Jeffrey estaba en el pasillo, ante la puerta de la sala de interrogatorios; esperaba a Frank. Venía de la zona de observación, donde había estado estudiando a Lena a través del cristal traslúcido, pero le había incomodado la manera en que ella miraba el espejo, aunque sabía que no podía verle.
Aquella mañana llevó a Frank al apartamento de Lena con la esperanza de hacerla entrar en razón. La noche anterior, Jeffrey había ensayado mentalmente cómo iría la cosa. Se sentarían y charlarían, tal vez tomarían un café, y harían cábalas acerca de los sucesos de los últimos días. El plan era perfecto… aunque no contaba con la presencia de Ethan White.
—Jefe —dijo Frank en voz baja.
Llevaba en las manos dos tazas de café, y Jeffrey cogió una, aun cuando ya llevaba suficiente cafeína en su organismo para que le temblaran las manos.
—¿Ha llegado su informe? —preguntó Jeffrey.
Las huellas del vaso utilizado por Ethan no habían servido de gran cosa, pero su nombre y su número de carné de conducir habían sacado el premio gordo. No sólo Ethan White tenía antecedentes, sino que estaba en libertad condicional. La agente encargada de Ethan, Diane Sanders, traería su informe en persona.
—Le he dicho a Marla que la mande aquí —dijo Frank, bebiendo un sorbo de café—. ¿Sara ha descubierto algo en la autopsia del chico?
—No —contestó Jeffrey.
Sara practicó la autopsia de Andy Rosen en cuanto acabó la de Ellen Schaffer. Ninguna revelación importante y, exceptuando las sospechas de Sara y Jeffrey, nada apuntaba a que se tratara de asesinato.
—Lo de Schaffer es sin duda un homicidio —le dijo a Frank—. Es imposible que no exista relación entre los dos casos. Sólo que no sabemos cuál es.
—¿Y Tessa?
Jeffrey se encogió de hombros, y su mente empezó a buscar alguna relación que fuera verosímil. Había tenido a Sara despierta casi toda la noche haciendo cábalas acerca de qué relación podían guardar las tres víctimas. Transcurrieron diez minutos antes de que se diera cuenta de que Sara se había quedado dormida en la mesa de la cocina.
Frank miró por la ventanilla de la puerta de la sala de interrogatorios, observando a Lena.
—¿Ha dicho algo?
—Todavía no lo he intentado —dijo Jeffrey.
Y lo cierto es que no sabía qué preguntarle. Jeffrey se había quedado atónito al encontrar a Ethan en la habitación de Lena cuando irrumpieron en la estancia, y se había asustado al ver que Lena no salía del baño. Durante una fracción de segundo, llegó a pensar que estaba muerta. No olvidaría el pánico experimentado cuando Lena salió, ni su horror al darse cuenta de que el chico la había golpeado y ella le estaba encubriendo.
—No me parece algo propio de Lena —dijo Frank.
—Algo pasa —asintió Jeffrey.
—¿Crees que ese cabrón la golpeó? —preguntó Frank.
Jeffrey dio un sorbo a su café, pensando en lo único que no quería ni plantearse.
—¿Le has visto la muñeca?
—Tiene muy mala pinta —dijo Frank.
—Nada de esto me gusta un pelo.
—Ahí está Diane —informó Frank.
Diane Sanders era de estatura y complexión mediana, y tenía el cabello gris más bonito que Jeffrey había visto nunca. A primera vista no había nada que destacara en ella, pero bajo su apariencia anodina latía una sexualidad salvaje que siempre pillaba a Jeffrey por sorpresa. Era muy buena en su especialidad y, a pesar de que siempre iba a tope de trabajo, estaba al tanto de todos los casos de libertad condicional que le encargaban.
Diane fue al grano.
—¿Tenéis aquí a White?
—No —dijo Jeffrey, aunque deseaba que así fuera.
Lena se había asegurado de que dejaban libre a Ethan antes de irse con Jeffrey y Frank.
Diane pareció aliviada.
—Este fin de semana han encerrado a tres de mis chicos, y estoy hasta el cuello de papeleo. No quiero tener más problemas con este. Sobre todo con este. —Sacó una gruesa carpeta—. ¿Por qué queréis saber sus antecedentes?
—No estoy seguro —dijo Jeffrey, entregándole a Frank su café para abrir la carpeta.
La primera página era una foto en color de Ethan White en la época de su último arresto. Llevaba la cabeza y la cara afeitadas, pero seguía pareciéndose enormemente al mismo matón que Jeffrey recordaba. Los ojos eran inexpresivos, y contemplaban a la cámara como si quisiera asegurarse de que cualquiera que mirara la foto supiera que él era una amenaza.
Jeffrey pasó las fotos, buscando el historial de arrestos de Ethan. Examinó los detalles, y sintió como si alguien le hubiera golpeado las tripas con un ladrillo.
—Sí —dijo Diane, leyendo su expresión—, desde entonces ha estado limpio. Tiene un buen comportamiento y su libertad condicional acabará en menos de un año.
—¿Estás segura? —preguntó Jeffrey, captando una advertencia en su voz.
—Que yo sepa —le dijo ella—. Le he visitado sin avisar casi cada semana.
—Lo dices como si esperaras que hiciera algo —comentó Jeffrey.
En el caso de Diane, que hiciera un esfuerzo especial para hacerle visitas sorpresa a Ethan decía mucho. Intentaba pillarlo con las manos en la masa.
—Simplemente me aseguro de que no se meta en líos —dijo compasiva.
—¿Anda metido en drogas? —preguntó Frank.
—Le hago mear en un vaso todas las semanas, pero estos tipos no tocan las drogas. No beben, no fuman. —Hizo una pausa—. Con ellos todo es una debilidad o una fuerza. Poder, control, intimidación: la adrenalina que causan estas cosas es lo que les coloca.
Jeffrey volvió a coger su café y le entregó el informe a Frank, diciéndose que era como si Diane hubiera estado hablando de Lena y no de Ethan White. Antes estaba preocupado por Lena, pero ahora le asustaba que Lena se hubiera metido en algo de lo que ya no pudiera salir nunca.
—Cumple con todo lo que debe hacer. Ha acabado sus clases para controlar su ira… —dijo Diane.
—¿En la universidad?
—No —negó Diane—. En la Seguridad Social. No creo que en Grant Tech les haga mucha falta.
Jeffrey suspiró. Había valido la pena intentarlo.
—¿A quién tienes ahí? —preguntó Diane, mirando por la ventana.
Jeffrey sabía que sólo podía ver la espalda de Lena.
—Gracias por el informe —dijo Jeffrey.
Diane captó la indirecta y apartó la mirada.
—No hay problema. Si le pillas en algo me lo haces saber. Él dice que se ha reformado, pero con estos tipos nunca se sabe.
—¿Qué clase de amenaza crees que supone? —preguntó Jeffrey.
—¿Contra la sociedad? —Diane se encogió de hombros—. ¿Contra las mujeres? —Tensó la comisura de los labios—. Lee el informe. Es la punta del iceberg, pero no hace falta que te lo diga. —Señaló la puerta—. Si la que hay ahí dentro es su novia, entonces más le vale alejarse de él.
Jeffrey se limitó a asentir, y Frank, que estaba leyendo el informe, farfulló una maldición.
Diane miró su reloj.
—Debo irme, tengo una vista.
Jeffrey le estrechó la mano y le dijo:
—Gracias por traernos esto.
—Avísame si le trincas. Tendré un delincuente menos de qué preocuparme. —Se dio media vuelta para irse, pero antes le dijo a Jeffrey—: Más te vale que controles a tus agentes si vas a buscarle las cosquillas. Ya ha demandado a dos jefes de policía.
—¿Y ganó?
—Llegaron a un acuerdo —explicó Diane—. Y luego dimitieron. —Le lanzó una expresiva mirada—. Haces que mi trabajo sea mucho más fácil, jefe. No me gustaría perderte.
—Entendido —contestó Jeffrey, aceptando el cumplido y la advertencia.
Diane hizo ademán de marcharse, pero se volvió y le dijo:
—Házmelo saber.
Jeffrey vio cómo Frank movía los labios al leer el informe.
—Esto no me gusta —dijo Frank—. ¿Quieres que lo arreste?
—¿Por qué? —preguntó Jeffrey, cogiendo el informe.
Lo abrió y volvió a hojearlo. Si Diane tenía razón, sólo tendrían una oportunidad para detener a Ethan White. Y cuando lo hicieran —y Jeffrey no dudaba que acabarían deteniéndolo— más le valía tener algo sólido contra él.
—Veamos si Lena le acusa de algo —dijo Frank.
—¿De verdad crees que eso va a suceder? —preguntó Jeffrey, leyendo con asco el historial delictivo de Ethan White.
Diane Sanders tenía razón acerca de otra cosa: el chaval sabía eludir los cargos. Lo habían arrestado al menos diez veces en los mismos años y sólo se había mantenido un cargo.
—¿Quieres que entre contigo? —preguntó Frank.
—No —dijo Jeffrey, mirando el reloj de la pared—. Llama a Brian Keller. Tenía que estar en su casa hace diez minutos. Dile que pasaré más tarde.
—¿Aún quieres que pregunte por ahí qué se sabe de él?
—Sí —contestó Jeffrey, aunque aquella mañana había planeado encargarle ese trabajo a Lena.
A pesar de lo ocurrido en las últimas horas, aún quería investigar a Brian Keller. Algo no le cuadraba con ese hombre.
—Avísame si te enteras de algo —dijo a Frank.
—Lo haré —se despidió Frank.
Jeffrey puso la mano en el pomo de la puerta, pero no lo giró. Inhaló, intentando poner en orden sus ideas, y entró en la habitación.
Lena miraba fijamente a la pared cuando Jeffrey cerró la puerta. Estaba sentada en la silla de los sospechosos, la que estaba atornillada al suelo y tenía un gancho machihembrado en el respaldo para colocar las esposas. El asiento de metal era rígido e incómodo. Lena probablemente estaba más cabreada por la idea de estar en esa silla que por la silla misma, por eso la había sentado allí.
Jeffrey rodeó la mesa y se sentó delante de ella, poniendo el informe de Ethan White sobre la mesa. En la luminosa sala de interrogatorios, sus heridas se veían como un coche nuevo y reluciente en el salón de exposición. Se le estaba formando un morado en torno al ojo, y tenía sangre seca en la comisura. Había ocultado la mano bajo la manga, pero la apoyaba rígida sobre la mesa, como si le doliera. Jeffrey se preguntó cómo permitía Lena que alguien le hiciera daño después de lo que le había pasado. Era una mujer fuerte, y hábil con los puños. La idea de que no se hubiera protegido casi daba risa.
Había algo más que llamaba la atención de Jeffrey, y hasta que no se sentó delante de ella no comprendió lo que era. Lena tenía resaca, y su cuerpo olía a alcohol y vómito. Siempre había sido autodestructiva, pero Jeffrey jamás se imaginó que llegara a ese extremo. Era como si su propia persona le importara un bledo.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Lena—. Tengo que ir a trabajar.
—¿Quieres que llame a Chuck?
Lena apretó los ojos.
—¿A ti qué coño te parece?
Jeffrey dejó pasar unos minutos para que Lena se diera cuenta de que debía medir su tono. Jeffrey sabía que debía ser implacable con ella. Sin embargo, cada vez que la miraba acudía a su mente una imagen del año anterior, cuando la encontró clavada en el suelo, el cuerpo destrozado y el ánimo abatido. Arrancar aquellos clavos fue lo más difícil que Jeffrey había hecho en su vida. Incluso ahora, aquel recuerdo le provocaba sudores fríos, aunque experimentaba algo más. Estaba furioso… no sólo furioso, sino cabreado como un mono. Después de todo lo que Lena había pasado, después de haber sobrevivido a todo aquello, ¿por qué se mezclaba con una basura como Ethan White?
—No tengo todo el día —dijo Lena.
—Entonces te sugiero que no me hagas perder el tiempo. —Como ella no respondía, Jeffrey prosiguió—: Supongo que ayer te acostaste tarde.
—¿Y?
—Estás hecha una mierda, Lena. ¿Vuelves a beber? ¿Es eso?
—No sé de qué coño me hablas.
—No seas idiota. Hueles como un vagabundo. Tienes la blusa manchada de vómito.
Lena tuvo el decoro de parecer avergonzada antes de transformar de nuevo su rostro en un puño furioso.
—Vi tu bodega en la cocina —le dijo él.
En uno de los estantes del armario, Jeffrey encontró dos botellas de Jim Beam alineadas como soldados, esperando a que Lena las ingiriera. En el cubo de la basura halló una botella vacía de Maker’s Mark. Había un vaso vacío en el lavabo que olía a alcohol, y otro junto a la cama que alguien había volcado. Jeffrey había crecido con un alcohólico. Conocía sus rituales, y conocía los signos.
—¿Así es como afrontas tu problema? —preguntó Jeffrey—. ¿Escondiéndote detrás de una botella?
—¿De qué problema me hablas? —le desafió Lena.
—De lo que te pasó —dijo él, pero se echó atrás, pues no quería seguir por ese camino. Decidió atacar su ego—: Nunca te consideré una cobarde, Lena, pero esta no es la primera vez que me sorprendes.
—Lo tengo todo bajo control.
—Ya lo veo —dijo Jeffrey, y la expresión de Lena avivó su cólera.
Su padre decía lo mismo cuando Jeffrey vivía con él, y este sabía que no era más que una excusa, como ahora.
—¿Qué sientes al echar la papilla antes de ir a trabajar por las mañanas?
—Eso no me pasa.
—¿No? Di más bien que todavía no te pasa.
Jeffrey aún se acordaba de Jimmy Tolliver devolviendo en el váter en cuanto se despertaba, para entrar en la cocina en busca del primer trago del día.
—Mi vida no es asunto tuyo.
—Supongo que se te va el dolor de cabeza cuando le echas un chorro de bourbon al primer café —dijo Jeffrey abriendo y cerrando los puños, consciente de que debía controlar su ira antes de que el interrogatorio se le fuera de las manos. Sacó el frasco de pastillas que había encontrado en su botiquín y las arrojó sobre la mesa—. ¿O esto también te ayuda?
Lena se quedó mirando el frasco, y Jeffrey se dio cuenta que su mente funcionaba a gran velocidad.
—Son analgésicos.
—Algo bastante fuerte para un simple dolor de cabeza —dijo Jeffrey—. El Vicodin sólo se vende con receta. Tal vez debería hablar con el médico que te lo recetó.
—No es para ese dolor, capullo. —Levantó las manos y le enseñó las cicatrices—. ¿Crees que esto se me pasó cuando salí del hospital? ¿Crees que por arte de magia se me curó y me quedó igual que antes?
Jeffrey miró las cicatrices. De una de ellas manaba un hilillo de sangre que le resbalaba por la palma. Intentó mantener una expresión neutra al ofrecerle un pañuelo.
—Toma —le dijo—. Estás sangrando.
Lena se miró la mano y la cerró.
Jeffrey dejó el pañuelo sobre la mesa, entre los dos. Le incomodaba ver que a Lena le era indiferente sangrar.
—¿Qué dice Chuck cuando apareces borracha en el trabajo?
—En el trabajo no bebo —dijo Lena, y Jeffrey vio un destello de arrepentimiento en sus ojos antes de acabar la frase.
La había pillado.
Ante el horror de Jeffrey, Lena comenzó a hurgarse la cicatriz, lo que hizo que esta sangrara más.
—Basta —dijo Jeffrey, y puso la mano sobre la de ella. Apretó el pañuelo en la palma de Lena, intentando detener la hemorragia.
Lena tragaba saliva con dificultad, y por un momento creyó que se pondría a llorar.
Jeffrey quiso que ella supiera que él estaba preocupado.
—Lena —le dijo—, ¿por qué te haces daño de este modo?
Ella esperó un momento antes de apartar sus manos de las de él. Las escondió debajo de la mesa. Miró el informe.
—¿Qué es eso? —dijo—. Lena.
Lena negó con la cabeza, y por la manera en que movía los hombros, Jeffrey se dio cuenta de que seguía hurgándose la mano bajo la mesa.
—Vamos a acabar con esto —dijo ella.
Jeffrey mantuvo la carpeta cerrada, y sacó un papel doblado del bolsillo de su americana. Al abrir la página, un destello en los ojos de la mujer delató que sabía lo que era. Lena había visto suficientes informes del laboratorio para saber lo que Jeffrey tenía entre manos. Deslizó la página sobre la mesa hasta dejarla delante de ella.
—Es una comparación entre el vello púbico que encontramos en las bragas de la habitación de Andy Rosen y una muestra del tuyo.
Lena negó con la cabeza, sin mirar el documento.
—No tienes ninguna muestra del mío.
—La obtuve de tu cuarto de baño.
—Hoy no. No has tenido tiempo.
—No —asintió Jeffrey.
De pronto, Lena comprendió. Frank había forzado la cerradura del apartamento de Lena mientras ella estaba en la cafetería con Ethan. A Jeffrey le avergonzaba el método, y no se lo había confesado a Sara la noche anterior, pero suponía que nadie se enteraría de lo que había hecho. Se decía que estaba ayudando a Lena, ya que ella no quería ayudarse a sí misma.
Lena habló en un hilo de voz y, como un caramelo amargo, él sintió en la boca el sabor de saberse traicionado.
—Eso es obtención ilegal de pruebas.
—No querías hablar conmigo —dijo Jeffrey, sabiendo que no era muy honesto echárselo en cara, como si fuera culpa de Lena. Intentó excusarse—: Pensé que eso te dejaría limpia de toda culpa, Lena. No quería que parecieras sospechosa.
Lena se acercó el informe del laboratorio para poder leerlo. De nuevo empezó a hurgarse la cicatriz. La culpa le golpeó en el pecho cuando vio que una gota de sangre caía sobre la página en blanco.
Lena miró el espejo que había a un lado de la habitación, preguntándose quién habría al otro lado. Jeffrey le había dicho a Frank que no dejara entrar a nadie, y que tampoco se quedara él.
—¿Y bien? —preguntó Jeffrey.
Lena se reclinó en la silla, las manos a los lados, agarradas al asiento. Jeffrey se alegró de verla furiosa, pues esa era su auténtica personalidad.
—No sé qué crees tener ahí —dijo señalando el informe—, pero es imposible que nada en mí coincida con lo que había en la habitación del chico. —Se sentó más erguida—. Y además, el vello no es admisible. Todo lo que puedes decir es que es microscópicamente similar, ¿y sabes qué? Me importa un huevo. Probablemente, el vello de la mitad de las chicas del campus resultaría parecido. No tienes una mierda contra mí.
—¿Y qué me dices de tus huellas?
—¿Dónde las encontraste?
—¿Tú qué crees?
—A tomar por culo.
Lena se levantó pero no se fue, probablemente porque sabía que Jeffrey se lo impediría.
La dejó quedarse de pie, sintiéndose una estúpida, durante unos minutos antes de decirle:
—¿Quieres hablarme de tu novio?
Ella le atravesó con la mirada.
—No es mi novio.
—No creo que pertenezcas a una asociación racista.
Lena abrió la boca, pero Jeffrey no supo si de sorpresa o porque estaba pensando contestarle algo sin delatar a Ethan.
—Sí, vale, tampoco me conoces tanto, ¿no?
—¿Es el que está pintando con aerosol toda esa mierda por el campus?
Ella soltó una risotada.
—¿Por qué no hablas con Chuck de todo esto?
—Ya hablé con él esta mañana. Me dijo que te había pedido que averiguaras quién lo había hecho, pero que te lo estabas tomando con calma.
—Eso es una trola —dijo Lena, y Jeffrey no supo si creer a Lena o a Chuck.
Dos días atrás, la elección habría sido fácil. Pero ahora…
—Siéntate, Lena. —Ella tardó unos segundos en sentarse—. ¿Sabías que Ethan estaba en libertad condicional?
Lena se cruzó de brazos.
—¿Y?
Jeffrey tan sólo fue capaz de mirarla fijamente, esperando que su silencio la hiciera entrar en razón.
—¿Eso es todo? —preguntó Lena.
—Tu novio casi mata a una chica a golpes en Connecticut —dijo Jeffrey—. Por cierto, ¿cómo va tu ojo?
Ella se llevó un dedo al ojo a la funerala.
—¿Lena?
Si esa información la había asustado, se recuperó enseguida.
—No voy a presentar cargos contra el departamento, si a eso te refieres. Un accidente le pasa a cualquiera.
—A lo mejor Tessa fue apuñalada por accidente —sugirió Jeffrey.
—A lo mejor.
Lena se encogió de hombros.
—O a lo mejor a alguien no le gustaba que una mujer blanca fuera a dar a luz el hijo de un negro. —Lena no reaccionó—. A lo mejor a alguien no le gustaba que hubiera dos judíos en el campus.
—¿Dos?
—No me mientas, Lena. Sé que estabas al corriente de que Ellen Schaffer también lo era. —Jeffrey golpeó la carpeta con el dedo—. Háblame de tu novio.
Lena se incorporó.
—Ethan no está implicado en esto, y lo sabes.
—¿Lo sé? —preguntó Jeffrey—. Dime lo que sé, Lena. —Contó con los dedos—. Sé que estuviste en la habitación de Andy Rosen, y sé que has mentido al respecto. Sé que Andy Rosen y Ellen Schaffer están muertos, y sé que las dos muertes se escenificaron para que parecieran suicidios.
Jeffrey se calló, esperando que ella dijera algo. Al ver que no lo hacía, continuó.
—Sé que Tessa Linton fue apuñalada por un hombre de complexión enjuta, con el pelo muy corto y que no tenía ninguna coartada el domingo por la tarde…
—Yo vi al atacante —le interrumpió Lena—. No era Ethan. El tipo era más alto y más recio.
—¿Ah, sí? Pues la descripción de Matt difiere de la tuya; curioso, ¿verdad?
—Eso es una chorrada. Ethan no está implicado.
—Pues explícamelo, Lena.
Lena encontró la misma laguna en el guión de los hechos que había encontrado Sara la noche anterior.
—¿Crees que alguien escenificó el suicidio de Rosen y se quedó rondando por ahí, a la espera de que a Tessa Linton le entraran ganas de mear para apuñalarla? Eso es una estupidez. —Hizo una pausa para aclarar las ideas—. ¿Y quién coño conoce a Tessa Linton, por no hablar de que esté al corriente de que folla con un negro? Estoy segura de que el que la apuñaló no lo sabía. ¿Crees que la gente del campus pierde el culo por saber qué hace una fontanera? —Frunció el ceño—. Eso es perder el tiempo. No tienes nada.
—Sé que bebes demasiado. —Lena tensó el cuerpo—. ¿Tienes lagunas de memoria? A lo mejor hay algo que no recuerdas.
—Te he dicho que no conocía a Andy Rosen —insistió.
—¿Por qué pareciste sorprendida cuando en la colina pronuncié su nombre?
—No me acuerdo de eso.
—Yo sí —dijo él, metiéndose en el bolsillo el informe del laboratorio.
—¿Qué me dices de Chuck? —le espetó Lena.
Jeffrey se reclinó en su silla. La miró fijamente y se preguntó si beber demasiado le estaba aguando el cerebro.
—Chuck estaba contigo la mañana en que encontramos a Andy Rosen, ¿verdad?
Asintió con un movimiento rígido, la cabeza gacha para que él no pudiera leer su expresión.
Jeffrey le hizo repasar los hechos como si estuviera hablando con una colegiala.
—Y estaba con Andy cuando Tessa fue apuñalada. —Hizo una pausa—. A menos que creas que le brotaron alas y fue volando tras ella y volvió cuando acabó de apuñalarla.
Lena lo fulminó con la mirada, y Jeffrey se dijo que debía de estar bastante desesperada si se aferraba a un clavo ardiendo. Naturalmente, la desesperación era producto del miedo. Ocultaba algo, y Jeffrey tenía una idea bastante aproximada de por qué. Cogió el informe y lo abrió delante de ella.
—¿Ethan te habló de esto? —le preguntó.
Lena vaciló, pero al fin le pudo la curiosidad. Jeffrey la observó leer la lista de arrestos de Ethan. Lo miraba por encima, pasando las páginas rápidamente a medida que se enteraba de su sórdido pasado.
Esperó a acabar antes de decirle:
—Su padre formaba parte de la Supremacía Blanca.
Lena señaló las páginas con la cabeza.
—Aquí dice que es predicador.
—También lo era Charles Manson —observó Jeffrey—. Y David Koresh. Y Jim Jones.
—Yo no sé…
—Ethan se crió en medio de todo eso, Lena. Lo educaron en el odio.
Lena se echó hacia atrás, y volvió a cruzar los brazos sobre el pecho. Jeffrey la estudió atentamente, preguntándose si todo eso le resultaba nuevo o si White ya se lo había contado, aunque a su manera.
—Le acusaron de agresión cuando tenía diecisiete años —le informó Jeffrey.
—Desestimaron el caso.
—Porque la chica estaba demasiado asustada para testificar.
Lena hizo un gesto despectivo en dirección al informe.
—Está en libertad condicional por pasar cheques sin fondos en Connecticut. Vaya cargos.
Jeffrey se la quedó mirando, ya que no podía hacer otra cosa. Intentó hacerle ver la verdad.
—Hace cuatro años las marcas de los neumáticos de su camión le situaban en el lugar en que una chica fue violada y asesinada.
—¿Le situaban en la escena como a mí? —preguntó Lena, sarcástica.
—La chica fue violada y luego asesinada —repitió Jeffrey—. El esperma extraído de la vagina y el recto demostró que al menos la habían violado seis tipos antes de matarla a palos. —Hizo una pausa—. Seis tipos, Lena. Son suficientes para tenerla inmovilizada mientras es violada por cada uno de ellos.
Ella le miró inexpresiva.
—El camión de Ethan estaba allí.
Lena se encogió de hombros, pero Jeffrey se dio cuenta de que comenzaba a desmoronarse.
—Así fue como le hicieron cantar, Lena. Las marcas de neumáticos coincidían con las de su camión. Ya sabían dónde encontrarle, pues estaba fichado por cosas como esa. —Dio unos golpecitos sobre la carpeta—. ¿Sabes lo que hizo? ¿Sabes lo que hizo tu novio? Traicionó a sus amigos para salvar el pellejo, y, como toda rata que se precie, admitió que estaba allí, pero juró sobre un montón de Biblias que él no la había tocado.
Lena no dijo nada.
—¿Crees que se quedó sentado en el camión, Lena? ¿Crees que se quedó allí sentado mientras los demás la violaban? ¿O no crees que él también tuvo su ración? ¿Acaso no crees que él también le sujetó las manos para que la chica no los arañara? A lo mejor ayudó a separarle las piernas para facilitarles el trabajo, o a lo mejor le puso la mano en la boca para que no chillara.
Lena seguía sin decir nada.
—En cualquier caso, concedámosle el beneficio de la duda. ¿Te parece bien? —preguntó Jeffrey—. Supongamos que se quedó sentado en el camión. Supongamos que se quedó mirando cómo la violaban. A lo mejor eso ya le bastaba para correrse, viendo cómo le hacían daño, sabiendo que estaba indefensa y que él podía salvarla y no lo hacía.
Lena empezó a hurgarse otra vez la herida, y Jeffrey no apartó la vista de sus ojos, procurando no mirarle la mano.
—Seis tipos, Lena. ¿Cuánto tardarían seis tipos en violarla mientras tu novio estaba sentado en el camión mirando… si es que eso era lo único que hacía, mirar? —Lena no decía nada—. Y luego la mataron a palos. Diablos, no sé por qué se molestaron. Cuando acabaron con ella, se desangraba por todos los lugares por donde se la habían follado.
Lena se mordió el labio, se miró las manos. Ahora le manaba sangre de la palma, pero ella parecía no darse cuenta. Jeffrey bajó la guardia un momento, incapaz de callar.
—¿Cómo puedes protegerle? —preguntó—. ¿Cómo puedes haber sido policía diez años y ahora proteger a una basura como esa?
Sus palabras parecían dar en la diana, así que prosiguió.
—Lena, es un mal bicho. No sé qué relación tienes con él, pero… ¡Cristo! Eres policía. Ya sabes cómo estos capullos consiguen esquivar la ley. Por cada chorrada en la que le han pillado, hay una docena de delitos graves de los que ha logrado escapar.
Jeffrey volvió a intentarlo.
—Su padre estuvo en la trena, en una prisión federal, por vender armas. Y no estamos hablando de pistolas. Traficaba con rifles de alta precisión y ametralladoras. —Hizo una pausa, a la espera de que ella dijera algo. Al ver que callaba, añadió—: ¿Ethan te ha hablado de su hermano?
—Sí —contestó Lena con tanta brusquedad que Jeffrey supo que mentía.
—¿Sabes que está en la cárcel?
—Sí.
—¿Sabes que está en el corredor de la muerte por asesinar a un negro? —Hizo otra pausa—. No era sólo un negro. Era un policía negro.
Lena clavó la vista en la mesa, le temblaba una pierna, aunque él sabía que el temblor se debía a que estaba nerviosa o colérica.
—Es un mal bicho, Lena.
Ella negó con la cabeza, aunque tenía suficientes pruebas ante sí.
—Te he dicho que no es mi novio.
—Sea lo que sea, es un cabeza rapada. Tanto da que se haya dejado crecer el pelo o haya cambiado de nombre. Sigue siendo un cabrón racista, igual que su padre, igual que su hermano, el asesino de policías.
—Y yo soy medio hispana —le replicó Lena—. ¿Has pensado en ello? ¿Qué hace con alguien como yo si es racista?
—Buena pregunta —dijo Jeffrey—. A lo mejor quieres contestártela la próxima vez que te mires al espejo.
Lena dejó de hurgarse la mano y apretó las palmas sobre la mesa.
—Escucha —comenzó Jeffrey—, sólo te lo diré una vez. No sé en qué estás metida, pero sea lo que sea, si ese tipo está implicado, tienes que contármelo. No puedo ayudarte si te involucras aún más.
Lena se miró las manos, sin hablar, y él sintió ganas de agarrarla y zarandearla para obligarla a decir algo sensato. Quería que le explicara cómo era posible que anduviera con un asqueroso racista de mierda como Ethan White, y que lo que de verdad deseaba era que ella le dijera que todo era un enorme malentendido y que lo lamentaba. Y que iba a dejar de beber.
Pero todo lo que dijo Lena fue:
—No sé de qué me estás hablando.
Jeffrey tenía que volver a intentarlo.
—Si me estás ocultando algo… —dijo, con la esperanza de que ella acabara la frase.
Pero no fue así.
Probó con otra táctica.
—No hay manera de que te reincorpores al cuerpo si sigues viéndote con ese tipo.
Lena levantó la cabeza, y por primera vez Jeffrey leyó su expresión con total claridad: sorpresa.
Ella se aclaró la garganta, como si le costara hablar.
—No sabía que hubiera alguna posibilidad de volver.
Jeffrey recordó que ahora trabajaba para Chuck, y le dolió igual que el día en que se enteró.
—No deberías trabajar para ese capullo.
—Sí, bueno —dijo, aún con un hilo de voz—. El capullo para el que trabajaba antes me dejó bien claro que ya no me necesitaba. —Lena miró su reloj—. Por cierto, llego tarde al trabajo.
—No te vayas así —le rogó Jeffrey, consciente de que le estaba suplicando—. Por favor, Lena. Yo sólo… por favor.
Lena soltó una risotada, haciéndole quedar como un idiota.
—¡Te dije que hablaría contigo! —exclamó—. A menos que tengas algún cargo contra mí, me largo de aquí.
Jeffrey se reclinó en la silla, deseando que Lena le diera una explicación.
—¿Jefe? —preguntó Lena, con tan poco respeto como le fue humanamente posible.
Jeffrey hojeó la carpeta, leyendo en voz alta la lista de cargos que nunca habían llegado a la sala del tribunal.
—Incendio provocado. Agresión grave. Robo de coches a gran escala. Violación. Asesinato.
—Parece un best seller —dijo Lena, poniéndose en pie—. Gracias por la charla.
—La chica —insistió Jeffrey—. La que fue violada y asesinada a golpes mientras él estaba sentado en su camión y miraba. —Lena siguió allí y él prosiguió—. ¿Sabes quién era?
Ella le replicó enseguida.
—¿Blancanieves?
—No —contestó Jeffrey cerrando la carpeta—. Era su novia.
Jeffrey estaba sentado en su coche delante del edificio de la asociación de estudiantes, mirando a un grupo de mujeres que pegaban carteles en las farolas del patio. Todas eran jóvenes, de aspecto saludable, vestidas con chándal o sudadera. Cualquiera de ellas podría haber sido Ellen Schaffer. Cualquiera de ellas podría ser la próxima víctima.
Había ido a decirle a Brian Keller que era probable que su hijo hubiera sido asesinado. Jeffrey quería ver cuál era la reacción del hombre ante la noticia. También deseaba averiguar qué era lo que Keller no quiso decirle delante de su mujer. Jeffrey tenía la esperanza de que este le proporcionara una pista sólida. De hecho, lo único que tenía era a Lena, y no podía aceptar que ella estuviera implicada.
La noche anterior Sara le había señalado las diferencias entre la escena del crimen de Andy Rosen y la de Ellen Schaffer. Si alguien preparó la de Andy Rosen, hizo un trabajo de primera. Pero lo de Ellen Schaffer era otro asunto. Aun cuando el asesino no se hubiera dado cuenta de que había aspirado un diente, la flecha dibujada en el patio era una mofa bastante evidente. En cierto momento, Sara había sugerido que las diferencias entre ambos crímenes podían indicar que quizás había dos asesinos. Jeffrey había desechado la idea, pero después de ver a Lena y Ethan juntos ya no sabía qué pensar.
En la sala de interrogatorios, Lena se había mostrado distinta, comportándose como una perfecta desconocida. El hecho de que no sólo hubiera defendido el pasado de Ethan White, sino negado que le hubiera hecho daño, hacía que Jeffrey se cuestionara todo lo que había explicado hasta ahora sobre el caso. Llevaba mucho tiempo siendo policía, y había visto cómo los maltratadores embaucaban incluso a las mujeres más fuertes. Era asombroso comprobar lo parecidos que eran los métodos de todos ellos y cuán fácilmente algunas mujeres se dejaban engatusar. En esos momentos había miles de mujeres en presidio porque las habían pillado en posesión de la droga de sus parejas. Y algunos miles más habían cometido algún delito porque la cárcel era el único lugar donde podían protegerse de los malos tratos.
En Birmingham, cuando Jeffrey era patrullero, había acudido al menos diez veces a socorrer a la misma mujer. Era directora de comunicaciones de una empresa internacional, y tenía dos títulos de Auburn. Casi un millar de personas en el mundo podían responder por ella, y cada vez que Jeffrey acudía a su casa porque le llamaban los vecinos, ella se quedaba en la entrada, con la cara ensangrentada, las ropas destrozadas, diciendo que se había caído por las escaleras. Su marido era un capullo canijo que se calificaba a sí mismo de padre hogareño. De hecho, era un alcohólico incapaz de conservar un empleo y que vivía del dinero de su mujer. Al igual que casi todos los maltratadores, era amable y encantador y no veía el aspecto que tenía su mujer cuando acababa de sacudirle. En la actualidad, un policía no necesitaba el testimonio de una mujer para arrestar a un maltratador, pero en aquella época las leyes protegían al marido.
Jeffrey se acordaba de un caso en particular. Estaba en la puerta de la casa, helado de frío, viendo cómo la sangre le resbalaba por la pierna de la víctima y formaba un charco a sus pies a causa de Dios sabe qué, mientras ella insistía en que su marido era un buen hombre que nunca le había puesto la mano encima. De hecho, la única vez que Jeffrey vio que el marido la tocara fue cuando la enterraron. Metió una mano dentro del ataúd y le dio unas palmaditas en la cabeza, y a continuación le ofreció a Jeffrey la mayor sonrisa de hijoputa que este había visto y le dijo:
—Ese último peldaño era mortal.
Jeffrey trabajó dos años con el forense intentando conseguir pruebas contra ese capullo, pero mientras que era fácil demostrar que alguien se había caído por las escaleras y roto el cuello, demostrar que le habían empujado era más difícil.
Todo eso le hizo pensar en Lena y en cómo se había comportado aquella mañana. Tenía razón en lo de que el vello encontrado sólo la relacionaba con Andy Rosen de manera circunstancial. Un buen abogado encontraría una explicación a la huella del libro. Jeffrey había enseñado a Lena todo lo que sabía, y no ignoraba que estaba familiarizada con las interioridades de la investigación forense. Lena habría sido meticulosa. Habría sabido cómo eliminar cualquier pista. Y Jeffrey se preguntaba: ¿era capaz de hacerlo? ¿Estaba tan colgada de Ethan White que haría cualquier cosa para encubrirle?
Jeffrey tenía que considerar todos los hechos, y estos convertían a Lena en sospechosa, sobre todo considerando su actitud hostil en el interrogatorio. Sólo le había faltado desafiarlo a que encajara todas las piezas del rompecabezas.
Aunque se resistía a ello, Jeffrey se obligó a considerar la posibilidad de que hubiera dos asesinos, planteada la noche anterior por Sara: uno que hubiera matado a Andy y apuñalado a Tessa y el otro que hubiera acabado con la vida de Ellen Schaffer. El punto débil de ese razonamiento aparecía al llegar al atacante de Tessa en el bosque. Después de echarle un vistazo al historial de Ethan White y de hablar con Lena, Jeffrey tenía que considerar una variante de esa teoría.
Ethan podía haber matado a Andy Rosen. Lena podía haber llegado tarde a la escena del crimen. Llamaría a Ethan por el móvil para decirle que Tessa estaba en el bosque. No había manera de saber dónde estaba ninguno de los dos cuando Ellen Schaffer se mató, pero sabía que Lena se habría dado cuenta de que el cartucho no era del mismo calibre que el rifle. Sabía más de armas que cualquier hombre que Jeffrey hubiera conocido. Le consolaba poco el hecho de que Lena quizá sólo fuera cómplice. Según la ley de Georgia, era tan culpable como Ethan.
Se frotó los ojos, pensando que todo eso era ridículo. Lena era policía, por mucho que no llevara placa. Cometer un asesinato, o incluso participar como cómplice, era algo que no haría nunca, por mucho encanto que tuviera Ethan White. Eso era una locura, y la única razón que había para sospechar de ella era que no colaboraba. Pero como Sara había señalado, a Lena le gustaba hacerse la difícil.
Sacó el móvil y llamó al despacho de Kevin Blake. Al decano de Grant Tech le gustaba dar la impresión de que era un hombre muy ocupado, pero Jeffrey sabía con certeza que pasaba casi todo el día en el campo de golf. Quería concertar una cita con él para ponerle al corriente del caso antes de que se largara. La secretaria de Blake le pasó de inmediato.
—Jeffrey —dijo Blake.
Estaba usando el manos libres, y si la tensión de la voz de Blake no era bastante para advertirle de que no estaba solo en su despacho, el manos libres se lo confirmó.
—¿Dónde estás? —le preguntó Blake.
—En el campus —contestó Jeffrey.
Keller le había dicho a Frank que estaría todo el día en el laboratorio si Jeffrey quería hablar con él a solas. Antes de lo de esta mañana con Lena, Keller era el mejor camino que podía explorar. Jeffrey sabía que sería muy fácil desviarse del tema, pero ahora no podía hacer nada con Lena, y sabía que no podía ir a por Ethan White sin nada con que apretarle las tuercas.
—Estoy con Albert Gaines y con Chuck. Íbamos a llamarte a la comisaría para ver si podías pasarte —informó Blake.
Jeffrey reprimió el exabrupto que pugnaba por salir de su boca.
—Eh, jefe —dijo Chuck, y Jeffrey se imaginó la expresión de suficiencia de este al hablarle—. Le hemos guardado café y unos donuts.
Se oyó un gruñido, probablemente emitido por Albert Gaines.
—Jeffrey, ¿podrías pasarte por mi despacho? Nos gustaría hablar contigo —rogó Blake.
—Puedo estar allí dentro de una hora —le dijo Jeffrey, pensando que antes se dejaría cortar el cuello que acudir corriendo cuando ellos chasqueaban los dedos—. Tengo que seguir una pista.
—Oh —exclamó Blake, pensando quizá que debería posponer su partido de golf—. ¿Seguro que no puede venir ahora?
Albert Gaines volvió a refunfuñar algo. Era un hombre avinagrado, y exigía respuestas de sus subordinados, pero siempre había apoyado a Jeffrey.
Era evidente que a Blake le había caído una bronca. Su tono fue brusco cuando dijo:
—Entonces le veremos dentro de una hora, jefe.
Jeffrey cerró el móvil, y lo mantuvo en la barbilla mientras el grupo de chicas se desplazaba hacia la siguiente zona del patio. Salió del coche y se dirigió hacia la asociación de estudiantes, deteniéndose para echar un vistazo a los carteles. En la parte superior había una foto borrosa en blanco y negro de Ellen Schaffer, y aparte otra, aún más borrosa, de Andy Rosen. Debajo se leían las palabras «Vigilia con velas». Se daba una hora y un lugar, junto con un nuevo número de teléfono para ayuda a suicidas que había sido creado en colaboración con el centro de salud mental.
—¿Cree que servirá de algo?
Jeffrey dio un respingo, sobresaltado, al oír la voz de Jill Rosen.
—Doctora Rosen…
Jill —le corrigió ella—. Siento haberle asustado.
—No pasa nada —la disculpó Jeffrey.
La mujer tenía peor aspecto que el día anterior. Sus ojos estaban tan hinchados de llorar que apenas se le veían, y estaba demacrada. Llevaba un jersey de manga larga de cuello alto con cremallera. Mientras hablaba con Jeffrey se apretaba el cuello con las dos manos para combatir el frío.
—Menuda pinta tengo —se disculpó.
—En ese momento me disponía a hablar con su marido —dijo Jeffrey, pensando que había echado a perder la oportunidad de hablar con Keller a solas.
—Está al llegar —le explicó ella, sacando un juego de llaves—. Tiene dos juegos —comentó—. Le dije que nos encontraríamos aquí. Necesitaba salir de casa.
—Me sorprendió saber que venía a trabajar.
—El trabajo le ayuda a recuperarse. —Sonrió con languidez—. Es un buen lugar donde esconderte mientras todo se desmorona a tu alrededor.
Jeffrey sabía exactamente a qué se refería. Después de que Sara se divorciara de él, lo único que hacía era trabajar; de no haber tenido un empleo al que acudir todos los días, se habría vuelto loco.
—Siéntese —le invitó Jeffrey, indicando un banco—. ¿Cómo lo lleva?
Rosen espiró lentamente al sentarse.
—No sé qué responder a esa pregunta.
—Supongo que es una pregunta bastante estúpida.
—No —le aseguró ella—. Es algo que me he estado preguntando últimamente. «¿Cómo lo llevo?». Se lo haré saber en cuanto obtenga una respuesta.
Jeffrey se sentó junto a ella, mirando el patio del campus. Algunos estudiantes se sentaron en el césped para almorzar, mientras extendían una manta y sacaban unos sándwiches de sus bolsas de papel marrón.
Rosen también contemplaba a los estudiantes. Tenía el borde del cuello del suéter en la boca. Estaba tan deshilachado que Jeffrey dedujo que era un hábito nervioso.
—Creo que voy a dejar a mi marido —dijo ella.
Jeffrey la miró pero no dijo nada. Se dio cuenta de que le costaba hablar.
—Quiere marcharse. Irse de Grant. Empezar de nuevo. Yo no puedo empezar de nuevo. No puedo.
Bajó la mirada.
—Querer marcharse es comprensible —dijo Jeffrey, invitándola a continuar hablando.
Rosen señaló el campus con una inclinación de cabeza.
—Llevo aquí casi veinte años. Hemos echado raíces aquí, para bien o para mal. Esa clínica forma parte de mi vida.
Jeffrey guardó silencio durante unos instantes. Al ver que ella callaba, le preguntó:
—¿Le ha dicho por qué quiere marcharse?
Rosen negó con la cabeza, pero no porque no supiera el porqué. Su voz reflejaba una tristeza casi insoportable, como si hubiera decidido admitir la derrota.
—Una reacción típica de él. Bravuconea como si fuera muy macho, pero al primer inconveniente huye con el rabo entre las piernas.
—Lo dice como si no fuera la primera vez.
—Y no lo es —le confirmó.
Jeffrey insistió.
—¿De qué huye?
—De todo —dijo ella, pero no le dio detalles—. Toda mi vida laboral se basa en ayudar a la gente a enfrentarse con su pasado, y sin embargo soy incapaz de ayudar a mi marido a enfrentarse con sus demonios. —Con voz más serena, añadió—: Ni siquiera puedo ayudarme a mí misma.
—¿Y cuáles son sus demonios?
—Los mismos que los míos, supongo. Cada vez que giro por una esquina, espero encontrarme con Andy. Estoy en casa, oigo un ruido y miro por la ventana, esperando verle subir las escaleras de su habitación. Para Brian, que trabaja en el laboratorio, tiene que ser más duro. Sé que es más duro. Tiene que entregar su trabajo en una fecha límite. Hay en juego muchísimo dinero. Lo sé. Sé de qué va todo eso.
Había levantado la voz, y Jeffrey percibió en ella una cólera que llevaba tiempo gestándose.
—¿Es por lo de su aventura?
—¿Qué aventura? —preguntó Rosen. Su sorpresa parecía auténtica.
—Corre un rumor —le explicó Jeffrey, y le entraron ganas de desmontarle los dientes de una patada a Carter—. Alguien me contó que Brian estaba liado con una estudiante.
—Dios mío —musitó Rosen, cubriéndose los labios con el cuello del suéter—. Casi desearía que fuera cierto. ¿No le parece horrible? —preguntó—. Significaría que hay algo que le importa aparte de su queridísima investigación.
—Su hijo le importaba —dijo Jeffrey, recordando la discusión del día anterior.
Rosen había acusado a Keller de no preocuparse por su hijo hasta que murió.
—Le iba a rachas —prosiguió Rosen—. El coche. La ropa. El televisor. Le compraba cosas. Era su manera de demostrar su cariño.
Había algo más que ella intentaba decirle, pero Jeffrey no sabía qué.
—¿Adónde quiere irse?
—¿Quién sabe? —respondió Rosen—. Es como una tortuga. Cuando ocurre algo malo, esconde la cabeza y espera a que pase. —Sonrió, dándose cuenta de que ella también escondía la cabeza en el cuello de su suéter—. Era para ilustrar el símil.
Él sonrió a su vez.
—Simplemente no puedo. No puedo seguir viviendo así. —Miró a Jeffrey—. ¿Me enviará la factura de esta sesión, o debo pagarle ahora?
Él volvió a sonreír, deseando que continuara.
—Supongo que su trabajo es muy parecido al mío. Escucha hablar a la gente e intenta imaginar lo que realmente intentan decir.
—¿Y usted qué intenta decir?
Rosen consideró la pregunta.
—Que estoy cansada —dijo—. Quiero una vida… la que sea. Si todos estos años he estado con Brian ha sido porque pensaba que era lo mejor para Andy, pero ahora que ya no está…
Se echó a llorar, y Jeffrey sacó su pañuelo. No se dio cuenta de que estaba manchado de la sangre de Lena hasta que se lo entregó a Rosen.
Jeffrey se disculpó.
—Lo siento.
—¿Se ha cortado?
—Lena se cortó —dijo Jeffrey, observando atentamente su reacción—. Hablé con ella esta mañana. Tenía un corte debajo del ojo. Alguien la golpeó.
Un destello de preocupación asomó a los ojos de la mujer, pero no dijo nada.
—Sale con alguien —explicó. Parecía que Rosen se esforzaba por mantener la boca cerrada—. Esta mañana fui a su apartamento y él estaba con ella.
Rosen no le dijo que continuara, pero sus ojos se lo suplicaban. Era evidente que temía por la seguridad de Lena.
—Tenía un corte en el ojo y la muñeca magullada, como si alguien hubiera forcejeado con ella. —Hizo una brevísima pausa—. Ese tipo tiene antecedentes, doctora Rosen. Es un hombre muy peligroso y violento.
Rosen estaba sentada en el borde del banco, y casi le suplicaba con la mirada que siguiera.
—Ethan White —dijo Jeffrey—. ¿Le suena el nombre?
—No —le dijo Rosen—. ¿Debería?
—Tenía la esperanza de que le sonara —dijo, porque eso indicaría que existía una conexión entre Andy Rosen y Ethan White.
—¿Es grave? —preguntó Rosen.
—Por lo que he podido ver, no —dijo Jeffrey—. Pero no deja de hurgarse la mano. Le sangra y, a pesar de ello, continúa hurgándose la cicatriz.
Rosen volvió a apretar los labios.
—No sé cómo ayudarla a que se aparte de él —dijo Jeffrey—. No sé cómo ayudarla.
Rosen miró a lo lejos, fijándose de nuevo en los estudiantes.
—Sólo ella puede ayudarse —aseguró Rosen, y su tono otorgó un significado más profundo a sus palabras.
—¿Era paciente suya? —preguntó Jeffrey, rezando a Dios por que así fuera.
—Sabe que no puedo darle esa información.
—Lo sé —dijo Jeffrey—, pero si, hipotéticamente, pudiera, me ayudaría a resolver un interrogante.
Ella le miró.
—¿Qué interrogante es ese?
—Cuando estábamos junto al río, Chuck pronunció el nombre de su hijo, y Lena pareció sorprendida, como si le conociera —dijo Jeffrey, elaborando la explicación a medida que hablaba—. ¿Podría ser posible que cuando Lena dijo «Rosen», como si le sonara el nombre, lo dijera porque la conocía a usted, y no a Andy?
La mujer pareció pensar cómo responder a Jeffrey sin comprometer su reputación.
—Doctora Rosen…
Ella se reclinó en el banco, acercándose aún más el cuello del suéter.
—Ahí viene mi marido.
Jeffrey intentó ocultar su exasperación. Keller estaba a unos quince metros, y Rosen podría haber respondido a la pregunta de Jeffrey si esta hubiera querido.
Jeffrey saludó al hombre.
—Doctor Keller.
Keller pareció perplejo al ver a Jeffrey y a su mujer juntos.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
Jeffrey se levantó y le indicó a Keller que se sentara, pero este hizo caso omiso y le preguntó a su mujer:
—¿Tienes mis llaves?
Ella le entregó el juego de llaves, sin mirarle.
—Debo volver al trabajo —dijo Keller—. Jill, deberías irte a casa.
Rosen se incorporó para ponerse en pie.
—Debo decirles algo a los dos —advirtió Jeffrey, e hizo una seña a Rosen para que permaneciera sentada—. Se trata de Andy.
Keller lo miró de una forma que daba a entender que su hijo era en lo último en que estaba pensando en esos momentos.
—Quiero decírselo antes de que lo sepa todo el campus —dijo Jeffrey—. No estoy seguro de que la muerte de su hijo fuera un suicidio.
—¿Qué? —exclamó Rosen.
—No puedo excluir la posibilidad de que fuera asesinado —les comunicó Jeffrey.
Keller dejó caer las llaves, pero no las recogió.
—No hemos encontrado nada concluyente en la autopsia de Andy, pero en el caso de Ellen Schaffer…
—¿La chica de ayer? —preguntó Rosen.
—Sí, señora —dijo Jeffrey—. No hay duda de que fue asesinada. Teniendo en cuenta que su muerte fue escenificada para que pareciera suicidio, tenemos que cuestionarnos las circunstancias que rodearon la muerte de su hijo. Honestamente, no puedo decir que tengamos nada que demuestre que su hijo no se suicidó, pero sí disponemos de fundadas sospechas, y voy a investigar hasta que averigüe la verdad.
Rosen se echó hacia atrás, boquiabierta.
—Tengo que hablar de ello con el decano, pero quería que ustedes lo supieran primero.
—¿Y la nota? —preguntó Rosen.
—Esa es una de las cosas que no puedo explicar —dijo Jeffrey—. Y siento decirles que todo lo que puedo ofrecerles ahora son sospechas. Estamos analizando todas las hipótesis para averiguar exactamente qué sucedió, pero he de ser honesto: no se me ocurre ninguna explicación evidente. Los dos casos podrían no guardar ninguna relación. Y existe la posibilidad de que tengamos que aceptar que Andy se suicidó.
Keller explotó, y su rabia fue tan inesperada que Jeffrey se echó hacia atrás.
—¿Cómo demonios puede ocurrir algo así? —preguntó—. ¿Cómo demonios permite que mi mujer y yo creamos que nuestro hijo se suicidó cuando…?
—Brian.
Rosen intentó calmarlo.
—Cállate, Jill —le espetó, sacudiendo la mano como si fuera a golpearla—. Esto es ridículo. Esto es… —Estaba demasiado furioso para hablar, pero movía la boca mientras consideraba qué palabras utilizar para describir cómo se sentía—. No puedo creerlo… —Se agachó y recogió las llaves—. Esta facultad, toda esta ciudad…
Acercó un dedo a la cara de su mujer, y ella echó el cuerpo hacia atrás en ademán defensivo.
Keller se alzó en toda su estatura gritando.
—Te lo dije, Jill. ¡Te dije que este lugar era un agujero infecto!
—Doctor Keller, creo que sería mejor que se calmase —intervino Jeffrey.
—¡Y yo creo que usted debería ocuparse de sus asuntos y averiguar quién asesinó a mi hijo! —bramó, con la cara deformada de rabia—. Ustedes, polis de cine cómico, se creen que mandan en esta ciudad, pero es como vivir en un país del tercer mundo. Están todos corruptos. Todos le rinden cuentas a Albert Gaines.
Jeffrey tenía suficiente.
—Hablaremos en otro momento, doctor Keller, cuando haya asimilado la noticia.
Esta vez, Keller apuntó con el dedo a la cara de Jeffrey.
—Ya puede estar seguro de que hablaremos de esto —dijo. Les dio la espalda a los dos y se alejó a grandes zancadas. Jill Rosen se disculpó de inmediato en nombre de su marido.
—Lo siento.
—No tiene por qué disculparse por él —dijo Jeffrey, procurando controlar su cólera.
Quería seguir a Keller hasta su laboratorio, pero los dos sabían que necesitaba unos minutos para calmarse.
Jeffrey, percibiendo la desesperación de Rosen, le dijo:
—Siento no poder proporcionarle más información.
Ella se apretó el cuello del suéter contra la piel y le preguntó:
—¿Su pregunta hipotética de antes?
—¿Sí?
—¿Está relacionada con Andy?
—Sí, señora —contestó Jeffrey, intentando reconducir la conversación.
Rosen se quedó mirando el patio, a los estudiantes sentados en el césped que disfrutaban del día.
—Hipotéticamente —dijo—, podía tener razones para conocer mi nombre.
—Gracias —dijo Jeffrey, experimentando un enorme alivio por haber podido hallar explicación a algo.
—Acerca de la otra —prosiguió Rosen, aún observando a los estudiantes—. El hombre con el que sale.
—¿Le conoce? —preguntó Jeffrey, pero enseguida rectificó—: ¿Hipotéticamente?
—Oh, le conozco —dijo Rosen—. O al menos conozco a los tipos como él. Los conozco mejor de lo que me conozco a mí misma.
—No estoy seguro de entenderla.
Se echó el cuello hacia atrás, y se bajó la cremallera para enseñarle un enorme moratón en la clavícula. En la parte interior del cuello se veían marcas de dedos, de color oscuro. Alguien había intentado estrangularla.
Jeffrey la observó con detenimiento.
—Pero ¿quién…? —intentó preguntar, aunque la respuesta era evidente.
Rosen se subió la cremallera.
—Debería irme.
—Puedo llevarla a alguna parte —se ofreció Jeffrey—. A un centro de acogida…
—Iré a casa de mi madre —dijo ella, con una sonrisa triste—. Siempre voy a casa de mi madre.
—Doctora Rosen —insistió Jeffrey—. Jill…
—Agradezco su interés —le interrumpió ella—. Pero tengo que irme.
Jeffrey se quedó allí, de pie, observando cómo pasaba junto a un grupo de estudiantes. Se detuvo a hablar con uno, comportándose como si nada hubiese ocurrido. No sabía si seguirla o ir a buscar a Brian Keller y hacerle saber qué se siente exactamente cuando te maltratan.
Siguiendo un impulso, Jeffrey se decidió por lo segundo, y echó a andar hacia el edificio de ciencias a paso vivo. De niño, se había metido demasiado en las peleas entre sus padres para saber que la cólera sólo engendra más cólera, de modo que inhaló profundamente para calmarse antes de abrir la puerta del laboratorio de Keller.
En la estancia sólo estaba Richard Carter, de pie tras un escritorio, dándose golpecitos con un bolígrafo en la barbilla. Su expresión expectante se tornó decepción al reconocer a Jeffrey.
—Oh —dijo—. Es usted.
—¿Dónde está Keller?
—Eso quisiera saber yo —le soltó Richard, claramente enojado. Volvió a inclinarse sobre el escritorio y garabateó una nota—. Debía reunirse conmigo hace media hora.
—Acabo de hablar con su mujer sobre su supuesta aventura amorosa.
Eso pareció animarle, y le asomó una sonrisa en los labios.
—¿Sí? ¿Y qué ha dicho?
—Que no era cierto —le advirtió Jeffrey—. Tiene que tener más cuidado con lo que dice.
Richard pareció ofendido.
—Le dije que era un rumor. Le dejé muy claro que…
—Está jugando con las vidas de los demás. Por no mencionar que me ha hecho perder el tiempo.
Richard suspiró y siguió escribiendo su nota.
—Lo siento —murmuró igual que un niño.
Jeffrey no le dejó escabullirse tan fácilmente.
—Por su culpa, he perdido el tiempo intentando verificar tontamente ese rumor cuando podría haber trabajado en algo más sólido. —Como no reaccionaba, Jeffrey sintió la necesidad de añadir—: Ha habido algunas muertes, Richard.
—Soy consciente de ello, jefe Tolliver, pero ¿qué diantres tiene eso que ver conmigo? —Richard no le dio oportunidad de responder—. ¿Puedo ser honesto con usted? Sé que lo ocurrido es horrible, pero tengo trabajo. Un trabajo importante. Hay un grupo en California que trabaja en lo mismo. Y no creo que vayan a decir: «Oh, últimamente Brian Keller lo ha pasado mal, vamos a interrumpir nuestro trabajo hasta que se sienta mejor». No, señor. Van a trabajar noche y día, día y noche, para dejarnos en la cuneta. La ciencia no es un juego de caballeros. Hay millones, puede que miles de millones, en juego.
Parecía un anuncio televisivo intentando convencer a algún pobre desgraciado para que comprara un juego de cuchillos de cocina.
—No sabía que Brian y usted trabajaran juntos —dijo Jeffrey.
—Cuando se molesta en aparecer.
Arrojó el bolígrafo sobre el escritorio, recogió su maletín y se encaminó hacia la puerta.
—¿Adónde va?
—A clase —dijo Richard, como si Jeffrey fuera estúpido—. Algunos aparecemos allí donde se nos espera.
Se fue dramáticamente enfurruñado. En lugar de seguirle, Jeffrey se dirigió al escritorio de Keller y leyó la nota: «Querido Brian: supongo que sigues ocupado con lo de Andy, pero es urgente que reunamos la documentación. Si quieres que lo haga solo, dímelo y ya está». Richard había dibujado una cara sonriente junto a su nombre.
Jeffrey leyó la nota dos veces, intentando conciliar el tono comprensivo de Richard con su evidente irritación. No cuadraba, aunque Richard tampoco era un tipo muy racional.
Lanzó una mirada hacia la puerta antes de decidirse a ponerse cómodo e inspeccionar el escritorio de Keller. Estaba arrodillado, examinando el archivador inferior, cuando su móvil sonó.
—Tolliver.
—Jeffrey —dijo Frank. Por su tono, Jeffrey podía haber adivinado lo que iba a decir—. Hemos encontrado otro cadáver.
Jeffrey aparcó el coche delante del colegio mayor masculino, y se dijo que si nunca volvía a ver el campus de Grant Tech sería un hombre feliz. No podía olvidar el gesto inexpresivo de Jill Rosen, y pensó en la cara de sorpresa que debió de poner al ver sus magulladuras. Ni en un millón de años se habría imaginado que Keller era de los que pegan a su mujer, pero aquel día demasiadas revelaciones le habían pillado con la guardia baja, y se sentía un estúpido por no haberse fijado en lo que probablemente eran señales obvias.
Jeffrey cogió el móvil y se preguntó si debía llamar a Sara. No la quería en la escena del crimen, pero sabía que ella necesitaba ver el cadáver in situ. Intentó inventar una buena excusa para mantenerla alejada, pero al final marcó su número.
El teléfono sonó cinco veces antes de que Sara lo cogiera y farfullara un adormilado hola.
—Qué hay —saludó Jeffrey.
—¿Qué hora es?
Jeffrey se la dijo, y pensó que estaba más animada que ayer por la noche.
—Siento despertarte —le dijo.
—Mmm… ¿Qué? —preguntó Sara, y Jeffrey la oyó remolonear en la cama.
Por un instante se imaginó junto a ella y sintió una emoción que no había experimentado en mucho tiempo. No había nada que deseara más que meterse en la cama con Sara y empezar de nuevo ese día.
—Hace veinte minutos llamó mi madre. Tessa está mejor. —Bostezó sonoramente—. Tengo que arreglar el papeleo del depósito, y por la tarde iré a la clínica en coche.
—Por eso te llamo.
—¿Qué? —preguntó Sara, asustada.
—Un ahorcado —dijo Jeffrey—. En la universidad.
—Mierda —musitó Sara.
En una ciudad donde la tasa de criminalidad era diez veces menor que la media nacional, de pronto los cadáveres comenzaban a amontonarse.
—¿A qué hora? —preguntó Sara.
—Aún no estoy seguro. Acaban de llamarme. —Sabía cuál sería la reacción de Sara, pero de todos modos lo sugirió—: Podrías enviar a Carlos.
—Tengo que ver el cadáver.
—No me gusta la idea de que estés en el campus —le dijo—. Si algo ocurriera…
—Debo hacer mi trabajo —afirmó ella, dejando bien claro que no pensaba discutir.
Jeffrey sabía que tenía razón. Sara no sólo tenía que hacer su trabajo; tenía que vivir su vida. Pensó en el aspecto de Lena esa mañana, y en los maratones del cuello de Jill Rosen. ¿También debía permitir que ellas vivieran su vida?
—Jeff.
Él tuvo que ceder.
—Colegio mayor masculino, edificio B.
—Muy bien —dijo Sara—. Estaré ahí en un par de minutos.
Jeffrey colgó y salió del coche. Se abrió paso entre el grupo de muchachos que había delante de la puerta y entró en la residencia. Un fuerte olor a licor le envolvió como una nube. Cuando vivía en Auburn, donde Jeffrey había estudiado historia durante las horas que no calentaba banquillo en el equipo de fútbol americano, celebraban unas fiestas bastante salvajes, pero no recordaba que su residencia hubiera olido jamás a tienda de licores.
—Hola, jefe —dijo Chuck.
Estaba en lo alto de las escaleras, las manos en los bolsillos delanteros de sus pantalones ajustados. El efecto era obsceno, y Jeffrey deseó que se apartara de las escaleras que estaba a punto de subir.
—Chuck —saludó Jeffrey, bajando la vista hasta los peldaños.
—Me alegro de que por fin haya venido. Key y yo le estábamos esperando.
Jeffrey frunció el ceño ante el modo en que Chuck se refirió al decano, como si fueran grandes amigos. De no ser porque Albert Gaines era el padre de Chuck, Kevin Blake ni le habría dado la hora, por no hablar de jugar al golf con él. Y lo cierto es que Kevin tardaría en volver a acercarse a un hoyo. Probablemente se pasaría todo lo que quedaba de mes enfrentándose a llamadas telefónicas de padres preocupados porque sus hijos estudiaban en una universidad donde ya habían muerto tres estudiantes.
—Hablaré con él cuando tenga un momento —le dijo Jeffrey, preguntándose cuánto podría posponer la reunión.
—Parece un caso bastante claro —dijo Chuck, refiriéndose al suicidio—. Le pillaron con los pantalones bajados.
Jeffrey hizo caso omiso del comentario y le preguntó:
—¿Quién le encontró?
—Uno de los chavales de la residencia.
—Quiero hablar con él.
—Ahora está abajo —dijo Chuck—. Adams intentó hacerle hablar, pero tuve que intervenir. —Chuck le guiñó un ojo—. A veces es un poco torpe. En estas situaciones hay que utilizar la mano izquierda.
—¿Es eso cierto? —preguntó Jeffrey, mirando hacia el fondo del pasillo.
Frank y Lena estaban ante la puerta de una habitación. Por sus ademanes, se adivinaba que no estaban lo que se dice muy alegres.
—Ella encontró la aguja —afirmó Chuck.
—¿La encontró? —preguntó Jeffrey.
Apenas habían transcurrido diez minutos desde que llamó a la policía científica. Era imposible que hubieran examinado la habitación.
—Lena la vio cuando entró para examinar al homicida —dijo Chuck, utilizando una palabra errónea para referirse a la víctima—. Supongo que rodó debajo de la cama.
Jeffrey reprimió una palabrota, sabiendo que cualquier prueba que encontraran en la habitación estaría contaminada, sobre todo si Lena había entrado en la estancia.
Chuck se rió.
—No quería ponerle en evidencia, jefe —dijo, dándole unos golpecitos en la espalda a Jeffrey como si el equipo de este hubiera perdido un partido de baloncesto de barrio.
Jeffrey no le hizo caso y se dirigió hacia Frank y Lena. Al ver que Chuck le seguía, le preguntó:
—¿Podrías hacerme un favor?
—Claro, jefe.
—Quédate en lo alto de las escaleras. No dejes pasar a nadie, sólo a Sara.
Chuck le saludó con la mano y se dio media vuelta.
—Idiota —farfulló Jeffrey mientras avanzaba por el pasillo. Frank hablaba con Lena, pero cuando llegó Jeffrey se calló. Este preguntó a Lena:
—¿Nos perdonas un momento?
—Claro —dijo ella, alejándose unos pasos.
Jeffrey sabía que aún podía oírlos, pero no le importó.
—Los de la policía científica están en camino —dijo a Frank.
—Me he adelantado y tomado algunas fotos —le informó Frank, enseñándole la Polaroid.
—Que venga Brad —le ordenó, sabiendo que Sara no quería ninguna niñera—. Dile que traiga la cámara. Quiero algunas tomas claras.
Frank hizo la llamada mientras Jeffrey inspeccionaba la habitación. Un muchacho rechoncho de pelo largo y moreno yacía desplomado en la cama. En el suelo, a su lado, había la típica goma elástica amarilla que utilizaban los adictos para encontrarse la vena. El chico estaba abotargado y gris. Llevaba allí un buen rato.
—Cristo —murmuró Jeffrey, diciéndose que la habitación olía aún peor que la de Ellen Schaffer—. ¿Qué demonios es esto?
—No parece que fuera un amante de la limpieza —dijo Frank.
Jeffrey estudió la escena. No había ninguna luz encendida, pero la luz del sol iluminaba la estancia lo suficiente. Había un combo de tele y vídeo delante del cadáver, apoyado sobre el colchón. El televisor estaba encendido y emitía un resplandor azul, indicando que la cinta de vídeo se había acabado. La luz proyectaba sobre el cadáver un extraño color, y la piel parecía enmohecida, o quizás estableció esa comparación por lo mal que olía el cuarto. Todo estaba revuelto, y Jeffrey supuso que el hedor procedía de los envases de comida podrida diseminados por el suelo. Por todas partes había papeles y libros, y se preguntó cómo alguien conseguía andar por ahí sin tropezar.
El estudiante tenía la cabeza inclinada contra el pecho, y el cabello grasiento le cubría la cara y el cuello. Sólo llevaba un par de boxers blancos y sucios. Tenía la mano metida en la abertura, y Jeffrey elaboró una deducción bastante fundada de lo que había pasado.
En el brazo izquierdo de la víctima había un morado, pero Sara haría una valoración más exacta de esa marca. El cuerpo estaba rígido, y Jeffrey dedujo que ya había comenzado el rigor mortis, lo que indicaba que el fallecimiento había ocurrido hacía entre dos y doce horas. La hora de la muerte nunca era fácil de establecer, y Jeffrey supuso que Sara no podría darla con más exactitud.
—¿Está en marcha el aire acondicionado? —preguntó Jeffrey, aflojándose la corbata.
El aparato de la ventana tenía tiras de papel en la salida de aire, pero estas no se movían.
—No —dijo Frank—. Cuando llegué la puerta estaba abierta, y la dejé así para que se fuera este pestazo.
Jeffrey asintió, diciéndose que la habitación habría estado muy caliente casi toda la noche si el aire estaba apagado y la puerta cerrada. Sus vecinos debían de estar tan acostumbrados al mal olor que no habrían notado nada fuera de lo corriente.
—¿Sabemos cómo se llama? —preguntó Jeffrey.
—William Dickson —dijo Frank—. Pero por lo que he averiguado, nadie le llamaba así.
—¿Y cuál era su apodo?
Frank sonrió con cierta suficiencia.
—Scooter.
Jeffrey arqueó las cejas, pero no era quién para decir nada. No iba a compartir con nadie el apodo que le habían dado a él en Sylacauga. Sara lo había utilizado ayer para herirle.
—Su compañero de habitación ha ido a pasar la Semana Santa con sus padres —informó Frank.
—Quiero hablar con él.
—Le pediré el número al decano cuando todo esto esté despejado.
Jeffrey entró en la habitación, y en el suelo observó una jeringuilla de plástico rota. Fuera lo que fuese lo que había dentro, se había secado, pero distinguió el nítido dibujo de la suela de un zapato, parecido a un gofre, impreso en lo que antes había sido un fluido.
Se quedó mirando la huella y dijo:
—Asegúrate de que Brad saca una buena foto de esto.
Frank asintió y Jeffrey se arrodilló junto al cadáver. Estaba a punto de pedirle unos guantes a Frank cuando este le arrojó un par.
—Gracias —dijo Jeffrey y se los puso.
Al tener las manos sudadas, el látex se le pegó. La luz del sol era insuficiente, y Jeffrey buscó alguna lamparilla. Había una encima de la nevera, junto a la cama, pero habían cortado el cable, y los extremos de estos estaban pelados hasta el cobre.
—Que nadie encienda el interruptor de la luz hasta que le echemos un vistazo a esto —le advirtió a Frank.
Inclinó la cabeza de Scooter a un lado, apartándole la barbilla del pecho. Alrededor de su cuello había un cinturón de cuero que no había visto desde el pasillo. Scooter llevaba el pelo tan largo y grasiento que le sorprendió poder verlo ahora.
Jeffrey le apartó el cabello al muchacho, desplazándolo en un grumo apelmazado. El cinturón le rodeaba el cuello, y la hebilla estaba tan apretada que se clavaba en la piel. Jeffrey no quería aflojar el cuero, pero vio un diminuto trozo de espuma sobresaliendo en la parte superior. Siguió el extremo del cinturón, y comprobó que estaba anudado a otro, de tela. La hebilla del segundo cinturón estaba atada con un lazo a un gancho grande clavado en la pared. Los cinturones estaban tensos en toda su longitud, y el peso del cuerpo tiraba del perno de la pared. Por lo que parecía, el gancho llevaba allí un tiempo.
Jeffrey se volvió hacia el televisor que había delante del cadáver. Era un modelo barato, de los que puedes comprar en una gran superficie por menos de cien dólares. Al lado había un tarro de Bálsamo de Tigre con los bordes impregnados de unos trozos blancos y resecos de vete a saber qué. Jeffrey sacó su bolígrafo y lo utilizó para apretar el botón de eject del vídeo. En la etiqueta se veía una escena sexualmente sugerente bajo el título de «Sé a quién te follaste el último verano».
Jeffrey se puso en pie y se sacó los guantes. Frank le siguió por el pasillo hasta donde estaba Lena.
—¿Has llamado a alguien? —le preguntó Jeffrey.
—¿Qué? —dijo ella, frunciendo el entrecejo.
Era evidente que estaba preparada para otro interrogatorio, pero Jeffrey advirtió que la pregunta la había pillado por sorpresa.
—Cuando llegaste —dijo Jeffrey—, ¿llamaste a alguien por el móvil?
—No tengo móvil.
—¿Estás segura? —preguntó Jeffrey.
Creía que Sara era la única persona de Grant que no tenía.
—¿Sabes cuánto me pagan? —se rió Lena, incrédula—. Si apenas tengo para comer.
Jeffrey cambió de tema.
—He oído que has encontrado una aguja.
—Recibimos la llamada hará una media hora —dijo Lena, y él se dio cuenta de que esa era la respuesta que ella había estado ensayando—. Entré en la habitación para ver si el sujeto estaba vivo. No tenía pulso y no respiraba. El cuerpo estaba rígido y frío al tacto. Entonces fue cuando encontré la aguja.
—Nos fue de mucha ayuda —comentó Frank, aunque su tono indicaba lo contrario—. La vio debajo de la cama y pensó que la recogería para ahorrarnos molestias.
Jeffrey se quedó mirando a Lena, y afirmó:
—Y supongo que tus huellas están por todas partes.
—Supongo.
—Y supongo que no recuerdas qué más tocaste mientras estabas ahí dentro.
—Supongo que no.
Jeffrey miró hacia el interior de la habitación, luego a Lena.
—¿Quieres decirme por qué la huella de la bota de tu novio está en la habitación?
Lena ni se inmutó. De hecho, se permitió una sonrisa.
—¿No te has enterado? —preguntó—. Él fue quien encontró el cadáver.
Jeffrey miró interrogativamente a Frank, quien asintió.
—He oído que ya has intentado interrogarle.
Lena se encogió de hombros.
—Frank —dijo Jeffrey—, ve a buscarlo y tráelo.
Frank se marchó y Lena miró por la ventana, que daba al césped de la residencia. Había basura por todas partes, y las latas de cerveza se amontonaban hasta formar un monumento junto al aparcamiento de bicicletas.
—Parece que aquí ha habido una fiesta —afirmó Jeffrey.
—Supongo —dijo Lena.
—A lo mejor ese chaval —Jeffrey señaló a Scooter— se pasó de la raya.
—A lo mejor.
—Me parece que en este campus tenéis un problema con las drogas.
Lena se volvió hacia él.
—A lo mejor deberías hablar con Chuck.
—Claaaro, él siempre está al tanto de todo —dijo Jeffrey con sarcasmo.
—Tal vez quieras saber dónde estaba este fin de semana.
—¿En el torneo de golf? —preguntó Jeffrey, acordándose de la primera plana del Grant Observer.
Supuso que Lena se refería al padre de Chuck, y que intentaba recordarle a Jeffrey que Albert Gaines podía buscarle las cosquillas.
—¿Por qué trabajas en contra mía, Lena? ¿Qué me ocultas? —preguntó Jeffrey.
—Tu testigo está aquí —dijo Lena—. Será mejor que me reúna con mi jefe.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó Jeffrey—. ¿Temes que tu novio vuelva a pegarte?
Lena apretó los labios y no contestó.
—Quédate —le dijo, dejando claro que se trataba de una orden.
Ethan White apareció por el pasillo acompañado de Frank. Andaba con parsimonia, y llevaba su habitual camiseta negra de manga larga y sus tejanos. Tenía el pelo mojado y una toalla en torno al cuello.
—¿Dándote una ducha? —preguntó Jeffrey.
—Exacto —dijo Ethan, secándose el oído con el borde de la toalla—. Estaba eliminando las pruebas después de haber estrangulado a Scooter.
—Esto parece una confesión —dijo Jeffrey.
Ethan lo miró con causticidad.
—Ya hablé con su ayudante la cerdita —dijo, mirando a Lena.
Lena le devolvió la mirada, haciendo aún más tensa la situación.
—Cuéntamelo a mí —dijo Jeffrey—. ¿Vives en la primera planta? —Ethan asintió—. ¿Para qué subiste?
—Necesitaba pedirle unos apuntes a Scooter.
—¿De qué asignatura?
—Biología molecular.
—¿A qué hora fue eso?
—No lo sé —contestó Ethan—. Unos dos minutos antes de la hora en que la llamé.
Lena pensó que debía aclarar ese punto.
—Yo estaba en la oficina de seguridad. No me llamó, simplemente dio la casualidad de que estaba al teléfono.
Ethan agarró los extremos de la toalla.
—Me fui cuando llegaron. Eso es todo lo que sé.
—¿Has tocado algo de la habitación?
—No me acuerdo —dijo Ethan—. Estaba un poco nervioso, acababa de encontrarme muerto en el suelo a un compañero de clase.
—No es el primer cadáver que ves —le recordó Jeffrey.
Ethan levantó las cejas como diciendo «¿Y qué?».
—Quiero que hagas una declaración formal en la comisaría.
Ethan negó con la cabeza.
—Ni hablar.
—¿Estás obstaculizando una investigación? —le amenazó Jeffrey.
—No, señor —replicó Ethan enseguida. Sacó una hoja de cuaderno del bolsillo trasero y se la entregó a Jeffrey—. Esta es mi declaración. La he firmado. Volveré a firmarla ahora si quiere ser testigo de ello. Creo que legalmente no tengo ninguna obligación de hacerlo en comisaría.
—Te crees muy listo —dijo Jeffrey, sin coger la declaración—. Crees que puedes escabullirte siempre sirviéndote de argucias legales. —Señaló a Lena—. O a base de hostias.
Ethan le guiñó un ojo a Lena, como si compartieran un secreto especial. Lena se puso tensa, pero no dijo nada.
—Te pillaré —dijo Jeffrey—. Puede que no ahora, pero estás tramando algo, y voy a crucificarte por ello. ¿Me has oído?
Ethan soltó el papel, y este cayó al suelo, revoloteando.
—Si eso es todo… —dijo—, tengo que ir a clase.