16

Lena entró en la cocina arrastrando los pies; las articulaciones le chirriaban como metal oxidado. Nan estaba sentada a la mesa leyendo el periódico mientras comía cereales de un cuenco.

—¿Has dormido bien? —preguntó Nan.

Lena asintió, buscando la cafetera con la mirada. El hervidor estaba sobre los fogones, humeante. Sobre el mármol había una taza con una bolsa de té al lado.

—¿Tienes café? —preguntó Lena, con una voz que apenas fue un susurro.

—Instantáneo —dijo Nan—, pero es descafeinado. Puedo ir a comprar antes de marcharme al trabajo.

—No pasa nada —contestó Lena, preguntándose cuánto tardaría en volverle a doler la cabeza por la falta de cafeína.

—Tienes mejor aspecto —dijo Nan, intentando sonreír—. Tu voz se parece más a un susurro que a un graznido.

Lena se desplomó sobre la silla, todos sus huesos presa del agotamiento. Nan había dormido en el sofá, dejándole la cama a Lena, pero esta no había llegado a sentirse cómoda. La cama de Nan estaba bajo una hilera de ventanas que daban al patio de atrás. Todas estaban al nivel del suelo, y ninguna tenía ni persianas ni cortinas. Lena no había podido pegar ojo, temerosa de que alguien entrara por la ventana y la cogiera. Se levantó varias veces, comprobó las cerraduras y miró por la ventana por si había alguien fuera. El patio trasero estaba tan oscuro que no se veía a más de un metro, y Lena acabó con la espalda apoyada en la puerta y la pistola en el regazo.

Lena se aclaró la garganta.

—Tengo que pedirte dinero prestado.

—Claro —dijo Nan—. Siempre he querido darte…

—Prestado —insistió Lena—. Te lo devolveré.

—Muy bien —asintió Nan, levantándose para limpiar el cuenco en el fregadero—. ¿Vas a tomarte unos días libres? Puedes quedarte aquí.

—Necesito contratar a un abogado para Ethan.

Nan dejó caer el cuenco en el fregadero.

—¿Te parece prudente?

—No puedo dejarle en la cárcel —dijo Lena, sabiendo que las pandillas de negros matarían a Ethan en cuanto vieran sus tatuajes.

Nan volvió a sentarse a la mesa.

—No sé si voy a darte dinero para eso.

—Lo sacaré de donde sea —dijo Lena, aunque no sabía de dónde.

Nan se la quedó mirando, boquiabierta. Por fin asintió.

—Muy bien. Iremos al banco cuando vuelva de trabajar.

—Gracias.

Nan tenía algo más que decir.

—No he llamado a Hank.

—No quiero que lo hagas —insistió Lena—. No quiero que me vea así.

—Ya te ha visto así antes.

Lena le lanzó una mirada de advertencia, para que Nan comprendiera que ese asunto no admitía discusión.

—Muy bien —repitió Nan, y Lena se preguntó si lo decía para sí—. Ahora tengo que irme a trabajar. Si tienes que salir hay otra llave junto a la puerta principal.

—No voy a ir a ninguna parte.

—Probablemente sea lo mejor —dijo Nan.

Miró el cuello de Lena, que esa mañana no se había mirado al espejo, pero que ya se imaginaba que debía de tener un aspecto lamentable. El corte de la mejilla estaba caliente, quizás infectado.

—Volveré a la hora de comer, a eso de la una —dijo Nan—. La semana que viene empezamos a hacer inventario, y tengo que hacer algunas cosas.

—Muy bien.

—¿Estás segura de que no quieres venir a la universidad conmigo? Podrías quedarte en la oficina. Nadie te vería.

Lena negó con la cabeza. No quería volver al campus nunca más.

Nan rebuscó en su bolsa de libros y sacó un juego de llaves.

—Oh, casi se me olvida.

Lena no dijo nada.

—A lo mejor se pasa Richard Carter.

Lena farfulló una maldición que, evidentemente, Nan nunca le había oído a una mujer.

—Dios mío —dijo Nan.

—¿Sabe que estoy aquí?

—No, yo tampoco sabía que ibas a quedarte aquí. Le di la llave ayer por la noche, en la cena.

—¿Le diste la llave de tu casa? —preguntó Lena, incrédula.

—Trabajó con Sibyl durante años —le defendió Nan—. Ella confiaba en él.

—¿Para qué viene?

—Para repasar algunas de sus notas.

—¿Sabe leer Braille?

Nan jugueteó con sus llaves.

—En la facultad hay un traductor. Aunque le llevará una eternidad.

—¿Qué busca?

—Cualquiera sabe. —Nan puso los ojos en blanco—. Ya sabes lo reservado que puede ser.

Lena asintió, pero se dijo que era un comportamiento extraño incluso para Richard. Decidió averiguar qué demonios quería antes de que se acercara a las notas de Sibyl.

—Es mejor que salga pitando —dijo Nan. Señaló la fibra de vidrio del brazo de Lena—. Deberías tener la muñeca elevada.

Lena levantó el brazo.

—Tienes mi número de la facultad. —Nan indicó el teclado de la alarma—. Si quieres, aprieta el botón de stay.

—Muy bien —dijo Lena, aunque no tenía intención de conectar la alarma.

Darle a una sartén con una cuchara sería más eficaz.

—Te da veinte segundos para cerrar la puerta —dijo Nan. Como Lena no respondiera, ella misma apretó la tecla de stay—. El código es tu cumpleaños.

El teclado comenzó a hacer bip, contando los segundos que Nan tenía antes de salir por la puerta.

—Estupendo —repuso Lena.

—Llámame si me necesitas —dijo Nan—. Adiós.

Lena cerró la puerta delantera y echó el cerrojo. Con una mano arrastró una silla y la empotró debajo del pomo para que Richard no la sorprendiera. Apartó la cortina y miró por la ventanita redonda de la puerta, viendo cómo Nan salía del aparcamiento marcha atrás. Lena se sintió estúpida por haber llorado delante de Nan la noche anterior, aunque se alegraba de haberla tenido cerca. Después de todos esos años, por fin comprendía lo que Sibyl había visto en esa bibliotecaria que parecía tan poquita cosa. Al fin y al cabo, Nan Thomas no era tan mala.

Lena cogió el teléfono inalámbrico al pasar por la mesita de centro, de camino a la cocina. Encontró las Páginas Amarillas en el cajón que había junto al fregadero y se sentó a la mesa. Había cinco páginas de abogados, y todos los anuncios eran horteras y con mucho color. Los titulares suplicaban a todos aquellos que habían sufrido un accidente de coche o deseaban obtener una pensión de invalidez «POR FAVOR, LLAME AHORA».

El anuncio de Buddy Conford era el más grande. Había una foto del astuto cabrón con un bocadillo de tebeo que le salía de la boca con las palabras «¡Llámeme antes de hablar con la policía!», escrito con gruesas letras rojas.

El susodicho respondió tras él primer pitido.

—Buddy Conford.

Lena se mordió el labio, abriéndose otra vez el corte. Buddy era un tendencioso cabrón que consideraba que todos los policías eran unos corruptos, y en más de una ocasión había acusado a Lena de utilizar métodos ilegales. Le había frustrado varios casos basándose en estúpidos tecnicismos.

—¿Hola? —dijo Buddy—. Bien, cuento hasta tres. Uno… dos…

Lena se obligó a decir:

—Buddy.

—Sí, al habla. —Como ella no dijera nada, le instó—: Hable.

—Soy Lena.

—¿Puede repetirlo? —dijo—. Querida, casi no la oigo.

Lena se aclaró la garganta, intentando alzar la voz.

—Soy Lena Adams.

El abogado emitió un leve silbido.

—Vaya, que me aspen —dijo—. Oí que estabas en la trena. Pensé que era un rumor.

Lena se presionó tanto el labio que se hizo daño.

—¿Qué se siente al estar en el otro lado de la ley, socia?

—Que te jodan.

—Ya discutiremos luego mi tarifa —dijo Buddy, con una risita. Disfrutaba de la situación más de lo que Lena había pensado—. ¿Cuáles son los cargos?

—Ninguno —le dijo Lena, diciéndose que eso podía cambiar en cualquier momento, dependiendo de qué día tuviera Jeffrey—. Es para otra persona.

—¿Para quién?

—Ethan Green. —Enseguida se corrigió—. Quiero decir, White. Ethan White.

—¿Dónde está?

—No estoy segura. —Lena cerró la guía, harta de mirar aquellos anuncios vulgares—. Le acusan de violación de la libertad condicional. Estuvo en la cárcel por pasar cheques falsos.

—¿Cuánto tiempo estuvo encerrado?

—No estoy segura.

—A no ser que tengan algo sólido de qué acusarle, tendrán que ponerlo en libertad.

—Jeffrey no le pondrá en libertad —dijo Lena, pues de eso estaba segura.

Sólo conocía a Ethan White por sus antecedentes penales. Nunca había visto su lado bueno, al hombre que quería cambiar.

—Me estás ocultando algo —dijo Buddy—. ¿Cómo es que ese tipo acabó llamando la atención del jefe?

Lena pasó los dedos por las páginas de la guía. Se preguntó hasta qué punto podía confiar en Buddy Conford. Dudó de si debía contarle algo.

Buddy era demasiado buen abogado como para no saber que algo pasaba.

—Si me mientes, lo único que conseguirás es dificultar mi trabajo.

—Ethan White no mató a Chuck Gaines —dijo—. No estuvo implicado en eso. Es inocente.

Buddy soltó un fuerte suspiro.

—Cariño, deja que te diga algo. Todos mis clientes son inocentes. Incluso los que han acabado en el corredor de la muerte. —Emitió un sonido de disgusto—. Sobre todo los que acabaron en el corredor de la muerte.

—Este es inocente de verdad, Buddy.

—Sí, bueno. Quizá deberíamos hablar de esto personalmente. ¿Quieres pasarte por mi oficina?

Lena cerró los ojos, intentando imaginarse fuera de la casa. No podía hacerlo.

—¿He dicho algo malo? —preguntó Buddy.

—No. ¿Podrías venir aquí?

—¿Dónde es aquí?

—Estoy en casa de Nan Thomas.

Le dio la dirección, y él le repitió los números para verificarlos.

—Llegaré dentro de un par de horas —dijo—. ¿Estarás ahí?

—Sí.

—Pues te veo dentro de un par de horas —dijo Buddy.

Lena colgó, y a continuación marcó el número de la comisaría. Sabía que Jeffrey haría cuanto estuviera en su mano para mantener encerrado a Ethan, pero también que Ethan conocía al dedillo cómo funcionaba la ley.

—Policía de Grant —dijo Frank.

Lena tuvo que hacer un esfuerzo para no colgar. Se aclaró la garganta, procurando que su voz sonara normal.

—Frank, soy Lena.

Él no dijo nada.

—Busco a Ethan.

—¿Ah, sí? —gruñó Frank—. Pues no está aquí.

—¿Sabes dónde…?

Frank colgó con un golpe tan fuerte que resonó en el oído de Lena.

—Mierda —dijo, y empezó a toser con tanta violencia que pensó que iba a sacar los pulmones por la boca.

Lena se dirigió al fregadero y bebió un vaso de agua. Pasaron varios minutos antes de que se le pasara el ataque de tos. Comenzó a abrir cajones, buscando pastillas para la tos que le aliviaran la garganta, pero no encontró nada. En el armarito que había sobre la cocina encontró un frasco de Advil y se metió tres cápsulas en la boca. Salieron varias más, e intentó cogerlas antes de que cayeran al suelo, golpeándose la muñeca lesionada contra la nevera. El dolor le hizo ver las estrellas, pero lo superó respirando profundamente.

De nuevo en la mesa, Lena intentó pensar adónde iría Ethan si lo soltaban. No conocía su número del colegio mayor, y sabía que no debía llamar a la oficina del campus para averiguarlo. Considerando que había pasado la noche anterior en la cárcel, dudaba que nadie quisiera ayudarla.

Dos noches antes había conectado su contestador por si Jill Rosen la llamaba. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa con la esperanza de haber conectado bien el contestador. El teléfono sonó tres veces antes de que su propia voz la saludara, una voz que le sonó estridente y ajena. Tecleó el código para oír sus mensajes. El primero era de su tío Hank, y le decía que sólo llamaba para saber cómo estaba y que le alegraba que por fin se hubiera decidido a poner un contestador. El siguiente era de Nan, que parecía muy preocupada y le decía que la llamara en cuanto pudiera. El último era de Ethan.

—Lena —decía—. No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.

Apretó el botón del tres, que rebobinó el mensaje para volver a oírlo. Su contestador no tenía dispositivo para introducir el día y la hora, porque Lena había sido demasiado tacaña para gastarse diez dólares extras, y se rebobinaron los tres mensajes, y no sólo el último, por lo que tuvo que escuchar otra vez a Hank y a Nan.

—No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.

Lena volvió a apretar el tres, y tuvo que tragarse los primeros dos mensajes antes de volver a oír la voz de Ethan. Se acercó el teléfono al oído, intentando descifrar su tono. Parecía furioso, pero eso no era ninguna novedad.

Estaba escuchando el mensaje por cuarta vez cuando alguien llamó a la puerta.

—Richard —murmuró entre dientes. Bajó la mirada hacia sus ropas, y se dio cuenta de que aún iba en pijama—. Joder.

El inalámbrico emitió dos bips en rápida sucesión, y la pantalla emitió una parpadeante señal de que había poca batería. Lena apretó el cinco, esperando que eso conservara el mensaje de Ethan.

Entró en la sala de estar y puso el teléfono en el cargador de batería. En la puerta principal se veía una figura borrosa, cuyo perfil se recortaba tras las cortinas.

—Un momento —gritó Lena, y la garganta le dolió por el esfuerzo.

Buscó algo con qué cubrirse en el dormitorio de Nan. Lo único que encontró fue un albornoz color rosa, que era tan ridículo como el pijama azul. Se dirigió al armario del pasillo y sacó una chaqueta. Se la puso mientras se dirigía a la puerta.

—Un momento —dijo, apartando la silla.

Descorrió los cerrojos y abrió la puerta, pero no había nadie.

—¿Hola? —preguntó Lena, saliendo al porche.

Tampoco había nadie. El camino de entrada estaba vacío. Oyó los bips de la alarma en el interior y se acordó de que Nan la había conectado antes de irse. La alarma tenía una demora de veinte segundos, y Lena entró corriendo en la casa y tecleó el código justo a tiempo.

Se dirigía a la cocina cuando la detuvo un ruido de cristales rotos. La cortina de la puerta de la cocina se movió, pero no por la brisa. Una mano apareció, buscando a tientas el pestillo. Lena se quedó paralizada unos segundos, hasta que el pánico se apoderó de ella y echó a correr por el pasillo.

En el suelo de la cocina se oyeron pasos pisando cristales. Lena entró en el cuarto de invitados y se ocultó entre la puerta abierta y la pared, vigilando el pasillo por la grieta. El intruso recorría la casa con pasos decididos, y sus pesados zapatos sonaban sordos contra el suelo de madera. Se detuvo en el pasillo, miró a la izquierda y a la derecha. Lena no le veía el rostro, pero sí que vestía camisa negra y tejanos.

Cerró los ojos con fuerza y contuvo el aliento mientras el intruso se aproximaba a la habitación de invitados. Apretó la espalda contra la pared cuanto pudo, procurando hacerse invisible detrás de la puerta.

Cuando se atrevió a abrir los ojos, el hombre le daba la espalda. Lo único que pudo hacer fue mirar. Antes estaba segura de que se trataba de Ethan, pero ahora le veía los hombros demasiado anchos, el pelo demasiado largo.

El armario estaba lleno de cajas que se apilaban del suelo al techo. El intruso comenzó a sacarlas una a una, leyendo las etiquetas antes de apilarlas ordenadamente en el suelo. Al cabo de lo que a Lena le parecieron horas, encontró lo que buscaba. Se puso de rodillas delante de la caja, y Lena le vio el perfil. Reconoció al instante a Richard Carter.

Lena se acordó de la pistola que había en la habitación de Nan. Ahora Richard le daba la espalda, y si caminaba sin hacer ruido podría sortear la puerta y encerrarse en el cuarto de Nan.

Contuvo el aliento y salió de detrás de la puerta. Retrocedía lentamente desde el cuarto de invitados cuando Richard percibió su presencia. Giró la cabeza bruscamente y se puso en pie de un salto. En sus ojos aparecieron chispas de cólera, rápidamente sustituidas por una expresión de alivio.

—Lena —dijo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Lena, intentando parecer enérgica.

La garganta le raspaba con cada palabra pronunciada, y estaba segura de que Richard percibía el miedo de su voz. Richard frunció el ceño, claramente perplejo por la cólera de Lena.

—¿Qué te ha pasado?

Lena se llevó la mano a la cara y recordó.

—Me caí.

—¿Otra vez? —Richard sonrió con tristeza—. También antes me caía así. Te dije que sabía lo que era. Yo pasé por lo mismo.

—No sé de qué me hablas.

—¿Sibyl nunca te lo contó? —preguntó Richard, y sonrió—. No, claro, ella nunca revelaba secretos de los demás. No era de esas.

—¿Qué secretos? —quiso saber Lena, palpando a su espalda, intentando encontrar el vano de la puerta.

—Secretos de familia.

Dio un paso hacia Lena y esta retrocedió.

—Es curioso lo que les pasa a algunas mujeres —dijo Richard—. Se libran de un maltratador y reciben a otro con los brazos abiertos. Es como si no quisieran otra cosa. No hay amor hasta que no las apalean.

—¿De qué estás hablando?

—No de ti, por supuesto. —Calló unos momentos para que Lena se diera cuenta de que sí se refería a ella—. De mi madre —añadió—. O, más concretamente, de mis padrastros. He tenido varios.

Lena se alejó de él un poco más, y su hombro rozó la jamba de la puerta. Dobló el brazo izquierdo, manteniendo la fibra de vidrio lejos del pomo de cristal emplomado.

—¿Te pegaban?

—Todos ellos —dijo Richard—. Empezaban con ella, pero siempre acababan conmigo. Sabían que había algo malo en mí.

—No hay nada malo en ti.

—Sí que lo hay —le dijo Richard—. La gente lo intuye. Se dan cuenta de cuándo los necesitas, y lo que hacen es castigarte por ello.

—Richard…

—¿Sabes lo más gracioso? Mi madre siempre los defendía. Siempre les dejaba bien claro que eran más importantes para ella que yo. —Soltó una carcajada sin alegría—. Y luego me decía a mí lo contrario. Ninguno de ellos fue tan bueno como el que nos abandonó.

—¿Quién? —preguntó Lena—. ¿Quién os abandonó?

Richard se le acercó un poco más.

—Brian Keller. —Se echó a reír al ver la cara de sorpresa de Lena—. Se supone que no hemos de contárselo a nadie.

—¿Por qué?

—¿Que tiene un hijo maricón de su primer matrimonio? —dijo Richard—. Me dijo que si se lo contaba a alguien, no me hablaría nunca más. Que me apartaría de su vida.

—Lo siento —se lamentó Lena, dando otro paso hacia atrás.

Estaba en el pasillo, y tuvo que reprimir el instinto de echar a correr. La mirada de Richard dejaba bien claro que la perseguiría.

—Estoy esperando a un abogado. He de vestirme.

—No te muevas, Lena.

—Richard…

—Hablo en serio —dijo Richard.

Estaba a menos de un paso de ella. Tenía los hombros erguidos, y Lena intuyó que podía hacerle daño si se lo proponía.

—No te muevas un milímetro.

Lena se quedó quieta, apretando el brazo izquierdo contra el pecho, pensando qué podía hacer. Él la doblaba en tamaño. Nunca se había fijado en que fuera tan grande, quizá porque nunca le había visto como una amenaza.

—El abogado llegará de un momento a otro —repitió Lena.

Richard levantó un brazo por encima del hombro de ella y encendió la luz del pasillo. La miró de arriba abajo, fijándose en sus cortes y contusiones.

—Mírate —dijo—. Ya sabes lo que es tener a alguien que se aprovecha de ti. —Le sonrió con malicia—. Como Chuck.

—¿Qué sabes de Chuck?

—Sólo que está muerto —dijo Richard—. Y que el mundo está mucho mejor sin él.

Lena intentó tragar saliva, pero tenía la garganta seca.

—No sé qué quieres de mí.

—Cooperación —contestó él—. Podemos ayudarnos mutuamente. Podemos ayudarnos mucho.

—No veo cómo.

—Ya sabes lo que es ser un segundón —le dijo—. Sibyl nunca hablaba de ello, pero sé que era la favorita de vuestro tío.

Lena no respondió, pero en su corazón supo que decía la verdad.

—Andy fue siempre el favorito de Brian. Él fue la razón por la que se fueron de la ciudad donde vivían. Él fue la razón de que me abandonara, me dejara con mi madre y con Kyle, Buddy, Jack, Troy y cualquier otro capullo al que le parecía divertido emborracharse y darle de hostias al hijo maricón de Esther Carter.

—¿Le mataste? —preguntó Lena—. ¿Mataste a Andy?

—Andy le estaba chantajeando. Sabía que era imposible que a Brian se le hubiera ocurrido esa idea, por no hablar de llevar a cabo la investigación.

—¿Qué idea?

—La idea de Sibyl. Estaba a punto de someterla al comité cuando la mataron.

Lena miró las cajas.

—¿Esas son sus notas?

—Su investigación —le aclaró—. La única prueba que queda de que fue suya. —Una expresión de tristeza pasó por su rostro—. Era tan inteligente, Lena. Ojalá te pudieras hacer una idea del talento que tenía.

Lena no podía ocultar su cólera.

—Tú le robaste la idea.

—Trabajé con ella en cada fase del proyecto —se defendió—. Y cuando desapareció, yo era el único que estaba al corriente. Era el único que podía asegurarse de que alguien continuaba su trabajo.

—¿Cómo pudiste hacerle eso? —preguntó Lena, porque sabía que Richard apreciaba a Sibyl—. ¿Cómo pudiste adueñarte del mérito de su trabajo?

—Estaba harto, Lena. Tú, sobre todo tú, deberías comprender qué estaba harto de ser un segundón. Estaba harto de ver cómo Brian lo derrochaba todo con Andy mientras yo estaba a su lado, dispuesto a hacer lo que fuera por él. —Se dio un golpe en la palma con el puño—. Yo era el hijo bueno. Yo fui el que le tradujo las notas de Sibyl. Yo fui el que le proporcionó la idea para que pudiéramos trabajar juntos y crear algo que… —Calló, y sus labios formaron una línea fina mientras intentaba reprimir sus emociones—. A Andy Rosen no le importaba una mierda. Todo lo que le interesaba era el coche que le iban a comprar, qué reproductor de CD o qué videojuego. Eso es todo lo que Brian era para él, un cajero automático. —Intentó razonar con ella—. Nos estaba chantajeando. A los dos. Sí, le maté. Le maté por mi padre.

Lena sólo pudo preguntar:

—¿Cómo?

—Andy sabía que Brian era incapaz de hacer eso —dijo Richard, y señaló las cajas—. Brian no era exactamente un visionario.

—Cualquiera se daría cuenta de eso —dijo Lena, llegando al meollo del asunto—. ¿Qué prueba tenía?

Richard pareció impresionado de que ella lo hubiera entendido.

—La primera regla de la investigación científica —dijo—. Anotarlo todo.

—¿Guardaba notas?

—Llevaba un diario —dijo Richard—. Anotaba cada reunión, cada llamada telefónica, cada estúpida idea que nunca resultaba.

—¿Andy encontró los diarios?

—No sólo los diarios: todas las notas, todos los datos preliminares. Transcripciones de la investigación previa de Sibyl. —Richard hizo una pausa, visiblemente enfadado—. Brian anotaba todas las chorradas en esos diarios, y va y los deja por ahí para que Andy los encuentre y, naturalmente, la primera reacción de Andy no es: «Oh, papá, deja que te devuelva esto», sino: «Mmm, ¿cómo puedo sacar dinero de esto?».

—¿Así es como le convenciste de que se reuniera contigo en el puente?

—Muy lista —dijo Richard—. Sí. Le dije que iba a darle el dinero. Sabía que eso no le bastaría. Seguiría pidiendo más y más, ¿y quién sabía si se lo contaría a alguien? —Richard soltó un bufido de exasperación—. A Andy lo único que le importaba era él mismo y cómo conseguir dinero para colocarse. No era de fiar. A él siempre le darían, le darían y le darían, y todo por lo que yo había trabajado, todos los sacrificios que había hecho para ayudar a mi padre, para darle algo en lo que trabajar de lo que pudiera estar orgulloso, de lo que pudiéramos estar orgullosos, se lo fundiría ese mierda desagradecido.

El odio que había en su voz dejó a Lena sin aliento. Se imaginó lo que debió de ser para Andy verse atrapado en el puente con Richard.

—Podría haberle hecho sufrir. —Richard moderó el tono, evidentemente con la intención de parecer razonable—. Podría haberle castigado por lo que me estaba haciendo, a la relación que tanto me había costado construir con mi padre, pero decidí ser humano.

—Debía de estar aterrado.

—Había esnifado tanto limpiainodoros que casi no veía —dijo Richard, asqueado—. Lo único que tuve que hacer fue sujetarle con la mano aquí —colocó la mano a pocos centímetros del pecho de Lena—, apoyarle suavemente contra la barandilla, e inyectarle succinilcolina. ¿Sabes lo que es?

Lena negó con la cabeza, rezando para que apartara la mano de ella.

—Lo utilizamos en el laboratorio para sacrificar animales. Te paraliza… lo paraliza todo. Se derrumbó en mis brazos como una muñeca de trapo y dejó de respirar. —Richard inhaló bruscamente, los ojos muy abiertos por la sorpresa, ilustrando la reacción de Andy—. Podría haberle hecho sufrir. Podría haber hecho que resultara horrible, pero no quise.

—Lo descubrirán, Richard.

Por fin, dejó caer la mano.

—No deja rastro.

—De todos modos lo descubrirán.

—¿Quién?

—La policía —dijo Lena—. Saben que fue asesinato.

—Eso he oído —dijo, pero no pareció afectado por la información.

—Sabrán que fuiste tú.

—¿Cómo? —preguntó—. No tienen ningún motivo para sospechar de mí. Brian no admitirá que soy su hijo, y aun cuando Jill no escondiera la cabeza como las avestruces, está demasiado asustada para decir nada.

—¿Asustada de qué?

—Asustada de Brian —dijo Richard, como si fuera algo obvio—. Asustada de sus puños.

—¿Le pega a su mujer? —preguntó Lena.

No podía aceptar que Richard dijera la verdad. Jill Rosen era fuerte. No era de las que tienen que tragar mierda de nadie.

—Pues claro que le pega.

—¿A Jill Rosen? —preguntó Lena, incrédula—. ¿Le pega a Jill?

—Lleva años maltratándola. Y si sigue con él es porque nadie la ha ayudado como yo puedo ayudarte a ti.

—Yo no necesito ayuda.

—Sí la necesitas —dijo Richard—. ¿Crees que va a soltarte así como así?

—¿Quién?

—Ya sabes quién.

Lena le cortó.

—No sé de qué me hablas.

—Sé que es muy difícil huir de eso —le dijo, poniéndose la mano en el pecho—. Sé que no puedes hacer sola algo así.

Lena negó con la cabeza.

—Deja que yo me encargue de él.

—No —dijo Lena dando un paso atrás.

—Puedo hacer que parezca un accidente —le dijo, acercándose aún más.

—Sí, hasta ahora lo has hecho muy bien.

—Podrías darme algún consejo —dijo Richard, levantando la mano para que no le interrumpiera—. Un pequeño consejo puede ser muy importante. Podemos ayudarnos a salir de esta.

—¿Cómo puedes ayudarme?

—Librándote de él —dijo Richard, quien algo debió de ver en los ojos de Lena, pues sonrió con tristeza—. Lo sabes, ¿verdad? Sabes que es la única manera de que desaparezca de tu vida.

Lena se lo quedó mirando.

—¿Por qué mataste a Ellen Schaffer?

—Lena.

—Dime por qué —insistió ella—. Necesito saberlo.

Richard esperó un instante antes de decir:

—Me vio en el bosque. Me miraba fijamente mientras llamaba a la policía. Sabía que acabaría contándolo, sólo era cuestión de tiempo.

—¿Y qué me dices de Scooter?

—¿Por qué haces esto, Lena? —preguntó Richard—. ¿Crees que voy a hacer una confesión completa y luego vas a arrestarme?

—Los dos sabemos que no puedo arrestarte.

—¿No puedes?

—Mírame —dijo, levantando ambos brazos, mostrándole su maltrecho cuerpo—. Sabes mejor que nadie en qué estoy metida. ¿Crees que van a escucharme? —Se llevó una mano al cuello magullado—. Si casi ni se me oye.

Richard sonrió a medias, negando con la cabeza para dar a entender que no se dejaría engatusar.

—Necesito saberlo, Richard. He de saber que puedo confiar en ti.

Richard la miró fijamente, sin saber si debía continuar.

—Lo de Scooter no fue cosa mía —dijo Richard.

—¿Estás seguro?

—Naturalmente que lo estoy. —Richard puso los ojos en blanco, y por un momento fue el Richard femenino que Lena conocía—. He oído que se estranguló mientras se masturbaba. ¿Quién es lo bastante estúpido para seguir haciendo eso?

Aquel comentario venenoso era una invitación a que Lena bajara la guardia, pero ella no picó.

—¿Y Tessa Linton?

—Llevaba esa bolsa —dijo, repentinamente agitado—. Estaba recogiendo cosas en la colina. Y yo no podía encontrar el colgante. Quería el colgante. Era un símbolo.

—¿La estrella de David? —preguntó Lena, recordando cómo Jill se había aferrado a ella en la biblioteca.

Parecía haber pasado una eternidad.

—Los dos tenían una. Jill se la compró el año pasado, una para Brian y una para Andy. Padre e hijo. —Espiró con violencia—. Brian se la ponía todos los días. ¿Crees que haría algo así por mí?

—¿Apuñalaste a Tessa Linton porque pensaste que tenía el colgante?

—Me reconoció. Vi en su cara que estaba atando cabos. Sabía por qué yo estaba en el bosque. Sabía que había matado a Andy. —Richard hizo una pausa, como para aclarar las ideas—. Comenzó a gritarme. A chillar. Tuve que hacerla callar. —Se secó la cara con las manos, perdiendo lentamente la compostura—. ¡Dios!, eso sí fue duro. Fue muy jodido. —Bajó la vista al suelo, y Lena percibió su remordimiento—. No puedo creer que tuviera que hacerlo. Fue horrible. Me quedé por ahí a ver qué pasaba y…

No acabó la frase, y permaneció en silencio, como si deseara que Lena le dijera que no pasaba nada, que no había podido hacer otra cosa.

—¿Cómo quieres hacerlo? —dijo Richard.

Lena no contestó.

—¿Cómo quieres que me libre de él? —preguntó Richard—. Puedo hacerle sufrir, Lena. Puedo hacerle daño, como el que él te hizo a ti.

Lena seguía sin poder contestar. Se miró las manos, recordando a Ethan en el café, y lo furiosa que se puso cuando le hizo daño. Entonces había querido desquitarse, hacerle sufrir por el dolor que le había causado.

Richard dio un golpecito suave en la fibra de vidrio que cubría el brazo de Lena.

—La escayola fue el compañero inseparable de mi infancia.

Lena se frotó la fibra de vidrio. La cicatriz de la mano aún estaba roja, y tenía sangre seca en los bordes. Se hurgó la herida mientras Richard le exponía su plan.

—Tú no tienes que hacer nada —dijo—. Yo me aseguraré de que no quede ningún cabo suelto. He ayudado a otras mujeres anteriormente, Lena. Sólo tienes que decírmelo y le haré desaparecer.

Lena sentía la cicatriz bajo las uñas, la despegaba como se despega la etiqueta de una naranja.

—¿Cómo? —susurró, jugando con el reborde de piel—. ¿Cómo lo harías?

Richard también le miraba las manos.

—¿Servirá de algo? —preguntó—. ¿Hará que dejes de hacerte daño?

Lena rodeó la fibra de vidrio con la mano derecha y la bajó hacia su cintura, negando con la cabeza.

—Necesito sacarle de mi vida. Necesito que desaparezca —dijo ella.

—Oh, Lena. —Richard le puso los dedos bajo la barbilla, intentando levantarle la cara. Como Lena no se moviera, se inclinó, le puso las manos en los hombros, la cara cerca de la de ella—. Saldremos de esta. Te lo prometo. Juntos podemos hacerlo.

Con las dos manos, Lena le lanzó la fibra de vidrio contra el cuello lo más fuerte que pudo. La fibra de vidrio se partió, al chocar contra la mandíbula de Richard, le hizo morderse la lengua y le lanzó la cabeza hacia atrás con la violencia de un trallazo. Richard reculó trastabillando, agitando los brazos mientras se golpeaba con fuerza contra la jamba. Lena recorrió el pasillo a toda velocidad hacia el dormitorio de Nan, y cerró la puerta tras ella, pasando el pestillo antes de que Richard girara el pomo desde el otro lado.

La pistola de Nan estaba bajo la cama. Lena se puso de rodillas y sacó la caja. La fibra de vidrio se había rajado en la parte superior, y pudo utilizar las dos manos para meter el cargador y quitar el seguro antes de que Richard echara la puerta abajo. Irrumpió tan deprisa que tropezó con ella, y la pistola salió disparada de la mano de Lena, que luchó por recuperarla, pero él fue más rápido. Lena se puso en pie lentamente, levantando los brazos, pues él le apuntaba al pecho.

—Súbete a la cama —dijo Richard, en medio de una rociada de sangre y saliva.

No se le entendía muy bien porque se había mordido la lengua, y le costaba respirar, como si no le llegara suficiente aire. Sin dejar de apuntarle, se llevó la mano al cuello, tosiendo.

—Podría haberte ayudado, zorra estúpida.

Lena se quedó donde estaba.

A pesar de su herida, la voz de Richard llenó la habitación.

—¡Súbete a la puta cama!

Como Lena no se movía, Richard levantó la mano para golpearla.

Ella obedeció, y se tendió de espaldas con la cabeza sobre el almohadón.

—No tienes por qué hacerlo.

Richard se acercó lentamente a la cama y le separó las piernas, inmovilizándola. La sangre le caía de la boca, y se la secó con la manga.

—Dame la mano.

—No lo hagas.

—No puedo dejarte sin sentido —dijo Richard, y Lena comprendió que lo único que le sabía mal a Richard era que estar despierta le dificultaría la tarea—. Pon la mano en la pistola.

—No quieres hacerlo.

—¡Pon la puta mano en la pistola!

Lena no obedeció, y Richard le agarró la mano y la puso en torno a la pistola. Ella intentó apartar el arma, pero él tenía la ventaja de la altura. Apretó el cañón contra su cabeza.

—No —dijo Lena.

Richard vaciló un segundo, y a continuación apretó el gatillo. Les llovieron encima añicos de cristal, y Lena se cubrió la cabeza con las dos manos, intentando protegerse de los cristales de la ventana que habían estallado sobre ella.

Richard salió disparado hacia atrás y aterrizó en el suelo. Eso era lo que había pasado: la ventana se había hecho añicos y él estaba en el suelo. Encima de Lena había un espacio vacío, y sólo veía el ventilador del techo. Se incorporó buscando a Richard con la mirada. Tenía un gran agujero en el pecho, y la sangre formaba un charco a su alrededor.

Lena se dio la vuelta y miró a su espalda. Al otro lado de la ventana rota, Frank seguía apuntando a Richard con la pistola. Pero la amenaza era innecesaria. Richard estaba muerto.