Sara condujo desde el campus al depósito como una autómata, dando vueltas a los detalles de las autopsias realizadas la noche anterior. Había algo en la muerte de Andy Rosen que la inquietaba y, contrariamente a Jeffrey, necesitaba algo más que una coincidencia para calificarlo de asesinato. Como mucho, Sara podía afirmar que se trataba de una muerte extraña, e incluso eso resultaba aventurado. No había ninguna prueba científica que apuntara a que se trataba de un montaje. El análisis toxicológico había resultado negativo, y la autopsia no indicó nada raro. Era muy posible que el suicidio de Andy Rosen no fuera más que eso.
El caso de William «Scooter» Dickson era distinto. La pornografía que había en su vídeo, la espuma entre el cinturón y la piel para que no le quedaran marcas, el cinturón en la pared, que sin duda llevaba allí mucho tiempo: todo indicaba un caso de asfixia autoerótica. Sara sólo había sido testigo de otro caso en su carrera, pero habían aparecido varios artículos sobre el tema en la Journal o f Forensic Science un par de años atrás, cuando la estrangulación manual había alcanzado su máxima popularidad.
—Mierda —dijo Sara al darse cuenta de que se había pasado el hospital.
Siguió por la calle Mayor hacia la universidad, y a continuación dio un giro de ciento ochenta grados, cometiendo una infracción delante de la comisaría. Saludó a Brad Stephens, que salía de su coche patrulla. Brad se cubrió los ojos, fingiendo no verla cuando Sara casi abolló un Cadillac blanco delante de la lavandería de Burgess.
Sara pasó por delante de la clínica infantil, la señal exterior descolorida y podrida porque Jeffrey había elegido a la única fabricante de rótulos de la ciudad para ponerle los cuernos cuando estaban casados. Suspiró al contemplar el deteriorado cartel, preguntándose si su irreparable estado no significaría algo más profundo. Quizás era un presagio de lo que acabaría sucediendo con Sara y Jeffrey. Cathy Linton solía decir que los errores no pueden enmendarse.
Sara pisó bruscamente el freno, y estuvo a punto de pasarse otra vez el desvío del hospital. Como casi siempre trabajaba con niños, no era propensa a decir palabrotas, pero soltó un par de obscenidades al poner la marcha atrás. A las que añadió unas cuantas más cuando la rueda delantera se subió a la acera. Aparcó junto al edificio y bajó los escalones que llevaban al depósito de dos en dos.
Carlos aún no había traído el cadáver, y Jeffrey intentaba localizar a los padres de William Dickson, por lo que tenía el depósito para ella sola. Se encaminó hacia la oficina, pero se detuvo en la puerta. En una esquina de su escritorio había un enorme ramo de flores. Jeffrey no le había mandado flores en años. Se acercó al ramo con una amplia y estúpida sonrisa en la cara. Jeffrey había olvidado que no le entusiasmaban los claveles, aunque había otras flores, y hermosas, cuyos nombres no recordaba, y toda la oficina estaba llena de su aroma.
—Jeffrey —dijo, sintiendo que se le tensaban las mejillas a causa de la sonrisa.
Debía de haberlas encargado por la mañana, antes de que empezara el jaleo. Sacó la tarjeta, y se le borró la sonrisa al leer la nota de Mason James.
Sara miró a su alrededor, preguntándose dónde podría poner las flores para que Jeffrey no las viera, pero enseguida cambió de opinión, pues no era una persona de secretos, y ahora no iba a empezar a ocultarle cosas.
Se sentó en su silla y colocó la tarjeta junto al jarrón. Sobre el escritorio había muchas otras cosas que despertaban su atención. Esa mañana, Molly, la enfermera de Sara en la clínica infantil, había dejado una montaña de papeles que probablemente la entretendrían durante las próximas doce horas sin que apenas descendiera el montón de informes. Sara se puso las gafas, y ya llevaba firmados unos sesenta impresos cuando se dio cuenta de que Carlos había llegado.
Miró a Carlos por la ventana mientras este preparaba el instrumental para las autopsias. Era lento y metódico, y comprobaba cada instrumento por si tenía algún desperfecto o signos de desgaste. Sara le observó unos minutos más antes de leer los mensajes. El primero tenía letra de Carlos. Brock había llamado para saber cuándo podría ir a recoger el cadáver de Andy Rosen. Sara cogió el teléfono y marcó el número de la funeraria.
Contestó la madre de Brock, y Sara se pasó varios minutos informándole sobre el estado de Tessa, sabiendo que toda la ciudad estaría al corriente antes del almuerzo. Penny Brock no tenía mucho que hacer en la funeraria, y cuando no se echaba la siesta o saludaba a algún cliente, cogía el teléfono y se ponía a chismorrear. Brock parecía tan jovial como siempre cuando se puso al teléfono.
—Hola, Sara —dijo—. ¿Llamas para hablar de las tarifas de almacenaje?
Sara se rió, sabiendo que intentaba hacer un chiste.
—Te llamaba para saber cuánto tiempo tengo —dijo Sara—. ¿El servicio es hoy?
—Está programado para mañana a las nueve de la mañana —dijo Brock—. Hoy me encargaré de él, a última hora. ¿Está muy hecho polvo?
—No mucho —dijo Sara—. Lo normal.
—Tenlo listo a eso de las tres y me darás tiempo de sobra.
Sara miró su reloj. Ya eran las once y media. Ni siquiera sabía por qué tenían a Andy Rosen aún en el depósito. Ya habían hecho la biopsia de su tejido y sus órganos, y Brock había llenado varios frascos de sangre y orina para poderlas estudiar tranquilamente. No se le ocurría nada más que pudiera hacer.
—Si quieres, puedes venir a recogerlo ahora.
—¿Estás segura?
—Sí.
Otro cadáver estaba en camino, por lo que probablemente necesitarían más espacio en el congelador.
—Si lo necesitas, puedes venir a recogerlo otra vez después del servicio —le propuso Brock—. Pensaba llevarlo al crematorio a la hora de comer. —Bajó la voz—. Me gusta quedarme por ahí para asegurarme de que lo hacen bien, si sabes a qué me refiero. Hoy en día la gente no se fía mucho de las incineraciones, por culpa de ese bribón del norte de Georgia.
—Tienes razón —dijo Sara.
Y recordó el caso de una familia propietaria de un crematorio que, en lugar de incinerar los cadáveres, los apilaba en los maleteros de los coches o junto a los árboles de su jardín. El Estado gastó casi diez millones de dólares eliminando e identificando los restos.
—Desde luego, es una pena —dijo Brock—. Una manera tan limpia de hacer las cosas. No es que no me guste el dinero extra que sacas en un entierro, pero algunos llegan tan destrozados que es mejor quitárselos de en medio enseguida.
—¿Sus padres? —preguntó Sara, preguntándose si Keller había amenazado a su esposa delante de Brock.
—Ayer por la noche vinieron por lo de los preparativos, y deja que te diga que…
Pero no acabó la frase. Brock era muy discreto, pero Sara casi siempre conseguía hacerlo hablar. A veces, la franqueza de Brock hacía que Sara se preguntara si no había tropezado con la telaraña de uno de sus famosos enamoramientos no correspondidos. Sara le azuzó.
—¿Sí?
—Bueno… —comenzó a decir, bajando aún más la voz.
Brock sabía mejor que nadie que su madre era la arteria principal del chismorreo de Grant County.
—Su madre estaba preocupada por tener que incinerarlo después de la autopsia —dijo Brock—. Creía que no podía hacerse. Señor, ¿de dónde saca la gente estas ideas?
Sara esperó.
—Mi impresión —prosiguió Brock— es que, para empezar, no estaba muy contenta con que lo incineraran, pero entonces intervino el padre y dijo que era lo que el muchacho quería y eso era lo que iban a hacer.
—Si ese era su deseo, deberían respetarlo —dijo Sara.
Aun cuando estuviera manejando cadáveres continuamente, a Sara jamás se le había ocurrido hacer saber a nadie cómo quería que la enterraran. Pensar en ello la hacía estremecerse.
—Algunos vienen con exigencias —dijo Brock, con una risita—. Chica, las historias que podría contarte acerca de con qué cosas quiere la gente que se la entierre.
Sara cerró los ojos, deseando que no se lo contara. Como ella no decía nada, Brock prosiguió.
—Si quieres que te diga la verdad, pensaba que como eran judíos, Dios les bendiga, querrían hacerlo rápido, pero han querido la celebración estándar. Supongo que no lo son de verdad, como otros.
—No —dijo Sara.
Como forense, sólo había visto un caso en el que una familia de ortodoxos judíos se opusiera a que practicara la autopsia. Y aunque admiraba la devoción de esa familia, imaginó que estos se sintieron realmente aliviados al saber que su padre hubiera muerto de un ataque al corazón y no por haberse adentrado voluntariamente con su coche en el lago.
—Bueno… —Brock se aclaró la garganta, como si se sintiera incómodo, quizás interpretando el silencio de Sara como signo de desaprobación—. Llegaré en un periquete.
Sara colgó y se puso las gafas mientras echaba un vistazo al resto de mensajes. El ruido de fondo del depósito se veía puntuado por los pops y los flashes de la cámara con que Carlos tomaba fotos del cadáver. Sara se detuvo en el último mensaje, al comprobar que había pasado a visitarla el representante de una compañía farmacéutica. Frunció el ceño, sabiendo que le habría dejado más muestras gratuitas para sus pacientes de haber estado presente para hablar con él.
Debajo de los mensajes había un folleto en papel satinado dejado por el representante que anunciaba un medicamento para el asma que acababa de ser aprobado para los niños. De hecho, pediatras como Sara llevaban años recetando el inhalador; las compañías farmacéuticas utilizaban la aprobación de la FDAI[4] para ampliar sus patentes respecto al fármaco, con lo que podían seguir imponiéndoselo al consumidor sin tener que preocuparse de la competencia de los genéricos. Sara a menudo se decía que si dejaran de hacer folletos y anuncios de televisión tan caros, las empresas farmacéuticas podrían bajar el precio de los medicamentos para que la gente pudiera comprarlos.
El cubo de la basura estaba al otro extremo de su despacho, e intentó encestar el folleto en él, fallando justo en el momento en que entraba Jeffrey.
—Hola —dijo Jeffrey.
Arrojó una carpeta color manila sobre el escritorio y encima dejó caer una gran bolsa de papel.
Sara se levantó para recoger el folleto, y él le puso una mano en el brazo.
—Qué…
Jeffrey la besó en los labios, algo que no solía hacer en público. El beso fue casto, más parecido a un hola amistoso, considerando cómo se había comportado Jeffrey con Mason James la tarde anterior, como un perro marcando el territorio.
—Hola —dijo ella, mirándolo con curiosidad mientras ponía el folleto en el lugar adecuado.
Al darse la vuelta, vio a Jeffrey rodear uno de los claveles con la mano.
—Estas no te gustan.
Sara prefería que se acordara de ese detalle a que hubiera sido él quien le enviara las flores.
—No —dijo, en el instante en que veía cómo sacaba la tarjeta del sobre—. Por favor, léela —le invitó Sara, aunque él ya lo estaba haciendo.
Volvió a guardar la tarjeta dentro del sobre con deliberada lentitud.
—Qué bonito —dijo, y a continuación citó lo que ponía la tarjeta—: «Me tienes a tu disposición».
Sara se cruzó de brazos, a la espera de que Jeffrey dijera todo lo que tenía que decir.
—Ha sido una mañana muy larga —dijo, al mismo tiempo que cerraba la puerta. Su expresión era impertérrita, y ella se dio cuenta de que intentaba cambiar de tema cuando pregunto—: ¿Tessa está igual?
—De hecho, mejor —le dijo Sara, poniéndose las gafas al sentarse—. ¿De qué quieres hablar?
Hurgó con el dedo una de las flores.
—Lena sufrió un golpe esta mañana.
Sara se incorporó.
—¿Tuvo un accidente de coche?
—No —dijo Jeffrey—. Le pegaron. Fue Ethan White, ese desgraciado del que te hablé. El tipo con el que sale. El que intentó tirarme al suelo.
—¿Y ese es su nombre? —preguntó Sara, pues por alguna razón el nombre le parecía inofensivo.
—Uno de ellos —dijo Jeffrey—. Frank y yo fuimos a verla esta mañana…
Dejó la frase sin acabar mientras miraba la flor. Sara se reclinó en la silla mientras le narraba todo lo que le había acontecido esa mañana, hasta el momento en que Jill Rosen le enseñó los moratones de su cuello.
Sara dijo una obviedad.
—Ha sufrido maltratos.
—Sí —corroboró Jeffrey.
—Cuando le hice la autopsia a Andy Rosen no había señal alguna de que le hubieran maltratado.
—Es posible hacerle daño a alguien sin dejar marcas.
—En cualquier caso, se podría argumentar que Andy Rosen se mató para acabar con los malos tratos —dijo Sara—. La nota iba dirigida a su madre, no a su padre. A lo mejor no podía soportarlo más.
—Es posible —asintió Jeffrey—. De no ser por lo de Tessa, no habría nada sospechoso en la muerte de Andy.
—¿Hay alguna posibilidad de que no haya relación entre los dos casos?
—Mierda, Sara, no lo sé.
Sara le recordó:
—No tenemos ninguna prueba de que Andy Rosen fuera asesinado. A lo mejor deberíamos sacarlo de la ecuación y seguir con lo que tenemos.
—¿Y qué tenemos?
—Ellen Schaffer fue asesinada. Tal vez alguien pensó en aprovecharse del suicidio de Andy y hacer creer que ella le había imitado. Ese tipo de reacción en cadena no es infrecuente en los campus. En el Instituto Tecnológico de Massachusetts hay doce suicidios al año.
—¿Y lo de Tessa? —le recordó Sara.
Tessa era siempre el comodín, la víctima absurda.
—Podría tratarse de un crimen distinto —dijo Sara—. A menos que encontremos alguna relación, quizá deberíamos considerarlos dos incidentes separados.
—¿Y este?
Jeffrey señaló el cadáver que ahora estaba en el depósito.
—No tengo ni idea —dijo Sara—. ¿Cómo se lo han tomado los padres?
—Todo lo bien que podría esperarse —contestó, aunque no entró en detalles.
—Más vale que empecemos —dijo Sara, quitando la bolsa de papel marrón de encima de la carpeta para leer el informe.
Jeffrey había hecho copias de sus notas, y había un inventario de la escena del crimen. Sara les echó un vistazo, pero por el rabillo del ojo observó que Jeffrey tocaba una de las flores púrpura en forma de campana.
Cuando Sara acabó, señaló el montón de revistas que había en la otra silla de su despacho.
—Puedes ponerlas en el suelo.
—Estoy harto de estar sentado —dijo Jeffrey, arrodillándose junto a su escritorio. Se frotó la mano en la pierna—. ¿Has dormido lo suficiente?
Sara puso una mano sobre la de él, diciéndose que debería hacer que Mason le enviara flores todos los días, si eso iba a hacer que Jeffrey se mostrara más atento.
—Estoy bien —le dijo Sara, volviéndose hacia la carpeta—. Las has obtenido muy deprisa —dijo, refiriéndose a las fotos de la escena del crimen.
—Brad las reveló en el cuarto oscuro —le informó Jeffrey—. Y a lo mejor deberías ir con más cuidado cuando cambies de sentido delante de la comisaría.
Sara le sonrió con inocencia y, a continuación, le indicó la bolsa de papel.
—¿Qué es eso?
—Frascos de medicamentos que sólo se venden con receta —dijo Jeffrey, vaciando el contenido sobre el escritorio.
Por el polvo negro que había sobre los envases, Sara supo que ya les habían sacado las huellas. Debía de haber al menos veinte frascos.
—¿Todo esto pertenecía a la víctima? —preguntó Sara.
—Su nombre está en todos los frascos.
—Antidepresivos —dijo Sara, alineando los frascos uno a uno sobre su escritorio.
—Se chutaba ice.
—Qué listo —observó Sara con ironía, aún alineando los frascos e intentando clasificarlos en secciones—. Valium, que está contraindicado con los antidepresivos.
Estudió las etiquetas: todas llevaban el nombre del médico que había extentido las recetas. El nombre no le sonaba, pero la caligrafía estaba desatando todo tipo de conjeturas en la mente de Sara.
Comenzó a leer en voz alta las recetas.
—Prozac, debe de tener unos dos años. Paxil, Evavil. —Hizo una pausa, observando las fechas—. Parece que los probó todos y al final se decidió por el Zoloft, que es… —Hizo una pausa y exclamó—: Guau.
—¿Qué?
—Trescientos cincuenta miligramos de Zoloft al día. Eso es mucho.
—¿Cuál es la media?
Sara se encogió de hombros.
—Yo no receto esto a mis pacientes. Yo diría que, para un adulto, entre cincuenta y cien miligramos deberían ser suficientes. —Siguió alineando los frascos—. Ritalin, claro. Su generación creció con esa mierda. Más Valium, litio, amantadina, Paxil, Xanax, ciproheptadina, buspirona, Wellbutrin, Buspar, Elavil. Otro frasco de Zoloft. Y otro.
Agrupó los tres frascos de Zoloft, observando que cada uno había sido llenado en farmacias distintas en días diferentes.
—¿Para qué es?
—¿Específicamente? Depresión, insomnio, ansiedad. Todos sirven para lo mismo, pero actúan de manera diferente. —Echó la silla hacia atrás, hacia la estantería que había junto al archivador, y sacó su guía farmacológica—. Tendré que buscar algunos —dijo, volviendo al escritorio—. Algunos los conozco, pero hay otros de los que no tengo ni idea. Uno de mis pacientes, un niño que tiene Parkinson, utiliza buspirona para la ansiedad. A veces puedes tomarlos juntos, pero no todos. Acabarían siendo tóxicos.
—¿Crees que a lo mejor los vendía? —preguntó Jeffrey—. Tenía jeringuillas. En el armario le encontramos un alijo de marihuana y diez pastillas de ácido.
—No hay mercado para los antidepresivos —dijo Sara—. Hoy en día cualquiera puede hacerse con una receta. Es sólo cuestión de encontrar el médico adecuado… o equivocado, en este caso. —Señaló un par de frascos que había apartado—. El Ritalin y el Xanax sí tienen demanda en la calle.
—Puedo ir a la escuela elemental y conseguir diez pastillas de cada medicamento por unos cien dólares —señaló Jeffrey. Cogió un frasco de plástico grande—. Al menos se tomaba sus vitaminas.
—Yocon —dijo, leyendo los ingredientes—. Creo que empezaré por esto. —Sara pasó las páginas del libro, buscando la entrada adecuada. Le echó un vistazo a la descripción, y la resumió diciendo—: Es un nombre comercial para la yohimbina, que es una hierba. Se supone que ayuda a la libido.
Jeffrey cogió el frasco.
—¿Un afrodisíaco?
—Técnicamente no —contestó Sara, leyendo un poco más—. Se supone que sirve para todo, desde la eyaculación precoz hasta tener una erección más fuerte.
—¿Y cómo es que nunca había oído hablar de esto?
Sara lo miró con complicidad.
—Porque nunca lo has necesitado.
Jeffrey sonrió, dejando de nuevo el Yocon en su escritorio.
—Tenía veinte años. ¿Por qué iba a necesitar algo así?
—A lo mejor el Zoloft le había vuelto anorgásmico.
Jeffrey apretó los ojos.
—¿No podía correrse?
—Bueno, esa es otra manera de expresarlo —concedió Sara—. Podía alcanzar y mantener una erección pero tenía problemas para eyacular.
—Jesús, no me extraña que se estrangulara.
Sara hizo caso omiso del comentario, repasando lo que decía su guía del medicamento sólo para asegurarse.
—Efectos secundarios: anorgasmia, ansiedad, aumento del apetito, falta de apetito, insomnio…
—Eso explicaría el Xanax.
Sara levantó los ojos del libro.
—Ningún médico en su sano juicio recetaría todas estas píldoras juntas.
Jeffrey comparó algunas de las etiquetas.
—Iba a cuatro farmacias distintas.
—No me imagino a ningún farmacéutico llenándole todos estos frascos. Es algo muy insensato.
—Necesitaremos algo sólido para obtener un mandato judicial que nos permita inspeccionar los archivos farmacéuticos —dijo Jeffrey—. ¿Conoces al médico?
—No —dijo ella, abriendo el cajón inferior de su escritorio. Sacó la guía telefónica de Grant County y alrededores. Una rápida búsqueda reveló que el nombre no estaba en la guía—. ¿No está afiliado a ningún hospital ni a la universidad?
—No —dijo Jeffrey—. A lo mejor está en Savannah. Uno de los farmacéuticos sí aparece.
—No tengo la guía telefónica de Savannah.
—Bueno, hay esa cosa nueva —dijo Jeffrey tomándole el pelo—. Lo llaman Internet.
—Muy bien —dijo Sara para evitarse el sermón acerca de lo maravillosa que era la tecnología.
Comprendía que a alguien como Jeffrey le resultaba útil, pero por lo que a ella se refería, había visto a demasiados chicos demacrados y con sobrepeso en su consulta como para apreciar las ventajas de pasarse el día delante del ordenador.
—¿Y si no fuera médico? —sugirió Jeffrey.
—A no ser que el farmacéutico lo sepa, necesitas un número del Departamento de Control de Fármacos cuando rellenas una receta. Está en una base de datos.
—¿Así que tal vez alguien le robó el número a un médico jubilado?
—Tampoco es una receta de narcóticos ni de OxyContin. Imagino que estos medicamentos tampoco harían sonar las alarmas de los organismos del gobierno. —Sara frunció el ceño—. Aunque no acabo de entender para qué lo quería. No son estimulantes. No te puedes colocar con ninguno de ellos. El Xanax puede ser adictivo, pero el chaval tenía metanfetamina y hierba, que colocan muchísimo más.
Más tarde Carlos contaría y clasificaría las pastillas, pero, siguiendo un impulso, Sara abrió uno de los frascos de Zoloft. Sin sacarlas, comparó las tabletas amarillas con el dibujo de su guía farmacéutica.
—Coinciden.
Jeffrey abrió el siguiente frasco mientras Sara cogía el tercero.
—Las mías no —dijo Jeffrey.
Sara miró en el interior del tercer frasco.
—No —negó también, abriendo el cajón superior de su escritorio. Cogió unas pinzas y las utilizó para sacar una de las cápsulas de color claro. Dentro había un polvillo blanco—. Podemos enviarlo a analizar y averiguar qué es.
Jeffrey comprobó todos los frascos.
—¿Hay dinero en el presupuesto para acelerar el análisis?
—No creo que tengamos elección —dijo Sara, deslizando la cápsula dentro de una pequeña bolsa para pruebas.
Ayudó a Jeffrey a comprobar el contenido de los frascos, pero las restantes pastillas tenían alguna marca que identificaba al fabricante o el nombre del medicamento.
—A lo mejor utilizaba las cápsulas para meter otras drogas —dijo Jeffrey.
—Primero probemos con las desconocidas —sugirió Sara, sabiendo lo caro que sería ponerse a buscar sin saber qué.
Si estuvieran en Atlanta, sin duda tendría muchos más recursos, pero el presupuesto de Grant County era tan limitado que algunos meses Sara tenía que traerse los guantes de látex de la clínica.
—¿De dónde era Dickson? —preguntó Sara.
—De aquí —dijo, Jeffrey.
Sara repitió la pregunta que le había hecho antes, pensando que Jeffrey estaría más dispuesto a hablar ahora.
—¿Cómo se lo han tomado los padres?
—Mejor de lo que esperaba —dijo Jeffrey—. Imaginé que debía de ser un chaval difícil.
—Igual que Andy Rosen —apuntó Sara.
Mientras volvían de Atlanta le había contado en detalle las impresiones de Haré acerca de la familia Rosen.
—Si lo único que los relaciona es que eran dos chicos malcriados de veintipocos años, eso significa que la mitad de los estudiantes de la universidad están en peligro.
—Rosen era maníaco-depresivo —le recordó Sara.
—Los padres de Dickson dicen que él no lo era. Nunca mencionó que asistiera a ningún grupo de terapia. Que ellos sepan, estaba sano como una manzana.
—¿Crees que se habrían enterado?
—No parecían muy interesados por la vida de su hijo, aunque el padre dejó claro que le pagaba todas las facturas. Se habrían dado cuenta de algo así.
—A lo mejor le visitaba alguien gratis en el centro de salud del campus.
—Puede ser complicado tener acceso a documentos clínicos.
—Podrías volver a pedírselo a Rosen —sugirió Sara.
—Creo que ya no da más de sí —le dijo Jeffrey, con una expresión sombría—. Hemos entrevistado a toda la residencia, y nadie sabía nada del chaval.
—Por el hedor que despedía su cuarto, diría que se pasaba la vida encerrado.
—Si Dickson traficaba, nadie va a admitir que le conocía. Cuando empezamos a hacer la ronda para interrogar a los estudiantes, oímos tirar de la cadena de todos los retretes de la residencia.
Sara reflexionó acerca de lo que sabían.
—Así que él y Rosen eran tipos solitarios. Y los dos tomaban drogas.
—Él análisis toxicológico de Rosen no reveló que tomara nada.
—Eso es muy aleatorio —le recordó Sara—. El laboratorio sólo busca las sustancias que yo especifico. Hay miles de otras drogas que podría haber tomado y que yo no sabría que debía buscar.
—Creo que alguien limpió la habitación de Dickson.
Sara esperó a que prosiguiera.
—Había una botella de vodka en la nevera, medio llena, pero sin huellas. Y latas de cerveza y otras cosas con huellas de la víctima y otras invisibles a simple vista que debían de ser del dependiente o de quien se las vendió. —Hizo una pausa—. Vamos a analizar la jeringa para ver qué había dentro. La que estaba en el suelo está rota. Rasparon la madera, pero no sé si podrán obtener una buena muestra. —Hizo otra pausa, como si hubiera algo que no quisiera decir—. Lena encontró la jeringa.
—¿Cómo ocurrió?
—La vio bajo la cama.
—¿La tocó?
—De arriba abajo.
—¿Tiene coartada?
—Estuve con Lena toda la mañana —dijo Jeffrey—. Pasó la noche con White. Su coartada es mutua.
—No te veo convencido.
—En este momento no me fío de ninguno de los dos, sobre todo considerando el pasado delictivo de White. Uno no deja de ser racista de la noche a la mañana. Lo único que les relaciona a todos, incluyendo a Tess, es el tema racial.
Sara sabía adónde quería ir a parar con eso.
—Ya hemos hablado de eso. ¿Cómo iba a saber alguien que yo llevaría a Tessa a la escena del crimen? Es totalmente inverosímil.
—Lena está protagonizando demasiado este caso como para no formar parte de él.
Sara sabía a qué se refería. Lo mismo les pasaba con el supuesto suicidio de Andy Rosen. Las coincidencias casi nunca lo eran.
—Este tal White —comenzó Jeffrey— es una mierda seca, Sara. Espero que nunca le conozcas. —Su tono sonó áspero—. ¿Qué demonios hace con alguien así?
Sara se reclinó en la silla, y esperó a que él le prestara atención.
—Teniendo en cuenta todo lo que Lena ha pasado, no me extraña que se haya liado con alguien como Ethan White. Es un tipo peligroso. Sé que sigues calificándolo de chaval, pero, por lo que me has dicho, no actúa como tal. A Lena podría atraerle el peligro. Sabe con quién se las gasta.
Jeffrey negó con la cabeza, como si fuera algo que no pudiera aceptar. A veces Sara se preguntaba si Jeffrey conocía de verdad a Lena. Jeffrey solía ver a la gente tal como él quería que fueran, y no como eran en realidad. Eso había sido un problema continuo en su matrimonio, y Sara ahora no quería recordarlo.
—A excepción de Ellen Schaffer, todo esto podría ser una serie de coincidencias, a la que hemos de añadirle la madre de todas las batallas que estáis librando tú y Lena. —Sara le acercó un dedo a los labios para acallarlo—. Sé lo que vas a decir, pero no puedes negarme que hay cierta hostilidad entre tú y Lena. De hecho, a lo mejor está protegiendo a White sólo para cabrearte.
—Es posible —aceptó Jeffrey, para sorpresa de Sara.
Sara se reclinó en su silla.
—¿De verdad crees que ha estado bebiendo? —le preguntó—. ¿Que bebe lo bastante como para considerarlo un problema?
Jeffrey se encogió de hombros, y Sara volvió a acordarse de lo mucho que Jeffrey odiaba a los alcohólicos. Su padre había sido un alcohólico violento y, aunque Jeffrey afirmaba haber superado una infancia llena de malos tratos, Sara sabía que un alcohólico podía hacer estallar a Jeffrey mucho más rápidamente que un asesino.
—Que tenga resaca no significa que tenga un problema… sólo significa que una noche ha bebido demasiado. —Sara dejó que Jeffrey asimilara esas palabras antes de proseguir—. ¿Y qué me dices de esto? —preguntó, mirando las fotos.
Le enseñó la fotografía de la jeringa pisoteada en el suelo.
—Estoy casi seguro de que no lo hizo ella —admitió Jeffrey—. La huella del zapato es casi idéntica a la de White.
—No —dijo Sara—. Estás pasando por alto la pregunta importante. Dickson tenía dos jeringuillas de la metanfetamina más pura que se puede comprar. Si quería matarse (o si alguien quería que pareciera que se había suicidado), ¿por qué no utilizar la otra jeringa? La dosis era tan fuerte que le habría matado casi al instante.
—Cascarse la nuez es una manera bastante vergonzosa de matarse —señaló Jeffrey, utilizando la expresión en argot para la asfixia autoerótica—. Pudo hacerlo alguien que le odiaba.
—El gancho de la pared llevaba allí mucho tiempo —dijo Sara, buscando la fotografía—. La correa muestra señales que indican que ya la había utilizado antes. La espuma evitaba que el cuero le dejara marcas en el cuello. Lo tenía todo preparado, incluyendo la película porno en el televisor. —Pasó las fotos con rapidez mientras hablaba—. Probablemente pensó que lo más seguro era sentarse en el suelo. En estos casos lo que siempre falla son barras de armario y sillas que resbalan. —Indicó los frascos de medicinas—. Si era anorgásmico, sin duda estaba buscando una manera de montárselo mejor.
Jeffrey no podía olvidarse de Lena.
—¿Y por qué Lena contaminó la escena del crimen si no tenía nada que ocultar? Antes nunca lo había hecho.
Sara no tenía ninguna respuesta.
—Si White es el autor, ¿qué motivos tenía para matar a Scooter?
Jeffrey negó con la cabeza.
—Ninguno que yo sepa.
—¿Drogas? —preguntó Sara.
—White tiene que darle orina cada semana a su agente de libertad condicional para que vea que está limpio, pero Lena tenía Vicodin en su apartamento.
—¿Le preguntaste para qué?
—Dijo que era para el dolor, por lo del año pasado.
La imagen no deseada de Lena durante su examen posviolación apareció en la mente de Sara.
—Tenía una receta válida —dijo Jéffrey.
Sara se dio cuenta de que había perdido el hilo.
—¿Schaffer no tomaba drogas?
—No.
—Dickson no parece un nombre muy étnico.
—Baptista del sur, nacido y criado.
—¿Salía con alguien?
—¿Con ese olor? —le recordó Jeffrey.
—Buena observación. —Sara se puso en pie, preguntándose dónde estaba Brock—. ¿Podemos empezar? Le dije a mi madre que volvería al hospital en cuanto pudiera.
—¿Cómo está Tessa? —preguntó Jeffrey.
—¿Físicamente? Se recuperará. —Sara sintió que algo se le partía por dentro—. No me preguntes más, ¿entendido?
—Muy bien. Entendido.
Sara abrió la puerta y entró en el depósito.
—Carlos —dijo—. Brock llegará enseguida. Puedes tomarte un descanso en cuanto llegue.
Jeffrey sentía curiosidad, pero no hizo la pregunta obvia.
—Enhorabuena. Tenías razón en lo del tatuaje —dijo a Carlos.
Carlos sonrió, algo que nunca hacía cuando Sara le felicitaba. Sara se ató el cordón de la bata en torno a la cintura y se acercó a la caja de luz para mirar las radiografías que Carlos le había sacado a William Dickson. Tras asegurarse de haber observado detenidamente cada placa, volvió junto al cadáver.
La balanza que colgaba a un lado de la mesa se mecía en la brisa y, aunque a Carlos nunca se le olvidaba, Sara comprobó que estuviera a cero. Brock había dicho que llegaría en un momento, pero aún no había aparecido. Sara no quería empezar la autopsia hasta que él se hubiera ido.
—Haré un examen superficial mientras llega Brock —dijo.
Se puso un par de guantes y apartó la sábana, exponiendo el cadáver de William Dickson a la fuerte luz que había sobre sus cabezas. En su cuello se veía, perfectamente impresa, la marca del cinturón. Aún tenía la mano izquierda en torno al pene.
Sara preguntó a Jeffrey:
—¿Era zurdo?
—¿Importa?
—¿Ah, no? —preguntó Sara, sorprendida.
No es que hubiera pensado en ello antes, pero siempre había imaginado que los hombres utilizaban su mano dominante. Jeffrey apartó la mirada cuando Sara apartó la mano de Dickson de su pene. Los dedos seguían curvos, pero el rigor mortis se iba disipando lentamente de la parte superior del cuerpo, donde había comenzado. Las puntas de sus dedos eran de un morado oscuro, y en el pene se apreciaba claramente dónde había estado la mano.
—¡Ay! —susurró Carlos, y fue la primera vez que Sara le oyó comentar alguno de sus hallazgos.
Estaba observando el pronunciado color corcho de las protuberancias bilaterales que había en torno a los testículos.
—¿Eso son heridas de cuchillo? —preguntó Jeffrey.
—Yo diría que son quemaduras eléctricas —dijo Sara, reconociendo el color—. Recientes, probablemente de los últimos días. Eso explicaría el cable eléctrico que había junto a la cama. —Cogió un hisopo y lo apretó contra la quemadura, sacando un pegote viscoso que parecía pomada. Lo olió y dijo—: Huele a vaselina. Carlos le acercó una bolsa para meter el hisopo.
—¿Se utiliza vaselina en las quemaduras? —preguntó Jeffrey.
—No, pero teniendo en cuenta su botiquín, no me sorprendería que fuera de esos que leen los prospectos. —Estudió las quemaduras—. Tal vez utilizaba la vaselina como lubricante.
Carlos y Jeffrey intercambiaron una mirada de desacuerdo.
—Probablemente utilizaba Bálsamo de Tigre —dijo Jeffrey—. Tenía un tarro junto a la tele.
Sara recordó el tarro de la foto, pero no le había dicho nada.
—¿Eso no se utiliza para los músculos doloridos?
Ninguno de los dos hombres contestó, y Sara pasó a las quemaduras.
—Puede que utilizara la estimulación eléctrica para llegar al orgasmo.
—Eso no es lo primero que se me ocurriría para estimularme —dijo Jeffrey.
—Se chutaba metanfetamina pura —dijo Sara—. Dudo que pensara con mucha claridad. —Le preguntó a Carlos—: ¿Puedes ayudarme a darle la vuelta?
Carlos se puso unos guantes, y entre los dos colocaron a Dickson boca abajo. Las nalgas del difunto mostraban una pronunciada lividez, y se veía una larga marca horizontal en la espalda, en la zona que había permanecido contra la cama.
Sara examinó a William Dickson de pies a cabeza, sin estar muy segura de qué buscaba. Finalmente encontró algo digno de señalar.
—Tiene cicatrices en torno al ano —dijo a Jeffrey, que miraba hacia los fregaderos.
—¿Era homosexual? —preguntó Jeffrey.
—No necesariamente —dijo Sara, sacándose los guantes. Fue a buscar otro par y dijo—: No hay manera de saber cuándo ni cómo se lo hizo. Hay heterosexuales a los que les van estas cosas.
Jeffrey irguió los hombros como diciendo «No a este heterosexual que tienes delante».
—Si era homosexual, podrían haberlo matado simplemente por serlo.
—¿Tienes alguna otra prueba de que fuera homosexual?
—Nadie está diciendo que lo fuera.
—¿Qué me dices de la cinta que estaba mirando?
—Hetero —concedió Jeffrey.
—A lo mejor podrías volver y buscar algún tipo de artilugio que pudiera utilizar. Considerando sus otros gustos, no me sorprendería que tuviera algún consolador anal o…
Jeffrey la interrumpió.
—¿Algo parecido a un chupete rojo y gigante?
Sara asintió y él frunció el ceño, probablemente recordando haberlo tocado.
Sara volvió al trabajo. Tomó fotos de lo que había encontrado, y a continuación le pidió a Carlos que volviera a girar el cadáver. La carne se le estaba aflojando, pero el rigor mortis aún lo hacía difícil de manejar.
Sara repitió el examen en la parte delantera del cuerpo de Dickson, comprobando cada recodo y grieta. Tenía la mandíbula lo bastante floja como para que pudiera abrírsela, pero no vio nada que obstruyera la vía respiratoria. El surco que le rodeaba el cuello y las petequias que le moteaban la piel en torno a sus ojos inyectados en sangre eran propios de la estrangulación. Sara le dijo a Jeffrey.
—La presión contra las arterias carótidas, que llevan sangre oxigenada al cerebro, provocaría una hipoxia cerebral transitoria. Se tarda entre diez y quince segundos en perder la conciencia a causa de la oclusión.
—En cristiano —dijo Jeffrey.
—El objetivo es impedir el flujo de sangre a la cabeza a fin de incrementar el placer de la masturbación. O bien calculó mal o se entusiasmó tanto que se desmayó a causa de la pérdida de sangre, o la metanfetamina le dio un bajón muy fuerte… —Sara guardó silencio, sabiendo que Jeffrey estaba considerando todas las posibilidades. Después añadió—: Comprobaré los cartílagos hioides y tiroides cuando le abra el cuello, pero dudo que estén aplastados. Me parece que, entre el gancho y el acolchado del cinturón, sabía lo que estaba haciendo.
—Parece —repitió Jeffrey, pero Sara no compartía su escepticismo.
—Supongo que podemos empezar —dijo Sara, pensando que un examen interno le proporcionaría un material más concluyente.
—¿No quieres esperar a Brock?
—Probablemente algo le ha retenido —lo disculpó Sara—. Empecemos, ya haremos una pausa cuando llegue.
Sara puso en marcha el dictáfono y procedió con la autopsia de William Dickson, enumerando los hallazgos habituales, examinando cada órgano y cada fragmento de piel bajo la lupa hasta que estuvo segura de que no podía hacer nada más. A excepción de un hígado adiposo y un reblandecimiento del cerebro debido a la constante ingestión de drogas desde hacía mucho tiempo, no había nada destacable en el muchacho, exceptuando la manera en que había muerto.
Acabó el dictado con la misma conclusión que le había comunicado antes a Jeffrey.
—La muerte se ha debido a la oclusión de las arterias carótidas con hipoxia cerebral.
Apagó el micrófono y se quitó los guantes.
—Nada —resumió Jeffrey:
—Nada —coincidió Sara, poniéndose otro par de guantes. Estaba cosiendo el pecho con un punto normal de pelota de béisbol cuando se oyó el montacargas que había junto a las escaleras.
Carlos se marchó antes de que se abrieran las puertas.
—Hola, señora —dijo Brock, empujando una camilla de acero inoxidable hacia el interior del depósito—. Siento llegar tarde. De pronto aparecieron algunas personas de luto reciente y tuve que atenderlas. Le podría haber dicho a mamá que llamara, pero ya sabéis. —Le sonrió a Jeffrey, a continuación a Sara, incapaz de confesar que no podía confiar en su propia madre—. De todos modos, me figuré que no perderíais el tiempo.
—No pasa nada —le aseguró Sara, acercándose al congelador.
—A este no me lo llevo —dijo Brock, señalando a Dickson—. Parker está en Madison y los recogerá.
La camilla se enganchó en una baldosa rota y Brock trastabilló.
—¿Puedo echarte una mano? —le preguntó Jeffrey.
Brock soltó una risita, enderezándose.
—Llevo el carné de conducir y los papeles del coche, jefe —como si Jeffrey le hubiera detenido por saltarse una señal de tráfico. Sara sacó el cuerpo de Andy Rosen y comenzó a ayudar a Brock a moverlo.
—¿Necesitas la bolsa? —preguntó Brock.
—Tráemela mañana —dijo Sara. Pero enseguida se acordó de Carlos y cambió de opinión—. De hecho, ¿te importaría usar una de las tuyas?
—Soy como los boy scouts —dijo Brock.
Metió la mano bajo la camilla y sacó una bolsa verde oscuro para cadáveres con el emblema de Brock e Hijos impreso a un lado en letras doradas.
Sara tiró de la cremallera mientras colocaba la bolsa sobre la camilla.
—Bonita incisión —observó Brock—. Puedo pegarlo y luego meterle un poco de algodón encima, no hay problema.
—Bien —le contestó Sara, sin saber qué más decir.
—Ayer, cuando estuve aquí, le eché un vistazo sólo para ver cómo le embalsamaría. —Exhaló un suspiro de resignación—. Supongo que puedo utilizar un poco de masilla para remendarle la cabeza. Pero este cabrón goteará como me llamo Brock.
Sara dejó lo que estaba haciendo.
—¿Goteará? ¿El qué?
Brock le señaló la frente.
—El agujero. Creía que lo habías visto, Sara. Lo siento.
—No —dijo Sara, agarrando la lupa.
Apartó el pelo de Andy Rosen y encontró una pequeña perforación en el cuero cabelludo. El cuerpo llevaba ya muchas horas en decúbito, y la piel había tenido tiempo de contraerse. Ahora el agujero se veía sin lupa.
—No puedo creer que se me pasara por alto —dijo Sara.
—Le examinaste la cabeza —dijo Jeffrey—. Te vi hacerlo.
—Ayer por la noche estaba tan cansada —se disculpó Sara, aunque le pareció una excusa muy pobre—. Maldita sea.
Brock se quedó visiblemente sorprendido por la exclamación. Sara sabía que debía disculparse, pero estaba demasiado enfadada.
La perforación que había en la frente de Andy Rosen era debida, sin duda, a una aguja. Alguien le había puesto una inyección en el cuero cabelludo, con la esperanza de que la pequeña herida quedara oculta por los folículos pilosos. De no habérsela señalado Brock, nunca la hubiera visto.
—Necesito a Carlos. Vamos a volver a tomar muestras de sangre y tejido.
—¿Le queda sangre? —preguntó Jeffrey.
—Nosotros no… —dijo Brock.
—Claro que queda sangre —le interrumpió Sara. A continuación, para sí misma, añadió—: Quiero extirpar esta zona de alrededor de la frente. ¿Alguien sabe decirme qué más se me ha pasado por alto?
Se quitó las gafas, tan furiosa que se le nubló la vista.
—Maldita sea —repitió—. ¿Cómo se me pudo pasar?
—Yo tampoco lo vi —dijo Jeffrey.
Sara se mordió el labio inferior para no explotar.
—Lo necesito durante al menos otra hora.
—Oh, vale —dijo Brock, ansioso por marcharse—. Llámame cuando acabes.
Sara estaba sentada en el mármol de la cocina, contemplando el microondas y preguntándose si podía contraer cáncer por sentarse tan cerca del aparato. Estaba tan cansada que no le importaba, y tan furiosa consigo misma por haber pasado por alto la punción de aguja del cuero cabelludo de Andy Rosen que casi daba por bueno el castigo. Tres horas del más complicado examen físico que Sara había realizado en su vida no arrojó nada nuevo en el caso de Rosen. A continuación, llevó a cabo el mismo examen detallado con William Dickson, haciendo que Carlos y Jeffrey siguieran todos sus movimientos para tener una triple comprobación de lo que hacía.
Se había pasado otra hora con los ojos pegados al microscopio, estudiando los fragmentos del cuero cabelludo de Ellen Schaffer recuperados en la escena del crimen. Al final Jeffrey logró convencer a Sara de que, aunque hubiera alguna prueba que no hubiera resultado dañada y fuera aún detectable, estaba demasiado cansada para encontrarla. Necesitaba irse a casa y descansar. Jeffrey le prometió que, después de que ella descansara, la llevaría de vuelta al depósito para que pudiera revisarlo todo otra vez. En aquel momento, la idea le había parecido bien a Sara, pero el sentimiento de culpa y la necesidad de respuestas impedían que se le pasara por la cabeza cerrar los ojos. Se le había pasado por alto algo crucial en el caso, y, de no haber sido por Brock, Andy Rosen habría sido incinerado, destruyéndose toda esperanza de que Sara encontrara algo que demostrara que lo habían asesinado.
Sonó la alarma del microondas, y Sara sacó su pollo con pasta precocinado, sabiendo, antes de quitar la envoltura transparente, que sería incapaz de comérselo. Incluso los perros arrugaron el hocico ante el olor, y Sara se planteó tirarlo al cubo de la basura que estaba fuera antes de que la dominara la pereza y acabara arrojándolo al triturador de basura del fregadero.
La nevera no tenía mucho que ofrecerle, exceptuando una mandarina reseca que se había pegado al estante de cristal, y dos tomates de aspecto fresco y origen dudoso. Sara se quedó mirando el frigorífico, sin expresión, debatiendo sus opciones, hasta que el estómago comenzó a quejarse. Por fin decidió hacerse un sándwich de tomate sentada a la mesita con ruedas de la cocina, para poder mirar el lago. Fuera se oía el rugido de los truenos. La tormenta les había seguido desde Atlanta.
Sara observó la hilera de platos y vasos colocados en el escurridor que había junto al fregadero en el que Jeffrey los había lavado, y por alguna estúpida razón se le escaparon algunas lágrimas. Ni todas las flores del mundo ni los más hermosos cumplidos podían compararse con un hombre que hacía las tareas domésticas.
—Dios mío —exclamó Sara, riéndose de sí misma.
Se secó los ojos y se dijo que la falta de sueño y el estrés la estaban dejando para el arrastre.
Estaba pensando en darse una buena ducha y quitarse la mugre del día cuando alguien llamó enérgicamente a la puerta. Sara refunfuñó al levantarse, suponiendo que algún vecino bienintencionado se dejaba caer para interesarse por Tessa. Durante una fracción de segundo se le ocurrió fingir que no estaba en casa, pero la mínima posibilidad de que algún vecino le trajera un guiso o un pastel la empujó a abrir la puerta.
—Devon —dijo, sorprendida al ver al novio de Tessa en el porche.
—Hola —le contestó él, metiéndose las manos en los bolsillos. A sus pies había una bolsa de marinero—. ¿Por qué hay un poli vigilando?
Sara saludó a Brad, quien se hallaba en el interior de un vehículo estacionado al otro lado de la calle desde que ella llegara a casa.
—Es una larga historia —dijo, sin querer mencionar los temores de Jeffrey.
Devon bajó los ojos a la bolsa.
—Sara, yo…
—¿Qué? —preguntó Sara, y el corazón le dio un vuelco al comprender que a lo mejor le había pasado algo a Tessa—. ¿Es que está…?
—No —la tranquilizó Devon, extendiendo los brazos para poder cogerla si se desmayaba—. No, lo siento. Debería habértelo dicho. Ella está bien. Acababa de volver a…
Sara se llevó la mano al corazón.
—Dios mío, me has dado un susto de muerte. —Le hizo una seña para que entrara—. ¿Quieres comer algo? Sólo tengo…
Sara se detuvo al ver que él no la seguía.
—Sara —dijo Devon y, a continuación, volvió a mirar la bolsa—. Te he traído algunas cosas de Tessa. Cosas que dijo que quería.
Sara se apoyó contra la puerta abierta, sintiendo un hormigueo en la nuca. Sabía por qué había venido, y para qué era la bolsa. Dejaba a Tessa.
—No puedes hacerle esto, Devon. Ahora no.
—Ella me dijo que me fuera.
Sara no dudaba que Tessa se lo hubiera dicho, al igual que también tenía la certeza de que si se lo había dicho era precisamente para que se quedara.
—Es lo único que me ha dicho en dos días. —Las lágrimas le resbalaron por las mejillas—. «Vete», sólo eso. «Vete».
—Devon…
—No puedo quedarme allí, Sara. No soporto verla así.
—Al menos espera un par de semanas —dijo, consciente de que le estaba suplicando.
Tanto daba lo que Tessa le hubiera dicho, si Devon la abandonaba ahora la destrozaría.
—Debo irme —dijo Devon, levantando la bolsa y llevándola al vestíbulo.
—Espera —dijo Sara, intentando razonar con él—. Sólo te dijo que te fueras para asegurarse de que querías quedarte.
—Estoy tan cansado. —Dirigió los ojos hacia el interior de la casa, con la mirada perdida en el pasillo—. Ahora debería tener a mi bebé. Debería estar haciendo fotos y repartiendo puros.
—Todo el mundo está cansado —le dijo Sara, pensando que no le quedaban fuerzas para eso—. Deja que pase un poco de tiempo, Devon.
—Vosotros estáis muy unidos. Os juntáis y le hacéis compañía, y eso está muy bien, pero… —Se interrumpió y negó con la cabeza—. Ese no es mi sitio. Es como si todos fuerais un muro que la rodeara. Ese muro grueso e impenetrable que la protege, que la hace más fuerte. —Se interrumpió otra vez y miró a Sara—. Yo no formo parte de eso. Nunca lo haré.
—No es cierto —insistió Sara.
—¿Eso crees?
—Claro que sí —le dijo Sara—. Devon, has venido a comer con la familia todos los domingos desde hace dos años. Tessa te adora. Mamá y papá te tratan como a un hijo.
—¿Tessa te contó lo del aborto? —le preguntó Devon.
Sara no supo qué decir. Tessa se había planteado abortar desde que se enteró de que estaba embarazada, pero también decidió tener el niño y fundar una familia con Devon.
—Sí —adivinó Devon, leyendo su expresión—. Eso pensaba.
—Estaba confusa.
—Y tú acababas de volver de Atlanta —dijo—. Y ella ya había roto con ese tipo.
Sara no tenía ni idea de qué estaba hablando.
—Dios castiga a la gente —dijo Devon—. Castiga a la gente cuando no obran según Su voluntad.
—Devon, no digas eso —repuso Sara, pero su mente estaba rebobinando. Tessa nunca le había hablado de ningún aborto. Sara cogió la mano de Devon y le dijo—: Entra. Lo que dices no tiene sentido.
—Tessa podría haber dejado la universidad —dijo Devon, quedándose en el porche—. Diablos, Sara, no hace falta ningún título para ser fontanero. Podría haber vuelto aquí y criar a su hijo sola. Tus padres no la hubieran repudiado.
—Devon… por favor.
—No intentes excusarla. Todos hemos de vivir con las consecuencias de nuestros actos. —Le lanzó una mirada compungida—. Y a veces también los demás han de vivir con esas consecuencias.
Devon dio media vuelta justo en el momento en que Jeffrey aparcaba en el camino de la entrada. Devon había aparcado su furgoneta en la calle, como si quisiera marcharse cuanto antes.
—Ya nos veremos —dijo Devon, saludándola con la mano, como si eso no significara nada para él.
—Devon —le llamó Sara.
Lo siguió hasta el patio, pero se detuvo cuando él echó a correr. No quería perseguirlo. Sara le debía eso a Tessa.
Jeffrey se acercó a Sara y observó cómo Devon se marchaba.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé —dijo Sara, pero sí lo sabía.
¿Por qué Tessa nunca le había hablado del aborto? ¿Se había sentido culpable todos estos años, o es que en aquella época Sara estaba tan ocupada que no se enteró de lo que le pasaba a su hermana?
Jeffrey la acompañó hasta la casa y le preguntó:
—¿Ya has cenado?
Sara asintió, apoyándose en él, deseando poder borrar los tres últimos días. Estaba agotada y afligida por Tessa, sabiendo que, en cuanto a lo del aborto, le había vuelto a fallar a su hermana.
—Me siento tan…
Sara buscó la palabra, pero no se le ocurrió ninguna que pudiera describir cómo se sentía. Era como si se hubiera agotado toda su fuerza vital.
Jeffrey la guió hacia la escalera de entrada y le dijo:
—Tienes que dormir.
—No. —Sara le detuvo—. Tengo que ir al depósito.
—Esta noche, no —le dijo Jeffrey, apartando de una patada la bolsa que había traído Devon.
—Tengo que…
—Tienes que dormir —le dijo Jeffrey—. Ni siquiera ves con claridad.
Sara sabía que tenía razón, y cedió.
—Primero necesito darme un baño —dijo, acordándose de todo lo que había hecho en el depósito—. Me siento tan…
—No pasa nada —le dijo él, besándole en la frente.
Jeffrey la llevó hasta el cuarto de baño, y Sara no hizo ningún movimiento mientras él la desvestía, y luego se desnudaba él mismo. Sara contempló en silencio cómo abría el grifo, comprobando la temperatura antes de meterla en la ducha. Cuando la tocó, Sara experimentó una reacción conocida, pero el sexo parecía ser lo último que Jeffrey tenía en mente cuando puso una manopla bajo el chorro de agua caliente.
Sara permaneció inmóvil en la ducha, dejando que él lo hiciera todo, regodeándose en el hecho de que otro tomara la iniciativa. Se sentía como si despertara de una horrible pesadilla, y hubo algo tan reconfortante en el tacto de Jeffrey que comenzó a llorar.
Él se dio cuenta del cambio.
—¿Te encuentras bien?
A Sara la invadió tal urgencia que no pudo contestar a la pregunta. Se inclinó hacia atrás, apretándose contra él, deseando que Jeffrey comprendiera lo mucho que le necesitaba. Él vaciló, así que fue ella quien movió la mano de Jeffrey lentamente sobre su cuerpo, rodeándole los pechos, sintiendo cómo se flexionaban todos los músculos en su mano mientras sus dedos le provocaban esas sensaciones. Su otra mano se ahuecó bajo sus nalgas, y Sara soltó un grito ahogado ante lo agradable que era tener una parte de él en su interior. Sara se sentía ávida, lo quería todo de él, pero Jeffrey mantuvo un ritmo lento y sensual, demorándose, tocando cada parte de ella con deliberada intención. Cuando Jeffrey por fin apretó la espalda de Sara contra los frescos azulejos de la ducha, se sintió de nuevo viva, como si hubiera pasado días en un desierto y ahora acabara de encontrar su oasis.