso.
Conocía ese cuchillo. Era de Lena.
Frank estaba hecho un basilisco, y Jeffrey no podía culparle.
—No puede ser ella —dijo Frank.
Jeffrey tamborileó los dedos sobre el volante. Estaban sentados delante de la residencia donde vivía Lena, sin saber qué hacer.
—Viste el cuchillo, Frank. Frank se encogió de hombros.
—Y qué.
—Le había rajado el cuello a Chuck.
Frank dejó escapar el aire entre los dientes.
—Lena no es una asesina.
—Esto podría estar relacionado con lo de Tessa Linton.
—¿Cómo? Lena estaba con nosotros. Persiguió a ese cabrón por el bosque.
—Y lo perdió.
—Matt no creía que hubiera aflojado el paso.
—Lo aflojó cuando se torció el tobillo.
Frank negó con la cabeza.
—Ese tal White… ese sí que puede haberlo hecho.
—A lo mejor lo reconoció en el bosque y tropezó a propósito para que él pudiera escapar.
Frank negó con la cabeza.
—Francamente, no me la imagino haciendo eso.
Jeffrey quería decirle que a él tampoco le parecía plausible. Sin embargo, dijo:
—Viste el cuchillo que Lena llevaba en la tobillera. ¿Me estás diciendo que no es como el que encontramos bajo el escritorio?
—Podría ser otro.
Jeffrey le recordó que habían ido hasta casa de Lena por culpa de las pruebas forenses.
—Sus huellas están en el cuchillo, Frank. Con sangre. O estaba allí cuando le rebanaron el cuello a Chuck y tocó el cuchillo o lo esgrimía cuando ocurrió. No hay otra explicación.
Frank miró el edificio sin pestañear. Jeffrey se dio cuenta de que estaba haciendo cábalas acerca de cómo exculpar a Lena. Él había tenido la misma reacción hacía menos de media hora, cuando el ordenador identificó tres huellas de Lena. Incluso entonces Jeffrey sacó la ficha e hizo que el técnico las comparara punto por punto.
Jeffrey levantó la vista al ver a un profesor salir de la residencia.
—¿No ha salido en toda la mañana?
Frank negó con la cabeza.
—Dame una explicación convincente de por qué sus huellas estaban en ese cuchillo y te aseguro que nos vamos ahora mismo.
Frank parecía furioso. Llevaba una hora larga sentado delante de la residencia, intentando encontrar algo que exonerara a Lena.
—Esto no está bien —dijo, pero, sin más dilación, abrió la portezuela del coche y salió.
La residencia se hallaba casi desierta, pues casi todos los profesores estaban en clase. Al igual que en la mayoría de universidades, la actividad disminuía al acercarse el fin de semana, y siendo inminentes las vacaciones de Semana Santa, muchos estudiantes ya se habían reunido con sus familias. Jeffrey y Frank no encontraron a nadie en el pasillo que conducía a la vivienda de Lena. Se quedaron delante de la puerta, y Jeffrey se dio cuenta de que el pomo estaba torcido, al ser abierto de una patada el día anterior. Si Jeffrey, hubiera encontrado algo de que acusar a Lena, si su instinto le hubiera permitido creer que era culpable, tal vez Chuck Gaines estaría vivo.
Frank se puso a un lado de la puerta, con la mano en el arma, sin desenfundar. Jeffrey llamó dos veces.
—¿Lena?
Transcurrieron unos segundos, y acercó el oído a la puerta para escuchar.
Volvió a llamarla antes de abrir la puerta.
—¿Lena?
—Mierda —masculló Frank, desenfundando la pistola.
Jeffrey hizo lo mismo, y su intuición le obligó a abrir la puerta de una patada antes de ver que Lena se estaba poniendo los pantalones. No parecía tener la intención de hacerse con ningún arma.
Jeffrey verbalizó la pregunta que Frank hubiera deseado formular.
—¿Qué coño te ha pasado?
Lena se aclaró la garganta. Estaba llena de moretones.
—Me caí —dijo con voz ronca.
Sólo llevaba puestos los pantalones y un sujetador blanco, que resaltaba sobre su piel olivácea. Con recato, se cubrió el pecho con las manos. La parte superior de los brazos estaba salpicada de marcas de dedos de color morado, como si alguien la hubiera agarrado con demasiada fuerza. Y en el hombro había una señal que parecía un mordisco.
—Jefe —dijo Frank.
Había esposado a Ethan White y lo sujetaba por el brazo. El chaval estaba vestido, a excepción de los calcetines y los zapatos. Tenía la cara llena de golpes, y el labio partido.
Jeffrey cogió una camisa del suelo para ofrecérsela a Lena. Pero detuvo el gesto al comprender que tenía una prueba en la mano. La blusa estaba manchada de sangre.
—Cristo —susurró, intentando que Lena le mirara—. ¿Qué has hecho?