11

—¿Lo tienes? —preguntó Chuck por centésima vez.

—Lo tengo —le espetó Lena, haciendo girar la navaja en la mano derecha mientras con la izquierda sujetaba la reja de ventilación.

Se vio un rayo a través de las ventanas, y los hombros de Lena se encorvaron al oír el trueno. Todo el laboratorio se iluminó como si alguien hubiese disparado un flash.

—Puedo conseguir un destornillador —dijo Chuck cuando la rejilla se soltó.

Lena sacó su linterna del bolsillo y dirigió el haz hacia el conducto de ventilación.

Algún capullo había decidido elegir ese día para dejarse abiertas las jaulas del laboratorio. Se habían escapado cuatro ratones, y cada uno de ellos valía para la universidad más de lo que Lena ganaba en un año, por lo que todo el personal disponible se había movilizado para encontrarlos. Eso había sido a mediodía, y ahora eran más de las seis, y sólo dos de esos cabrones de ojillos brillantes habían sido encontrados.

Lena se había cambiado de ropa al salir de la comisaría, pero tras todo un día de búsqueda volvía a estar sudorosa. Sentía cómo la camisa se le pegaba al cuerpo, y aún estaba cansada de la noche anterior. Tenía la cabeza a punto de estallar, y la peor resaca que había sentido en su vida. Un trago lo hubiera solucionado, o al menos lo habría aminorado, pero aquella mañana, sentada en la sala de interrogatorios, Lena se había hecho una promesa: nunca volvería a probar el alcohol.

Ahora se daba cuenta de los errores que había cometido, y casi todos estaban relacionados con el whisky. El resto tenía que ver con Ethan, y por eso se había hecho otra promesa: él quedaba fuera de su vida. Promesa que había podido mantener durante dos horas. Chuck la obligó a atender la centralita de la oficina de seguridad. Ethan había telefoneado, aterrorizado, chillando como una nena, y le había contado que acababa de encontrar a Scooter. El idiota incluso había borrado las huellas de la habitación, como si no pudiera justificar que sus huellas estuvieran allí. Como si Lena no supiera guardarse las espaldas.

A la puerta de la residencia de Scooter, Lena le había dicho a Ethan que se fuera a tomar por culo, y él seguía sin dejarla en paz. Incluso se ofreció a ayudarle a buscar el ratón desaparecido, y durante seis horas hizo todo lo que pudo para llamar su atención. Por lo que a Lena se refería, aquella mañana ya había dicho todo lo que pensaba decirle en lo que quedaba de vida a Ethan Green o White, o como fuera que se llamara. Había acabado con él. Si Jeffrey la dejaba volver a la policía alguna vez, su primera prioridad sería asegurarse de que encerraran a ese capullo en la celda más próxima. Y Lena en persona echaría la llave al mar.

—Mete la cabeza, así verás mejor —dijo Chuck, cerniéndose sobre ella como una madre dominante.

Al igual que con todos los trabajos de mierda que tenía que hacerle, a Chuck le sobraban los consejos acerca de cómo hacerlo tanto como le faltaban las intenciones de ayudarla.

Lena se guardó la navaja en el bolsillo y obedeció, metiendo la cabeza en la polvorienta caja metálica. Se dio cuenta demasiado tarde de que tenía el culo en pompa, y de que Chuck disfrutaba de la vista.

Estaba a punto de pegarle un grito cuando una voz colérica chilló:

—¿Qué demonios están haciendo al respecto? Tengo un trabajo importante que hacer.

Lena se golpeó al sacar la cabeza. Brian Keller estaba a un palmo de Chuck, rojo de ira.

—Hacemos todo lo que podemos, doctor Keller —dijo Chuck.

Keller se quedó sorprendido al ver a Lena. Les pasaba a muchos profesores que habían trabajado con Sibyl, y ella estaba acostumbrada.

Lena le saludó con la mano, intentando ser agradable. Keller tenía la mala suerte de estar en el laboratorio adyacente. El ruido y las interrupciones constantes habían comenzado a atacarle los nervios a eso de la una, y había cancelado el resto de sus clases con unos cuantos improperios bien elegidos y dirigidos a Chuck. Era el tipo de persona a la que Lena podría llegar a apreciar. Contrariamente a Richard Carter, que eligió ese momento para asomar la cabeza en el aula.

—¿Cómo va todo? —preguntó.

—No se permiten chicas —le soltó Chuck, y Richard le hizo ojitos en un gesto coqueto.

Chuck estaba a punto de añadir algo más, pero la atención de Richard se centró en Brian Keller.

—Hola, Brian —dijo, como un recién nacido con gases—. Puedo encargarme de tus clases si quieres irte. De verdad.

—Las clases han acabado hace dos horas, idiota —rezongó Keller.

Richard se desinfló como un globo.

—Yo sólo… —comenzó, con un asomo de irritación en su tono.

Keller dio media vuelta, dándole la espalda a Richard mientras golpeaba levemente con un dedo a Chuck.

—Tengo que hablar con usted. No puedo permitir estas interrupciones en mi trabajo.

Chuck asintió en un gesto brusco, y le pasó el muerto a Lena antes de irse con Keller.

—No se vaya hasta haber registrado todo el conducto, Adams.

—¿Qué? —preguntó Lena.

Richard se dirigió a ella.

—Soy un colega del departamento —susurró, la mandíbula tan apretada que a Lena le sorprendió que pudiera hablar. Señaló con el dedo la entrada vacía—. No tiene derecho a hablarme así delante de los demás. Merezco… me he ganado… al menos una pizca de respeto.

—Vale —dijo Lena, preguntándose por qué estaba tan mosqueado.

Que ella supiera, Brian Keller trataba igual a todo el mundo.

—Esta noche tiene una clase —dijo Richard—. Lo que yo le proponía era dar su clase nocturna.

—Mmm —murmuró Lena—. Creo que la ha cancelado.

Richard se quedó mirando la entrada como un pit bull a la espera de un intruso. Lena nunca le había visto furioso. Los ojos le salían de las órbitas y tenía la cara congestionada menos los labios, finos y blancos, apretados en una línea recta. Lena no supo si marcharse o echarse a reír.

—Escucha, que le den por culo —dijo Lena, y se preguntó si no sería ese el problema.

Aunque no decía mucho a favor de los gustos sexuales de Richard, sí explicaba bastante su comportamiento.

Richard puso los brazos en jarras.

—No tengo por qué tolerar que me traten así. Y menos él. En este departamento somos iguales y no toleraré este tipo de…

Lena volvió a intentarlo.

—Vamos, el hombre acaba de perder a su hijo.

Richard rechazó esa excusa con un brusco movimiento de mano.

—Todo lo que pido es que se me trate como un adulto. Como un ser humano.

Lena no podía perder el tiempo con Richard, pero sabía que este no se iría nunca si no mostraba cierta comprensión hacia él.

—Tienes razón. Es un borde.

Richard la miró por fin, y cuando iba a apartar los ojos se volvió otra vez. La pregunta la sorprendió, aunque no tenía por qué.

—¿Quién te ha pegado?

—¿Qué? —exclamó Lena, aunque sabía que se refería al corte del ojo—. No. Me caí. Me di contra la puerta. Fue una estupidez. —Sintió la necesidad de ofrecer más explicaciones, pero se reprimió. De su época de policía sabía que a los mentirosos les cuesta mucho callar. Sin embargo, no pudo evitar añadir—: No es nada.

Richard le guiñó el ojo en un gesto travieso, dándole a entender que no se lo tragaba. Con una actitud totalmente distinta a la que había mostrado ante Keller, dijo:

—¿Sabes?, siempre he sentido que había algo especial entre nosotros, Lena. Sibyl siempre hablaba de ti. Veía todo lo bueno que hay en ti.

Lena se aclaró la garganta, pero no dijo nada.

—Todo lo que quería era ayudarte. Hacerte feliz. Eso era lo que más le importaba en el mundo.

Lena sintió un incómodo hormigueo en las plantas de los pies.

—Sí —dijo, con la esperanza de que se largara.

—¿Qué le ha pasado a tu ojo? —insistió, aunque en un tono amable—. Parece como si alguien te hubiera pegado.

—Nadie me ha pegado —replicó Lena.

Se dio cuenta de que hablaba demasiado fuerte: otro error habitual entre los mentirosos. Se maldijo por dentro. No solía meter la pata de ese modo.

—Si alguna vez necesitas ayuda… —Richard no acabó la frase, comprendiendo quizá lo estúpido que resultaba su ofrecimiento a alguien como Lena. Cambió de táctica—. Si alguna vez quieres hablar de algo. Lo creas o no, sé cómo te sientes.

—De acuerdo —dijo Lena, pero el Papa freiría huevos en el infierno antes de que se le ocurriera confiar en él.

Richard se sentó en una de las mesas del laboratorio, y los pies le quedaron colgando a un lado. Por el gesto de preocupación, Lena pensó que iba a renovar su oferta, pero lo que hizo fue preguntarle:

—¿Has averiguado quién abrió las jaulas?

—No —dijo Lena—. ¿Por qué?

—He oído que un par de alumnos de segundo trabajaron hasta tarde en unos proyectos, de modo que… decidieron divertirse un poco.

Lena rió indignada.

—No me sorprendería.

—Oye, esta noche tengo que cenar con Nan —dijo—. ¿Por qué no nos acompañas? Será divertido.

—Tengo trabajo —le dijo Lena.

A continuación, para recalcarlo, abrió la navaja.

—Dios Todopoderoso —exclamó Richard, bajándose de la mesa para verla mejor—. ¿Para qué necesitas eso?

Lena estuvo a punto de decir que era una buena manera de librarse de los pesados que metían las narices en los asuntos de los demás cuando el móvil de Richard empezó a sonar. Richard buscó en los bolsillos de su bata de laboratorio. Cuando lo encontró, miró la pantallita, y su rostro dibujó una enorme sonrisa.

—Te veré luego —dijo a Lena—. Podemos seguir hablando de esto.

Le tocó la piel de debajo del ojo para que ella supiera a qué se refería.

Lena quiso decirle que no se molestara, pero se decidió por un:

—Nos vemos.

De todos modos, fue desperdiciar saliva. Antes de que pudiera decir nada más, Richard ya había salido escopeteado del aula.

Lena regresó al conducto de ventilación, y utilizó la navaja para volver a poner los tornillos. Chuck tenía razón, habría ido más deprisa con un destornillador, pero Lena no quería tener que pedir uno. Estaba sola en el laboratorio, y era el primer momento del día en que podía estar a solas. Lo más importante era pensar en cómo recuperar la confianza de Jeffrey.

Había intentado entregarle a Chuck en bandeja de plata, pero Jeffrey no la había entendido. Así que ese fin de semana Chuck había estado en un campeonato de golf. No obstante, podía estar implicado en el tráfico de drogas en la universidad. Scooter le había dejado claro que lo estaba. Chuck no era tan idiota. Ni siquiera a él se le pasaría por alto todo ese trapicheo. De todos modos, y conociendo a Chuck, Lena estaba segura de que él no estaba implicado directamente en ello. Su estilo era apoltronarse sobre su culazo y exigir una parte de los beneficios.

Se oyó otro trueno, y Lena se asustó tanto que se le resbaló el cuchillo, haciéndole un corte en el índice de la mano izquierda. Soltó una maldición entre dientes, sacándose el faldón de la camisa para envolverse el dedo. Todos los meses, Chuck le prometía encargar un uniforme de talla pequeña, pero nunca lo hacía. Que la obligara a llevar aquellas ropas que le quedaban tan grandes era otro de los ardides de Chuck para hacerla sentirse incómoda.

—Lena.

No levantó los ojos. Aunque hacía menos de una semana que le conocía, reconoció la voz de Ethan.

Se apretó la camisa alrededor del dedo, intentando detener la hemorragia. La herida era profunda, y la sangre empapó la tela rápidamente. Al menos se había cortado la misma mano que ya tenía herida. A lo mejor podía lograr un dos-por-uno si iba al hospital.

Como si ella no le hubiera oído, Ethan repitió:

—Lena.

—Te dije que no quería hablar contigo.

—Me preocupas.

—No me conoces lo suficiente como para preocuparte por mí. —Lena rechazó la mano que él le ofreció mientras se levantaba—. ¿Te acuerdas? Tampoco vamos a casarnos.

Ethan parecía arrepentido.

—No debería haberte dicho eso.

Lena dejó caer la mano a un lado, sintiendo cómo la sangre manaba por el corte.

—La verdad es que no me importa una mierda lo que dijeras.

—No tienes por qué avergonzarte de lo de ayer por la noche.

—Tú eres el que gruñe como un cerdo cuando se corre.

Ella le agarró el brazo y le subió la manga antes de que él se lo pudiera impedir.

Ethan la apartó de un manotazo, y se volvió a bajar la manga, pero Lena había visto el tatuaje de una alambrada rodeándole la muñeca, y algo que parecía un soldado con un fusil en el brazo.

—¿Qué es eso? —preguntó Lena.

—No es más que un tatuaje.

—El tatuaje de un soldado —aclaró Lena—. Lo sé todo de ti, Ethan. Sé en qué estás metido.

Ethan se quedó inmóvil, como un ciervo atrapado entre unos faros.

—Ya no soy esa persona.

—¿Ah, no? —Lena se señaló el ojo—. ¿Qué persona me hizo esto?

—Fue una reacción, una reacción visceral —dijo—. No me gusta que me peguen.

—Vaya, ¿y a quién le gusta?

—No es eso, Lena. Intento enmendarme.

—¿Cómo te va con la libertad condicional?

Eso le desconcertó.

—¿Hablaste con Diane?

Lena no contestó, pero una sonrisa afloró a sus labios. Conocía bien a Diane Sanders. Averiguar el resto de la historia de Ethan sería pan comido.

Lena le preguntó:

—¿Qué hacías esta mañana en la habitación de Scooter?

—Quería ver si se encontraba bien.

—Vaya, eres tan buen colega.

—Se metía mucha meta —dijo Ethan—. No sabía cuándo parar.

—No se controlaba tanto como tú.

Ethan no mordió al anzuelo.

—Tienes que creerme, Lena. No he tenido nada que ver con eso.

—Bueno, pues más te vale tener una coartada convincente, porque Andy Rosen y Ellen Schaffer eran judíos, y Tessa Linton follaba con un negro…

—No lo sabía…

—Tanto da, amiguete —le dijo—. Llevas una diana pintada en el pecho desde que le tocaste los huevos a Jeffrey. Te dije que no te metieras en líos.

—Y no me meto en líos —dijo—. Por eso vine aquí, para salir de ese mundo.

—Viniste aquí porque los amigos que enviaste a la cárcel probablemente te buscan para ajustarte las cuentas.

—Estoy en paz con ellos —dijo con amargura—. Te he dicho que salí de ese mundo, Lena. ¿Crees que eso no tiene un precio?

—¿Tu novia fue el precio? —preguntó Lena—. Y ahora me rondas a mí, una hispana. ¿Es así como tú y tus amigos nos llaman? ¿Espaldas mojadas? —Hizo una pausa para añadirle dramatismo—. ¿O es de mi hermana tortillera de lo que quieres hablar? ¿O de su amante, la bibliotecaria bollera de la universidad? —Se rió de su reacción—. Me pregunto qué pensarían tus colegas de todo eso, Ethan White.

—Es Green —dijo Ethan—. Zeek White es mi padrastro. Mi verdadero padre nos abandonó. —Su voz era firme, insistente—. Soy Ethan Green, Lena. Ethan Green.

—Y estás en mi camino —le dijo Lena—. Apártate.

—Lena —susurró Ethan, y su voz rezumaba tal desesperación que la hizo mirarle a los ojos.

Desde la violación, Lena había adquirido el hábito de evitar a la gente. Se dio cuenta de que todavía no había mirado a los ojos a Ethan, ni siquiera mientras le tocaba, la noche anterior. Eran de un azul increíblemente claro, y se dijo que si se acercaba lo bastante, podría ver el océano en ellos.

—Ya no soy esa persona. Tienes que creerme.

Lena lo observó, deseando saber por qué le importaba tanto.

—Lena, entre nosotros ha empezado algo.

—No, no es verdad —dijo ella, pero no con la convicción que quería.

Él le puso el pelo detrás de la oreja, y a continuación le repasó el corte del ojo con el dedo, suavemente.

—No quería hacerte daño.

Lena se aclaró la garganta.

—Bueno, pues me lo hiciste.

—Te prometo… te prometo… que no volverá a ocurrir.

Lena quería decirle que no tendría oportunidad, pero era incapaz de dejar de mirarle, de romper el hechizo.

Ethan sonrió, probablemente al ver el efecto que causaban sus palabras.

—¿Sabes?, ni siquiera te he besado —dijo, pasándole el dedo por los labios.

Hubo algo en Lena, algo que creía ya extinguido, que reaccionó ante ese roce, y sintió que le afloraban las lágrimas. Tenía que detener eso antes de que se le fuera de las manos. Debía de hacer algo para echarlo de su vida.

—Por favor —rogó él, con una sonrisa en los labios—. Empecemos de nuevo.

Ella dijo lo único que sabía que podía detenerle.

—Quiero volver a la policía.

Ethan apartó la mano bruscamente, como si Lena le hubiera escupido.

—Es lo que soy —dijo Lena.

—No es verdad —insistió él—. Sé lo que eres, Lena, y no eres un poli.

En ese momento volvió Chuck, subiéndose el cinturón y haciendo repiquetear las llaves. Lena se sintió tan aliviada al verle que sonrió.

—¿Qué? —preguntó Chuck, suspicaz.

—Hablaremos luego —dijo Ethan a Lena.

—Muy bien —concluyó ella, echándolo.

Ethan no se movió.

—Hablaremos luego.

—De acuerdo —asintió ella. Pensó que debía ser más explícita si quería que se marchara—. Hablaremos luego. Te lo prometo. Vete.

Por fin se marchó, y Lena bajó la vista, intentando recuperar el dominio de sí misma. Al hacerlo, vio sangre en el suelo. El corte del dedo goteaba como un grifo mal cerrado.

Chuck cruzó sus rollizos brazos sobre el pecho.

—¿Qué está pasando?

—No es asunto tuyo —contestó ella, esparciendo la sangre del suelo con el zapato.

—Estás en horario de trabajo, Adams. No me robes horas.

—¿Ahora voy a cobrar las horas extra? —preguntó Lena, aunque sabía que ni de coña.

La universidad hacía que todo el mundo cumpliera con las horas estipuladas, pero cada vez que Lena hacía horas de más, a Chuck parecía olvidársele.

Lena le enseñó el dedo.

—Tengo que volver a la oficina y vendármelo.

—Déjame ver —dijo Chuck, como si Lena mintiera.

—Me llega prácticamente al hueso —repuso ella, quitándose la camisa. Unos pinchazos lacerantes le hacían sentir la mano fría y caliente al mismo tiempo—. Tal vez necesite puntos.

—No necesita puntos —negó Chuck, como si Lena fuera una niña grande—. Vuelve a la oficina. Llegaré dentro de un par de minutos.

Lena salió del laboratorio antes de que Chuck cambiara de opinión o se diera cuenta de que en la enorme caja blanca colgada de la pared, en la que se leía «PRIMEROS AUXILIOS», a lo mejor había tiritas.

La lluvia que había amenazado toda la semana comenzó a caer en cuanto Lena llegó al centro del patio de la universidad. El viento soplaba tan fuerte que la lluvia caía al bies, azotándole la cara como diminutas esquirlas de cristal. Tenía los ojos medio cerrados, y la mano la llevaba unos centímetros por delante, mientras intentaba encontrar el camino a la oficina de seguridad.

Tras buscar la llave durante cinco minutos y batallar con ella dentro de la cerradura, la puerta se abrió, empujada por el viento. Lena agarró el pomo y afianzó los pies mientras intentaba cerrarla.

Presionó varias veces el interruptor, pero no había electricidad.

Farfullando una maldición, Lena sacó su linterna y empezó a buscar el botiquín. Cuando lo encontró, no pudo abrirlo, y tuvo que utilizar la hoja del cuchillo que llevaba en el tobillo para abrir la tapa de plástico. Tenía la mano tan resbaladiza que la navaja se le escapó, y todo lo que había en el botiquín se desparramó por el suelo.

Se ayudó de la linterna para encontrar lo que necesitaba, y dejó el resto en el suelo. Si tanto le importaba, ya lo limpiaría Chuck. Diablos, seguramente le entraba tanto dinero en efectivo a la semana que bien podía pagar a alguien para limpiar la oficina.

Lena musitó «Mierda» entre dientes al echarse alcohol en la herida abierta. La sangre, mezclada con el alcohol, se derramó sobre el escritorio. Intentó limpiar el charco con la manga, pero lo único que consiguió fue empeorar la mancha.

—Joder —farfulló.

Tenía un poncho en su taquilla, pero Lena nunca lo había usado. El cuello sólo se cerraba por un lado, un defecto de fabricación que a Chuck no le pareció un problema cuando Lena se lo señaló. Naturalmente, el poncho de Chuck no tenía taras, y Lena decidió cogérselo prestado para volver a casa.

Abrió la taquilla de Chuck tras tirar un par de veces del pestillo. El impermeable seguía dentro de su envoltura de plástico, en el estante superior, pero Lena decidió aprovecharse de la situación y registrar la taquilla.

Además de una revista de submarinismo, en la que aparecían modelos medio desnudas exhibiendo la última novedad en trajes, y una caja sin abrir de barras energéticas, no había nada de interés. Cogió el poncho y, en el momento en que se disponía a cerrar la taquilla, alguien abrió la puerta de la oficina.

—¿Qué coño estás haciendo? —le preguntó Chuck, cruzando el despacho a una velocidad que Lena nunca le había creído capaz de alcanzar.

Cerró la taquilla con tanta fuerza que volvió a abrirse.

—Quería cogerte el poncho.

—Ya tienes uno —dijo él, arrancándoselo de la mano y arrojándolo sobre su escritorio.

—Te dije que el mío tiene una tara.

—Tú sí que estás tarada, Adams.

Lena estaba demasiado cerca de él. Retrocedió en el momento en que volvía la luz. El fluorescente parpadeó, proyectando sobre ellos una espectral luz grisácea. Aún con tan poca luz, se dio cuenta de que Chuck tenía ganas de camorra.

Lena se dirigió a su taquilla.

—Cogeré el mío.

Chuck apoyó el culo en el escritorio.

—Fletcher ha telefoneado para decir que estaba enfermo. Necesito que hagas el turno de noche.

—Ni hablar —objetó Lena—. Ya hace dos horas que tendría que haber acabado.

—Así es la vida, Adams —dijo Chuck—. Jodida.

Lena abrió su taquilla y miró su contenido, pero no reconoció nada.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Chuck, cerrándola de un golpe.

Lena consiguió apartar la mano instantes antes de que pudiera aplastársela con la puerta. Por error había abierto la taquilla de Fletcher. En el estante superior había dos bolsitas de plástico, y Lena intuyó su contenido. Estaban tan seguros de que nadie les pillaría que dejaban la mierda en cualquier sitio.

—¿Adams? —repitió Chuck—. Te he hecho una pregunta.

—Nada —dijo ella.

De pronto comprendió por qué Fletcher nunca consignaba ningún incidente en el registro. Estaba demasiado ocupado vendiendo droga a los estudiantes.

—Muy bien —dijo Chuck, pensando que Lena estaba conforme—. Te veré por la mañana. Llámame si me necesitas.

—No —dijo Lena, cogiendo el poncho de Chuck—. Te he dicho que no voy a hacerlo. Para variar, tendrás que trabajar tú.

—¿Qué demonios quieres decir con eso?

Lena desplegó el poncho y se lo echó por encima. Era de talla extragrande y le quedaba enorme, pero no le importó. Fuera aún bramaba la tormenta, pero, conociendo su suerte, se dijo que remitiría en cuanto llegara a casa. Tendría que encontrar una manera segura de cerrar la puerta de su apartamento. Aquella mañana Jeffrey había roto la cerradura al entrar sin invitación. Cualquiera sabía si la ferretería seguiría abierta.

—¿Adónde vas, Adams? —preguntó Chuck.

—Esta noche no trabajo —dijo Lena—. Necesito irme a casa.

—Te reclama la botella, ¿eh? —bromeó Chuck, con una repugnante sonrisa deformándole los labios.

Lena se dio cuenta de que le bloqueaba la puerta.

—Apártate de mi camino.

—Puedo quedarme un rato si quieres —dijo Chuck.

El destello de sus ojos puso en guardia a Lena.

—Tengo una botella en el cajón de mi escritorio —invitó Chuck—. Tal vez podríamos sentarnos y conocernos un poco mejor.

—Debes de estar bromeando.

—¿Sabes? —comenzó Chuck—, no estarías mal si te maquillaras un poco y te hicieras algo en el pelo.

Extendió el brazo para tocarla, pero ella apartó la cara.

—Apártate de mí, joder —le ordenó.

—Supongo que no necesitas este empleo tan desesperadamente como dices —dijo Chuck con la misma repugnante expresión en la cara.

Lena se mordió el labio inferior, sintiendo el veneno de su amenaza.

—Leí en el periódico lo que te hizo ese tipo.

A Lena se le aceleró el corazón.

—Tú y todos.

—Sí, pero yo lo leí más de una vez.

—Se te debieron cansar los labios.

—Veamos si los tuyos se cansan —dijo, y antes de que Lena se diera cuenta de lo que ocurría, le puso la manaza en la nuca y la empujó hacia su entrepierna.

Lena cerró el puño lo lanzó contra los genitales de Chuck con todas sus fuerzas. Este soltó un gruñido y cayó al suelo.

La puerta del apartamento de Lena se abrió antes de que ella llegara.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Ethan.

A Lena le castañeteaban los dientes. Estaba tan empapada que llevaba la ropa pegada al cuerpo. Le dio igual cómo Ethan había conseguido entrar en su apartamento ni qué estaba haciendo allí. Se dirigió a la cocina para servirse una copa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ethan—. Lena, ¿qué ha pasado?

Sus manos temblaban tanto que no pudo servirse, y lo hizo él, llenando el vaso hasta el borde. Se lo acercó a los labios igual que había hecho ella la noche anterior. Lena lo apuró de un trago.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Ethan con amabilidad.

Lena negó con la cabeza, intentando servirse otra copa al tiempo que se le encogía el estómago. Chuck la había tocado. Le había puesto la mano encima.

—¿Lena? —preguntó Ethan, quitándole el vaso.

Le sirvió otra copa, menos generosa, y se la entregó.

Lena la engulló con la garganta encogida. Se apoyó con las manos en el fregadero, intentando controlar las emociones que pugnaban por aflorar.

—Lena —dijo Ethan—. Háblame.

Ethan le apartó el pelo de la cara, y Lena sintió la misma repugnancia que le había inspirado Chuck.

—No —negó ella, dándole un manotazo.

El esfuerzo de hablar la hizo toser, las vías respiratorias agarrotadas como si la estrangularan.

—Vamos —dijo Ethan, frotándole la espalda.

—¿Cuántas veces —comenzó Lena, la voz ahogada en el pecho— tengo que decirte que no me toques? —le preguntó, y se apartó de él antes de terminar la frase.

—¿Qué te pasa? —quiso saber Ethan.

—¿Por qué estás aquí? —le espetó ella, sintiéndose violada una vez más—. ¿Qué coño te hace pensar que tienes derecho a estar aquí?

—Quería hablar contigo.

—¿De qué? ¿De la chica que mataste a palos?

Ethan se quedó inmóvil, aunque se le tensaron todos los músculos del cuerpo. Lena quería que se sintiera igual que Chuck la había hecho sentir a ella, como si estuviera atrapado. Como si no tuviera adónde ir.

—Ya te expliqué que… —empezó a decir Ethan.

—¿Que te quedaste en el camión? —preguntó, rodeándolo. Ethan era como una estatua en medio de la habitación—. ¿Pudiste verlo bien? ¿Pudiste ver cómo se la follaban, cómo le daban de hostias?

—No lo hagas —la advirtió Ethan con una voz fría como el acero.

—¿O qué? —le preguntó, forzando una carcajada—. ¿O me harás lo mismo?

—Yo no hice nada.

Tenía los músculos tensos, la mandíbula apretada como si necesitara de todo su autocontrol para permanecer sereno.

—¿No violaste a la chica? —preguntó Lena—. ¿Te quedaste en el camión mientras tus amiguetes echaban un polvo?

Ella le dio un empujón, pero fue como empujar una montaña; no se movió.

—¿Se te puso dura mirándolos? ¿Qué me dices, Ethan? ¿Te pusiste caliente viéndola sufrir, viendo cómo se daba cuenta de que lo único que podía hacer era dejar que se la follaran?

—No.

—¿Qué sentías mientras estabas sentado allí, sabiendo que iba a morir? ¿Te gustó, Ethan? —Volvió a empujarle—. ¿Saliste del camión y te uniste a la fiesta? ¿Le sujetaste los brazos mientras se la follaban? ¿Te la follaste? ¿Fuiste tú el que la abrió en canal? ¿Te puso caliente toda esa sangre?

Ethan volvió a advertirle:

—Es mejor que no sigas, Lena.

—Vamos a ver qué tienes aquí debajo —dijo Lena, tirándole de la camiseta.

Lo hizo él mismo. Se desgarró la camiseta negra. Lena se quedó boquiabierta al ver los enormes tatuajes que le cubrían el torso.

Ethan bramó:

—¿Esto es lo que querías? ¿Esto es lo que querías ver, zorra?

Lena le dio una bofetada, y al ver que no reaccionaba, le dio otra, y otra. Le abofeteó hasta que él la lanzó contra la pared y los dos cayeron al suelo.

Forcejearon, pero él era más fuerte, y se encaramó a ella. Le bajó los pantalones, clavándole las uñas en la barriga. Lena chilló, pero él le tapó la boca con la suya, metiéndole la lengua tan adentro que Lena sintió arcadas. Intentó darle un rodillazo en la entrepierna, pero Ethan era demasiado rápido, y le separó los muslos con las rodillas. Con una mano le inmovilizaba las manos sobre la cabeza, apretándole las muñecas contra el suelo.

—¿Esto es lo que quieres? —chilló Ethan regándola de saliva.

Ethan se llevó la mano a la bragueta y se bajó la cremallera. Lena se sintió mareada, tenía náuseas, y todo lo que veía estaba bañado en rojo. Soltó un grito ahogado, tensándose cuando él la penetró, apretándose contra él.

Ethan se detuvo a medio camino, los labios entreabiertos por la sorpresa.

Lena sentía su aliento en la cara y le dolían las muñecas, allí donde le apretaba. Nada de eso significaba nada para ella. Lo sentía todo y no sentía nada.

Lena le miró a los ojos, en lo más profundo, y vio el océano. Movió las caderas lentamente, dejándole sentir lo húmeda que estaba, lo mucho que su cuerpo le deseaba.

Ethan tembló por el esfuerzo de permanecer inmóvil.

—Lena…

—Shhh… —le acalló.

—Lena…

A Ethan se le movió la nuez, y Lena le acercó los labios, la besó, la chupó. Luego los subió hasta la boca de Ethan y le dio un beso duro y profundo.

Él intentó soltarle las muñecas, pero ella le agarró la mano. Quería seguir inmovilizada.

Ethan le suplicó, como si eso fuera a servir de algo.

—Por favor… —dijo—. Así no…

Lena cerró los ojos y arqueó el cuerpo hasta pegarlo al de él, y entonces empujó las caderas hasta penetrarla del todo.