14

Lena se despertó sobresaltada, incorporándose con la ayuda de las dos manos. Le dolían las costillas cada vez que respiraba, y la muñeca le palpitaba, a pesar de que se la habían inmovilizado con fibra de vidrio. Se incorporó, miró a su alrededor, en torno a la pequeña celda, e intentó recordar cómo había llegado hasta allí.

—No pasa nada —dijo Jeffrey.

Estaba sentado en el camastro, delante de ella, los codos sobre las rodillas, las manos entrelazadas delante de él. Estaba en el calabozo de la prisión provisional, separada de los que se hallaban a la espera de juicio. La celda era oscura, y la única luz procedía de la cabina de vigilancia que había al final del pasillo. La puerta de la celda estaba abierta, pero Lena no sabía cómo interpretarlo.

—Tienes que tomarte la otra píldora —le dijo Jeffrey. Junto a él, en la cama, había una bandeja metálica con un vaso de plástico y dos píldoras. Jeffrey lo cogió y se lo ofreció como si fuera un camarero—. La pequeña es para que no sientas náuseas.

Lena se llevó las píldoras a la boca y las engulló con un trago de agua fría. Intentó volver a poner el vaso en la bandeja, pero le falló la coordinación y tuvo que hacerlo Jeffrey. El agua se le derramó sobre los pantalones, pero no pareció darse cuenta.

Lena se aclaró la garganta varias veces antes de preguntar:

—¿Qué hora es?

—Las doce menos cuarto —dijo Jeffrey.

«Quince horas», se dijo Lena. Llevaba quince horas bajo custodia.

—¿Puedo traerte algo? —preguntó Jeffrey. La luz le dio en la cara cuando se inclinó para dejar la bandeja en el suelo, y Lena vio que apretaba la mandíbula—. ¿Te encuentras bien?

Ella intentó encogerse de hombros, pero los tenía demasiado sensibles. Las partes de su cuerpo que no estaban insensibles le dolían y las sentía agarrotadas. Hasta los párpados le dolían al cerrarlos.

—¿Cómo va el corte de la mano?

Lena se miró el dedo índice, que le sobresalía de la fibra de vidrio. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado desde que se cortó intentando volver a colocar la parrilla del aire acondicionado. Había transcurrido una eternidad. Ya ni tan sólo era esa persona.

—¿Fue así como manchaste de sangre el cuchillo? —preguntó Jeffrey, inclinándose de nuevo hacia la luz—. ¿Cuándo te cortaste la mano?

Lena se aclaró la garganta, pero eso hizo que le doliera más. Tenía la voz rasposa, poco más que un susurró.

—¿Me das un poco de agua?

—¿Quieres algo más fuerte? —preguntó Jeffrey.

Ella le estudió, esforzándose por comprender qué pretendía. Ahora Jeffrey estaba jugando al policía bueno, y Lena necesitaba tan desesperadamente alguien que fuera amable con ella que tanto le daba que sus atenciones fueran falsas. Se moría de ganas de contarle a alguien lo que había pasado, pero su mente era incapaz de pensar las palabras que su boca necesitaría pronunciar.

—Empecemos con agua, ¿vale? —le dijo mientras le acercaba el vaso.

Lena bebió, alegrándose de que el agua estuviera fría. Jeffrey debía de haberla traído de la nevera que había en el vestíbulo principal.

Ella le entregó el vaso y se apoyó contra la pared. Le dolía la espalda, pero el bloque de cemento era sólido y le daba seguridad. Bajó la vista hacia la fibra de vidrio, que comenzaba debajo de los dedos y se detenía a mitad del brazo. Al mover los dedos, el brazo le tembló.

—Probablemente se te está pasando el efecto del analgésico —le dijo Jeffrey—. ¿Quieres más? Puedo decirle a Sara que te recete algo.

Lena negó con la cabeza, aunque lo único que quería era no sentir nada.

—Chuck es B negativo —dijo Jeffrey—. Tú eres del tipo A.

Lena asintió. Las pruebas de ADN tardarían una semana, pero en el hospital podían determinar el tipo de sangre.

—La del tipo A estaba en el cuchillo, en el escritorio y en el faldón de tu camisa.

Lena aguardó a que prosiguiera.

—No encontramos B negativo por ninguna parte. —Añadió—. Excepto en su oficina.

Contenía la respiración, y guardaba el aire en el pecho, preguntándose cuánto tiempo podría mantenerlo ahí.

—Lena… —comenzó Jeffrey. Para sorpresa de ella, se le quebró la voz, y antes de que humillara la vista hacia sus manos, Lena vio lo afectado que estaba—. No debí haberte esposado.

Lena se preguntó a qué se refería. No recordaba gran cosa de lo ocurrido después de la noche que había pasado con Ethan.

—Habría llevado las cosas de otra manera, sólo con que… —Levantó la vista hacia ella, y sus ojos brillaban a la luz procedente del pasillo—. No sé.

Lena reprimió una tos. Deseaba beber más agua.

—Lena, dime qué pasó. Dime quién te hizo esto para que pueda castigarle.

Lena se lo quedó mirando. Se lo había hecho ella misma. ¿Qué más podía hacer Jeffrey que castigarla?

—No debería haberte esposado —repitió Jeffrey—. Lo siento.

Lena espiró lentamente, sintiendo dolor en las costillas.

—¿Dónde está Ethan? —preguntó Lena.

Jeffrey se puso tenso.

—Sigue encerrado.

—¿Bajo qué cargos?

—Violación de la libertad condicional —dijo Jeffrey, pero no entró en detalles.

—¿Está muerto? —preguntó Lena, pensando en la última vez que había visto a Chuck.

—Sí —dijo Jeffrey—. Está muerto. —Volvió a mirarse las manos—. ¿Te lo hizo él, Lena? ¿Chuck te hizo daño?

Lena volvió a aclararse la garganta, y le dolió del esfuerzo.

—¿Puedo irme a casa?

Jeffrey pareció pensárselo, pero, por lo que había dicho, Lena sabía que no podía retenerla.

—Sólo quiero irme a casa.

Pero la casa en la que pensaba no era el agujero que habitaba en la universidad. Pensaba en su verdadero hogar y en la vida que llevaba cuando vivía allí. Recordaba a la Lena que no agredía a los demás ni les obligaba a hacer cosas que no querían. La Lena buena. La que era antes de que Sibyl muriera.

—Nan Thomas está aquí. La llamé para que viniera a recogerte —le informó Jeffrey.

—No quiero verla.

—Lo siento, Lena. Te está esperando fuera, y no puedo permitir… no dejaré que te vayas sola a casa.

Nan condujo en silencio hasta la casa de Lena. No había manera de saber hasta qué punto estaba al corriente de lo sucedido. Pero en ese momento eso no le importaba a Lena lo más mínimo. Después de la tormenta de la noche anterior, había dejado de preocuparse.

Lena miraba por la ventanilla, pensando que hacía mucho tiempo que no iba en coche a esas horas. Habitualmente a esa hora estaba en la cama, a veces durmiendo, a veces mirando por la ventana a la espera de que llegara el día. No se sentía segura en ninguna parte.

Nan aparcó delante de su casa y apagó el motor. Introdujo las llaves de ignición dentro del parasol, y esbozó una sonrisa estúpida. Nan confiaba demasiado en la gente. Sibyl era igual, hasta que un maníaco la mató.

La casa que Sibyl y Nan habían comprado hacía unos cuantos años era un pequeño bungalow de los que abundaban por Heartsdale. A un lado había dos dormitorios y un baño al final del pasillo y, al otro, la cocina, el comedor y la sala de estar. El segundo dormitorio lo habían convertido en despacho para Sibyl, pero Lena no sabía para qué lo utilizaba ahora Nan.

Lena estaba en el pequeño porche, sujetándose a la pared para no caerse mientras Nan abría la puerta. Para ella el agotamiento se estaba convirtiendo en una forma de vida; otra cosa que había cambiado.

Tres breves bips del panel de alarma la saludaron cuando Nan abrió la puerta. Considerando lo poco que le preocupaba la seguridad a Nan, a Lena le sorprendió que tuviera una alarma. Nan debió de leerle el pensamiento.

—Lo sé —dijo, tecleando la fecha de nacimiento de Sibyl en el panel de seguridad—. Pensé que me sentiría más segura, después de lo de Sibyl… y de que tú…

—Sería mejor un perro —le sugirió Lena, sintiéndose enseguida culpable al ver el gesto de preocupación de Nan—. El ruido de la alarma también asusta a la gente.

—Los primeros días se disparaba continuamente. La señora Moushey, que vive al otro lado de la calle, casi sufre un ataque al corazón.

—Estoy segura de que es útil —le dijo Lena.

—No sé por qué, pero no te creo.

Lena se apoyó con las manos en el respaldo del sofá, diciéndose que no tenía fuerzas para una conversación tan intranscendente.

Pareció que Nan había adivinado sus pensamientos.

—¿Tienes hambre? —le preguntó, encendiendo las luces mientras cruzaban el comedor para dirigirse a la cocina.

Lena negó con la cabeza, pero Nan no la vio.

—¿Lena?

—No —dijo Lena.

Pasó los dedos por el sofá mientras se dirigía al cuarto de baño. La medicación le daba calambres, y sentía un ardor que podía ser una infección urinaria.

El cuarto de baño era estrecho, con azulejos blancos y negros en el suelo. La parte superior de las paredes estaba rodeada de madera con molduras, y la inferior de azulejo blanco. En el botiquín, cuyo espejo estaba torcido, había una foto de Sibyl enganchada en el marco. Lena se miró al espejo, y a continuación a Sibyl, y comparó las dos imágenes. Lena parecía diez años mayor, aun cuando la foto de Sibyl había sido tomada un mes antes de ser asesinada. Lena tenía el ojo izquierdo hinchado, y el corte era de un rojo intenso y estaba sensible al tacto. Tenía el labio partido en el medio, y arañazos y lo que parecía un moratón gigante en torno al cuello. No era de extrañar que le costara hablar. Probablemente tenía la garganta en carne viva.

—¿Lena? —preguntó Nan llamando a la puerta.

Lena abrió, pues no quería que Nan se preocupara.

—¿Te apetece un té? —preguntó Nan.

Lena iba a decir que no, pero pensó que le aliviaría la garganta. Asintió.

—¿Menta Digestiva u Oso Soñoliento?

Lena estuvo a punto de echarse a reír, porque, después de lo que había ocurrido, le parecía ridículo que Nan estuviera en la puerta preguntándole si quería Menta Digestiva u Oso Soñoliento.

Nan sonrió.

—Lo decidiré por ti. ¿Quieres cambiarte?

Lena aún llevaba el uniforme que le habían dado en la cárcel, pues sus ropas habían sido archivadas como pruebas.

—Aún guardo algunas cosas de Sibyl, si las quieres…

Las dos parecieron darse cuenta al mismo tiempo de que ninguna de ellas se sentiría cómoda si Lena se ponía la ropa de Sibyl.

—Tengo un pijama que te irá bien —dijo Nan.

Entró en su dormitorio y Lena la siguió. Junto a la cama había más fotos de Sibyl y el osito de esta cuando era pequeña. Nan la observó.

—¿Qué? —preguntó Lena, apretando la boca, procurando que no se le volviera abrir la herida del labio.

Nan se acercó al armario y se puso de puntillas para rebuscar en el estante superior. Sacó una pequeña caja de madera.

—Esto era de mi padre —dijo Nan, abriendo la caja.

Una pistola mini Glock reposaba dentro del interior de terciopelo, ahuecado con la forma del arma. Al lado había un cargador lleno.

—¿Qué haces con eso? —le preguntó Lena, ansiosa por sacar el arma de la caja sólo para sentir su peso.

No tenía una pistola en la mano desde que dimitiera de la policía.

—Mi padre me la regaló después de la muerte de Sibyl —dijo Nan, y Lena se dio cuenta de que ni siquiera sabía que el padre de Nan estuviera vivo.

—Es policía. Igual que el tuyo.

Lena tocó el metal frío, y le gustó el tacto.

—No sé utilizarla —dijo Nan—. No soporto las armas.

—Sibyl también las detestaba —dijo Lena, aunque seguramente Nan sabía que a Calvin Adams, su padre, lo habían matado de un tiro tras dar el alto a un coche en la carretera.

Nan cerró la caja y se la entregó a Lena.

—Quédatelo si te hace sentir más segura.

Lena cogió la caja y se la llevó al pecho.

Nan se acercó al tocador y sacó un pijama color azul pastel.

—Sé que no es tu estilo, pero está limpio.

—Gracias —dijo Lena, agradeciendo el esfuerzo.

Nan salió y cerró la puerta. Lena sintió deseos de correr el pestillo, pero se dijo que Nan podía oír el ruido y tomárselo a mal. Se sentó en la cama y abrió la caja de madera. Pasó el dedo por el cañón de la pistola, de la misma manera que había pasado los dedos por la polla de Ethan. Sacó la pistola de la caja, y metió el cargador. La fibra de vidrio que llevaba en la izquierda le dificultaba el movimiento, y cuando tiró de la guía para meter una bala en la recámara, la pistola casi le resbaló de la mano.

—Maldita sea —dijo, apretando el gatillo varias veces sólo para oír el chasquido.

Por costumbre, Lena sacó el cargador antes de volver a poner la pistola en la caja. Con cierta dificultad, consiguió ponerse el pijama azul. Le dolían tanto las piernas que no quería moverlas, pero sabía que el movimiento era la única manera de combatir el agarrotamiento y el dolor.

Cuando entró en la cocina, Nan estaba sirviendo el té. Sonrió a Lena, esforzándose por no reír, y Lena bajó la mirada al perro azul oscuro de dibujos animados que había en el bolsillo de la chaqueta.

—Lo siento —se disculpó Nan entre risitas—. Nunca imaginé que te pondrías algo así.

Lena esbozó una sonrisa, y sintió que se le volvía a abrir el labio. Colocó la caja sobre la mesa. La pistola no servía de nada si no podía meter una bala en la recámara, pero tenerla cerca la hacía sentirse segura.

Nan observó la pistola.

—Bueno, te sienta mejor a ti que a mí —dijo.

Lena sintió cierta desazón y decidió dejar las cosas claras.

—No soy homosexual, Nan.

Nan reprimió una sonrisa.

—Y aunque lo fueras, Lena, en el momento de mi vida en que me encuentro ni se me ocurriría pensar que nadie pueda reemplazar a tu hermana.

Lena apretó la silla con las manos; no quería hablar de Sibyl. Sacarla a relucir en ese momento sería como hacerle saber lo que había pasado. Lena sintió una desgarradora vergüenza ante la idea de que Sibyl llegara a enterarse de lo que le había pasado. Por primera vez, Lena se alegró de que su hermana hubiera muerto.

—Es tarde —afirmó Lena, mirando el reloj de la pared—. Siento haberte metido en esto.

—Oh, no te preocupes —dijo Nan—. No está mal acostarse después de medianoche, para variar. Me he acostado a las nueve y media, como una señora, desde que Sibyl…

—Por favor —dijo Lena—. No puedo hablar de ella. No así.

—Siéntate —dijo Nan.

Le echó un brazo por los hombros e intentó guiarla hacia la silla, pero Lena no se movió.

—¿Lena?

Lena se mordió el labio, abriéndose aún más el corte. Se pasó la punta de la lengua, recordando la manera en que había lamido el cuello de Ethan.

Sin previo aviso se echó a llorar, y Nan la rodeó con el otro brazo. Se quedaron en la cocina, de pie. Nan la abrazó y la consoló hasta que Lena no pudo llorar más.