17

Sara estaba en el escritorio de Mason, el teléfono sujeto entre el hombro y la oreja mientras escuchaba cómo Jeffrey le relataba lo ocurrido en casa de Nan Thomas.

—Lena llamó a comisaría y Frank le colgó —le relataba Jeffrey—. Se sentía culpable y fue a hablar con ella. Entonces oyó gritar a Richard y corrió hacia la parte de atrás.

—¿Lena está bien?

—Sí —dijo, pero, por su voz, Sara supo que no lo estaba—. Si Richard hubiera sabido cargar una pistola, ahora estaría muerta.

Sara se reclinó en la silla, intentando analizar todo lo que le había contado.

—¿Brian Keller ha dicho algo?

—Nada —dijo Jeffrey; parecía disgustado—. Lo traje para interrogarlo, pero una hora después su mujer apareció con un abogado.

—¿Su mujer? —preguntó Sara, asombrada de que alguien pudiera ser tan autodestructivo.

—Sí —dijo Jeffrey, y Sara comprendió que pensaba lo mismo que ella—. No puedo retenerlo sin cargos.

—Robó la investigación de Sibyl.

—Esta mañana tengo una reunión con el fiscal del distrito y el abogado de la universidad para ver de qué podemos acusarlo exactamente. Supongo que será robo de la propiedad intelectual, puede que fraude. Será complicado, pero imagino que podremos encerrarle. Va a pagar por esto. —Suspiró—. Estoy, acostumbrado a los policías y ladrones. Estos delitos de guante blanco me superan.

—¿No puedes demostrar que fue cómplice de asesinato?

—Esa es la cuestión. No estoy seguro de que lo sea —le dijo Jeffrey—. Tal como lo cuenta Lena, Richard se los atribuyó todos: el de Andy, Ellen Schaffer, Chuck.

—¿Por qué Chuck?

—Richard no acabó de explicarlo. Intentaba que ella se pusiera de su parte. Creo que Lena le caía bien. Le parecía que podía ayudarla.

Sara sabía que Richard Carter no era el primer hombre que intentaba salvar a Lena Adams y fracasaba estrepitosamente.

—¿Qué me dices de William Dickson? —preguntó Sara.

—Muerte accidental, a no ser que encuentres una manera de endosárselo a Richard.

—No —dijo Sara—. ¿En ningún momento implicó a Keller?

—No.

—¿Por qué se inventaría la mentira esa de que tenía una aventura?

Jeffrey volvió a suspirar, evidentemente exasperado.

—Para remover más la mierda, supongo. O a lo mejor pensaba que Brian acudiría a él pidiendo ayuda. ¿Quién sabe?

—La succinilcolina estaba guardada bajo llave en el laboratorio —le informó Sara—. Debería haber un diario en el que se especifique quién la utilizaba. Podrías averiguar los nombres de los que tenían acceso a ella.

—Lo investigaré —dijo Jeffrey—. Pero si los dos tenían acceso, será difícil demostrar que Keller tuvo algo que ver. —Hizo una pausa—. Tengo que decirte, Sara, que si Keller hubiera querido matar a uno de sus hijos, habría sido a Richard, y no con una aguja.

—Es una desagradable manera de morir —dijo Sara, imaginando los últimos minutos de la vida de Andy Rosen—. Primero se paralizan las extremidades, a continuación el corazón y, los pulmones. No afecta al cerebro, de modo que debió de ser consciente de lo que le ocurría hasta el último minuto.

—¿Cuánto tardaría en morir?

—Según la dosis, veinte o treinta segundos.

—¡Dios!

—Lo sé —dijo Sara—. Y es casi imposible encontrarlo en la autopsia. El cuerpo lo asimila muy rápidamente. Ni siquiera existía ningún análisis para encontrarlo hasta hace cinco años.

—O sea que las pruebas que deben realizarse para encontrarla en el organismo deben de ser caras.

—Si eres capaz de relacionar a Keller con la succinilcolina, pediré dinero del presupuesto para hacer el análisis. Y si hace falta lo pagaré yo misma.

—Haré todo lo que pueda —dijo Jeffrey, aunque no parecía muy esperanzado—. Sé que les darás la noticia a tus padres, pero ¿quieres esperar a que yo llegue para decírselo a Tessa?

—Claro —dijo Sara, pero había vacilado al contestar.

Jeffrey esperó antes de decir:

—¿Sabes qué? Tengo muchísimas cosas que hacer. Ya nos veremos.

—Jeffrey…

—No —dijo él—. Quédate con tu familia. Es lo que necesitas en este momento, estar con tu familia.

—Eso no es…

—Vamos, Sara —repuso Jeffrey, y ella se dio cuenta de que estaba dolido—. ¿Qué estamos haciendo?

—No sé. Yo… —Sara buscó algo que decirle, pero no se le ocurrió nada—. Te dije que necesitaba tiempo.

—El tiempo no va a cambiar nada —dijo Jeffrey—. Si no podemos superar esto, algo que hice cinco años atrás…

—Lo dices como si yo fuera la insensata.

—No es eso. No quiero presionarte, es sólo que… —Soltó un gruñido—. Te quiero, Sara. Estoy harto de que salgas a hurtadillas todas las mañanas. Estoy harto de esta chorrada de que estés y no estés en mi vida. Quiero estar contigo. Quiero casarme contigo.

—¿Casarte conmigo?

Se echó a reír, como si le hubiera pedido que fueran a dar un paseo por la luna.

—No sé por qué te parece tan horrible.

—No me parece horrible. Es sólo que… —Otra vez se quedó sin palabras—. Jeff, ya hemos estado casados. Y no salió demasiado bien.

—Sí. Yo también estaba presente, ¿te acuerdas?

—¿Por qué no podemos seguir tal como estamos ahora?

—Quiero algo más que eso —dijo Jeffrey—. Quiero tener un día realmente asqueroso de trabajo y volver a casa y que me preguntes qué hay para cenar. Quiero volcar el cuenco de agua de Bubba en mitad de la noche. Quiero despertarme por la mañana con el sonido de tus palabrotas porque me dejé el suspensorio colgado de la puerta.

Sara sonrió en contra de su voluntad.

—Haces que todo suene tan romántico.

—Te quiero.

—Ya lo sé —dijo Sara y, aunque ella también le amaba, era incapaz de expresarlo—. ¿Cuándo puedes venir?

—Eso es lo que quería oír.

—Quiero que se lo cuentes tú —dijo Sara. Como él no respondiera, añadió—: Van a hacerme preguntas que yo no puedo contestar.

—Ya sabes todo lo que yo sé.

—No creo que sea capaz de contárselo. Creo que en estos momentos no me veo con fuerzas.

Jeffrey esperó un instante antes de decir:

—Me pasaré a eso de las cuatro y media.

—Muy bien. —Sara le dio el número de habitación de Tessa. Estaba a punto de colgar cuando dijo—: ¿Jeff?

—¿Sí?

Ahora que no le había dejado colgar, Sara no sabía qué decirle.

—Nada —dijo—. Te veré cuando llegues.

Jeffrey le concedió unos segundos para añadir algo más, pero al final se despidió.

—Muy bien. Hasta entonces.

Sara se despidió con la sensación de que acababa de caminar sobre una cuerda floja encima de un lago infestado de caimanes. Le habían sucedido tantas cosas esa semana que ni siquiera podía asimilar lo que le había dicho Jeffrey. Quería coger el teléfono y decirle que lo sentía, que le quería, pero también quería llamarle y decirle que se quedara en casa.

Al otro lado de la puerta oía cómo por megafonía llamaban a los médicos y repetían los códigos de urgencia. Unas figuras borrosas pasaron junto al cristal, y sus imágenes centellearon como luces estroboscópicas mientras corrían para ayudar a los pacientes. Era como si hubieran transcurrido cien años desde que ella era una interna. Ahora todo parecía más complicado y, aunque estaba segura de que la vida era tan agobiante como cuando era joven, siempre pensaba en esos días con nostalgia. Aprender a ser cirujano, tratar casos críticos que exigían el empleo de toda su disciplina, había sido algo tan adictivo como la heroína. Todavía le daba un subidón cuando se acordaba de lo que era trabajar en el Grady. En cierto momento de su vida, el hospital había sido más importante que el aire. Hasta su familia parecía poca cosa en comparación.

Tomar la decisión de volver a Grant le había parecido fácil en aquel momento. Quería —necesitaba— estar con su familia, regresar a sus raíces y sentirse segura, volver a ser una hija y una hermana. Había sido muy cómodo asumir el papel de pediatra de una pequeña población, y sabía que le había proporcionado cierta paz poder devolver a esa población todo lo que le había dado de niña y adolescente. Sin embargo, desde que se fuera de Atlanta, no pasaba una semana sin que se preguntara qué habría sido de su vida de haberse quedado. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que lo echaba de menos.

Sara recorrió el despacho de Mason con la mirada, preguntándose cómo sería volver a trabajar con él. Cuando era interno, Mason era muy meticuloso, lo que le convirtió en un cirujano muy bueno. Contrariamente a Sara, dejaba que ese rasgo se traspasara a su vida personal. Era de esos hombres que no podían dejar un plato sucio en el fregadero ni un montón de ropa arrugada en la secadora. La primera vez que Mason visitó su apartamento, casi le da una apoplejía al ver el cesto de ropa sin doblar que llevaba dos semanas en la mesa de la cocina. Cuando Sara se despertó a la mañana siguiente, Mason había doblado la ropa antes de iniciar su turno de las cinco de la mañana.

Un golpe en la puerta sacó a Sara de su ensueño.

—Pase —dijo poniéndose en pie.

Mason James abrió la puerta. Llevaba una caja de pizza en una mano y dos latas de Coca-Cola en la otra.

—Pensé que tendrías hambre.

—Siempre —dijo ella, cogiendo los refrescos.

Mason puso varias servilletas de papel sobre la mesita, sosteniendo en lo alto la pizza mientras decía:

—Les he llevado una a tus padres.

—Has sido muy amable —dijo Sara, dejando las latas sobre la mesa para ayudarle con las servilletas.

Mason le dio la caja de pizza para que pudiera poner las servilletas bajo las latas.

—Cuando ibas a la facultad te encantaba esta pizzería.

—Shroomies —leyó en lo alto de la caja—. ¿De verdad?

—Siempre ibas a comer allí. —Se frotó las manos—. Voilá.

Sara bajó la vista. Mason había alineado las servilletas formando un cuadrado perfecto. Sara le entregó la caja.

—Dejaré que la pongas tú para que quede perfecta.

Mason se rió.

—Hay cosas que nunca cambian.

—No —asintió Sara.

—Tu hermana tiene buen aspecto —dijo Mason, colocando la caja de modo que coincidiera con los ángulos de la mesa—. Camina mucho mejor que ayer.

Sara se sentó en el sofá.

—Creo que mi madre le ha estado insistiendo en que debe caminar.

—Sé lo insistente que puede ser Cathy. —Abrió una servilleta y se la colocó sobre el regazo—. ¿Te llegaron las flores?

—Sí —dijo Sara—. Gracias. Son preciosas.

Mason abrió las latas.

—Sólo quería que supieras que pensaba en ti.

Sara jugó con la servilleta, sin saber qué decir.

—Sara —dijo Mason, apoyando la mano en el respaldo del sofá, detrás de Sara—. Nunca he dejado de amarte.

Sara se sonrojó, un tanto incómoda, pero, antes de que ella pudiera reaccionar, Mason se inclinó hacia ella y la besó. Ante su propia sorpresa, Sara devolvió el beso. Antes de saber lo que estaba ocurriendo, Mason se acercó un poco más, la empujó suavemente sobre el sofá hasta quedar encima de ella. Sus manos se adentraron bajo la blusa de Sara mientras apretaba su cuerpo contra el de ella. Ella le rodeó con los brazos, pero en lugar de la despreocupada euforia que sentía en tales momentos, sólo pensaba en que la persona a la que estaba abrazando no era Jeffrey.

—Espera —dijo Sara, deteniendo la mano de Mason, ya en el botón de sus pantalones.

Mason se incorporó con tanta precipitación que se dio con el cogote contra la pared que había detrás del sofá.

—Lo siento.

—No —dijo ella, abrochándose la blusa, y sintiéndose como una adolescente a la que han pillado en la fila de los mancos—. Soy yo la que lo siente.

—No te disculpes —dijo Mason, colocando el tobillo sobre la rodilla.

—No, yo…

Mason sacudió el pie.

—No debería haberlo hecho.

—No pasa nada —dijo Sara—. Yo tampoco me he resistido.

—Y que lo digas —dijo Mason, soltando un resoplido—. ¡Dios!, cuánto te deseo.

Sara tragó saliva, con la sensación de que tenía demasiada dentro de la boca.

Mason se volvió hacia ella.

—Eres maravillosa, Sara. Me parece que tal vez lo has olvidado.

—Mason.

—Eres extraordinaria.

Sara se sonrojó, y él extendió un brazo y le puso el pelo detrás de la oreja.

—Mason —repitió ella, cogiéndole una mano.

Mason se inclinó para volver a besarla, pero ella le apartó la cara.

Él se echó para atrás con tanta brusquedad como la primera vez.

—Lo siento. Es sólo que…

—No tienes que darme explicaciones.

—Sí, Mason. Quiero que sepas que…

—No, de verdad.

—Deja de decirme que no —le ordenó Sara, y a continuación comenzó a hablar muy deprisa—. Sólo he estado con Jeffrey. Desde que me fui de Atlanta, quiero decir. —Se apartó de él, temiendo que si se quedaba muy cerca volviera a besarla. O peor aún, que ella aceptara el beso—. Desde entonces él ha sido el único.

—Eso parece una costumbre.

—Puede que lo sea —dijo Sara, cogiéndole la mano—. Es posible… No lo sé. Pero esta no es la manera de romper con ella.

Él bajó la mirada hacia las manos de ambos.

—Me engañó —le explicó ella.

—Entonces es un idiota.

—Sí —dijo Sara—. A veces lo es, pero lo que intento decirte es que sé lo que es sentirse engañado, y no quiero ser responsable de que nadie se sienta así.

—Pagar con la misma moneda no es jugar sucio.

—No se trata de un juego —le recordó Sara—. Todavía sigues casado, vivas en el Holiday Inn o no.

Mason asintió.

—Tienes razón.

Sara no había esperado que capitulara tan fácilmente, porque estaba acostumbrada a la empecinada terquedad de Jeffrey, y no a la despreocupada calma de Mason. Entonces se acordó de por qué había sido tan fácil dejar a Mason, al igual que todo lo que había dejado en Atlanta. No había química entre ellos. Mason nunca había tenido que luchar por nada en la vida. Hasta pensó que, más que desearla por sí misma, la deseaba porque era lo que tenía a mano.

—Voy a ver cómo está Tessa —dijo ella.

—¿Y si te llamo?

Si él lo hubiera expresado de otra manera, a lo mejor ella hubiera dicho que sí. Por lo que lo que le contestó fue:

—Mejor que no.

—Muy bien —dijo Mason, ofreciéndole una de sus sonrisas fáciles.

Sara se puso en pie para marcharse, y él no dijo nada hasta que ella no estuvo a mitad de camino de la puerta.

—¿Sara? —Mason esperó a que ella se volviera. Le vio reclinado en el sofá, el brazo aún extendido sobre el respaldo, las piernas cómodamente cruzadas—. Diles a tus padres que se cuiden, de mi parte.

—Lo haré —dijo Sara, y cerró la puerta.

Sara estaba junto a la ventana de la habitación de su hermana, observando cómo el tráfico avanzaba lentamente hacia la ronda que llevaba al centro. La respiración regular de Tessa a su espalda era la música más dulce que Sara había oído nunca. Cada vez que miraba a su hermana, Sara tenía que hacer un enorme esfuerzo para no meterse en la cama con ella, cogerle la mano y decirle que estaba a salvo.

Cathy entró en la habitación con una taza de té en cada mano. Sara se acordó de cuando su hermana salió del Dairy Queen con una tarrina de helado cubierto de chocolate en cada mano, no hacía ni una semana, de un humor de perros. Sara se aferró a ese momento con tanta intensidad que casi lo saboreó.

—¿Papá está bien? —preguntó Sara.

Cuando ella les contó lo de Richard Carter, su padre no pudo soportarlo, y se fue antes de que Sara terminara su relato.

—Está al final del pasillo —dijo Cathy, sin responder a su pregunta.

Sara bebió un sorbo de té y puso mala cara.

—Está fuerte —dijo Cathy—. ¿Jeffrey llegará pronto?

—Debe de estar a punto de llegar.

Cathy acarició el cabello a Tessa.

—Recuerdo que cuando erais bebés os miraba dormir.

A Sara le encantaba oír a su madre hablarle de cuando eran pequeñas, pero ahora tenía una sensación tan nítida del paso del tiempo que le resultaba penoso escucharla.

—¿Cómo está Jeffrey? —preguntó Cathy.

Sara tomó un sorbo de su té amargo.

—Bien.

—Esto ha sido muy duro para él —dijo Cathy, sacando un tubo de crema para manos de su bolso—. Siempre fue como un hermano mayor para Tessa.

Sara nunca lo había considerado, pero era cierto. Si ella había estado aterrada durante el incidente del bosque, Jeffrey estaba igual de asustado.

—Empiezo a comprender por qué ya no estás furiosa con él —dijo Cathy mientras le ponía crema a Tessa en las manos—. ¿Recuerdas aquella vez que se fue en coche a Florida para ir a buscarla?

Sara soltó una carcajada, sobre todo porque le sorprendía haber olvidado la historia. Años atrás, en unas vacaciones de primavera de la facultad, el coche de Tessa quedó totalmente destrozado tras chocar contra un camión robado que transportaba cervezas, y Jeffrey condujo hasta Panama City en plena noche para hablar con los policías de la localidad y recogerla.

—Tessa no quería que tu padre fuera a buscarla —dijo Cathy—. No quería ni que se lo mencionáramos.

—Papá se habría pasado el viaje repitiéndole: «Ya te lo había dicho» —le recordó Sara.

Eddie había dicho que sólo un idiota se llevaría un MG descapotable a Florida, donde había veinte mil universitarios borrachos.

—Bueno —dijo Cathy, frotando con la crema el brazo de Tessa—, tenía razón.

Sara sonrió, pero no hizo ningún comentario.

—Me alegrará ver a Jeffrey —dijo Cathy, más para sí que para Sara—. Tessa necesita oír de sus labios que todo ha acabado.

Sara sabía que era imposible que su madre supiera lo ocurrido entre ella y Mason James, pero se sintió como si la hubiera descubierto.

—¿Qué? —preguntó Cathy, que siempre se daba cuenta cuándo pasaba algo.

Sara confesó enseguida, pues necesitaba desahogarse.

—He besado a Mason.

Cathy pareció perpleja.

—¿Sólo besado?

—Mamá —dijo Sara, intentando disfrazar su vergüenza de indignación.

—¿Y? —Cathy se echó más crema en la palma y se frotó las dos manos para calentarla—. ¿Qué tal?

—Al principio bien, pero luego… —Se llevó las dos manos a las mejillas, sintiendo el rubor.

—Pero ¿luego?

—No tan bien —admitió Sara—. No dejaba de pensar en Jeffrey.

—Deberías sacar alguna lección de eso.

—¿Cuál? —preguntó Sara.

Más que ninguna otra cosa, quería que su madre le dijera qué hacer.

—Sara —dijo Cathy con un suspiro—. La inteligencia ha sido siempre tu perdición.

—Estupendo —dijo Sara—. Procuraré decírselo a mis pacientes.

—No te pongas impertinente conmigo —le espetó Cathy, sin levantar la voz, como siempre que estaba enfadada— últimamente has estado muy agitada, y estoy harta de verte suspirar por la vida que hubieras podido llevar en Atlanta.

—Eso no es verdad —dijo Sara, pero nunca había sabido mentir, y mucho menos a su madre.

—A tu vida no le falta de nada, y hay mucha gente que te quiere y se preocupa por ti. ¿Hay algo que quieras y no tengas?

Horas antes, Sara podría haber hecho una lista, pero ahora sólo podía negar con la cabeza.

—No te iría mal recordar que, al final del día, tanto da lo inteligente que sea ese cerebro que tienes ahí arriba, lo que necesita más cuidados es el corazón. —Le lanzó a Sara una penetrante mirada—. Y sabes lo que tu corazón necesita, ¿verdad?

Sara asintió, aunque, a decir verdad, no estaba segura.

—¿Lo sabes?

—Sí, mamá —contestó Sara.

—Bien —dijo Cathy, poniéndose más crema en la mano—. Ahora ve a hablar con tu padre.

Sara besó a Tessa y a su madre antes de salir. Vio a su padre al extremo del pasillo, junto a la ventana, contemplando el tráfico igual que había hecho ella en la habitación de Tessa. Eddie aún tenía los hombros encorvados, pero su camiseta blanca descolorida y sus tejanos gastados le hacían inconfundible. A veces, Sara se parecía tanto a su padre que eso la asustaba.

—Hola, papá —dijo.

Él no se volvió, pero Sara percibió su dolor con la misma claridad con que sentía el frío entrando por la ventana. Eddie Linton era un hombre al que definía su familia. Su mujer y sus hijas eran su mundo, y Sara había estado tan metida en su propio sufrimiento que apenas se había dado cuenta de lo que había soportado su padre. Había trabajado muy duro para construir un hogar seguro y feliz para sus hijas. Si Eddie se había mostrado reservado con Sara durante toda la semana no había sido porque la culpara, sino porque se culpaba a sí mismo.

Eddie señaló la ventana.

—¿Has visto cómo cambia la rueda ese tío?

Sara vio una furgoneta de un vivo color amarillo verdoso, una de las brigadas de emergencias que el ayuntamiento de Atlanta había contratado para impedir los atascos de tráfico. Iban equipados con ruedas de recambio, y si te quedabas parado a un lado de la carretera te daban un empujón o un galón de gasolina gratis. En una ciudad donde el trayecto medio entre el domicilio y el trabajo podía llegar a las dos horas y era legal llevar un arma en la guantera, era una buena manera de gastar el dinero de los contribuyentes.

—¿El de la furgoneta? —preguntó Sara.

—No te cobran por eso. Ni un centavo.

—Pues vaya.

—Ajá. —Eddie exhaló largamente—. ¿Tessie aún duerme?

—Sí.

—¿Jeffrey está de camino?

—Si no quieres que…

—No —la interrumpió Eddie, terminante—. Debe estar aquí.

Sara sintió que le quitaban un peso de encima.

—Mamá y yo estábamos recordando aquella vez que se fue en coche a Florida a buscar a Tess.

—Le dije que no se llevara ese maldito coche a Florida.

Sara contempló el tráfico y ocultó su sonrisa.

Eddie se aclaró la garganta más veces de las necesarias, como si aún no tuviera toda la atención de Sara.

—Un tipo entra en un bar con un gato enorme encima del hombro.

—Vaaaale… —dijo Sara alargando la palabra.

—Y el camarero le dice: «¿Cómo se llama su gato?». —Eddie hizo una pausa—. El tipo dice: «Nino». El camarero se rasca la cabeza. —Eddie se rascó la cabeza—. Y dice: «¿Por qué le llama Nino?». —Eddie hizo una pausa dramática—. Y el tipo dice: «Porque es mi nino».

Sara repitió el final varias veces en voz alta antes de pillarlo. Se echó a reír tan fuerte que le saltaron las lágrimas.

Eddie sonrió, y se le iluminó la cara, como si la risa de su hija le llenara de alegría.

—Dios mío, papá —dijo Sara, secándose las lágrimas y todavía riendo—. Es el peor chiste que he oído nunca.

—Sí —admitió Eddie, echándole un brazo por los hombros y atrayéndola hacia sí—. Ha sido bastante malo.