13

Sara dejó el coche en el aparcamiento del Centro Médico Heartsdale, junto al de Jeffrey. Este le había dicho que se dirigiera al hospital para obtener muestras de dos sospechosos. No pensaba decirle los nombres por teléfono, pero Sara conocía lo suficiente a Jeffrey para saber que se trataba de Ethan White y Lena.

Como siempre, la sala de urgencias estaba vacía. Sara miró a su alrededor, buscando a la enfermera de guardia, pero esta debía de estar tomándose un descanso. Al final del pasillo distinguió a Jeffrey charlando con un hombre de más edad, de estatura mediana y complexión recia. Un poco más lejos, Brad Stephens estaba apostado ante la puerta cerrada de una sala de reconocimiento. Tenía la mano apoyada en la culata de su arma.

Al acercarse, Sara oyó al hombre que hablaba con Jeffrey, en un tono chillón y exigente.

—Mi mujer ya tiene bastante con lo que ha pasado.

—Sé lo que ha pasado —dijo Jeffrey—. Me alegra saber que se interesa por su bienestar.

—Pues claro que me intereso —le espetó el hombre—. ¿Qué insinúa?

Jeffrey vio a Sara y le hizo una seña para que se acercara.

—Esta es Sara Linton —le dijo al individuo—. Se encargará del examen físico.

—Doctor Brian Keller —dijo el hombre, sin mirar a Sara.

Llevaba en la mano un bolso, que, supuso Sara, pertenecía a su esposa.

—El doctor Keller es el marido de Jill Rosen —le explicó Jeffrey—. Lena me pidió que la llamara.

Sara procuró no delatar su sorpresa.

—Si nos perdona —dijo Jeffrey a Keller, y condujo a Sara por el pasillo hasta una pequeña sala de reconocimiento.

—¿Qué está pasando? —preguntó—. Le dije a mamá que estaría en Atlanta esta tarde.

Jeffrey cerró la puerta antes de decir:

—A Chuck le han cortado el cuello.

—¿Chuck Gaines? —preguntó Sara, como si pudiera tratarse de otro Chuck.

—Las huellas de Lena están en el arma del crimen.

Sara puso en orden sus ideas, intentando comprender lo que él le decía.

—¿Recuerdas el examen que le hiciste a Lena después de la violación?

Lena no sabía de qué le estaba hablando.

—La muestra que sacaste de las bragas para establecer el ADN. ¿Recuerdas el examen que le hiciste a Lena después de la violación?

Sara buscó la mejor manera de responderle, pero sabía que la pregunta no admitía matices, así que tuvo que responder:

—Sí.

Su rostro era el vivo retrato de la cólera.

—¿Por qué no me lo dijiste, Sara?

—Porque no está bien —respondió Sara—. No está bien utilizarlo contra ella.

—Cuéntaselo a Chuck Gaines —repuso Jeffrey—. Cuéntaselo a la madre de Chuck.

Sara mantuvo la boca cerrada, pero seguía sin aceptar que Lena tuviera algo que ver con esos crímenes.

—Quiero que obtengas muestras de White —dijo Jeffrey con brusquedad—. Sangre, saliva, pelo. Péinale todo el cuerpo. Como si fuera una autopsia.

—¿Qué estamos buscando?

—Cualquier cosa que le relacione con la escena del crimen —informó Jeffrey—. Ya tenemos la huella de los zapatos de Lena en la sangre hallada en el lugar de los hechos. —Negó con la cabeza—. Había sangre por todas partes.

Jeffrey abrió la puerta y miró pasillo abajo. Sara supo que quería decirle algo más.

—¿Qué? —preguntó Sara.

Jeffrey intentó mostrarse sereno.

—Lena tiene el cuerpo lleno de contusiones.

—¿Son graves?

Jeffrey miró pasillo abajo y luego a Sara.

—No sé si hubo un forcejeo o no. Tal vez Chuck la atacó y ella se defendió. A lo mejor White se volvió loco.

—¿Es eso lo que ella dice?

—Ella no dice nada. Ni él tampoco. —Hizo una pausa—. Bueno, White dice que pasaron la noche juntos en el apartamento de Lena, pero los de la universidad dicen que White salió del laboratorio después de que Lena se marchara. —Señaló hacia el pasillo—. De hecho, Brian Keller fue la última persona en verla.

—¿Lena ha pedido que viniera la doctora Rosen?

—Sí —dijo Jeffrey—. Tengo a Frank en la otra habitación por si le cuenta algo.

Jeffrey…

—No me vengas con el rollo de los médicos y los pacientes, Sara. Se me están amontonando los cadáveres.

Sara sabía que no conseguiría nada discutiendo.

—¿Lena se encuentra bien?

—Puede esperar —dijo Jeffrey, dándole a entender que no hiciera más preguntas.

—¿Tienes una orden del juez para hacer todo esto?

—¿Qué pasa, ahora eres abogado? —No la dejó contestar—. El juez Bennett la firmó esta mañana. —Como Sara no reaccionaba, le dijo—. ¿Qué? ¿Quieres verla? ¿Crees que no digo la verdad?

—No te he pedido…

—No, mira. —Se sacó la orden del bolsillo y la estampó sobre la repisa—. ¿Te das cuenta, Sara? Te digo la verdad. Intento ayudarte a hacer tu trabajo para que nadie más salga perjudicado.

Sara estudió el documento, y reconoció la apretada firma de Billie Bennett saliéndose de la línea.

—Acabemos de una vez.

Jeffrey se hizo a un lado para que Sara pudiera salir, y esta se sintió invadida por un miedo que hacía mucho tiempo que no experimentaba.

Brian Keller seguía en el pasillo, sosteniendo aún el bolso de su esposa. Miró a Sara con el rostro inexpresivo cuando ella pasó junto a él, y parecía tan inofensivo que Sara tuvo que recordarse que maltrataba a su mujer.

Brad saludó a Sara tocándose el sombrero antes de abrirle la puerta.

—Señora.

Ethan White estaba en medio de la sala. Llevaba una bata de hospital verde claro, y tenía sus musculosos brazos cruzados sobre el pecho. Le habían golpeado en la nariz hacía poco, y tenía un fino reguero de sangre seca que le llegaba a la boca. Debajo de un ojo, una gran mancha roja viraba ya a morado. Tenía elaborados tatuajes con escenas de batallas en ambos brazos. Sus muslos mostraban dibujos geométricos y llamas subiendo por los lados.

Parecía un chico normal, con el pelo rapado y un cuerpo que revelaba que había pasado demasiado tiempo libre en el gimnasio. Los músculos se le ondulaban en los hombros, tensando la tela de la bata. Era de baja estatura, unos quince centímetros más bajo que Sara, pero había algo en él que llenaba el espacio a su alrededor. White parecía enfadado, como si en cualquier momento fuera a saltar y atacarla. Sara se alegró de que Jeffrey no les hubiera dejado solos.

—Ethan White —dijo Jeffrey—. Esta es la doctora Linton. Va a tomarte algunas muestras por orden judicial.

White apretó tanto la mandíbula que masticó las palabras.

—Quiero ver la orden.

Sara se puso los guantes mientras White leía la orden. Sobre la repisa había portaobjetos de cristal y todo lo necesario para efectuar la prueba de ADN, junto con un peine de plástico negro y tubos de ensayo para tomar muestras de sangre. Probablemente, Jeffrey ya había hablado con la enfermera para que lo tuviera todo preparado, pero Sara no comprendía por qué no le había pedido que se quedara para ayudarla. Se preguntó si había algo que no quería que viera nadie más.

Sara se puso las gafas. Pediría a Jeffrey que hiciera venir a una enfermera.

Pero antes de hablar, Jeffrey dijo a White:

—Quítate la bata.

—Eso no es… —Sara calló a media frase.

White había dejado caer la bata al suelo. Tenía una esvástica grande tatuada en el estómago. En la parte derecha del pecho había un retrato borroso de Hitler. En la izquierda, una hilera de soldados de las SS saludaban la imagen del dictador.

Sara no pudo evitar fijar la mirada en lo que veía.

—¿Le gusta lo que ve? —preguntó White en tono desabrido.

Jeffrey estampó la mano en la cara de White y lo empujó contra la pared. Sara saltó hacia atrás hasta dar con la repisa. La nariz de Ethan se desplazó de su sitio y la sangre le brotó hasta resbalarle por la boca.

Jeffrey habló en voz baja, iracunda, en un tono que Sara deseó no tener que volver a oír jamás.

—Es mi esposa, hijo de la gran puta. ¿Me has entendido?

La cabeza de White estaba aprisionada entre la pared y la mano de Jeffrey. Asintió una vez, pero sus ojos no mostraban miedo. Era como un animal enjaulado deseoso de encontrar la manera de escapar.

—Eso está mejor —dijo Jeffrey, retrocediendo.

White miró a Sara.

—Ha sido testigo, ¿verdad, doctora? Brutalidad policial.

—Ella no ha visto nada —dijo Jeffrey.

Sara le maldijo por meterla en eso.

—¿Ah, no? —preguntó White.

Jeffrey dio un paso hacia él.

—No me des motivos para hacerte daño.

—Sí, señor —respondió White lleno de hostilidad.

Se secó la sangre de la nariz con el dorso de la mano sin apartar los ojos de Sara. Intentaba intimidarla, y ella se dijo que ojalá no se diera cuenta de que lo estaba consiguiendo.

Sara abrió el kit para el ADN oral. Se acercó a White con la espátula en la mano y dijo:

—Abre la boca, por favor.

Ethan obedeció, y la abrió cuanto pudo para que Sara pudiera recoger restos de piel. Tomó varias muestras, pero le temblaban las manos al ponerlas sobre el portaobjetos. Inhaló profundamente, intentando resignarse a la tarea que le esperaba. Ethan White no era más que otro paciente. Ella era una doctora que hacía su trabajo, ni más ni menos.

Sara sentía los ojos de White taladrándole la nuca mientras etiquetaba las muestras. El odio llenaba la habitación como un gas tóxico.

—Necesito tu fecha de nacimiento —dijo Sara.

White se demoró un momento, como si se lo dijera por propia voluntad.

—Veintiuno de noviembre de mil novecientos ochenta.

Sara anotó la información en la etiqueta, junto con su nombre, el lugar, la fecha y la hora. Todas las muestras debían catalogarse del mismo modo, y a continuación se recogían en una bolsa para pruebas o se ponían sobre un portaobjetos.

Sara cogió una oblea de papel estéril con unas pinzas y la acercó a la boca de White.

—Necesito que mojes esto de saliva.

—Soy no secretor.

Sara mantuvo las pinzas inmóviles hasta que él por fin sacó la lengua y pudo colocarle el papel en la boca. Al cabo de unos instantes, Sara sacó la oblea y la catalogó como prueba.

Siguió con el procedimiento y le preguntó:

—¿Quieres un poco de agua?

—No.

Mientras proseguía con sus manipulaciones, Sara sentía que los ojos de White seguían todos sus movimientos. Incluso cuando estaba en la repisa, de espaldas a él, percibía su mirada, como un tigre a punto de atacar.

Se le contrajo la garganta cuando comprendió que no podía seguir posponiendo el momento de tocarle. Bajo los guantes, sentía su piel cálida, los músculos tensos y duros. Sara llevaba años sin sacar sangre a nadie que no fuera un cadáver, y no encontraba la vena.

—Lo siento —dijo tras el segundo intento.

—No pasa nada —la disculpó White, con un tono afable que contradecía el odio de sus ojos.

Utilizando una cámara de treinta y cinco milímetros, Sara filmó lo que parecían heridas defensivas en el antebrazo izquierdo. En la cabeza y en el cuello tenía cuatro arañazos superficiales, y una hendidura en forma de media luna, probablemente a causa de una uña, detrás de la oreja izquierda. Tenía magullada la zona en torno a los genitales, y el glande rojo e irritado. En la nalga izquierda había un pequeño arañazo, y otro más grande en la zona lumbar. Sara hizo que Jeffrey acercara una regla a las heridas mientras ella las fotografiaba una a una con una lente macro.

—Necesito que te tiendas sobre la mesa —le pidió Sara.

Se dirigió a la repisa, dándole la espalda. Desdobló una pequeña hoja de papel blanco y dio media vuelta.

—Incorpórate para que pueda ponerte esto debajo —dijo.

Ethan volvió a obedecerle, sin apartar los ojos de su rostro. Cuando le pasó el peine por el vello púbico aparecieron varios pelos ajenos. Las raíces aún estaban pegadas al tallo, lo que indicaba que había sido arrancado del cuerpo. Con unas tijeras afiladas, le cortó una zona enmarañada de vello de la parte interior del muslo, dejándola caer en un sobre y etiquetándola con la información apropiada.

Utilizó un hisopo húmedo para obtener muestras de fluidos secos del pene y el escroto, apretando tanto las mandíbulas que le dolieron los dientes. Le rascó las uñas de las manos y de los pies, fotografiando una uña rota del índice de la mano derecha. Cuando acabó el examen, la repisa estaba llena de pruebas que o se secaban con aire frío en el secador de muestras o se recogían en bolsas de papel para pruebas, que Sara había sellado y etiquetado con una mano que ya no temblaba.

—Ya está —dijo Sara, sacándose los guantes y dejándolos sobre la repisa.

Abandonó la sala con paso ligero, sin correr. Brad y Keller aún estaban en el pasillo, pero pasó junto a ellos sin decir palabra.

Sara regresó a la sala de reconocimiento vacía, y el miedo y la cólera invadiendo cada centímetro de su cuerpo. Se inclinó sobre el fregadero y abrió el grifo para echarse agua fría en la cara. La bilis se le pegaba a la garganta. Tragó agua, con la esperanza que no le diera angustia. Aún sentía los ojos de Ethan a su espalda, hundiéndose en su carne como un hierro candente. Aún podía oler el aroma a jabón que emanaba el cuerpo de Ethan, y, cuando cerró los ojos, vio la leve erección que había tenido cuando le pasó el hisopo por el pene y le peinó el vello púbico.

Sara cerró el grifo. Se estaba secando las manos con una toalla de papel cuando de pronto se dio cuenta de que se encontraba en la misma sala que había utilizado para examinar a Lena tras ser violada. Esa era la mesa en que se había echado Lena. Esa era la repisa donde había colocado las muestras de Lena, al igual que había hecho con las de Ethan White.

Sara se rodeó la cintura con los brazos, miró fijamente la sala, procurando no dejarse engullir por los recuerdos.

Al cabo de unos minutos, Jeffrey llamó a la puerta y entró. Se había quitado la americana, y Sara vio el revólver enfundado.

—Podrías haberme avisado —dijo, y se le hizo un nudo en la garganta—. Podrías habérmelo dicho.

—Lo sé.

—¿Así es como te vengas de mí? —preguntó Sara, consciente de que iba a ponerse a llorar o a chillar.

—No ha sido venganza —dijo Jeffrey.

Sara no supo si creerle. Se llevó la mano a la boca, intentando reprimir un sollozo.

—Joder, Jeff.

—Lo sé.

—No sabes nada —dijo Sara, en un tono muy alto.

—Dios mío, ¿has visto esos tatuajes? —Sara no le dejó responder—. Lleva una esvástica… —No pudo continuar—. ¿Por qué no me avisaste?

Jeffrey se quedó callado.

—Quería que lo vieras —dijo—. Quería que supieras a qué nos enfrentamos.

—¿Y no podías habérmelo dicho? —le preguntó, abriendo el grifo otra vez. Ahuecó la mano para coger agua y quitarse el mal gusto de la boca—. ¿Por qué has tardado tanto? —le preguntó, recordando cómo había golpeado a Ethan, estrellando su cabeza contra la pared—. ¿Has vuelto a pegarle?

—En primer lugar, no le he pegado.

—¿Que no le has pegado? Le sangraba la nariz, Jeffrey. La sangre era fresca.

—Te he dicho que no le he pegado.

Sara le agarró las manos, buscándole cortes o magulladuras en los nudillos. Estaban limpios, pero le preguntó:

—¿Dónde está tu anillo de promoción?

—Me lo quité.

—Nunca te lo quitas.

—Me lo quité el domingo. Antes de ir a hablar con tus padres.

—¿Por qué?

Transigió, furioso.

—Porque tenía sangre, Sara. ¿Entendido? Sangre de Tess.

Ella dejó caer la mano. Le hizo la pregunta que no se había permitido formular mientras estaba en la misma habitación que White.

—¿Crees que pudo apuñalar a Tessa?

—No tiene coartada para el domingo. Al menos no una sólida.

—¿Dónde estaba?

—Dice que en la biblioteca —contestó Jeffrey—. Nadie recuerda haberle visto. Pudo haber estado en el bosque. Pudo haber matado a Andy, y luego esperar a ver qué pasaba.

Sara asintió para que prosiguiera.

—No esperaba a Tessa. Ella apareció y él aprovechó la situación.

Sara volvió a agarrase a la repisa y cerró los ojos, intentando asociar el hombre de la sala de al lado con el que apuñaló a Tessa. Sara había estado en presencia de un asesino, y lo que más le había sorprendido es que fuera tan normal, tan vulgar. Con la ropa puesta, también lo parecía. Podía pasar por un chaval cualquiera del campus. Podría haber sido uno de sus pacientes. En algún lugar, en el lugar donde había nacido Ethan, podía haber una pediatra igual que Sara que le había visto convertirse en un hombre.

Cuando pudo hablar, Sara le preguntó:

—¿Dónde encaja Lena en todo esto?

—Sale con él —dijo Jeffrey—. Es su novia.

—No me creo que…

—Cuando la veas —comenzó Jeffrey—, cuando la veas, Sara, quiero que recuerdes que está liada con White. Le está protegiendo. —Señaló la pared, al otro lado de la cual estaba la sala de reconocimiento donde habían estado con Ethan—. Lo que has visto ahí, ese animal… ella le está protegiendo.

—¿Protegiéndole de qué? —preguntó Sara—. Son las huellas de Lena las que están en el cuchillo. Es ella la que trabajaba con Chuck.

—Lo entenderás cuando la veas.

—¿Se trata de otra sorpresa? —preguntó Sara, pensando que no estaba para sorpresas, sobre todo si guardaban relación con Lena—. ¿También lleva una esvástica?

—De verdad —comenzó Jeffrey—. No sé qué pensar de ella. Tiene mal aspecto. Como si le hubieran golpeado.

—¿La han golpeado?

—No lo sé —contestó Jeffrey—. Alguien se ensañó con ella.

—¿Quién?

—Frank cree que Chuck le hizo algo.

—¿El qué? —preguntó Sara, temiendo la respuesta.

—La agredió —dijo Jeffrey—. O a lo mejor sólo la cabreó. Ella se lo dijo a White y este se puso como loco.

—¿Tú qué crees que pasó? —preguntó Sara.

—La verdad, ¿quién demonios puede saberlo? Y ella no suelta prenda.

—¿La has interrogado como a White? —dijo Sara—. ¿Aplastándole la cara con la mano?

La expresión ofendida de los ojos de Jeffrey hizo que ella se arrepintiera de la pregunta, pero sabía que si se callaba no conseguiría nada, y mucho menos respuestas.

—¿Qué clase de persona crees que soy? —le preguntó Jeffrey.

—Creo… —comenzó Sara, aunque sin saber qué decir—. Creo que los dos tenemos nuestro trabajo. Y creo que ahora no podemos hablar de esto.

—Pues yo quiero que hablemos. Necesito que estés de mi parte, Sara. No puedo enfrentarme a todo el mundo y también a ti.

—Ahora no es el momento. ¿Dónde está Lena?

Jeffrey retrocedió hacia el pasillo, indicándole que lo viera por sí misma.

Sara se secó las manos en los pantalones mientras pasaba al lado de Brad. Alargó la mano hacia la puerta justo cuando Frank salía de la habitación.

—Hola —dijo Frank, sin mirarla a los ojos—. Lena quería agua.

Sara entró en la sala. Lo primero que vio fue el kit de muestreo posviolación que habían dejado en la repisa. Sara se quedó helada, incapaz de moverse hasta que Jeffrey le puso la mano en la espalda y la empujó suavemente. Quería insultarlo, golpearle el pecho con los puños y maldecirlo por obligarle a hacer eso, pero se había quedado sin fuerzas. Estaba totalmente vacía. Sólo sentía dolor.

—Sara Linton, esta es Jill Rosen —dijo Jeffrey.

Una mujer menuda vestida de negro se puso en pie. Dijo algo, pero Sara sólo oyó un ruido de metales. Lena estaba sentada en la cama, los pies colgando de un lado. Iba vestida con la bata verde del hospital, con una cinta en el cuello. Movía la mano adelante y atrás en lo que parecía un tic nervioso, y las esposas que llevaba alrededor de una muñeca golpeaban en la barra que había al pie de la cama.

Sara se mordió el labio tan fuerte que se hizo sangre.

—Quítale esas esposas ahora mismo —ordenó Sara.

Jeffrey vaciló, pero obedeció.

Cuando le quitó las esposas, Sara le dijo, en un tono que no admitía discusión:

—Vete.

De nuevo, Jeffrey pareció indeciso. Ella le miró a los ojos y pronunció nítidamente las dos sílabas:

—Vete.

Jeffrey salió y la puerta se cerró con un chasquido. Sara estaba con los brazos en jarras, a menos de un metro de Lena. Aunque ahora ya no llevaba las esposas, la mano de Lena continuaba moviéndose adelante y atrás, como paralizada. Sara había pensado que al marcharse Jeffrey la sala parecería menos opresiva, pero las paredes aún parecían caérsele encima. El miedo se palpaba en la habitación, y Sara sintió un repentino estremecimiento.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó Sara.

Lena se aclaró la garganta, mirando al suelo. Cuando intentó hablar, su voz apenas era un susurro.

—Me caí.

Sara se llevó una mano al pecho.

—Lena —dijo—. Te han violado.

—Me caí —repitió Lena.

La mano aún le temblaba.

Jill Rosen cruzó la sala y mojó una toallita de papel en el fregadero. Volvió junto a Lena y se la pasó por la cara y el cuello.

—¿Te lo ha hecho Ethan? —preguntó Sara.

Lena negó con la cabeza mientras Rosen intentaba limpiarle la sangre.

—Ethan no me ha hecho nada —dijo Lena.

Rosen le puso la toallita en la nuca. Quizás estaba borrando alguna prueba, pero a Sara no le importó.

—Lena —dijo Sara—, no pasa nada. No volverá a hacerte daño. Lena cerró los ojos, pero dejó que Rosen le limpiara la barbilla.

—No me ha hecho daño —insistió.

—Esto no es culpa tuya —dijo Sara—. No tienes por qué protegerle.

Lena mantenía los ojos cerrados.

—¿Te lo hizo Chuck? —preguntó Sara.

Rosen levantó la mirada, perpleja.

—¿Fue Chuck? —repitió.

—No he visto a Chuck —susurró Lena.

Sara se sentó en el borde de la cama, procurando comprender.

—Lena, por favor.

Ella le giró la cara. Le resbaló la bata, y Sara pudo ver la señal de un profundo mordisco sobre el seno derecho.

Rosen habló por fin.

—¿Chuck te hizo daño?

—No debería haberla llamado —le contestó Lena.

A Rosen se le humedecieron los ojos mientras le pasaba un mechón de pelo por detrás de la oreja. Probablemente se veía a sí misma veinte años atrás.

—Por favor, váyase —pidió Lena.

Rosen miró a Sara como si no acabara de confiar en ella.

—Tienes derecho a que alguien te acompañe —dijo Rosen.

Al trabajar en el campus, la mujer debía de haber recibido llamadas como esa anteriormente. Conocía el procedimiento, aunque nunca lo hubiera utilizado en su caso.

—Por favor, váyase —repitió Lena, los ojos aún cerrados, como si pudiera alejarla por su fuerza de voluntad.

Rosen abrió la boca para decir algo pero calló. Se fue enseguida, como un prisionero que huye.

Lena seguía con los ojos cerrados. Tragó saliva y tosió.

—Parece como si tuvieras la tráquea magullada —le dijo Sara—. Si tienes alguna lesión en la laringe… —Sara se interrumpió, preguntándose si Lena la estaba escuchando.

Apretaba tanto los ojos que parecía querer borrar el mundo.

—Lena —dijo Sara, acordándose de nuevo del bosque y de Tessa—, ¿te cuesta respirar?

Casi de manera imperceptible, Lena negó con la cabeza.

—¿Te importa si te la palpo? —preguntó Sara, pero no esperó la respuesta.

Con tanta suavidad como le fue posible, Sara tocó la piel que rodeaba la laringe de Lena, por si había bolsas de aire.

—Sólo está magullada. No hay fractura, pero te dolerá un tiempo.

Lena volvió a toser, y Sara le trajo un vaso de agua.

—Despacio —le dijo, inclinando el fondo del vaso, Lena volvió a toser, y paseó la mirada por la habitación como si no recordara haber llegado allí.

—Estás en el hospital —dijo Sara—. ¿Te hizo daño Chuck y Ethan se enteró? ¿Es eso lo que pasó?

Lena tragó saliva con una mueca de dolor.

—Me caí.

—Lena —musitó Sara, sintiendo una tristeza tan grande que apenas podía hablar—. Dios mío, por favor, dime qué pasó.

Lena no levantó la cabeza, pero empezó a farfullar.

—¿Qué? —preguntó Sara.

Lena se aclaró la garganta y abrió los ojos. Los vasos sanguíneos estaban rotos, y unos diminutos puntos rojos salpicaban el blanco.

—Quiero darme una ducha —dijo.

Sara miró el kit de muestreo posviolación que había en la repisa. No se sentía capaz de hacerlo otra vez. Era demasiado para una sola persona. La manera en que Lena estaba allí sentada, desamparada, esperando a que Sara hiciera lo que tuviera que hacer, le partía el corazón.

Lena debió de intuir su turbación.

—Por favor, acaba de una vez —susurró—. Me siento muy sucia. Quiero ducharme.

Sara se obligó a apartarse de la cama y a dirigirse a la repisa. Cuando comprobó si había película en la cámara se sentía como atontada.

Siguiendo el procedimiento, Sara le preguntó:

—¿Has tenido relaciones sexuales consentidas en las últimas veinticuatro horas?

Lena asintió.

—Sí.

Sara cerró los ojos.

—¿Relaciones sexuales consentidas? —repitió.

—Sí.

Sara intentó mantener un tono formal.

—¿Te has lavado la vagina o duchado desde la agresión?

—No fui agredida.

Sara se acercó y se quedó delante de Lena.

—Puedo darte una píldora —dijo—. Como la que te di la otra vez.

A Lena aún le temblaba la mano, se la frotaba contra la sábana de la cama.

—Es un anticonceptivo de emergencia.

Lena movió los labios sin hablar.

—Se la llama píldora del día después. ¿Te acuerdas de cómo funciona?

Lena asintió, pero Sara se lo explicó de todos modos.

—Tienes que tomarte una ahora y otra dentro de doce horas. Te daré algo para las náuseas. ¿Tuviste muchas náuseas la última vez?

Tal vez Lena asintió, pero Sara no estaba segura.

—Puede que sientas calambres, mareos o que tengas pérdidas de sangre.

Lena la interrumpió.

—Entendido.

—¿Entendido? —preguntó Sara.

—Entendido —repitió Lena—. Sí. Dame las píldoras.

Sara estaba en su oficina del depósito, sentada con la cabeza entre las manos, el teléfono aprisionado entre la oreja y el hombro mientras escuchaba sonar el móvil de su padre.

—¿Sara? —preguntó Cathy, preocupada—. ¿Dónde estás?

—¿No oíste mi mensaje?

—No sabemos oír los mensajes —dijo su madre, como si fuera evidente—. Empezábamos a estar preocupados.

—Lo siento, mamá —se disculpó Sara, mirando el reloj del depósito. Les había dicho a sus padres que los llamaría al cabo de una hora—. Chuck Gaines ha sido asesinado.

Cathy se quedó tan atónita que dejó de preocuparse.

—¿El chico que se comió tu trabajo manual de macarrones en tercero?

—Sí —contestó Sara.

Su madre siempre se acordaba de los compañeros de infancia de Sara por las estupideces que habían hecho.

—Eso es horrible —dijo Cathy, sin pensar que la muerte de Chuck pudiera tener alguna relación con el apuñalamiento de Tessa.

—Tengo que practicarle la autopsia, y he tenido muchas cosas que hacer.

Sara no quiso contarle a su madre lo de Lena Adams ni lo ocurrido en el hospital. Aun cuando lo intentara, Sara no creía poder expresar sus sentimientos. Se sentía vulnerable y desamparada y lo único que quería en ese momento era estar con su familia.

—¿Podrás venir por la mañana? —le preguntó Cathy, con un extraño tono de voz.

—Iré esta noche, en cuanto pueda —dijo Sara, pensando que nunca había querido dejar su ciudad tanto como ahora—. ¿Tess está bien?

—Está a mi lado —dijo Cathy—. Hablando con Devon.

—¿Y eso es bueno o malo? —preguntó Sara.

—Probablemente lo primero —respondió crípticamente Cathy.

—¿Y papá?

Cathy esperó unos instantes antes de contestar.

—Está bien —dijo con poca convicción.

Sara intentó reprimir las lágrimas. Se sentía incapaz de moverse. La tensión añadida de tener que preocuparse por las relaciones con su padre era un pesado lastre.

—¿Hija? —preguntó Cathy.

Sara vio la sombra de Jeffrey proyectarse sobre su escritorio. Levantó la mirada, pero no hacia él. A través de la ventana vio a Frank y a Carlos hablando junto al cadáver.

—Jeff está aquí, mamá. Tengo que ponerme a trabajar.

Cathy aún parecía preocupada, pero dijo:

—Muy bien.

—Iré en cuanto pueda —afirmó Sara, y colgó.

—¿Le pasa algo a Tess? —preguntó Jeffrey.

—Necesito verla —dijo Sara—. Necesito estar con mi familia.

Jeffrey captó la insinuación de que eso no le incluía a él.

—¿Vamos a hablar de esto ahora?

—La esposaste —dijo Sara, entre dolida e indignada—. No puedo creer que la esposaras.

—Es una sospechosa, Sara.

Miró a su espalda. Frank consultaba su cuaderno, pero Sara sabía que podía oír todo lo que decían. Sin embargo, levantó la voz para asegurarse.

—La han violado, Jeffrey. No sé quién, pero la han violado, y tú no deberías haberla esposado.

—Está implicada en la investigación de un asesinato.

—No iba a escaparse estando en el hospital.

—No era por eso.

—¿Por qué, entonces? —preguntó, sin levantar la voz—. ¿Para torturarla? ¿Para hacerla confesar?

—Ese es mi trabajo, Sara. Hacer confesar a la gente.

—Estoy segura de que te cuentan muchas cosas para que no sigas pegándoles.

—Deja que te diga algo, Sara. Los tipos como Ethan White sólo entienden un lenguaje.

—Oh, ¿me perdí la parte en que te contó lo que querías saber?

Jeffrey se la quedó mirando, esforzándose por no gritar.

—¿No podemos volver a como estaban las cosas esta mañana?

—Esta mañana no habías esposado a la víctima de una violación a una cama de hospital.

—No soy yo el que está ocultando pruebas.

—Eso no es ocultar pruebas, idiota. Es proteger a un paciente. ¿Qué te parecería que alguien utilizara mi reconocimiento posviolación para incriminarme?

—¿Incriminarte? —preguntó Jeffrey—. Sus huellas están en el arma del crimen. Tiene todo el aspecto de que alguien le diera una paliza. Su novio tiene una ficha policial tan larga como mi polla. ¿Qué otra cosa voy a pensar? —Hizo un visible esfuerzo por controlarse—. No puedo hacer mi trabajo según tus gustos.

—No —dijo ella, poniéndose en pie—. Ni según lo que se entiende por decencia.

—No sé…

—No seas estúpido —masculló Sara entre dientes, cerrando la puerta de un portazo. Ya no quería que Frank siguiera oyéndoles—. Viste el aspecto que tenía, lo que él le había hecho. Ya debes de tener las fotos. ¿Viste las laceraciones en las piernas? ¿Viste la señal del mordisco en el pecho?

—Sí —dijo Jeffrey—. Vi las fotos. Las vi.

Negó con la cabeza, como si deseara no haberlas visto.

—¿Crees realmente que ella mató a Chuck?

—Nada relaciona a White con la escena del crimen. Dame algo que lo incrimine. Dame algo que no sean las huellas de sangre de Lena en el arma.

Sara no podía obviar ese punto.

—No deberías haberla esposado.

—¿Acaso debo pasar por alto el hecho de que podría haber matado a alguien sólo porque siento lástima por ella?

—¿La sientes?

—Claro que sí —dijo Jeffrey—. ¿Crees que me gusta verla así? Cristo.

—Pudo haber sido en defensa propia.

—Eso ha de decidirlo su abogado —contestó Jeffrey y, aunque su tono era desabrido, Sara supo que tenía razón—. No puedo permitir que mis sentimientos interfieran en mi trabajo. Y tú tampoco deberías.

—Supongo que no soy tan profesional como tú.

—Eso no es lo que he dicho.

—El ochenta por ciento de mujeres violadas experimentan una segunda agresión en algún momento de sus vidas —dijo Sara—. ¿Lo sabías?

El silencio de Jeffrey contestaba a su pregunta.

—En lugar de acusarla de asesinato, deberías estar buscando al que la violó.

Jeffrey se encogió de hombros.

—¿Es que no la has oído? —preguntó, con tanta desconsideración que Sara casi le abofeteó—. No la violaron. Se cayó.

Sara abrió la puerta con violencia. No quería seguir hablando con él. Mientras se dirigía hacia el depósito, sintió que Jeffrey la estaba mirando, pero no le importó. Tanto daba lo que revelara la autopsia, jamás podría perdonar a Jeffrey por haber esposado a Lena a la cama. Tal como se sentía ahora, le importaba un bledo que no volvieran a dirigirse la palabra.

Se acercó a las radiografías, sin verlas. Sara se concentró en su respiración, intentando fijar su mente en la tarea que le aguardaba. Cerró los ojos, apartó a Tessa de su pensamiento y a Ethan White de su memoria. Cuando le pareció que se había recuperado, abrió los ojos y volvió a la mesa.

Chuck Gaines era un hombre grande, de hombros anchos y poco pelo en el pecho. No había heridas defensivas en los brazos, por lo que debían de haberle pillado por sorpresa. Tenía un gran tajo en el cuello, de un rojo vivo, y las arterias y tendones colgaban como zarcillos de una parra. Sara vio que las vértebras cervicales estaban dislocadas.

—Ya le he pasado la luz negra —dijo Sara. Una luz negra revelaba los fluidos del cuerpo y mostraba si había habido actividad sexual reciente—. Está limpio.

—Pudo haberse puesto un condón —dijo Jeffrey.

—¿Encontrasteis alguno en la escena del crimen?

—Lena se lo habría quitado.

Bajó la luz de un tirón, para que se supiera lo irritada que estaba. Enfocó la luz para ver mejor la zona de alrededor de la herida.

—Hay una marca superficial —dijo, indicando el corte que no había conseguido penetrar.

Quienquiera que había apuñalado a Chuck, había necesitado un primer intento antes de rasgarle la piel.

—Por tanto —conjeturó Jeffrey—, no era una persona fuerte.

—Se necesita mucha fuerza para cortar el cartílago y el hueso —replicó Sara.

Deseaba que Jeffrey dejara de hacer comentarios, aunque sin querer llamarle la atención delante de Frank. Probablemente, esa era la razón por la que Jeffrey había traído a Frank.

—¿Tienes el arma? —preguntó Sara.

Jeffrey levantó una bolsa de plástico que contenía un cuchillo de caza de quince centímetros cubierto de sangre.

—La funda estaba en el cuarto de Lena. El cuchillo encaja perfectamente.

—¿No buscasteis nada más?

Jeffrey no se inmutó ante la indirecta.

—Registramos su habitación y la de White. Esta era la única arma. —Y añadió—: De cualquier clase.

Sara estudió el cuchillo. La hoja estaba serrada por un lado y afilada por el otro. Había polvo para huellas negro en el mango, y Sara vio el borroso perfil de la huella de sangre que habían sacado con la cinta. Aparte de eso, no había mucha sangre en el arma. O bien el asesino lo había limpiado o ese no era el cuchillo. Sara hizo una fundada conjetura de cuál era el caso, pero quiso asegurarse antes de decir nada definitivo.

Se puso los guantes. El cadáver sólo presentaba otra señal: una penetrante puñalada sobre el pecho izquierdo. La hendidura era lo bastante grande para que cupiera la hoja del cuchillo que le había mostrado Jeffrey, pero los bordes no habían sido provocados por una navaja serrada. El atacante de Chuck probablemente le había cortado el cuello y luego le había apuñalado en el pecho. La herida del pecho había sido hecha en ángulo, lo que indicaba que el agresor estaba de pie, a más altura que Chuck, cuando se la hizo.

—¿No es el mismo sitio donde apuñalaron a Tessa? —preguntó Jeffrey.

Sara no hizo caso de la pregunta.

—¿Puedes ayudarme a ponerlo de lado?

Jeffrey cogió un par de guantes del dispensador de la pared. Frank se ofreció.

—¿Queréis que os ayude?

—No —dijo Sara—. Gracias.

Frank se dio unos golpecitos en el pecho, visiblemente aliviado. Sara se dio cuenta de que la piel, de los nudillos tenía cortes y magulladuras. Frank vio que ella se había dado cuenta, y se metió la mano en el bolsillo con una sonrisa de disculpa.

—¿Lista? —preguntó Jeffrey. Sara asintió, esperando.

Como la cabeza de Chuck estaba prácticamente separada del cuerpo, moverle era una tarea difícil. Para complicar aún más las cosas, el cadáver aún estaba rígido. Las piernas resbalaron hacia el borde de la mesa, y Sara tuvo que reaccionar rápidamente para impedir que el cadáver cayera al suelo.

—Lo siento —se disculpó Jeffrey.

—No pasa nada —dijo Sara, y la cólera que había experimentado hasta ahora desapareció. Señaló la bandeja—. ¿Puedes pasarme el escalpelo?

Jeffrey sabía que eso no era lo habitual.

—¿Qué estás buscando? —preguntó.

Sara calculó la trayectoria de la hoja antes de hacer una pequeña incisión en la espalda de Chuck, debajo del hombro izquierdo.

—¿La única arma que encontraste fue el cuchillo? —preguntó Sara para aclarar ese punto, señalando otro instrumento de la bandeja.

—Sí —dijo Jeffrey, entregándole unas pinzas de acero inoxidable.

Sara hundió las pinzas en la herida, hurgando con la punta hasta que encontró lo que buscaba.

—¿Qué estás haciendo? —quiso saber Jeffrey. Como respuesta, Sara sacó un trozo de metal.

—¿Qué es esto? —preguntó Frank. Jeffrey parecía mareado.

—La punta del cuchillo —dijo—. Se rompió al chocar contra el omóplato —informó Sara. La perplejidad de Frank era evidente.

—El cuchillo de Lena no estaba roto. —Cogió la bolsa de plástico—. La punta ni siquiera está doblada.

Jeffrey estaba pálido, y su expresión afligida hizo que Sara lamentara todo lo que le había dicho antes.

—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Frank.

—No se trataba del cuchillo de Lena —dijo Jeffrey, la voz ronca por la emoción—. No fue Lena.