Lena ahogó un bostezo al salir del cine con Ethan. Horas antes se había tomado un Vicodin y, aunque no conseguía aliviarle en demasía el dolor de muñeca, se sentía amodorrada.
—¿En qué piensas? —preguntó Ethan; una frase que muchos hombres utilizaban cuando querían que quien hablara fuera la mujer.
—En que más vale que consiga averiguar algo en esta fiesta —le dijo Lena, inyectando un tono de velada amenaza en su voz.
—Ya veo —dijo—. ¿Ha hecho algo más ese poli?
—No —contestó Lena.
Aunque después de tomar el café con Ethan volvió a casa, en su identificador de llamadas aparecían cinco efectuadas desde la comisaría. Sólo era cuestión de tiempo que Jeffrey se presentara en su casa y, cuando lo hiciera, más le valdría a Lena tener algunas respuestas si no quería sufrir las consecuencias. Durante la película se había convencido de que Chuck no la despediría aunque Jeffrey se lo dijera, pero había otras cosas peores que ese gordo cabrón podía hacerle. A Chuck le encantaba ponerle las cosas difíciles, y, aunque su trabajo era una porquería, aún podía hacerla sufrir mucho más.
—¿Te ha gustado la película? —preguntó Ethan.
—La verdad es que no —dijo Lena, pensando en qué haría si el amigo de Andy no se presentaba.
Al día siguiente tendría que hacer un hueco en su agenda para tener una charla con Jill Rosen. Lena habló con la criada de la mujer y dejado tres mensajes, pero la doctora no le había llamado. Lena tenía que saber qué le había dicho a Jeffrey. Incluso había rebuscado en el fondo de su armario y encontrado el maldito contestador por si la doctora la llamaba esa noche mientras estaba fuera.
Lena levantó la vista al cielo, inhalando profundamente para despejarse la cabeza. Necesitaba a alguien con quien poder hablar de todo eso, pero no tenía a nadie en quien confiar.
—Bonita noche —dijo Ethan, pensando probablemente en que Lena disfrutaba de la contemplación de las estrellas—. Luna llena.
—Mañana lloverá —dijo Lena, abriendo y cerrando el puño. Una fea magulladura negroazulada le rodeaba la muñeca allí donde Ethan la había agarrado, y Lena estaba segura de que había algo roto. Le dolía el hueso cuando se llevaba la mano al costado, y la hinchazón casi le había impedido abrocharse el puño de la camisa. Llevó la muñeca vendada hasta que Ethan llamó a la puerta, pero que se la llevara el diablo si iba a confesarle que aún le dolía.
El problema era que Lena no cobraba hasta el lunes. Si se iba a urgencias a hacerse una radiografía, los cincuenta dólares que le exigiría su aseguradora como pago compartido dejarían su cuenta corriente a cero. Supuso que no había ningún hueso roto, pues podía mover la mano. Si el lunes seguía doliéndole, entonces ya se preocuparía. De todos modos, era diestra y, además, había vivido durante dos días con unos dolores peores que ese. Casi era tranquilizador; le recordaba que seguía viva.
Como si pudiera leerle el pensamiento, Ethan le preguntó:
—¿Cómo tienes la muñeca?
—Bien.
—Lo siento. Es que —pareció buscar las palabras adecuadas no quería que te fueras.
—Bonita manera de demostrarlo.
—Siento haberte hecho daño.
—No importa —murmuró Lena.
Hablar de la muñeca había hecho que le doliera más. Antes de salir de su habitación, Lena se guardó otro Vicodin y un Motrin de ochocientos miligramos en el bolsillo en caso de que el dolor fuera a más. Mientras Ethan observaba a un grupo de chavales en el aparcamiento del sindicato de estudiantes, se tragó el Motrin sin agua, y se puso a toser porque se le desvió por el conducto equivocado.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Ethan.
—Sí —dijo ella, golpeándose el pecho con la mano.
—¿Estás cogiendo frío?
—No —contestó Lena, tosiendo—. ¿A qué hora empieza esa fiesta?
—Ya debería estar en marcha.
Se dirigió hacia un sendero que surgía entre dos arbustos. Lena sabía que era un atajo que cruzaba el bosque y desembocaba en los colegios mayores del oeste del campus, pero no quería meterse por ahí de noche, ni con luna llena.
Ethan se volvió al ver que ella no le seguía:
—Por aquí llegaremos antes.
Por razones obvias, Lena se mostraba reacia a seguir a alguien hacia una zona oscura y apartada. A primera vista, Ethan parecía lamentar haberle hecho daño, pero Lena ya había descubierto que su temperamento era tornadizo.
—Vamos —dijo Ethan, en tono de broma—. No tendrás miedo de mí, ¿verdad?
—Que te den —dijo Lena, obligándose a andar.
Se llevó la mano al bolsillo de atrás, con la esperanza de que semejara un movimiento fortuito. Sus dedos rozaron la navaja de diez centímetros, y se sintió más segura sabiendo que estaba ahí.
Ethan aminoró el paso para que ella pudiera ir a su lado y le preguntó:
—¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí?
—No.
—¿Cuánto?
—Unos meses.
—¿Te gusta tu trabajo?
—Es un trabajo.
Ethan pareció captar el mensaje y siguió caminando. Pero volvió a rezagarse unos minutos después. Lena veía la sombra de su cara, pero no podía leer su expresión. Pareció sincero al decir:
—Siento que no te gustara la película.
—No es culpa tuya —dijo Lena, aunque él había elegido una película francesa subtitulada.
—Pensé que te gustaría este tipo de películas.
Lena se preguntó si había habido alguien en la historia universal que pudiera estar más equivocado.
—Cuando tengo ganas de leer —dijo—, cojo un libro.
—¿Lees mucho?
—No mucho —dijo Lena, aunque últimamente se había enganchado a las novelas de amor ñoñas de la biblioteca de la facultad. Lena escondía los libros detrás del estante para los periódicos para que nadie los sacara antes de que ella los hubiera acabado. Se habría cortado el cuello antes de permitir que Nan Thomas se enterara de la basura que leía.
—¿Y las películas? —insistió Ethan a pesar de las lacónicas respuestas de Lena—. ¿Qué películas te gustan?
Lena intentó no parecer enfadada.
—No lo sé, Ethan. Las que tienen pies y cabeza.
El muchacho captó la indirecta y se calló. Lena miraba al suelo, procurando no tropezar. Aquella noche se había puesto sus botas camperas, y no estaba acostumbrada a andar con tacones, aunque fueran bajos. Vestía tejanos y una camisa verde oscura abotonada hasta abajo, y se había aplicado un poco de lápiz de ojos como concesión a salir al mundo real. Se había dejado el pelo suelto para que Ethan se enterara de lo poco que le importaba su opinión.
Ethan vestía unos tejanos holgados, pero seguía llevando manga larga, esta vez una camiseta negra. Ella sabía que no era la misma camiseta de antes, porque le llegaba el olor a detergente de lavandería, con un toque de lo que parecía colonia almizclada. Unas botas de trabajo con puntera de acero y aspecto industrial completaban el conjunto, y Lena se dijo que si lo perdía en el bosque, podría seguirle el rastro gracias a la profunda huella que dejaban las suelas en la tierra.
Al cabo de pocos minutos llegaron a un claro que había detrás del colegio mayor de los chicos. Grant Tech era bastante anticuado, y sólo una de las residencias era mixta, pero, al tratarse de una universidad, los estudiantes habían encontrado una manera de saltarse las reglas, y todo el mundo sabía que Mike Burke, el profesor responsable de la residencia de chicos, estaba sordo como una tapia, y era bastante improbable que oyera a las chicas que entraban y salían furtivamente a todas horas. Lena se dijo que aquella noche debían de haberle robado el sonotone y encerrado al profesor en un armario, pues la música procedente del edificio sonaba tan fuerte que el suelo temblaba bajo sus pies.
—Esta semana el doctor Burke está en casa de su madre —le explicó Ethan, con una sonrisa—. Ha dejado su número por si le necesitamos.
—¿Esta es tu residencia?
Ethan asintió mientras caminaba hacia el edificio.
Lena le detuvo, levantando la voz por encima de la música para decirle:
—Cuando estemos ahí dentro trátame como si fuera tu acompañante, ¿entendido?
—Eso es lo que eres, ¿o no?
Lena le dirigió una mirada que esperó respondiera a su pregunta.
—Venga.
Ethan echó a andar de nuevo y ella le siguió.
Mientras se acercaban a la residencia, a Lena el ruido se le hizo insoportable. Todas las luces del edificio estaban encendidas, incluyendo las de las habitaciones del piso superior, reservadas para el director del colegio. La música era una mezcla entre tecno europeo y acid jazz con unas gotas de rap, y Lena se imaginó que los oídos comenzarían a sangrarle en cualquier momento a causa del nivel de decibelios.
—¿No les preocupa que vengan los de seguridad? —preguntó Lena.
Ethan sonrió ante la pregunta, y ella frunció el ceño, admitiendo que era una suposición absurda. Casi todas las mañanas, cuando aparecía en el trabajo, se encontraba al que hubiera estado de turno por la noche acostado en el camastro de la habitación de atrás, tapado con una manta hasta la barbilla, y con señales de baba en el almohadón de haber estado durmiendo toda la noche. Sabía que aquella noche Fletcher estaba de guardia. De todos los vigilantes nocturnos, era el peor. En los escasos meses que Lena llevaba trabajando allí, Fletcher no había anotado ni un incidente en su cuaderno. Naturalmente, muchos delitos nocturnos quedaban sin denunciar o pasaban desapercibidos a causa de la oscuridad. Lena había leído en un panfleto informativo que menos del cinco por ciento de todas las mujeres violadas en los campus universitarios informaban de la agresión a la policía. Alzó los ojos hacia el colegio mayor, preguntándose si alguna muchacha estaría siendo violada en ese momento.
—¡Hey, Green!
Un joven que era un poco más alto y recio que Ethan le lanzó el puño contra el hombro. Ethan devolvió el golpe e intercambiaron un complicado apretón de manos que casi parecía una de esas antiguas danzas sureñas.
—Lena —dijo Ethan, forzando la voz para que se oyera por encima de la música—. Este es Paul.
Lena esbozó su mejor sonrisa, preguntándose si ese sería el amigo de Andy Rosen.
Paul la miró de arriba abajo, para comprobar si tenía un polvo. Ella hizo lo mismo, y le hizo saber por la expresión de su rostro que no cumplía sus exigencias. Era un guapo insulso, como muchos de esos adolescentes que sólo han puesto un pie en la edad adulta. Llevaba una visera amarilla al revés, y una mata de pelo rubio descolorido y muy corto asomaba en la coronilla. Llevaba un chupete de niño y un puñado de amuletos que parecían de la colección de la señorita Pepis colgando de una cadena de metal verde. Vio que ella contemplaba sus abalorios y se llevó el chupete a la boca, chupándolo sonoramente.
—Qué hay —dijo Ethan dándole un puñetazo en el hombro a Paul, comportándose como si fueran colegas—. ¿Dónde está Scooter?
—Dentro —dijo Paul—. Probablemente intentando que quiten esta mierda de música para negros.
Hizo una pose, moviendo las manos al ritmo de la música. Lena se puso tensa al oír la manera en que dijo «para negros», pero procuró disimularlo. Pero no lo debió conseguir, porque Paul le preguntó:
—¿Te molan los negratas o qué? —añadió en un marcado dialecto que sólo utilizaría un cerdo racista.
—Cállate, tío —dijo Ethan, lanzándole un puñetazo más fuerte que el de antes.
Paul se rió, pero el golpe le hizo recular hacia un grupo de gente que caminaba hacia el bosque, y se puso a soltar consignas racistas hasta que estuvo lo bastante lejos para que la música ahogara sus palabras.
Ethan seguía con los puños apretados, y los músculos de los hombros se le marcaban bajo la camiseta.
—Capullo de mierda —escupió.
—¿Por qué no te calmas? —preguntó Lena, pero el corazón se le aceleró cuando Ethan se volvió hacia ella.
Su cólera la atravesó como un láser, y Lena se llevó la mano al bolsillo de atrás, tocando el cuchillo como si fuera un talismán.
—No le hagas caso, ¿entendido? Es un idiota —dijo Ethan.
—Sí —contestó Lena, intentando relajar la situación—, lo es.
Ethan le lanzó una mirada compungida, como si le pareciera muy importante que ella lo creyera antes de que entraran en la residencia.
La puerta principal estaba abierta, y había un par de estudiantes. Lena no supo de qué sexo eran, pero se imaginó que si quedaba por ahí unos segundos más, lo vería por sí misma. Pasó junto a ellos, evitando su mirada, intentando identificar el peculiar olor que flotaba en el ambiente. Después de siete meses trabajando en la universidad, conocía muy bien el olor de la marihuana, pero no era eso.
En la entrada, un largo vestíbulo central con una escalera conectaba los tres pisos, y dos pasillos más, perpendiculares, daban acceso a las habitaciones y los dormitorios. La residencia tenía la misma distribución que las otras del campus. La unidad en donde vivía Lena era muy parecida, excepto por el hecho de que todas las habitaciones de la residencia de la facultad poseían una suite con su propio cuarto de baño y una salita que también hacía las veces de cocina americana. Aquí había dos estudiantes por habitación, y cuartos de baño comunitarios al final de cada pasillo.
Cuanto más se acercaban Ethan y Lena al final del pasillo, más claramente identificaba dos de los olores que había en el aire: a orines y vómitos.
—Tengo que pararme aquí un momento —dijo Ethan, deteniéndose frente a una puerta en la que había una pegatina que rezaba «RESIDUOS PELIGROSOS»—. ¿Te importa?
—Te esperaré fuera —contestó Lena, apoyándose contra la pared.
Ethan se encogió de hombros, metió la llave en la cerradura y sacudió la puerta hasta que se abrió. Lena no entendió por qué se molestaba en cerrarla. Casi todos los residentes del campus sabían que bastaba con sacudir los pomos con la fuerza suficiente para que las puertas se abrieran solas. La mitad de los robos denunciados no mostraban indicios de que se hubiera forzado la puerta.
—Vuelvo enseguida —dijo Ethan antes de entrar y cerrar la puerta.
Lena observó el tablón para recados que había pegado en la puerta mientras esperaba. La mitad era un tablero de corcho, y la otra una pizarra para escribir con rotulador. En el corcho había varias notas pegadas con chinchetas que Lena no tuvo curiosidad de desdoblar y leer. En la pizarra blanca, alguien había escrito: «Ethan la chupa muy bien», y al lado había un dibujo de lo que parecía un mono deforme con un bate de béisbol o un pene erecto en su mano de tres dedos.
Lena suspiró, preguntándose qué coño estaba haciendo allí. Tal vez lo mejor era que al día siguiente fuera a comisaría a hablar con Jeffrey. Tenía que haber una manera de convencerle de que no estaba implicada en el caso. Debería volver a casa ahora mismo, servirse una copa e intentar dormir, y así, a la mañana siguiente, tendría la cabeza despejada para trazar un plan de actuación. Pero también podía quedarse y charlar con el amigo de Andy, con lo que al fin podría tener algo para Jeffrey que le demostrara que actuaba de buena fe.
—Lo siento —dijo Ethan al volver, con la misma pinta que cuando entrara en el cuarto.
Se preguntó qué habría estado haciendo, pero le faltó curiosidad para preguntar. Probablemente había supuesto que ella entraría con él, y que podría seducirla con sus encantos juveniles. Lena se dijo que ojalá no pareciera tan tonta como él la consideraba.
—¡Oh, mierda! —exclamó Ethan, borrando el mensaje de la pizarra con la manga—. Hay que ver qué cosas ponen.
—No pasa nada —dijo ella, aburrida.
—De verdad —insistió él—. Dejé de hacer estas cosas en el instituto.
Lena le creyó por un instante, pero se permitió una sonrisa al darse cuenta de que Ethan bromeaba.
Recorrieron el pasillo, y él le preguntó casi gritando:
—¿Te gusta esta canción?
—Desde luego que no —le dijo Lena, pensando de nuevo si no sería mejor dejarlo.
Podía conseguir el nombre del amigo de Andy y que se encargara Jeffrey mañana.
—¿Qué clase de música te gusta? —preguntó Ethan.
—La que no te da dolor de cabeza —contestó Lena—. ¿Vamos a hablar con ese amigo tuyo o no?
—Por aquí.
Ethan le señaló las escaleras de delante.
Un trozo de enlucido se cayó del techo delante de Lena cuando entraron en el pasillo principal, y aunque Lena sólo podía oír la música, supo que el suelo crujía sobre su cabeza.
Arriba había una gran sala comunitaria junto a las escaleras, con una tele y mesas para estudiar, aunque no parecía que en ese momento nadie estuviera estudiando. También había una cocina comunitaria, pero, a juzgar por las otras residencias que Lena había visto, probablemente todo lo que contenía era una vetusta nevera, un microondas con la puerta atascada y máquinas expendedoras. En la segunda planta había menos habitaciones y, aunque estas eran más pequeñas, era la planta más codiciada. Tras haber catado el olor de los cuartos de baño más utilizados del piso inferior, Lena intuyó por qué.
—Por aquí —le chilló Ethan.
Lena le siguió, y se abrieron paso entre la gente sentada en las escaleras. Nadie parecía tener más de quince años, pero todos bebían un brebaje color rosa que contenía tanto alcohol que a Lena le llegó el olor al pasar. Reconoció el tercer aroma del ambiente: licor fuerte.
El pasillo de arriba estaba más concurrido que las escaleras, y Ethan le cogió suavemente la mano para que no se perdiera. Lena tragó saliva ante aquel contacto repentino, y dirigió la mirada hacia la mano que acababa de cogerla. Los dedos eran largos y delicados, casi de chica. La muñeca también era fina, y los huesos le asomaban justo debajo de la manga de la camiseta. La habitación estaba tan atestada y hacía tanto calor que no entendía cómo Ethan no estaba sudando. Tanto daba lo que ocultara bajo las mangas, no valía la pena sudar como un cerdo en una sala en la que había al menos un centenar de personas, todos saltando al ritmo de lo que sólo con muy buena voluntad se podía denominar música.
De pronto la música se detuvo. La sala se quejó al unísono, y siguió una carcajada cuando las luces se apagaron.
A Lena se le encogió el corazón cuando unos desconocidos chocaron con ella. A su lado un hombre susurró algo, y una chica soltó una carcajada. Tras ella, otro individuo apretó el cuerpo contra el de ella, y esta vez el contacto no fue involuntario.
—¡Eh, volved a poner la música! —exclamó alguien.
—¡Un momento! —respondió alguien, y una linterna iluminó el rincón mientras el pinchadiscos intentaba reunir su material. Los ojos de Lena por fin se acostumbraron a la penumbra, y distinguió las formas de la gente que tenía alrededor. Avanzó un poco, y el tipo que tenía detrás la siguió como una sombra. Le puso las manos en la cintura y le susurró: «Hola» al oído.
Lena se quedó helada.
—Vamos a alguna parte —dijo, frotándose contra ella.
Lena intentó decirle: «Basta», pero la palabra se le quedó en la garganta. Se lanzó hacia Ethan, y le rodeó el brazo con las manos antes de darse cuenta de lo que hacía.
—¿Qué? —preguntó Ethan.
Incluso en la oscuridad, ella se dio cuenta de que Ethan miraba a su espalda y comprendía lo que pasaba. Tensó los músculos y lanzó un puñetazo contra el pecho del tipo mientras susurraba:
—Gilipollas.
El tipo reculó, levantando las manos como si fuera un simple malentendido.
—No pasa nada —dijo Ethan a Lena.
La rodeó con sus brazos, protegiéndola de la multitud. Lena debería haberle apartado, pero necesitaba un par de segundos para calmarse antes de que el corazón le saliera por las costillas.
Sin previo aviso, la música comenzó a sonar otra vez y se encendieron las luces. La multitud gritó de entusiasmo y comenzó a bailar otra vez, y sus camisetas blancas y sus dientes se tornaron púrpura por la luz. Unos cuantos utilizaban linternas para deslumbrar a los demás.
—Aquí todos van de pastillas —dijo Lena.
Al menos, le pareció haberlo dicho. La música estaba tan alta que no podía oír lo que decía. Todos estaban colocados de éxtasis, y las luces intensificaban la experiencia. Comprendió la utilidad del chupete de Paul. Era para que no le castañetearan los dientes mientras bailaba.
Ethan gritó por encima de la música:
—Ven por aquí.
La hizo andar hacia atrás. Ella extendió los brazos por detrás, y se detuvo al tocar una pared.
—¿Estás bien? —preguntó Ethan, con la cara muy cerca de la de ella para que pudiera oírle.
—Desde luego —dijo Lena, empujándole el pecho con la mano para hacer un poco de sitio entre los dos.
El cuerpo de Ethan era macizo como una roca, y no se movió.
Ethan le echó el cabello hacia atrás con la mano.
—Ojalá te hubieras peinado con el pelo hacia atrás.
—No tenía con qué sujetármelo —mintió Lena.
Ethan sonrió, contemplando cómo sus dedos se deslizaban entre el pelo de ella.
—Puedo conseguirte un elástico o lo que quieras.
—No.
Ethan dejó caer la mano, obviamente decepcionado. Cambió de tema y le propuso:
—¿Quieres que vaya a hablar otra vez con ese gilipollas?
—No —dijo Lena, pero en parte sí lo quería… algo más que una parte, de hecho.
Le gustaba la idea de que Ethan le midiera las costillas al gilipollas ese que se había frotado contra ella.
—De acuerdo —dijo Ethan.
—Lo digo en serio —dijo Lena, sabiendo que estaría mal mandar a Ethan a por ese tipo—. Aquí todo el mundo va de éxtasis. Probablemente supuso que…
—Muy bien —la cortó Ethan—. Quédate aquí. Traeré algo de beber.
Se fue antes de que Lena pudiera decir nada. Le miró la espalda hasta que desapareció entre la multitud, y se sintió como una colegiala patética. Tenía treinta y cuatro años, no catorce, y no necesitaba que ningún niñato se batiera por ella.
—Hola —dijo alguien, chocando con ella.
Una morena muy animada le ofreció un par de cápsulas verdes, pero Lena las rechazó con la mano, tropezando con otra persona que estaba a su espalda.
—Lo siento —dijo Lena.
Se alejó y chocó con otra persona. Aquella sala comenzaba a agobiarla, y se dio cuenta de que empezaría a gritar si no salían pronto de allí.
Se abrió paso entre el gentío e intentó alcanzar las escaleras, pero la gente se movía contra ella como la resaca del mar. La sala seguía a oscuras, y ella caminaba a tientas, apartando a los demás con la mano hasta que sus palmas se topaban contra pared. Se dio la vuelta, y al ver la luz que había en el otro lado del cuarto se dio cuenta de que se había equivocado de camino. Las escaleras estaban en la otra punta.
—Maldita sea —exclamó, caminando a tientas junto a la pared.
Su mano encontró un pomo y lo empujó, y una luz brillante la hizo parpadear. Los ojos se adaptaron y distinguió a un chaval tendido de espaldas en una cama. Se quedó mirando a Lena con una pícara sonrisa mientras una chica se la chupaba. Le hizo una seña a Lena de que se les uniera, y ella cerró de un portazo, dándose la vuelta y corriendo hasta dar con Ethan.
—Eh —dijo él, apartando su vaso de zumo de naranja para que no se derramara.
El volumen de la música bajó lentamente, Lena supuso que para ayudar al viaje del éxtasis. Fuera como fuese, casi rezó una oración de gracias cuando sus oídos dejaron de dolerle por el ruido.
—No sabía qué querías —dijo Ethan, indicando el vaso—. Este tiene vodka. Lo preparé yo mismo para estar seguro. —Sacó una botella de agua del bolsillo de sus pantalones holgados—. O puedes tomarte esto.
Lena miró el vaso, y la lengua se le retorció en la boca de ganas que tenía de beber.
—Agua —dijo.
Ethan asintió, como si Lena acabara de pasar una prueba.
—Vuelvo enseguida —dijo, dejando el vaso sobre una mesa cercana.
—¿No vas a bebértelo? —preguntó Lena.
—Voy a buscar un poco de zumo. Quédate aquí para que pueda encontrarte.
Lena abrió el tapón de la botella de agua, mientras veía marcharse a Ethan. Dio un prolongado sorbo, manteniendo los ojos abiertos para que nadie pudiera sorprenderla. La mitad de los que bailaban en la pista estaban tan colocados que la otra mitad tenía que sostenerlos en pie.
De pronto se dio cuenta de que había clavado los ojos en la mesa donde Ethan había dejado el vodka. Antes de poder pensárselo dos veces, se acercó y se bebió el contenido del vaso en dos sorbos. Casi todo era vodka, apenas había una gota de zumo para darle color. El pecho se le contrajo cuando bajó el vodka, una lenta llama le llenó el esófago, como si se tragara una cerilla encendida.
Lena se secó la boca con la mano, y sintió un hormigueo en la muñeca dolorida. Intentó recordar a qué hora se había tomado el Vicodin. La película había durado dos horas. Habían tardado media hora en ir a la residencia. ¿Cuánto tiempo debía pasar entre una dosis y otra?
—A la mierda —dijo Lena, y se sacó la pastilla del bolsillo y se la metió en la boca.
Miró a su alrededor buscando algo con qué acompañarla y vio un vaso lleno de aquel ponche color rosa. Observó el vaso, preguntándose qué contendría antes de echar un buen trago. El brebaje sabía a vodka, con suficiente </>sidral de fresa para teñirlo de ese color. No quedaba mucho en el vaso, y Lena se lo bebió, golpeando la mesa con el vaso al acabar.
Lena respiró profundamente tres veces antes de que el alcohol le llegara a la cabeza. Pasaron unos segundos más, y cuando miró a su alrededor se sintió relajada pero ni mucho menos borracha. Eso no era más que una fiesta normal y corriente con un puñado de chavales inofensivos. Había venido con un fin y lo cumpliría. El alcohol la había dejado mucho más tranquila, justo lo que necesitaba. El Vicodin pronto comenzaría a hacer efecto, y volvería a sentirse bien.
La música pasó a ser lenta y sensual, y el ritmo disminuyó. Al parecer alguien había vuelto a bajar el volumen, esta vez a un nivel casi tolerable.
Lena bebió otro sorbo de agua para quitarse la pegajosa sensación de la boca. Chasqueó los labios, mirando los chavales que la rodeaban. Se rió, diciéndose que probablemente era la persona de más edad.
—¿Qué es tan divertido?
Ethan estaba a su lado. Llevaba en la mano una botella de zumo de naranja sin abrir.
Lena negó con la cabeza, sintiéndose mareada. Necesitaba moverse, caminar para eliminar los efectos del alcohol.
—Vamos a buscar a tu amigo.
Él le lanzó una mirada divertida, y ella se ruborizó, preguntándose si Ethan se habría fijado en los vasos vacíos.
—Por aquí —dijo él, intentando guiarla.
—Veo perfectamente —contestó ella, apartándole la mano de un manotazo.
—¿Te gusta más esta música? —preguntó Ethan.
Lena asintió, perdiendo el equilibrio. Si Ethan se dio cuenta, no dijo nada. La llevó hasta un pasillo lateral que conducía a las habitaciones. Lena oía una música distinta en cada habitación, y algunas puertas estaban abiertas, a través de las cuales se veía a muchachos esnifando coca o follando como conejos, dependiendo de cuánta gente hubiera alrededor.
—¿Siempre es así? —preguntó Lena.
—Es porque el doctor Burke está fuera —dijo Ethan—, pero vaya, suele ocurrir a menudo.
—Apuesto a que sí —dijo Lena, lanzando una mirada a otra habitación y arrepintiéndose de inmediato.
—Normalmente, estoy en la biblioteca —afirmó Ethan, aunque ella se dijo que a lo mejor era mentira.
Lena nunca le había visto allí. Desde luego, la biblioteca era bastante grande, y Ethan podía pasar desapercibido. Pero a lo mejor sí estaba allí. A lo mejor la había estado observando desde el primer día.
Ethan se detuvo delante de una puerta que sólo destacaba por la ausencia de pegatinas y notas obscenas.
—¡Eh, Scooter! —gritó Ethan, golpeando la puerta con los nudillos.
Lena bajó los ojos hacia el suelo de madera noble, los cerró e intentó despejarse.
—¿Scoot? —repitió Ethan, golpeando la puerta con el puño, con tanta fuerza que la puerta se dobló hacia atrás en la parte superior, revelando una línea de luz entre la hoja y la jamba—. Vamos, Scooter —dijo Ethan—. Abre, capullo. Sé que estás ahí.
Lena no oía gran cosa de lo que ocurría al otro lado de la puerta, pero dedujo que alguien se estaba moviendo. Pasaron varios minutos antes de que se abriera la puerta, y cuando ocurrió la golpeó, como un cubo de mierda caliente, una oleada del peor olor corporal que había olido en su vida.
—Joder —dijo, llevándose la mano a la nariz.
—Ese es Scooter —dijo Ethan, como si eso explicara el olor.
Lena respiró por la boca, intentando acostumbrarse. «Apestoso» habría resultado un apodo más apropiado.
—Hola —dijo Lena, reprimiendo las arcadas.
Scooter era distinto a los demás chicos de la fiesta. Si estos llevaban el pelo muy corto y tejanos holgados y camiseta, Scooter tenía el pelo negro y largo, y llevaba una camiseta sin mangas azul pastel y unos shorts de un vivo naranja estilo hawaiano. En torno a su bíceps izquierdo había una goma elástica amarilla, y la parte superior del brazo le sobresalía de la compresión.
—Joder, tío —dijo Ethan, tocando la banda elástica—. Vamos. La banda elástica salió disparada del brazo de Scooter y voló por el cuarto.
—Mierda, tío —gruñó Scooter. Les obstruyó el paso, aunque no en actitud amenazante—. Esta tía es un puto policía. ¿Qué hace un poli aquí, tío? ¿Por qué traes a un poli a mi guarida?
—Muévete —dijo Ethan, empujándole suavemente hacia el interior.
—¿Va a arrestarme? —preguntó Scooter—. Espera, tío. —Se agachó y se puso a buscar el torniquete—. Espera, deja que me acabe de meter esto.
—Levántate —dijo Ethan, tirando de la tira elástica de los shorts de Scooter—. Venga, no va a arrestarte.
—No puedo ir a la cárcel, tío.
—No va a llevarte a la cárcel —dijo Ethan, y su voz resonó en el cuarto.
—Vale, de acuerdo —dijo Scooter, permitiendo a Ethan que le ayudara a levantarse.
Scooter le puso la mano en el cuello, y Lena se dio cuenta de que llevaba una cadena amarilla muy parecida a la de Paul, el amigo de Ethan que había conocido antes. De la de Scooter no colgaba ningún chupete, y sí lo que parecía una colección de llaves, unas llaves diminutas como las que suelen tener los diarios de las chicas.
—Siéntate, tío —dijo Ethan, empujándole hasta dejarlo sobre la cama.
—Vale, entendido —contestó Scooter, como si no se diera cuenta de que ya estaba sentado.
Lena entró sin traspasar el umbral, y ahí se quedó, cerca de la puerta, respirando por la boca. En la ventana había empotrado un aparato de aire acondicionado, pero Scooter lo tenía apagado. A los adictos les gusta estar frescos para no sudar la droga demasiado rápido, pero por el olor de Scooter, Lena imaginó que tenía suficiente grasa en el cuerpo para obturar cada uno de sus poros.
La habitación se parecía mucho a las otras: más alargada que ancha, con una cama, un escritorio y un armario a cada lado. Frente a la puerta había dos ventanas grandes, con los cristales empañados de mugre. Pilas de libros y revistas cubrían el suelo, y encima había cartones de comida para llevar y latas vacías de cerveza. En medio del cuarto había una línea de cinta adhesiva azul, probablemente para dividir el espacio. Lena se preguntó cómo el compañero de Scooter podía soportar el olor.
Una pequeña nevera servía de mesilla de noche junto a la cama que ahora ocupaba Scooter. Su compañero de cuarto se había fabricado una más tradicional: plancha de contrachapado sobre dos pilas de bloques de cemento. Probablemente había robado los bloques del solar en construcción que había junto a la cafetería. Hacía dos semanas, Kevin Blake le había enviado un memorándum a Chuck para que buscara los bloques de construcción desaparecidos, pues la empresa constructora iba a cobrárselos.
—No pasa nada —dijo Ethan, haciendo una seña a Lena para que entrara—. Está totalmente colocado.
—Ya veo —contestó Lena, pero no se separó de la puerta abierta.
Scooter era más grande que Ethan en todos los aspectos: más alto y más fuerte. Lena enganchó el pulgar en el bolsillo de atrás, palpando el cuchillo.
Ethan se sentó al lado de Scooter y dijo:
—No hablará contigo si no cierras la puerta.
Lena calculó los riesgos y decidió que no había peligro. Entró y cerró la puerta sin apartar la mirada de los dos.
—No parece capaz de hablar —repuso Lena.
Se sentó en la cama delante de Scooter, pero se detuvo al recordar lo que estaba pasando en las otras habitaciones.
—No te culpo, tío —dijo Scooter, riendo a breves ladridos, como una foca.
Lena miró a su alrededor. Con los accesorios para tomar drogas que había en el cuarto se podía equipar una farmacia. Sobre un taburete colocado al lado de la cama había dos jeringuillas. A su lado, una cuchara con residuos, y una pequeña bolsa con lo que parecían grandes trozos de sal. Habían interrumpido a Scooter en el proceso de preparar ice, la forma más potente de metanfetamina. Era tan pura que ni siquiera hacía falta filtrarla.
—Maldito idiota —espetó Lena.
Ni siquiera su tío Hank, un completo colgado del speed, había tocado nunca el ice. Era demasiado peligroso.
—No sé qué hacemos aquí —le dijo a Ethan.
—Era el mejor amigo de Andy —informó Ethan.
Al oír el nombre de Andy, Scooter se echó a llorar. Lloraba como una chica, abiertamente y sin avergonzarse. Aquella reacción repugnaba y fascinaba a Lena. Y, por extraño que parezca, Ethan parecía compartir sus sentimientos.
—Vamos, Scooter, ponte derecho —dijo, apartando de sí al otro muchacho—. Hostia, ¿qué eres, un maricón?
Le lanzó una mirada a Lena, recordando en el último momento que la hermana de Lena era lesbiana. Lena miró su reloj. Había perdido toda la noche intentando hablar con ese estúpido, y no iba a abandonar ahora. Le dio una patada a la cama y el muchacho pegó un bote.
—Scooter —dijo Lena—. Escúchame.
Scooter asintió.
—¿Eras amigo de Andy?
Volvió a asentir.
—¿Andy estaba deprimido?
Volvió a asentir. Lena suspiró, sabiendo que no debería haberle dado una patada a la cama. Ahora el chico se sentía amenazado y no hablaría.
Lena movió la cabeza en dirección a la nevera.
—¿Tienes algo de beber?
—Oh, sí, tía.
Scooter se puso en pie de un salto, como diciendo «¿Dónde están mis modales?». Se tambaleó antes de volver a mantener el equilibrio y abrió la pequeña nevera. Lena distinguió varias botellas de cerveza y lo que parecía una botella de plástico de litro de vodka sin marca. Entre eso y las drogas, se preguntó cómo conseguía Scooter que no lo echaran de la facultad.
Scooter comenzó:
—Tengo cerveza y algo de…
—Déjame a mí —dijo Lena, apartándole.
A lo mejor, si se tomaba otra copa, sería más dueña de sus actos.
Scooter metió la mano bajo la cama y sacó dos vasos de plástico que habían conocido días mejores. Lena los puso encima de la nevera y tomó la botella de zumo de naranja que le ofreció Ethan. Era un botellín. No habría bastante para los tres:
—Yo no quiero —dijo Ethan, estudiando a Lena como si fuera uno de sus libros de texto.
Lena no le miró mientras preparaba los combinados. Vertió la mitad del zumo de naranja en un vaso y, a continuación, le añadió un poco de vodka. Decidió que ella bebería de la botella de zumo, y rellenó el botellín con alcohol. Tapó la abertura con el pulgar y agitó el contenido para mezclarlo, percibiendo que Ethan la miraba.
Se sentó en la cama de enfrente antes de recordar que no quería sentarse, y miró fijamente a Scooter mientras este bebía.
—Es bueno, tía —dijo Scooter—. Gracias.
Lena mantenía la botella de zumo en el regazo, no quería beber. Deseaba comprobar cuánto podía resistir. A lo mejor, después de todo, no le hacía falta. Quizá sería suficiente tenerla en la mano para que Scooter se sintiera cómodo hablando con ella. Sabía que lo primero que debes hacer en un interrogatorio es establecer cierta complicidad. Con adictos como Scooter, la manera más fácil era hacerle creer que ella también tenía un problema.
—Andy —dijo Lena por fin, consciente de que tenía la boca seca.
—Sí. —Scooter asintió lentamente—. Era un buen chaval.
Lena recordó lo que había dicho Richard Carter.
—He oído que también podía ser un gilipollas.
—Sí, bueno, quien te haya dicho eso es un cretino —le soltó Scooter.
Tenía razón, pero se guardó esa información.
—Háblame de él. Háblame de Andy.
Scooter se reclinó contra la pared y se apartó el pelo de los ojos. Tenía una asombrosa cantidad de granos en la cara. Lena podía haberle dicho que cortarse el pelo, o al menos llevarlo limpio, contribuiría enormemente a que le desaparecieran, pero ahora tenía otras cosas de qué hablar.
—¿Salía con alguien? —le preguntó.
—¿Quién, Andy? —Scooter negó con la cabeza—. No por mucho tiempo.
Levantó su vaso, en señal de que apuraran sus tragos. Lena se lo quedó mirando, sin querer participar.
—Primero habla conmigo —le dijo—, y luego te pondremos más.
—Necesito un chute —afirmó, y extendió el brazo hacia las jeringuillas del frigorífico.
—Espera un segundo —le conminó Ethan, apartándole la mano—. Has dicho que ibas a hablar con ella y lo harás, ¿entendido? Has dicho que le contarías lo que quería saber.
—¿Lo he dicho? —preguntó Scooter, perplejo. Miró a Lena, y esta asintió para confirmarlo.
—Sí, colega —dijo Ethan—. Lo has dicho. Lo has prometido porque quieres ayudar a Andy.
—Sí, vale —dijo Scooter, asintiendo con la cabeza. Tenía el pelo tan asqueroso que no se le movió. Ethan le lanzó una penetrante mirada a Lena.
—¿Te das cuenta de lo que te hace esta mierda en el cerebro? Lena hizo caso omiso de sus palabras.
—¿Andy salía con alguien? Scooter soltó una risita.
—Sí, pero ella no salía con él.
—¿Quién? —preguntó Lena.
—Ellen, tía. La de su clase de arte.
—¿Schaffer? —aclaró Ethan, y el nombre no pareció hacerle mucha gracia.
—Sí, tío, es una calentorra. Ya sabes a qué me refiero. —Scooter le dio un codazo a Ethan—. Está buenísima.
Lena intentó que no se desviara del tema.
—¿Ella salía con alguien?
—Ella nunca saldría con alguien como Andy —dijo Scooter—. Es una diosa. Los simples mortales como Andy no son dignos ni de olerle las bragas.
—Esa tía es un depósito ambulante de semen —dijo Ethan con evidente disgusto—. Probablemente ni sabía que existía.
Scooter soltó otra risita, y le dio otro codazo a Ethan.
—¡A lo mejor Andy está ahí arriba, robando bragas en el cielo!
Ethan frunció el ceño, y apartó a Scooter de un empujón.
—¿Qué? —preguntó Lena, perpleja.
—Maldita sea —dijo Scooter—, he oído decir que se le quedó una cara como si se hubiera tragado un petardo de los gordos.
—¿A quién se le quedó así la cara? —preguntó Lena.
—¡A Ellen! —respondió Scooter, como si fuera evidente—. Se voló la cabeza, tía. ¿De dónde coño sales?
La noticia dejó tiesa a Lena. Se había pasado el día en su habitación, mirando el identificador de llamadas. Nan la había telefoneado un par de veces, pero no había contestado. La muerte de Ellen Schaffer añadía un nuevo escollo a la investigación. Si era un montaje, como la de Andy, Jeffrey sería el doble de duro con ella.
Sin pensar, Lena bebió de la botella. Retuvo el líquido en la boca, saboreándolo antes de tragar. El vodka le quemó al bajar, y notó el trayecto hasta el estómago. Exhaló lentamente, más tranquila, más perspicaz.
—¿Qué me dices del programa de desintoxicación al que lo enviaron sus padres? —preguntó.
Scooter lanzó otra mirada a sus jeringas, pasándose la lengua por los labios.
—Hizo lo que tenía que hacer para salir, ¿sabes? A Andy le gustaba el crack. Eso no podía evitarlo. Una vez te enamoras, acabas volviendo, como si fuera una amante.
Al parecer a Scooter le encantaba la palabra «amante», porque la repitió varias veces, prolongando la eme a cada repetición. Lena intentó reconducirle al tema.
—¿Así que volvió y estaba limpio?
Scooter asintió.
—Sí.
—¿Y cuánto duró así?
—Hasta el domingo —dijo Scooter, y se puso a reír como si hubiera hecho un chiste.
—¿Qué domingo?
—El domingo antes de morir —dijo Scooter—. Todo el mundo sabe que la poli encontró una jeringuilla en su casa.
—Cierto —dijo Lena, diciéndose que Frank se lo hubiera mencionado de ser verdad.
En el campus los rumores se extendían tan deprisa como las enfermedades de transmisión sexual.
—¿No has dicho que le gustaba fumar? —preguntó Lena.
—Sí, sí —dijo Scooter—. Eso es lo que encontraron.
Lena miró a Ethan. Le preguntó a Scooter:
—Anteayer, ¿Andy se metió algo?
Scooter negó con la cabeza.
—No, pero sé que se metía.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque quiso comprarme a mí, tía.
Ethan se tensó.
—Compró una provisión el sábado por la noche y dijo que se lo iba a tomar el domingo —explicó Scooter—. Iba a hacer un viaje en alfombra mágica. Eh, ¿crees que eso es lo que significa la canción?
Lena intentó hacerle volver al tema.
—¿Crees que quería matarse?
Ethan se puso en pie y se acercó a la ventana.
—Sí, no sé —dijo Scooter. De nuevo miró las jeringuillas—. Vino a mi cuarto y me dijo: «Tío, ¿tienes algo?», y yo le contesté: «Joder, Burke se larga la semana que viene, y me estoy preparando a tope», y él no dejaba de repetir: «Dame lo que tengas. Mira, dinero», y yo le decía: «Que te jodan, tío, que no, esta es mi mierda, todavía me debes dinero de antes de irte a desintoxicar, mariconazo», y él…
Lena le interrumpió.
—¿Andy tenía problemas de dinero?
—Sí, como siempre. Su madre le hacía pagar un alquiler y toda esa mierda. ¿Qué tomadura de pelo es esa? Su propio hijo, y le hacía pagarse la ropa y toda la pesca como si estuviera en la puta beneficencia. —Se arregló los shorts—. Ese coche era cojonudo. —Se volvió hacia Ethan—. ¿Viste el automóvil que le había comprado su padre?
Lena intentó que Scooter se centrara.
—¿Tenía dinero el sábado por la noche? ¿Sí o no?
—Joder, no lo sé. Eso creo. Al final pilló algo.
—Creí que le habías vendido tú.
—Joder, no, tía. Ya te lo he dicho, sabía lo que pretendía hacer. A mí no me pillan en esa mierda. Le vendes algo a un tío y la palma de sobredosis y al día siguiente tienes el culo entre rejas acusado de homicidio, y yo no voy a la cárcel, tía. Ya tengo un empleo apalabrado para cuando salga de aquí.
—¿Dónde? —preguntó Lena, sintiendo curiosidad por saber quién coño contrataría a ese patético desecho humano.
Ethan no le dejó contestar.
—¿Sabías que iba a matarse?
—Supongo. —Scooter se encogió de hombros—. Eso es lo que hizo la última vez. Compró una bolsa de mierda y se rajó el brazo con una hoja de afeitar. —Se dibujó una línea en el brazo para ilustrarlo—. Tía, más falso imposible. Sangre por todas partes, ni te lo imaginas. ¿Crees que debería haber dicho algo, tío? Yo no quería meterme en líos…
—Sí, joder —dijo Ethan, acercándose a la cama. Le dio una colleja a Scooter—. Sí, deberías haberle dicho algo. Tú le mataste, capullo, eso es lo que hiciste.
Lena dijo:
—Ethan…
—Vámonos de aquí —ordenó Ethan, abriendo la puerta con tanta fuerza que el pomo melló la pared del golpe.
Lena le siguió, pero cerró la puerta y se quedó en el cuarto.
—¡Lena!
La puerta tembló con los golpes de Ethan, pero ella cerró con llave, con la esperanza de que eso le dejara fuera unos minutos.
—Scooter —dijo, asegurándose de que él le prestaba atención—, ¿quién le vendió las drogas?
Scooter se la quedó mirando.
—¿Qué?
—¿Quién le vendió las drogas a Andy? —repitió—. El sábado por la noche, ¿dónde consiguió las drogas?
—Mierda —dijo Scooter—, no lo sé. —Se rascó los brazos, incómodo ahora que Ethan no estaba—. Déjame en paz, ¿entendido?
—No —negó Lena—. No hasta que me lo digas.
—Tengo mis derechos.
—¿Ah sí? ¿Quieres que llame a la policía? —Tenía la botella en una mano, y cogió las jeringuillas llenas con la otra—. Vamos a llamar a la poli, Scooter.
—Ah, joder, tía, vamos.
Hizo un débil intento de llegar hasta las jeringuillas, pero Lena fue más rápida.
—¿Quién le vendió la droga a Andy?
—Vamos —gimió Scooter. Al ver que eso no funcionaba, capituló—. Deberías saberlo, tía. Trabajas con él.
Lena dejó caer las jeringuillas y casi suelta la botella antes de poder reaccionar.
—¿Chuck?
Scooter se tiró al suelo, recogiendo las jeringuillas como si fuesen dinero encontrado.
—¿Chuck? —repitió Lena.
Estaba demasiado atónita para decir nada más. Echó un trago de vodka y, a continuación, apuró el resto de la botella. Se sentía tan confusa que tuvo que volver a sentarse en la cama.
—¿Lena? —chilló Ethan desde el otro lado de la puerta.
Scooter comenzó a inyectarse. Lena se lo quedó mirando, hipnotizada, mientras se sacaba un poco de sangre y luego se bombeaba la droga en la vena. Tenía el extremo de la banda elástica entre los dientes, y la soltó con un chasquido cuando el émbolo de la jeringa llegó al final.
Scooter soltó un grito ahogado, y todo el cuerpo sufrió una sacudida. Tenía la boca abierta, y el cuerpo le temblaba al entregarse a la droga. Los ojos vagaban sin rumbo, desorbitados, y le castañeteaban los dientes. Le temblaba tanto la mano que la jeringa se le cayó al suelo y rodó debajo de la cama. Lena lo contemplaba, incapaz de desviar los ojos, mientras su cuerpo experimentaba las acometidas del ice en las venas.
—Oh, tía —susurraba Scooter—. Joder, tía. Oh, sí.
Lena contempló la otra jeringa que había en el suelo, preguntándose cómo se sentiría si se dejaba ir, si permitía que la droga controlara su cuerpo durante un rato. O le quitara la vida.
Scooter se puso en pie de un salto tan bruscamente que Lena reculó y se golpeó la cabeza contra la pared.
—Joder, qué calor hace aquí —dijo Scooter, y sus palabras le salían como balas de una ametralladora mientras caminaba por la habitación—. Qué calor, hace demasiado calor para respirar, no sé si puedo respirar, tú puedes respirar, pero no se está mal, no crees.
Parloteaba sin cesar, tirándose de las ropas como si quisiera quitárselas.
—¡Lena! —chilló Ethan.
El pomo sufrió una violenta sacudida, y la puerta se abrió de golpe, golpeando de nuevo la pared.
—¡Gilipollas! —gritó Ethan, empujando a Scooter tan fuerte que, este cayó contra la nevera.
Lleno de energía a causa del speed que le corría por las venas, Scooter se levantó de otro salto, y no dejaba de parlotear acerca de la temperatura de la habitación.
Ethan vio la otra jeringuilla en el suelo y la pisoteó hasta que el plástico se hizo añicos, y el claro líquido formó un charquito alrededor. A continuación, como si previera hasta dónde era capaz de llegar Scooter con tal de colocarse otra vez, deslizó la suela del zapato por el charco hasta que ya no quedó nada que se pudiera recuperar.
Ethan agarró a Lena de la mano y le dijo:
—Vamos.
—¡Mierda! —gritó Lena.
Le había cogido la muñeca dolorida. Casi se desmaya del dolor, pero Ethan no la soltó hasta que no estuvieron en el pasillo.
—¡Capullo! —dijo Lena, golpeándole el hombro con la mano—. Estaba a punto de averiguar algo.
—Lena…
Ella se dio la vuelta para marcharse. Ethan intentó agarrarla del brazo, pero ella fue más rápida.
—¿Adónde vas? —preguntó Ethan.
—A casa.
Lena continuó pasillo arriba, mientras su mente le daba vueltas a lo que le había dicho Scooter. Necesitaba anotarlo todo ahora que aún lo tenía fresco. Si Chuck estaba implicado en algún tipo de red de traficantes de droga, cabía la posibilidad de que se hubiera cargado a Andy Rosen y a Ellen Schaffer para cerrarles la boca. Todas las piezas comenzaban a encajar. Sólo tenía que retenerlas en el cerebro lo suficiente para poder anotarlas.
De pronto, Ethan se acercó a ella.
—Deja que te acompañe a casa.
—No necesito escolta —dijo Lena, mientras se tocaba la muñeca y se preguntaba si se la había roto.
—Has bebido mucho.
—Y lo que me queda —dijo ella, apartando a un grupo de gente que bloqueaba la entrada.
En cuanto lo hubiera anotado todo, nada como un trago para celebrarlo. Unas horas atrás le preocupaba perder el empleo, y ahora estaba en condiciones de quedarse con el puesto de Chuck.
—Lena…
—Vete a casa, Ethan —le ordenó Lena, tropezando con una piedra del jardín.
Se tambaleó pero no cayó.
Él le pisaba los talones, jadeando para mantener el paso.
—Cálmate un poco.
—No tengo por qué calmarme —dijo Lena, y era cierto.
La adrenalina que avanzaba por todo su cuerpo le mantenía la mente despejada.
—Lena, vamos —dijo Ethan, casi suplicando.
Lena tomó un estrecho sendero que discurría entre dos arbustos espinosos, sabiendo que llegaría al colegio mayor de su facultad si atajaba por el patio de la universidad.
Ethan la siguió, pero había dejado de hablar.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
Él no respondió.
—No vas a entrar en mi habitación —dijo ella, apartando una rama baja mientras se dirigía a la entrada principal de su residencia—. Hablo en serio, Ethan.
Él no le hizo caso, y se quedó a su lado mientras ella intentaba abrir la puerta. Pero Lena no tenía coordinación, y no podía encontrar la cerradura. Probablemente se debía al Vicodin, nadando en el mar de alcohol que chapoteaba dentro de su estómago. ¿Cómo se le había podido ocurrir mezclar drogas y alcohol de ese modo? Lena sabía que eso no había que hacerlo nunca.
Ethan le quitó las llaves de un tirón y abrió la puerta. Ella intentó recuperarlas, pero él ya estaba dentro.
—¿Cuál es tu habitación? —preguntó Ethan.
—Dame mis llaves.
De nuevo intentó quitárselas, pero él fue demasiado rápido.
—Eres una capulla —dijo Ethan—. ¿Lo sabías?
—Dame mis llaves —repitió Lena, aunque no quería hacer una escena.
La residencia era tan asquerosa que pocos profesores vivían en ella, pero Lena no deseaba que algún vecino asomara la cabeza.
Ethan estaba leyendo el nombre de Lena en el buzón del vestíbulo. Sin mediar palabra, bajó el pasillo hacia su habitación.
—Basta —ordenó—. Sólo dame…
—¿Qué has tomado? —preguntó, buscando entre sus llaves la que abría la puerta—. ¿Qué eran esas píldoras que te has tragado?
—¡Déjame en paz! —gritó Lena, agarrándole las llaves. Apoyó la cabeza contra la puerta y se concentró en abrir la cerradura. Cuando oyó el chasquido se permitió una sonrisa, que rápidamente le desapareció cuando Ethan la empujó hacia el interior de su cuarto.
—¿Qué píldoras has tomado? —quiso saber.
—¿Me estás vigilando? —preguntó, pero eso era evidente.
—¿Qué has tomado?
Lena se quedó en mitad de la habitación intentando orientarse. No había mucho que ver. Vivía en un antro de dos habitaciones con cuarto de baño privado y una cocina americana que siempre olía a grasa de beicon por mucho que limpiara. Se acordó del contestador, pero cuando miró el indicador de llamadas había un cero bien gordo. Esa zorra de Jill Rosen no la había llamado.
—¿Qué has tomado? —repitió Ethan.
Lena se dirigió al armario de la cocina y dijo:
—Motrin. Tengo calambres, ¿entendido? —pensando que eso le haría callar.
—¿Eso es todo? —preguntó él, acercándosele.
—Tampoco es asunto tuyo —le dijo Lena, sacando una botella de whisky del armarito.
Ethan hizo aspavientos con las manos.
—Y ahora vas a beber un poco más.
—Gracias por la crónica, jovencito —se pitorreó Lena.
Se sirvió una generosa ración y la apuró de un trago.
—Estupendo —dijo él, y ella se sirvió otra copa.
Lena dio media vuelta y espetó:
—¿Por qué no me…?
Se calló. Ethan estaba lo bastante cerca como para tocarla, y la desaprobación emanaba de él como el calor de un incendio forestal.
Él se quedó inmóvil, las manos a los lados.
—No lo hagas.
—¿Por qué no me acompañas? —le preguntó.
—No bebo. Y tú tampoco deberías.
—¿Eres de Alcohólicos Anónimos?
—No.
—¿Estás seguro? —dijo Lena, echando un buen trago y soltando un sonoro «ahhh», como si fuera lo mejor que hubiera probado nunca—. Desde luego te comportas como un alcohólico rehabilitado.
Los ojos de Ethan siguieron el vaso que se llevó a la boca.
—No me gusta perder el control.
Lena se puso el vaso bajo la nariz, inhalando.
—Huele —le dijo, y se lo acercó a la cara.
—Aparta eso —le ordenó, pero él no se movió.
Lena se pasó la lengua por los labios con un chasquido. Ethan era un alcohólico; Lena estaba segura. Su reacción no podía explicarse de otro modo.
—¿Ni siquiera puedes probarlo, Ethan? —dijo Lena—. Venga, Alcohólicos Anónimos es para maricones. No necesitas ir a esas estúpidas reuniones para saber cuándo parar.
—Lena…
—Eres un hombre, ¿o no? Los hombres saben controlarse. Vamos, señor Control.
Lena le apretó el vaso contra los labios, y él cerró aún más la boca. Ni siquiera cuando ella inclinó el vaso, derramándole el líquido ámbar por la barbilla y la camisa, se separaron sus labios.
—Bueno —dijo ella, viendo cómo el alcohol le goteaba por la barbilla—. Qué manera de desperdiciar un buen whisky.
Con violencia, Ethan arrancó la toalla del colgador y se la dio a Lena. Con los dientes apretados le ordenó:
—Límpialo. Ahora.
Lena se quedó estupefacta por su vehemencia. No le costaba nada limpiar aquello, de modo que obedeció, frotándole la camisa y a continuación la bragueta de los pantalones. La encontró tensa, y, sin poder evitarlo, Lena se rió.
—¿Esto es lo que te pone? ¿Mandonear a los demás?
—Cállate —le ordenó Ethan, intentando arrebatarle la toalla.
Ella le dejó coger la toalla. Sin ella, Lena utilizó la mano, aumentando la presión en la bragueta. A Ethan se le puso más dura.
Lena le preguntó:
—¿Ha sido el whisky? ¿Te gusta como huele? ¿Te pone caliente?
—Basta —dijo él, pero Lena le notaba cada vez más empalmado.
—Mierdecilla pervertida —murmuró Lena, y le sorprendió oír el tono burlón de su voz.
—No lo hagas —repuso él, pero no intentó detenerla cuando ella le bajó la bragueta.
—¿Que no haga el qué? —preguntó Lena agarrándosela con la mano.
Era más grande de lo que había imaginado, y había algo excitante en saber que podía darle placer o causarle un intenso dolor.
Lena se la acarició.
—¿Que no haga esto?
—Oh, joder —susurró Ethan, pasándose la lengua por los labios—. Joder.
Lena movió la mano arriba y abajo, observando su reacción. Lena no era precisamente virgen antes de que la violaran, y sabía de manera instintiva cómo hacerle jadear.
—Oh…
Ethan abrió la boca, sorbiendo aire. Extendió los brazos hacia ella.
—No me toques —le ordenó Lena, y se la apretó más fuerte para que supiera que hablaba en serio.
Ethan se agarró a la parte superior de la nevera. Se le aflojaban las rodillas, pero consiguió mantenerse en pie.
Lena sonrió para sus adentros. «Qué estúpidos son los hombres. Con lo fuertes que son, los tienes comiendo de tu palma con tal de que los hagas correrse».
—¿Por eso me seguías como un perrito? —le preguntó Lena.
Ethan se inclinó para besarla, pero Lena apartó la cabeza. Él volvió a jadear cuando Lena le frotó la punta del capullo con el pulgar.
—¿Esto es lo que querías? —preguntó Lena, manteniendo la mano firme, deseando que él le suplicara—. Dímelo.
—No —susurró Ethan.
Intentó ponerle una mano en la cintura, pero ella le tocó en el lugar que sabía lo llevaría al séptimo cielo.
—Dios… —susurró entre dientes Ethan, derribando un vaso del mármol de la cocina mientras buscaba algo a qué agarrarse.
—¿Quieres tirarte a una tía a la que han violado? —le preguntó, como si charlaran—. ¿Quieres contárselo luego a tus amigos?
Ethan negó con la cabeza, los ojos cerrados y concentrado en la mano de ella.
—¿Has hecho una apuesta con alguien? ¿De eso va el asunto?
Ethan le apretó la cabeza contra el hombro, intentando permanecer de pie.
Lena le acercó los labios al oído.
—¿Quieres que pare? —preguntó, y movió la mano más despacio.
—No —susurró él, agitando las caderas para hacerla acelerar.
—¿Qué has dicho? —preguntó Lena—. ¿Has dicho que querías que parara?
Él volvió a negar con la cabeza, jadeando.
—¿Has dicho «por favor»? —preguntó ella, llevándole al límite. Cuando el cuerpo de Ethan comenzó a estremecerse, se paró:
—¿Ha sido eso un «por favor»?
—Sí —exhaló, y le puso una mano encima para hacerla continuar.
—¿Te he dado permiso para tocarme?
Ethan apartó la mano, pero agitó las caderas y comenzó a respirar muy fuerte.
—No te he oído —le insistió Lena—. Di «por favor».
Ethan comenzó a decir la palabra pero se detuvo, gimiendo.
—Dilo —le ordenó ella, y ejerció la presión adecuada para recordarle lo que podía hacerle con la mano.
La boca de Ethan se movió intentando decirlo, pero o respiraba demasiado fuerte o era demasiado orgulloso para pronunciar las dos palabras.
—¿Qué ha sido eso? —susurró Lena, sus labios casi besándole la oreja—. ¿Qué has dicho?
Ethan emitió un sonido gutural, como si algo en su interior se hubiera roto. Lena sonrió cuando él cedió por fin.
—Por favor… —le suplicó Ethan, y como si no fuera suficiente, repitió—: Por favor…
Lena volvía a estar en aquella oscura habitación, echada boca abajo. Unos besos lentos y sensuales descendían por su espalda hasta el espacio donde comenzaba su rabadilla. Estiró el cuerpo, sintiendo cómo le bajaban los pantalones, encantada con la sensación de que le besaran su lugar favorito sin darse cuenta de que no debería ser capaz de sentir esas cosas. Debería tener las manos y los pies clavados al suelo. Debería estar de espaldas.
Se despertó inhalando con brusquedad, saltó de la cama tan rápidamente que cayó al suelo, y se golpeó la cabeza en la pared con tanta fuerza que se quedó aturdida unos segundos.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Ethan.
Lena se levantó y apoyó el cuerpo contra la pared, el corazón desbocado en el pecho. Se llevó las dos manos a los pantalones. Sólo el botón de arriba estaba desabrochado. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué estaba allí Ethan?
—Vete —le dijo con serenidad, a pesar del miedo que le recorría el cuerpo.
Ethan le sonrió y extendió los brazos hacia ella. La cama era de una plaza, Lena casi ni cabía en ella, y él estaba apretado contra la pared del otro lado. Ethan estaba completamente vestido, pero llevaba los tejanos desabrochados, la cremallera a medio bajar.
—¿Qué coño me has hecho? —preguntó Lena, horrorizada ante la idea de que la hubiera tocado, quizás incluso penetrado.
—Eh —dijo Ethan, sin alterarse, como si hablaran del tiempo—. Tranquila, ¿vale?
Se sentó en la cama y volvió a alargar los brazos hacia ella.
—Vete a tomar por culo —le advirtió Lena, apartándole las manos de una palmada.
Él se puso en pie.
—Lena…
—¡Lárgate de mi vista! —chilló con voz ronca.
Ethan bajó la vista, se abrochó los pantalones y se subió la cremallera mientras decía:
—Joder, tampoco vamos a casarnos ni…
Lena le empujó el pecho con fuerza. Él reculó un paso pero no se cayó. En lugar de captar el aviso, dio un paso hacia ella, el rostro inexpresivo, sin mediar palabra al empujarla por los hombros.
Lena se golpeó contra la pared pero se quedó erguida, impresionada por su fuerza bruta. Había imaginado que podría enfrentarse a él, pero el cuerpo de Ethan era como el acero.
Ethan abrió la boca, probablemente para disculparse. La palma de Lena le golpeó de lleno en la cara. El ruido resonó en la habitación y, antes de que Lena reaccionara, él le había devuelto la bofetada, y fuerte.
—¡Cabrón!
Ella fue a por él, esta vez con los puños, pero él le agarró las manos, dominándola con facilidad y empujándola contra la pared.
—Lena… —dijo, inmovilizándole las muñecas.
Ella pensó que le dolería por la lesión anterior, pero estaba tan aterrada a causa de lo que podía haber pasado entre ellos que sólo sentía rabia.
Intentó liberarse, pero él la sujetó con facilidad. Aún llevaba la navaja en el bolsillo, pero sabía que no podía cogerla si no le soltaba las manos. Lena le dio una patada en la rodilla, y él se inclinó, dándole a Lena la oportunidad de golpearle en plena cara. Ethan retrocedió, con las manos en la nariz y la sangre chorreándole entre los dedos. Lena corrió al cuarto de baño y se encerró.
—Oh, Dios —susurró Lena—. Oh-Dios-oh-Dios-oh-Dios.
Le temblaban las manos al desabrocharse los tejanos. Se arañó la piel de las piernas al bajarse los pantalones para ver si la había lastimado. Se buscó magulladuras y cortes, y luego examinó las bragas buscando manchas delatoras, incluso las olió para ver si había rastro de que Ethan se le había acercado.
—¿Lena? —preguntó él, llamando a la puerta.
Tenía la voz apagada, y Lena se dijo que ojalá le hubiese roto la nariz.
—¡Vete! —le ordenó Lena, dando una patada a la puerta, y deseando poder darle una a él igual de fuerte y verle sangrar y quejarse de dolor.
Ethan golpeó de nuevo la puerta, tan fuerte que esta tembló.
—¡Lena, maldita sea!
—¡Lárgate! —chilló ella, la garganta ronca y estridente. ¿Ethan le había puesto el pene en la boca? ¿Aún sentía su sabor?
—Lena, vamos —dijo él, moderando el tono—. Por favor, nena.
Ella sintió que se le revolvía el estómago, y corrió al retrete a vomitar, echando bilis por el suelo. Se puso de rodillas, con unas arcadas tan fuertes que sintió que se le contraían las tripas como si alguien le hubiera metido un puño dentro.
Cerró los ojos para no ver lo que había en la taza, respirando por la boca y procurando no sentir más náuseas.
El ruido de una puerta al abrirse le hizo levantar la vista, pero la del cuarto de baño seguía cerrada.
—Contra la pared —dijo una voz masculina. Reconoció la voz de Frank de inmediato.
—Que te jodan —le replicó Ethan de mala manera.
Enseguida oyó el familiar sonido de alguien impactando contra la pared. Se dijo que ojalá Frank le estuviera haciendo daño. Ojalá le machacara las liendres.
Lena se limpió la boca y escupió en la taza. Se sentó sobre los talones y se llevó una mano al estómago mientras escuchaba lo que sucedía al otro lado de la puerta. Tenía un dolor de cabeza espantoso, y el corazón acelerado.
—¿Dónde está Lena? —preguntó Jeffrey alarmado.
—No está aquí, cabrón —dijo Ethan en un tono tan convincente que incluso ella le creyó—. ¿Dónde está tu puta orden para derribar esa puerta?
Lena se apoyó en el lavamanos y se puso de pie lentamente.
—¿Dónde ha ido? —preguntó Jeffrey preocupado.
—Ha salido a tomar un café.
Lena se miró en el espejo que había sobre el tocador. Un hilo de sangre le caía de la nariz, pero no parecía rota. Tenía un morado bajo el ojo, y se acercó la mano. Pero se detuvo cuando los dedos estaban a pocos centímetros de la cara. Un vivo recuerdo de lo que había ocurrido esa noche atravesó su cerebro como una corriente eléctrica. Había tocado a Ethan con esa mano. La había llevado a la bragueta de él y le había acariciado ahí abajo mientras le miraba a los ojos, observando el efecto que eso le producía, disfrutando de lo que la noche anterior le había parecido poder y esta mañana resultaba vulgar y repugnante.
Lena abrió el grifo del agua caliente, agarrando la pastilla de jabón. Se enjabonó las manos y luego se puso espuma en la boca, intentando recordar si le había besado. Se frotó la lengua con las uñas, y le vino una arcada cuando se le metió jabón en la garganta. Lo había hecho porque estaba borracha. Como una cuba. ¿Qué otra cosa podía impulsarla a hacer algo tan estúpido? Jeffrey llamó suavemente a la puerta.
—¿Lena?
Lena no contestó, y siguió frotándose las manos hasta que le quedaron moradas del calor y la fricción. La muñeca dolorida se le había hinchado hasta ser el doble de gruesa que la otra, pero el dolor no la molestaba, pues era algo que podía controlar. Con la uña enganchó una protuberancia irregular de una de sus cicatrices, y la sangre fue bienvenida. Hurgó en la abertura, intentando desgarrar la piel, deseando poder arrancársela.
—¿Lena? —Jeffrey llamó más fuerte, inquieto—. ¿Lena? ¿Te encuentras bien?
—Déjala en paz —dijo Ethan.
—Lena —repitió Jeffrey, llamando más fuerte. Lena no sabía si estaba preocupado, enfadado, o las dos cosas—. Contéstame. Lena levantó la vista. El espejo resumía la historia de lo que Jeffrey vería: su vómito en el retrete, las manos ensangrentadas goteando en el lavamanos, Lena de pie, temblando de asco y odio hacia sí misma.
—Derriba la puerta —sugirió Frank.
Jeffrey le advirtió:
—Lena, o sales o entro yo.
—Un momento, por favor —exclamó Lena, como si él fuera su pareja y la esperara para salir a cenar.
Lena se sacó la navaja del bolsillo antes de volver a abrochárselos. Había una tablilla suelta en el fondo del botiquín, y metió el arma debajo antes de cerrar el grifo.
Tiró de la cadena del váter mientras hacía gárgaras de elixir bucal, escupiendo una parte y tragándose el resto con la esperanza de que su estómago lo aceptara. Se limpió la nariz con el dorso de la mano, y luego se la frotó en los pantalones. No había manera de abrocharse los puños de la camisa, pero sabía que las mangas ocultarían sus muñecas.
Cuando por fin salió del cuarto de baño, Jeffrey se disponía a derribar la puerta. Frank estaba detrás de Ethan, apretándole la cara contra la pared con tanta fuerza que la sangre de la nariz resbalaba por la pared. Lena se quedó en el umbral. Más allá de donde estaba Jeffrey, veía la zona que servía de salita y la pequeña cocina. Se dijo que ojalá hubiera alguna manera de hacer que todos se fueran a la otra habitación. A Lena ya le costaba mucho dormir por las noches sin tener que enfrentarse al recuerdo de esos hombres en su dormitorio.
Jeffrey y Frank se quedaron paralizados al verla, como si se tratara de una aparición y no de la mujer con la que habían trabajado todos los días durante la última década.
Sin pensarlo, Frank aflojó la presión sobre Ethan y murmuró:
—¿Qué ha pasado?
Lena se cubrió la cicatriz sangrante de la mano y le dijo a Jeffrey:
—Más vale que tengas una orden.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Jeffrey.
—¿Dónde está la orden?
—¿Te ha hecho daño? —inquirió Jeffrey en voz baja.
Lena no contestó. Miraba el edredón limpio, se fijó en que apenas estaba arrugado. La tela era de un color burdeos oscuro, y cualquier mancha se hubiera notado a la legua. Respiró al saber que aquella noche no había pasado nada entre ella y Ethan. Como si lo que ella sabía que había ocurrido no fuera bastante. Lena cruzó los brazos y dijo:
—Salid todos de mi casa. Esto es allanamiento de morada.
—Hemos recibido una llamada —le contestó Jeffrey, y lo dijo como si hubiera venido dispuesto a echar la puerta abajo. Se acercó y miró las fotos que Lena tenía expuestas en el espejo del tocador—. Alboroto doméstico.
Lena sabía que eso era una bola. Su habitación quedaba al extremo del edificio, y su vecino más cercano era un profesor que estaba en un congreso. Aun cuando alguien hubiera telefoneado, Jeffrey no podía haber llegado tan deprisa. Probablemente él y Frank estaban cerca de la residencia y se había servido de la discusión entre Ethan y ella como excusa para derribar la puerta.
—Muy bien —dijo Jeffrey—. ¿Cuál es el problema?
—No sé de qué me hablas —contestó Lena, mirándole fijamente.
—Para empezar, tu ojo. ¿Te ha pegado? —preguntó Jeffrey.
—Me di contra el lavamanos cuando derribaste la puerta. —Se excusó con una irónica sonrisa—. El ruido me asustó.
—Muy bien —dijo Jeffrey. Señaló a Ethan con el pulgar—. ¿Y él?
Lena miró a Ethan, y él le devolvió la mirada por el rabillo del ojo. Lo que había ocurrido entre ellos esa noche era sólo… cosa de ellos dos.
Jeffrey insistió.
—¿Lena?
—Supongo que se lo hizo Frank al entrar —le dijo, sin responder a la severa mirada que aquel le lanzó.
Antes de que la echaran, habían sido compañeros, y conocía a Frank lo bastante para saber que acababa de destruir esa relación. Había quebrantado el código. Tal como se sentía ahora, casi se alegraba.
Jeffrey abrió uno de los cajones superiores del tocador, echó un vistazo y, a continuación, miró fijamente a Lena. Sabía que observaba su funda tobillera, pero no había ninguna ley que impidiera guardar un cuchillo envainado en el cajón de los calcetines.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Lena cuando Jeffrey cerró el cajón de golpe.
Abrió el siguiente cajón, donde Lena guardaba las bragas, y metió la mano, apartando lo que había. Sacó un tanga de algodón negro que Lena no había llevado en años y le lanzó la misma mirada penetrante antes de dejarlo otra vez en el cajón. Lena sabía que estaba buscando prendas similares a la encontrada en la habitación de Andy, tan seguro como que jamás se volvería a poner ninguna de las prendas que Jeffrey había tocado en aquel cajón.
Lena intentó no levantar la voz al preguntar:
—¿Para qué has venido?
Jeffrey cerró el cajón con otro golpe.
—Te lo dije ayer. Hemos encontrado pruebas que te relacionan con un crimen.
Ella extendió los brazos, atónita ante su sangre fría.
—Arréstame.
Jeffrey retrocedió, como ella había supuesto que haría.
—Sólo queremos hacerte un par de preguntas, Lena.
Lena negó con la cabeza. Jeffrey no tenía pruebas suficientes para arrestarla, pues, de lo contrario, estaría sentada en el coche patrulla.
—Podemos llevárnoslo a él —dijo Jeffrey, señalando a Ethan.
—Hazlo —le desafió Ethan.
Lena susurró:
—Ethan, cállate.
—Arréstame —le dijo Ethan.
Frank lo aplastó contra la pared. Ethan tragó aire, pero no se quejó.
Jeffrey parecía pasárselo bien. Se acercó a Ethan y le puso los labios en la oreja.
—¿Qué tal, señor Testigo Ocular? —preguntó.
Ethan forcejeó, pero Jeffrey le sacó la cartera con facilidad. Pasó unas cuantas fotos que había delante y sonrió.
—Ethan Nathaniel White —leyó.
Lena intentó no delatar su sorpresa, pero no pudo evitar que se le separaran los labios.
—Bueno, Ethan —dijo Jeffrey, poniéndole la mano en la nuca y apretándosela—. ¿Qué te parecería pasar la noche en la cárcel? Le susurró algo al oído que Lena no oyó. Ethan se puso tenso, como un animal dispuesto a atacar.
—Basta —le pidió Lena—. Déjale en paz.
Jeffrey agarró a Ethan por el cuello de la camisa y lo arrojó sobre la cama.
—Ponte los zapatos, chico —le ordenó, sacando de una patada sus botas negras de debajo del camastro.
—No tienes ningún cargo contra él —dijo Lena—. Te he dicho que me golpeé con el lavamanos.
—Le llevaremos a comisaría y veremos qué pasa. —Se volvió hacia Frank—. El chaval tiene pinta de culpable, ¿no crees?
Frank soltó una risita.
—No puedes arrestar a alguien por tener pinta de culpable —replicó Lena estúpidamente.
—Ya encontraremos algo para retenerlo.
Jeffrey le guiñó el ojo. Que Lena supiera, Frank nunca se había aprovechado de la ley hasta ese punto. Ahora se daba cuenta de que había ido hasta allí para llevársela a ella, tanto daba quién se entrometiera.
—Suéltale —pidió Lena—. Dentro de media hora empiezo a trabajar. Podemos hablar luego.
—No, Lena —negó Ethan, poniéndose en pie.
Frank le empujó contra la cama con tanta fuerza que el colchón se combó, pero Ethan volvió a incorporarse, con una de sus botas en la mano. Estaba a punto de darle con ella a Frank en la cara cuando Jeffrey se lo impidió con un puñetazo en el hígado. Ethan soltó un gruñido y se dobló, y Lena se interpuso entre los dos para evitar que aquello acabara en un baño de sangre. A Lena se le subió la manga, y Jeffrey le miró la muñeca. Lena dejó caer la mano, y les dijo a los dos:
—Basta.
Jeffrey se agachó y cogió la bota de Ethan, dándole vueltas en la mano. Parecía interesado en el dibujo de la suela.
—Resistencia a la autoridad. ¿Te parece suficiente?
—Muy bien —accedió Lena—. Te concedo una hora.
Jeffrey arrojó las dos botas contra el pecho de Ethan.
—Me concederás todo el tiempo que me salga de los cojones —le dijo a Lena.