Sara estaba sentada en el vestíbulo principal del Hospital Grady, contemplando el flujo ininterrumpido de gente que entraba y salía por la gran puerta principal. El hospital se había construido hacía cien años, y Atlanta lo había ampliado desde entonces. Lo que comenzó con unas pequeñas instalaciones pensadas para asistir a los indigentes de la ciudad, con un puñado de habitaciones, contenía ahora casi mil camas y preparaba al veinticinco por ciento de médicos de Georgia.
Desde que Sara trabajara allí, se añadieron al edificio principal varias secciones, pero no se había hecho gran cosa para mezclar lo viejo y lo nuevo. El vestíbulo nuevo era enorme, y parecía la entrada a un centro comercial. Había mármol y cristal por todas partes, pero casi todos los pasillos que de él partían estaban forrados de azulejo verde aguacate en las paredes y de un agrietado amarillo en el suelo, que se remontaban a los años cuarenta y cincuenta, de modo que pasar del vestíbulo a cualquier pasillo era como viajar en el tiempo. Sara imaginó que la dirección del hospital se había quedado sin dinero antes de completar la reforma.
En el vestíbulo no había bancos, probablemente para que no los ocuparan los vagabundos, pero Sara tuvo la suerte de conseguir una silla de plástico que alguien había dejado cerca de la entrada. Desde donde estaba sentada, podía ver entrar y salir a la gente a través de las grandes cristaleras. Aun cuando la vista daba a uno de los aparcamientos de varias plantas de la Universidad Estatal de Georgia, era visible el perfil de la ciudad y las nubes oscuras que se deslizaban sobre los tejados como gatos en lo alto de una valla. Algunos estaban sentados en las escaleras de acceso, fumando o charlando, matando el tiempo antes de que empezara el turno o llegara su autobús.
Sara miró su reloj, preguntándose por qué no llegaba Jeffrey. Le había dicho que la recogería a las cuatro, y eran más de las cinco. Supuso que estaría en algún atasco —en las vías que conectaban con el centro, la hora punta comenzaba a las dos y media y duraba hasta las ocho—, pero aun así le preocupaba que no hubiera llegado. Jeffrey era de los que siempre calculaban mal. Sara tenía el móvil de su madre en la mano, dispuesta a llamar a Jeffrey, cuando el aparato empezó a sonar.
—¿Cuánto retraso traes? —preguntó ella.
—¿Retraso? —Hare soltó un grito ahogado—. Me dijiste que estabas tomando la píldora.
Sara cerró los ojos, pensando que lo último que necesitaba ahora era a su estúpido primo. Le amaba con locura, pero Hare tenía una incapacidad patológica para tomarse nada en serio.
—¿Has hablado con mamá? —le preguntó Sara.
—Ajá —exclamó, pero no dio más datos.
—¿Cómo va todo en la clínica?
—Todos esos niños llorando —refunfuñó—. No sé cómo lo aguantas.
—Lleva un poco de tiempo acostumbrarse —le dijo Sara, comprensiva.
Aún se moría de vergüenza al recordar aquella vez en que un niño de seis años se puso a chillar en el aparcamiento del Piggly Wiggly cuando la reconoció como la mujer que le ponía las inyecciones.
—Lloriqueos —prosiguió Hare—. Quejas. —Agudizó la voz hasta que sonó en un deliberado falsete—. «¡Pon las gráficas en su sitio! ¡Deja de pintarrajear en la libreta de recetas! ¡Métete la camisa! ¿Sabe tu madre lo del tatuaje?». Dios todopoderoso, esa Nelly Morgan es una mujer muy dura.
Sara sonrió ante su imitación de la gerente. Nelly llevaba años al frente de la clínica, desde la época en que Sara y Hare eran pacientes.
—En fiiiiin —Hare alargó la palabra—. He oído decir que vuelves esta noche.
—Sí —le dijo Sara, temiendo dónde podía desembocar la conversación. Decidió facilitar las cosas a Hare—. Sé que estás de vacaciones. Si quieres irte puedo empezar a trabajar mañana.
—Oh, Zanahoria, no seas ridícula —se burló—. Prefiero que me debas una.
—Y te debo una —aseguró ella.
Se interrumpió antes de darle las gracias; no porque no le estuviera agradecida, sino porque Hare siempre encontraba la manera de convertir lo que dijera en un chiste.
—Supongo que esta noche vas a trabajar en lo de Greg Louganis —dijo Hare.
Sara tuvo que reflexionar un momento antes de entender lo que le preguntaba. Greg Louganis era un saltador olímpico que había ganado la medalla de oro.
—Sí —dijo, y enseguida, debido a que Hare trabajaba en la sala de urgencias de Grant, le preguntó—: ¿Conocías a Andy Rosen?
—Creía que eras capaz de atar cabos —dijo—. Vino por Año Nuevo con un banana split en el brazo.
Al trabajar en urgencias, Hare hablaba en argot al referirse a cualquier dolencia conocida del ser humano.
—¿Y?
—Pues eso. La arteria radial se había partido como si fuera una goma.
A Sara le extrañó. Cortarte el brazo hacia arriba no era la manera más inteligente de matarte. Si se abría la arteria radial, solía cerrarse sola rápidamente. Había maneras más fáciles de desangrarse.
—¿Crees que intentó suicidarse de verdad? —preguntó.
—Lo que intentó fue llamar la atención —dijo Hare—. Papi y mami flipaban en colores. Nuestro pequeñín se regodeaba en los rayos de su amor, haciéndose el valiente.
—¿Llamaste a un psiquiatra?
—Su madre es una comecocos —le dijo Hare—. Dijo que ella misma se encargaría de sus putos problemas.
—¿Se puso grosera?
—¡Claro que no! —replicó Hare—. Fue muy correcta. Te lo adorno para que parezca más dramático.
—¿Fue dramático?
—Oh, para los padres, sí. Pero si quieres saber mi opinión, su amorcito estaba tan tranquilo como un pepino.
—¿Crees que lo que quería era llamar la atención?
—Creo que lo hizo para que le compraran un coche. —Hizo un pop con la boca—. Y qué me dices, al cabo de una semana yo estaba paseando al perro por el centro y ahí aparece Andy, con su flamante Mustang.
Sara se llevó la mano a los ojos, intentando que su cerebro tuviera una sinapsis.
—¿Te sorprendió enterarte de que se había suicidado? —preguntó.
—Mucho —dijo Haré—. El chaval era demasiado egocéntrico para suicidarse. —Se aclaró la garganta—. Todo eso que quede entre nous, ya me entiendes. Es una expresión francesa que significa…
—Ya sé lo que significa —le interrumpió Sara, que no quería oír la definición inventada de Haré—. Si te acuerdas de algo más, dímelo.
—De acuerdo —dijo Haré, y pareció decepcionado.
—¿Hay algo más?
Haré soltó aire entre los labios, haciendo una pedorreta.
—Supongo que tu seguro cubre la negligencia profesional… Alargó tanto la pausa que Sara se sintió como si le diera un ataque al corazón. Sabía que le estaba tomando el pelo, pero, al igual que cualquier otro médico de Estados Unidos, las primas por negligencia de Sara eran más elevadas que la deuda nacional.
—¿Y? —preguntó por fin Sara.
—¿Me cubre también a mí? —dijo Haré—. Porque como me pongan otra demanda, van a embargarme hasta la cubertería que regalan en el súper de propaganda.
Sara dirigió la mirada hacia las puertas de entrada. Para su sorpresa, Mason James avanzaba hacia ella acompañado de un niño de dos o tres años al que llevaba de la mano.
—Tengo que irme —dijo Sara a Haré.
—Como siempre.
—Haré —dijo Sara cuando Mason se le acercó.
Por primera vez se dio cuenta de que Mason caminaba con una pronunciada cojera.
—¿Sssí? —preguntó Haré.
—Escucha —dijo Sara, sabiendo que lamentaría sus palabras—. Gracias por cubrirme.
—Siempre lo he hecho —contestó Haré con una risita al colgar.
Mason la saludó, y una afectuosa sonrisa iluminó su cara.
—Espero no interrumpirte.
—Era Haré —dijo, finalizando la llamada—. Mi primo.
Hizo ademán de levantarse, pero él le indicó que siguiera sentada.
—Estás cansada —dijo, balanceando la mano del niño—. Este es Ned.
Sara le sonrió, y se dijo que se parecía mucho a su padre.
—¿Cuántos años tienes, Ned?
Ned levantó dos dedos, y Mason se agachó para separarle otro.
—Tres —dijo Sara—. Estás muy grande para tu edad.
—Es muy dormilón —comentó Mason, alborotándole el pelo—. ¿Cómo está tu hermana?
—Mejor —contestó Sara, y durante una fracción de segundo pensó que iba a echarse a llorar.
Aparte de las pocas palabras que le había dicho a Sara, Tessa no hablaba con nadie. Se pasaba el tiempo despierta mirando absorta la pared.
—Todavía le duele mucho, pero parece que se está recuperando bien —dijo Sara a Mason.
—Eso es estupendo.
Ned se acercó a Sara con los brazos extendidos. Sara atraía mucho a los niños, lo cual resultaba muy práctico, pues casi siempre los estaba hurgando y manoseando. Sara se metió el móvil en el bolsillo de atrás y lo cogió en brazos.
—Reconoce a una chica guapa nada más verla —comentó Mason.
Sara sonrió, haciendo caso omiso del cumplido mientras se colocaba a Ned en el regazo.
—¿Cuándo te quedaste cojo?
—Me mordió un niño —le dijo, riéndose de la reacción de Sara—. Médicos Sin Fronteras.
—Guau —dijo Sara, impresionada.
—Estábamos vacunando niños en Angola. Y una niña me mordió la pierna. —Se arrodilló para atarle el zapato a Ned—. Dos días más tarde hablaban de cortarme la pierna para detener la infección. —En sus ojos apareció una mirada nostálgica—. Siempre pensé que serías tú la que acabarías haciendo algo así.
—¿Cortándote la pierna? —preguntó Sara, aunque sabía a qué se refería—. En las zonas rurales falta personal médico —le recordó—. Mis padres dependen de mí.
—Tienen suerte de tenerte.
—Gracias —dijo Sara.
Era un cumplido que podía aceptar.
—No me puedo creer que seas forense.
—Papá dejó de llamarme Quincyl[3] después del tercer año.
Mason negó con la cabeza y se rió.
—Me lo imagino.
Ned comenzó a revolverse en el regazo de Sara, y ella le meció sobre la rodilla.
—Me gusta la ciencia. Me gusta el reto.
Mason miró a su alrededor.
—Aquí también encontrarías muchos retos. —Hizo una pausa—. Eres una doctora brillante, Sara. Podrías ser cirujana.
Sara se rió, incómoda.
—Lo dices como si pensaras que me estoy anquilosando.
—No quería decir eso —explicó Mason—. Creo que es una lástima que volvieras a Grant. —Para evitar malentendidos, añadió—: Tanto dan las razones.
Le tomó la mano al expresar su último comentario y la apretó suavemente.
Sara le devolvió el apretón y le preguntó:
—¿Cómo está tu esposa?
Mason se rió, pero no le soltó la mano.
—Disfrutando de la casa, ahora que la tiene para ella sola y yo vivo en el Holiday Inn.
—¿Te has separado?
—Hace seis meses —dijo Mason—. Lo que hace que trabajar con ella sea bastante peliagudo.
Sara se dio cuenta de que tenía a Ned en el regazo. Los niños comprendían mucho más de lo que creían los adultos.
—¿Es definitivo?
Mason volvió a sonreír, pero Sara se dio cuenta de que sin ganas.
—Me temo que sí.
—¿Y tú? —preguntó Mason, con un dejo nostálgico en la voz. Mason había intentado volver con Sara después de que ella se fuera del Grady, pero no había funcionado. Sara quería cortar todos los vínculos con Atlanta para que le resultara más fácil vivir en Grant. Seguir viendo a Mason habría hecho que fuera imposible.
Buscó una manera de responder a la pregunta de Mason, pero su relación con Jeffrey era tan indefinida que se hacía difícil describirla. Miró hacia las puertas, intuyendo a Jeffrey antes de verlo. Sara se puso en pie, colocándose a Ned sobre los hombros con ambas manos.
Jeffrey no sonreía cuando llegó junto a ellos. Parecía tan exhausto como agotada se sentía ella, y Sara se dijo que tenía las sienes un poco más plateadas.
—Hola —dijo Mason, tendiéndole la mano a Jeffrey.
Jeffrey la aceptó, mirando a Sara de soslayo.
—Jeffrey —dijo, cambiando de posición a Ned—, este es Mason James, un colega de cuando trabajaba aquí. —Sin pensarlo, le dijo a Mason—: Este es Jeffrey Tolliver, mi marido.
Mason se quedó tan estupefacto como Jeffrey, pero la expresión de ambos no se podía comparar con la de Sara.
—Encantado de conocerte —dijo Jeffrey, sin molestarse en corregir el error.
Tenía tal sonrisa de capullo que Sara estuvo tentada de hacerlo ella misma.
Jeffrey señaló al crío.
—¿Quién es?
—Ned —le dijo Sara, y se quedó sorprendida cuando Jeffrey extendió un brazo y le acarició la barbilla a Ned.
—Hola, Ned —dijo Jeffrey, agachándose para mirarlo.
Sara se quedó atónita ante la desenvoltura de Jeffrey con el pequeño. Al principio de su relación habían hablado sobre el hecho de que Sara no pudiera tener hijos, y ella a menudo se preguntaba si Jeffrey se reprimía a propósito cuando había niños cerca para no herir sus sentimientos. Sin embargo, ahora se divertía haciendo muecas graciosas para hacer reír a Ned.
—Bueno —dijo Mason, y extendió los brazos hacia Ned—, más vale que me lo lleve a casa antes de que se convierta en calabaza.
—Me ha encantado verte —afirmó Sara.
Hubo un silencio largo e incómodo, y ella paseó la mirada de un hombre a otro. Sus gustos habían cambiado considerablemente desde que salía con Mason, que tenía el pelo muy rubio y una figura maciza de tanto trabajársela en el gimnasio. Jeffrey tenía un cuerpo enjuto, de corredor, aunque era guapo y moreno, un hombre sexy bastante peligroso.
—Quería decirte —comenzó Mason, mientras se hurgaba en los bolsillos— que he hecho hacer una copia de la llave de mi consulta. Es la 1242 del ala sur. —Sacó la llave y se la entregó a Sara—. Pensé que a lo mejor tú y tu familia querríais descansar allí. Sé que es difícil encontrar un poco de intimidad en el hospital.
—¡Oh! —exclamó Sara sin coger la llave. Jeffrey estaba perceptiblemente tenso—. No quiero causarte molestias.
—No es ninguna molestia, de verdad. —Le puso la llave en la mano, dejando que sus dedos se demoraran en la palma de Sara más tiempo de lo necesario—. Mi consulta está en Emory. Aquí sólo tengo un escritorio y un sofá para el papeleo.
—Gracias —dijo Sara, pues no podía decir otra cosa.
Se metió la llave en el bolsillo mientras Mason volvía a tenderle la mano a Jeffrey.
—Encantado de conocerte, Jeffrey —se despidió Mason. Jeffrey estrechó la mano de Mason con menos reservas que antes. Esperó con paciencia mientras Sara y Mason se despedían, y sus ojos no perdieron detalle de sus movimientos. Cuando Mason se marchó, dijo:
—Un tipo simpático —en el mismo tono en que hubiera podido decir: «Un gilipollas».
—Sí —contestó Sara, dirigiéndose hacia la puerta principal. Intuía que algo desagradable se avecinaba, y no quería hacer una escena en el vestíbulo del hospital.
—Mason. —Pronunció el nombre como si le provocara un sabor amargo en la boca—. ¿Es el tipo con el que salías cuando trabajabas aquí?
—Ajá —contestó ella, abriéndole la puerta a una pareja mayor que entraba en el hospital—. Hace mucho de eso —dijo.
—Ya —dijo él, metiéndose las manos en los bolsillos—. Parece un tipo simpático.
—Lo es —concedió Sara—. ¿Tienes el coche en el aparcamiento?
Jeffrey asintió.
—Y guapo.
Ella salió y dijo:
—Ajá.
—¿Te acuestas con él?
Sara se quedó demasiado consternada para responder. Comenzó a cruzar la calle hacia el aparcamiento, deseando que Jeffrey no insistiera.
Él corrió para atraparla.
—Porque no recuerdo que le nombraras cuando intercambiamos nuestras listas de ex novios.
Ella se rió, incrédula.
—Porque tú no te acordabas ni de la mitad de las tuyas, semental.
Jeffrey le lanzó una mirada desagradable.
—Eso no ha tenido gracia.
—Oh, por amor de Dios —se quejó Sara, sin poder creer que Jeffrey hablara en serio—. Echaste tantas canas al aire de joven que ya no creo que te salga ninguna.
Un grupo de gente pululaba por la entrada de las escaleras del aparcamiento, y Jeffrey se abrió paso sin decir palabra. Abrió la puerta sin molestarse en comprobar si Sara le seguía antes de cerrar.
—Está casado —dijo Sara, y su voz resonó por las escaleras de cemento.
—Yo también lo estaba —señaló Jeffrey, algo que no decía mucho en su favor, pensó Sara.
Él se detuvo en el primer descansillo, y se quedó esperándola.
—No sé, Sara, recorro un largo camino para venir hasta aquí y te encuentro dándole la manita a otro tipo y con su hijo en el regazo.
—¿Estás celoso?
La estupefacción le dio tanta risa que apenas pudo formular la pregunta. Que ella supiera, era la primera vez que Jeffrey estaba celoso, porque era demasiado egoísta para plantearse que la mujer que él deseaba pudiera desear a otro.
—¿Quieres explicármelo? —preguntó.
—Francamente, no —le dijo, pensando que en cualquier momento Jeffrey le diría que le estaba tomando el pelo.
Jeffrey siguió subiendo.
—Si así quieres que estén las cosas.
Sara iba tras él.
—No te debo ninguna explicación.
—¿Sabes qué? —dijo él, sin detenerse—. Chúpamela.
Sara se detuvo en seco, colérica.
—Tienes la cabeza tan lejos del culo que te lo puedes hacer tú mismo.
Jeffrey se detuvo unos peldaños por encima de ella. Por la cara que puso, se diría que Sara le había engañado y se sentía un estúpido. Ella se dio cuenta de que estaba muy dolido, lo que redujo en parte su irritación.
Sara siguió subiendo.
—Jeff…
Él no dijo nada.
—Los dos estamos cansados —afirmó Sara, parándose en el peldaño inferior al suyo.
Él se dio media vuelta y subió el siguiente tramo.
—Vuelvo a casa a limpiarte la cocina y tú estás aquí…
—No te he pedido que me limpiaras la cocina.
Jeffrey se detuvo en el descansillo, apoyando las manos en la barandilla, delante de una de las grandes cristaleras que daban a la calle. Sara sabía que o bien se mantenía fiel a sus principios y pasaban las cuatro horas de viaje hasta Grant en completo silencio o se esforzaba en aliviar el ego de Jeffrey a fin de que el trayecto se hiciera soportable.
Estaba a punto de ceder cuando Jeffrey inhaló profundamente, levantando los hombros. Espiró con lentitud, y Sara vio cómo se calmaba de forma progresiva.
—¿Cómo está Tessie? —preguntó Jeffrey.
—Mejor —dijo ella, inclinándose sobre el pasamanos—. Va mejorando.
—¿Y tus padres?
—No lo sé —contestó Sara, y la verdad era que no quería planteárselo.
Cathy parecía estar mejor, pero su padre seguía tan enojado que cada vez que Sara lo miraba sentía que la culpa la asfixiaba.
Unas pisadas anunciaron la presencia de al menos dos personas por encima de donde se encontraban. Esperaron a que las dos enfermeras bajaran las escaleras, y ninguna de las dos consiguió disimular una risita.
Cuando pasaron de largo, Sara dijo:
—Todos estamos cansados. Y asustados.
Jeffrey miró la entrada principal del Grady, que se erguía imponente sobre el aparcamiento como la cueva de Batman.
—Estar ahí debe de ser duro para los dos.
Sara se encogió de hombros, subiendo los últimos peldaños hasta el descansillo.
—¿Cómo te fue con Brock?
—Creo que bien. —Los hombros se le relajaron aún más—. Es un tipo tan raro…
Sara comenzó a subir el siguiente tramo de escaleras.
—Deberías conocer a su hermano.
—Sí, me ha hablado de él. —Jeffrey subió hasta donde estaba ella—. ¿Roger sigue en la ciudad?
—Se fue a Nueva York. Creo que ahora es agente de no sé qué.
Jeffrey se estremeció de manera exagerada, y Sara se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo para superar la discusión.
—Brock no es tan malo —le dijo Sara, sintiendo la necesidad de ponerse de parte del empresario de la funeraria.
Cuando iban a la escuela, los chavales se metían con él de manera inmisericorde, algo que Sara no soportaba. En la clínica veía a dos o tres chicos al mes que, más que enfermos, estaban hartos de que se metieran con ellos en el colegio.
—Sobre todo me interesará ver el análisis de toxicología —dijo Jeffrey—. El padre de Rosen parece creer que estaba limpio. Su madre no lo tiene tan claro.
Sara levantó una ceja. Los padres siempre eran los últimos en enterarse de que sus hijos tomaban drogas.
—Sí —dijo Jeffrey, reconociendo su escepticismo—. De Brian Keller no me fío tanto.
—¿Keller? —preguntó Sara, mientras cruzaba el descansillo y ascendía otro tramo.
—Es el padre. El hijo tomó el apellido de la madre.
Sara se detuvo para coger aire.
—¿Dónde demonios has aparcado?
—En el piso de arriba —dijo—. Un tramo más.
Sara se agarró a la barandilla, ayudándose para subir.
—¿Qué le pasa al padre?
—No lo sé, pero hay algo que me tiene mosca —dijo Jeffrey—. Esta mañana parecía querer hablar conmigo, pero en cuanto llegó su mujer se le cerró la boca.
—¿Vas a volver a interrogarle?
—Mañana. Frank está haciendo algunas averiguaciones.
—¿Frank? —preguntó Sara, sorprendida—. ¿Por qué no mandas a Lena? Su posición es más ventajosa para…
Jeffrey la cortó.
—Lena no es policía.
Sara subió en silencio los últimos peldaños, casi derrumbándose de alivio cuando por fin abrió la puerta que estaba al final de las escaleras. Aun cuando ya acababa el día, la planta superior estaba abarrotada de coches de todas las marcas y modelos. Sobre ellos se gestaba una tormenta, y el cielo era de un ominoso color negro. Las luces de seguridad parpadearon cuando se acercaron al vehículo de policía camuflado de Jeffrey.
Un grupo de jóvenes rondaba en torno a un gran Mercedes negro, los brazos, muy musculados, cruzados sobre el pecho. Cuando Jeffrey pasó junto a ellos, intercambiaron una mirada, intuyendo que era policía. Sara sintió que se le aceleraba el corazón mientras esperaba a que Jeffrey abriera la portezuela, inexplicablemente asustada de que algo terrible sucediera.
Una vez en el interior, se sintió protegida dentro de la mullida crisálida azul. Observó a Jeffrey rodear el coche por la parte de delante para entrar, los ojos clavados en el grupo de gamberros que había junto al Mercedes. Todo ese juego de gestos, sabía Sara, tenía un sentido. Si aquellos chicos creían que Jeffrey estaba asustado, le hostigarían. Si Jeffrey pensaba que eran vulnerables, probablemente se sentiría obligado a imponerse.
—El cinturón —le recordó Jeffrey, cerrando la portezuela. Sara se abrochó el cinturón.
Sara no dijo nada mientras salían del aparcamiento. En la calle apoyó la cabeza en la mano, contemplando el centro de la ciudad, pensando en lo distinto que era todo ahora. Los edificios resultaban más altos, y los coches del carril de al lado parecían discurrir demasiado cerca. Sara ya no era una mujer de ciudad. Quería volver a su pequeña población, donde todos se conocían… o al menos eso creían.
—Siento haber llegado tarde —dijo Jeffrey.
—No pasa nada —contestó Sara.
—Ellen Schaffer. La testigo de ayer.
—¿Te ha dicho algo?
—No —dijo Jeffrey. Hizo una pausa antes de continuar—: Se suicidó esta mañana.
—¿Qué? —exclamó Sara. Y antes de que él pudiera responderle, añadió—: ¿Por qué no me lo has dicho?
—Te lo estoy diciendo ahora.
—Deberías haberme llamado.
—¿Y qué habrías hecho?
—Volver a Grant.
—Eso es lo que estamos haciendo ahora.
Sara intentó controlar su irritación. No le gustaba que la protegieran.
—¿Quién dictaminó la muerte?
—Hare.
—¿Hare? —Parte de su irritación se dirigió contra su primo por no habérselo dicho por teléfono—. ¿Averiguó algo? ¿Qué te dijo?
Jeffrey se llevó el dedo a la barbilla e imitó la voz de Hare, que era unas cuantas octavas más aguda que la de Jeffrey.
—«No me lo digas, falta algo».
—¿Qué faltaba?
—La cabeza de la chica.
Sara soltó un largo gruñido. Detestaba las heridas en la cabeza.
—¿Estás seguro de que fue un suicidio?
—Eso es lo que debemos averiguar. Había cierta discrepancia con la munición.
Jeffrey le contó todo lo acontecido aquella mañana, desde su entrevista con los padres de Andy Rosen hasta el hallazgo de Ellen Schaffer. Sara le interrumpió mientras le explicaba que Matt había encontrado una flecha dibujada en el suelo, delante de la ventana de Schaffer.
—Eso es idéntico a lo que yo hice —dijo Sara—. Marcar el camino mientras buscaba a Tessa.
—Lo sé —contestó Jeffrey, pero no añadió nada más.
—¿Por eso no querías contármelo? —preguntó Sara—. No me gusta que te guardes información. No es decisión tuya…
—Quiero que vayas con cuidado, Sara —dijo Jeffrey con repentina vehemencia—. No quiero que te pasees sola por el campus. No quiero verte por las escenas de los crímenes. ¿Me has entendido?
Sara no contestó, estaba demasiado atónita para hacerlo.
—Y no te vas a quedar en casa sola.
Sara no pudo reprimirse.
—Un momento…
—Dormiré en el sofá de tu casa si hace falta —la interrumpió Jeffrey—. No pretendo que te acuestes conmigo. Pero en este momento no quiero tener que preocuparme de otra persona.
—¿Crees que debes preocuparte por mí?
—¿Pensabas que debías preocuparte por Tessa?
—No es lo mismo.
—Esa flecha podría significar algo. Podría señalarte a ti.
—La gente acostumbra a dibujar marcas en el suelo con el zapato.
—¿Crees que es una coincidencia? A Ellen Schaffer le han volado la cabeza…
—A menos que se lo hiciera ella misma.
—No me interrumpas —la advirtió, y Sara se habría reído si sus palabras no hubieran estado teñidas de interés por su seguridad—. Te digo que no pienso dejarte sola.
—Ni siquiera estamos seguros de que haya habido ningún asesinato, Jeffrey. Que haya unas cuantas cosas que no encajen (y que, de hecho, se podrían explicar fácilmente), no prueba que no se trate de un suicidio.
—¿Así que crees que el suicidio de Andy, el apuñalamiento de Tessa y lo de la chica de esta mañana no guardan ninguna relación?
Sara sabía que eso era improbable, pero dijo:
—A lo mejor no.
—Sí, bueno —afirmó Jeffrey—, todo es posible, pero esta noche no te vas a quedar sola. ¿Entendido?
Sara sólo pudo dar la callada por respuesta.
—No sé qué otra cosa hacer, Sara —aseguró Jeffrey—. No puedo estar todo el día preocupado por ti. No soporto pensar que tu vida peligra. Si no estás a salvo no podré seguir haciendo mi trabajo.
—De acuerdo —dijo Sara por fin, queriendo dar a entender que lo comprendía.
Se dio cuenta de que lo que más deseaba era volver a su casa, dormir en su cama, sola.
—Si los tres incidentes no guardan relación entre sí, ya tendrás tiempo de llamarme capullo —dijo Jeffrey.
—No eres ningún capullo —contestó Sara, pues sabía que su preocupación era real—. Dime por qué has llegado tarde. ¿Averiguaste algo?
—Hice una parada en la tienda de tatuajes que hay saliendo de Grant y hablé con el propietario.
—¿Hal?
Jeffrey le lanzó una mirada de soslayo cuando desembocaron en la interestatal.
—¿De qué conoces a Hal?
—Fue paciente mío hace mucho tiempo —dijo Sara, ahogando un bostezo. A continuación, para demostrarle a Jeffrey que no lo sabía todo de ella, añadió—: Hace un par de años, Tessa y yo quisimos hacernos un tatuaje.
—¿Un tatuaje? —Jeffrey se mostró escéptico—. ¿Ibais a haceros un tatuaje?
Le lanzó, o eso pretendía, una maliciosa sonrisa.
—¿Y por qué no os lo hicisteis?
Sara se volvió para poder mirar a Jeffrey.
—Has de estar unos días sin mojártelo, y al día siguiente nos íbamos a la playa.
—¿Qué ibais a tatuaros?
—Oh, no me acuerdo —dijo Sara, aunque la verdad es que sí se acordaba.
—¿Dónde os lo ibais a hacer?
Sara se encogió de hombros.
—De acuerdo —dijo Jeffrey, sin acabar de creérselo.
—¿Y qué te ha dicho Hal? —preguntó Sara.
Jeffrey esperó unos momentos antes de responder.
—Que no les hace tatuajes a los menores de veintidós años si no habla primero con los padres.
—Una medida inteligente —contestó Sara.
Se dijo a sí misma que Hal debió de tomar esa precaución ante el alud de llamadas telefónicas de padres coléricos que habían enviado a sus hijos a estudiar una carrera, no a hacerse un tatuaje.
Sara reprimió otro bostezo. El movimiento del coche la estaba amodorrando.
—Podría haber alguna relación —aseguró Jeffrey, pero no se le veía convencido—. Andy llevaba piercings. Schaffer, un tatuaje. Podrían habérselo hecho juntos. Hay tres mil tatuadores entre aquí y Savannah.
—¿Qué te han dicho sus padres?
—Fue duro preguntar directamente. Al parecer no sabían nada.
—Los chavales no suelen pedir permiso para tatuarse.
—Ya lo supongo —asintió Jeffrey—. Si Andy Rosen estuviera vivo, sería mi sospechoso número uno de la muerte de Schaffer. Es obvio que el chico estaba obsesionado con ella. —En su rostro se dibujó una expresión de amargura—. Espero que nunca tengas que ver ese cuadro.
—¿Estás seguro que no se conocían?
—Eso dicen las amigas de ella —le explicó Jeffrey—. Según todas las residentes del colegio mayor, Schaffer estaba acostumbrada a que los chicos se colaran por ella. Era el pan nuestro de cada día, y ella ni se enteraba. Hablé con el profesor de arte. Incluso él se dio cuenta. Andy estaba en la luna pensando en Ellen, y ella no se daba cuenta.
—Era una chica atractiva.
Sara no recordaba gran cosa anterior al apuñalamiento de Sara, pero Ellen Schaffer era lo bastante guapa como para dejar huella.
—A lo mejor era un rival celoso —dijo Jeffrey, aunque con poca convicción—. Quizás algún chaval se quedó prendado de Schaffer y quitó a Andy de en medio. —Hizo una pausa para madurar su teoría—. Y luego, como Schaffer no le abrió los brazos al pretendiente, también la mató a ella.
—Es posible —dijo Sara, preguntándose dónde encajaba el apuñalamiento de Tessa.
—A lo mejor Schaffer vio algo —prosiguió Jeffrey—. Tal vez vio a alguien en el bosque, alguien que estaba allí.
—O a lo mejor quienquiera que estuviera en el bosque creyó que ella había visto algo.
—¿Crees que Tessa llegará a recordar lo que pasó?
—La amnesia es muy corriente cuando hay lesiones craneales. Dudo que llegue a recordarlo todo y, aunque lo hiciera, no se sostendría en un contrainterrogatorio.
Sara no añadió que deseaba que su hermana no recordara nunca. El recuerdo de Tessa perdiendo a su bebé ya era bastante duro para Sara. No imaginaba lo que sería para Tessa vivir con esos hechos siempre presentes en su mente.
Sara pasó de nuevo a Ellen Schaffer.
—¿Alguien vio algo?
—Todo el mundo estaba fuera.
—¿No había nadie en el colegio mayor, nadie estaba enfermo? —preguntó Sara.
Pensaba que el hecho de que las cincuenta chicas de un colegio mayor estuvieran todas en clase era algo tan raro que lo hacía merecedor de un titular de periódico.
—Interrogamos a toda la residencia —dijo Jeffrey—. No nos dejamos a nadie.
—¿Qué residencia era?
—Keyes.
—La de las listas —dijo Sara, sabiendo que eso explicaba por qué todas estaban en clase—. ¿Nadie en el campus oyó el disparo?
—Algunos afirmaron haber oído algo que sonó como el petardeo de un coche. —Tamborileó los dedos sobre el volante—. La chica tenía una calibre doce de corredera.
—Dios mío —dijo Sara, imaginando el aspecto que tendría la víctima.
Jeffrey extendió el brazo hacia el asiento de atrás y sacó una carpeta de su cartera.
—A quemarropa —continuó, sacando una foto en color de la carpeta—. Probablemente tenía la escopeta en la boca. La cabeza debió actuar de silenciador.
Sara encendió la luz del coche para mirar la foto. Era peor de lo que había imaginado.
—Dios santo —murmuró.
La autopsia sería difícil. Le echó un vistazo al reloj de la radio. No llegaría a Grant hasta las ocho, según el tráfico. Las dos autopsias le llevarían al menos tres horas cada una. Sara le agradeció en silencio a Hare haberse ofrecido para sustituirla mañana. Tal como se presentaban las cosas, necesitaría dormir todo el día.
—¿Sara? —preguntó Jeffrey.
—Lo siento —dijo esta cogiéndole la carpeta.
La abrió, pero las palabras se le hicieron borrosas. Se concentró en las fotos, pasando por alto la de la flecha dibujada en el suelo para mirar las de la escena del crimen.
—Puede que alguien se colara por la ventana —prosiguió Jeffrey—. O a lo mejor ya estaba ahí, escondido en el armario o en otra parte. La chica se va al cuarto de baño que hay al final del pasillo, vuelve a su cuarto y… pam. Ahí está él, esperando.
—¿Alguna huella?
—Quizás el tipo llevaba guantes —dijo Jeffrey, sin responder a su pregunta.
—Las mujeres no suelen dispararse a la cara —concedió Sara, observando un primer plano del escritorio de Schaffer—. Es algo más propio de un hombre.
Sara siempre había considerado que las estadísticas resultaban sexistas, pero las cifras así lo demostraban.
—Hay algo que no me cuadra. —Jeffrey señaló la foto—. Y no es sólo por la flecha. Olvidémonos de eso, olvidémonos de Tessa. Hay algo extraño.
—¿El qué?
—Ojalá pudiera decírtelo. Igual que lo de Rosen. No hay nada concreto que pueda señalar.
Sara se acordó de Tessa, aún en la cama del hospital. Todavía podía oír las palabras de su hermana, ordenándole que encontrara a la persona que les había hecho eso. La foto de la habitación de Schaffer le trajo algo a la memoria. Cuando Tessa se fue a estudiar a Vassar, la acompañó en coche para ayudarla a instalarse. La habitación de Tessa en el colegio mayor estaba decorada con el mismo estilo que la de Schaffer. Pósteres de la Federación de la Flora y Fauna Mundial y de Greenpeace clavados en las paredes junto con fotos de hombres arrancadas de algunas revistas. Sobre uno de los escritorios, un calendario con las fechas importantes señaladas en rojo. Lo único que no había en el escritorio de Tessa eran los utensilios de limpiar escopetas.
Sara volvió al informe. Sabía que leer sin las gafas le daría dolor de cabeza, pero quería tener la sensación de estar haciendo algo. Cuando acabó de repasar toda la información que Jeffrey había recogido sobre la muerte de Ellen Schaffer, tenía la cabeza como un bombo y el estómago revuelto por haber leído yendo en coche.
—¿Qué opinas? —le preguntó Jeffrey.
—Creo… —comenzó Sara, mirando la carpeta cerrada—. No lo sé. Las dos muertes podrían ser un montaje. Supongo que a Schaffer pudieron cogerla por sorpresa. Quizá primero la golpearon en la nuca. Tampoco es que ahora sepamos dónde está la nuca.
Sara sacó varias fotos y las ordenó a grosso modo.
—La chica estaba en el sofá. A lo mejor la pusieron allí. O puede que se echara ella sola. El brazo no le llegaba al gatillo, así que usó el pie. No es algo tan inusual. A veces la gente usa perchas. —Le echó otro vistazo al informe, releyendo las notas de Jeffrey acerca de la discrepancia de calibre entre la escopeta y la munición—. ¿No sabía lo peligroso que era utilizar munición de otro calibre?
—Hablé con su instructor. Según él, manejaba el arma con mucho cuidado. —Jeffrey hizo una pausa—. Para empezar, ¿por qué Grant Tech tiene un equipo de tiro al blanco femenino?
—Título Noveno —le explicó Sara, refiriéndose a la legislación que obligaba a las universidades a ofrecer a las mujeres el acceso a los mismos deportes que los hombres.
Si esa política hubiera estado en vigor cuando Sara estaba en el instituto, el equipo de tenis femenino al menos habría podido practicar en la pista del colegio. Pero como no era así, se veían obligadas a jugar a frontón en el gimnasio… y sólo cuando el equipo masculino de baloncesto no se entrenaba.
—Me parece estupendo que tengan la oportunidad de aprender un deporte nuevo —dijo Sara.
Para su sorpresa, Jeffrey concedió:
—El equipo es bastante bueno. Han ganado todo tipo de competiciones.
—Por lo que la gente que sabía que estaba en el equipo también sabría que tenía una escopeta.
—Puede.
—¿Y que la guardaba en el dormitorio?
—Las dos la guardaban —dijo Jeffrey—. Su compañera de cuarto también estaba en el equipo.
Sara se puso a pensar en la escopeta.
—¿Habéis sacado las huellas?
—Las sacó Carlos —contestó Jeffrey, previendo su siguiente pregunta—. Las de Schaffer están en el cañón, la recámara y lo que queda del cartucho.
—¿Sólo un cartucho? —preguntó Sara.
Por lo que sabía, una escopeta de carga inferior llevaba un cargador de tres cartuchos. Cuando cargabas el de delante, otro se colocaba en la recámara para que el arma fuera de repetición.
—Sí —le dijo Jeffrey—. Un cartucho, y de un calibre distinto al del arma; el reductor de tiro al plato estaba enroscado para que el cañón fuera más estrecho.
—¿Coincide el dedo del pie con la huella del gatillo?
—Ni se me ocurrió comprobarlo —admitió Jeffrey.
—Lo comprobaremos antes de la autopsia —dijo Sara—. ¿Crees que alguien pudo obligarla a cargar la escopeta, quizás alguien que no sabía mucho de armas?
—Había muchas posibilidades de que el primer cartucho se quedara encasquillado en el cañón. De no haber tenido otro en el cargador, eso le habría concedido a Schaffer un poco de tiempo. Quizás incluso a darle la vuelta al arma y utilizarla para golpear al tipo.
—Y el cartucho, ¿no explotaría dentro del cañón?
—No necesariamente. De haber tenido lleno el cargador, el segundo cartucho habría golpeado al primero, y los dos habrían explotado cerca de la recámara.
—Quizá por eso sólo metió un cartucho —dijo Sara—. O era muy lista o muy estúpida.
Sara siguió mirando las fotos. Tenía muchos casos de suicidio, y ese no tenía nada de particular. Si Andy Rosen no hubiera muerto el día antes, y Tessa no hubiera sido herida, ahora no se estarían haciendo esas preguntas. Ni el arañazo que Andy tenía en la espalda habría sido suficiente para justificar que se abriera una investigación completa.
—¿Qué los relaciona? —preguntó Sara.
—No lo sé —dijo Jeffrey—. Tessa es el comodín. Schaffer y Rosen tienen en común la clase de arte, pero eso es…
—¿Ese apellido es judío? —le interrumpió Sara—. Schaffer, quiero decir.
—Rosen lo es —dijo Jeffrey—. De Schaffer ya no estoy tan seguro.
Sara sintió que la desazón se apoderaba de ella cuando intuyó una posible conexión.
—Andy Rosen es judío. Ellen Schaffer podría serlo. Tessa sale con un negro. No sólo sale, sino que espera un hijo de él.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Jeffrey, aunque Sara sabía que estaba siguiendo su hipótesis.
—Andy o fue empujado o saltó de un puente en el que había una pintada racista hecha con aerosol.
Jeffrey se quedó con la mirada fija en la carretera, sin hablar durante al menos un minuto.
—¿Crees que esa es la relación?
—No lo sé —respondió Sara—. Había una esvástica en el puente.
—Y decía: «Die Nigger» —señaló Jeffrey—. No se refería a los judíos. —Tamborileó con los dedos sobre el volante—. Si quería decir algo en contra de Andy por ser judío, habría sido más específico. Habría dicho: «Die Jews».
—¿Y qué me dices de la estrella de David que encontraste en el bosque?
—Tal vez Andy cruzó el bosque y se le cayó antes de saltar. No tenemos nada que relacione eso con el agresor de Tessa. —Hizo una pausa—. Sin embargo, sí es verdad que Rosen y Schaffer son nombres judíos. Esa podría ser una relación.
—Hay muchos judíos en el campus.
—Cierto.
—¿Crees que esa pintada significa que hay un grupo de supremacía blanca actuando en la universidad?
—¿Quién si no iba a pintar esa mierda cerca de la facultad?
Sara intentó encontrar algún fleco en su propia teoría.
—El puente no ha sido pintado hace tiempo.
—Puedo preguntar por ahí, pero no, no creo que esa pintada tenga más de dos semanas.
—¿De modo que estamos diciendo que hace dos semanas alguien pintó la esvástica y esa porquería en el puente, sabiendo que ayer empujaría a Andy Rosen al vacío y que luego aparecería yo y llevaría a Tessa hasta allí y que tendría ganas de orinar y la apuñalarían en el bosque?
—Ha sido tu teoría —le recordó Jeffrey.
—No dije que fuera buena —admitió Sara. Se frotó los ojos y dijo—: Estoy tan cansada que apenas puedo ver con claridad.
—¿Quieres intentar dormir?
Lo intentó, pero sólo pensaba en Tessa, y en lo único que le había pedido cuando despertó: que encontrara al hombre que le había hecho eso.
—Abandonemos la teoría racista —dijo Sara—. Digamos que los dos fueron un montaje para que parecieran suicidios. ¿Crees que es mejor ocultar el hecho de que dos estudiantes han sido asesinados?
—¿Te digo la verdad? —preguntó Jeffrey—. No lo sé. No quiero darles falsas esperanzas a los padres, y no quiero que cunda el pánico en el campus. Y si se trata de asesinatos, cosa de la que no estamos seguros, a lo mejor al tipo le da por alardear y comete algún error.
Sara sabía a qué se refería. A pesar de la creencia popular, los asesinos casi nunca quieren que los atrapen. El asesinato era el ejercicio más arriesgado que existe, y cuanto más quieren salir impunes, más se afanan en eliminar pruebas.
—Si alguien está asesinando estudiantes, ¿cuál es el móvil? —preguntó Sara.
—Lo único que se me ocurre son las drogas.
Sara estaba a punto de preguntar si las drogas suponían un problema en el campus, pero se dio cuenta de que era una pregunta estúpida. Lo que preguntó fue:
—¿Tomaba drogas Ellen Schaffer?
—Por lo que he averiguado, era una de esas personas obsesionadas con la salud, así que lo dudo. —Jeffrey miró por el espejo lateral antes de adelantar a un dieciocho ruedas situado en el carril de al lado—. Puede que Rosen hubiera tomado, pero hay razones para creer que estaba limpio.
—¿Y qué me dices de lo de la aventura amorosa?
Jeffrey frunció el ceño.
—No sé muy bien si fiarme de Richard Carter. Es como una cuchara, siempre está removiéndolo todo. Y es obvio que no soporta a Andy. Le creo capaz de haber hecho correr el rumor él mismo sólo para poder disfrutar del espectáculo.
—Bueno, supongamos que dice la verdad —dijo Sara—. ¿Es posible que el padre de Andy tuviera una aventura con Schaffer?
—No era alumna suya. No hay razón alguna por la que ella tuviera que conocerle. Tenía montones de chavales de su edad postrados a sus pies.
—Esa podría ser una razón por la que le atraía un hombre mayor. Le parecería más sofisticado.
—No Brian Keller —dijo Jeffrey—. El tipo no es precisamente Robert Redford.
—¿Has preguntado por ahí? —insistió Sara—. ¿Hay alguna relación?
—No que yo sepa. De todos modos, mañana voy a hablar con él. Tal vez me dé alguna pista.
—Quizá confiese.
Jeffrey negó con la cabeza.
—Estaba en Washington. Frank lo verificó esta tarde. —Al cabo de unos segundos, le concedió—: Pudo haber contratado a alguien.
—¿Y el móvil?
—Tal vez… —Pero Jeffrey no acabó la frase—. Joder, no lo sé. Siempre acabamos en cuál es el móvil. ¿Por qué alguien iba a hacer algo así? ¿Qué podía ganar?
—La gente mata por muy pocas razones —dijo Sara—. Dinero, drogas o motivos emocionales como celos o ira. Si fueran asesinatos al azar tendríamos a un asesino en serie.
—Cristo —dijo Jeffrey—. No digas eso.
—Admito que no es probable, pero nada me cuadra. —Sara hizo una pausa—. Y volvemos a lo mismo: Andy pudo haber saltado, Ellen Schaffer a lo mejor estaba deprimida, y el encontrar el cadáver disparó su… —Sara se interrumpió—. No intentaba hacerme la ingeniosa.
Jeffrey la miró.
—A lo mejor Schaffer se mató. A lo mejor se mataron los dos.
—¿Y Tess?
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Sara—. Es posible que su agresión nada tenga que ver con los otros dos casos. Si son suicidios, quiero decir. —Sara intentó meditarlo detenidamente, pero su mente era incapaz de hacer encajar las pistas que tenían—. A lo mejor se encontró con alguien que hacía algo ilegal en el bosque.
—Lo recorrimos centímetro a centímetro y sólo encontramos el colgante —dijo Jeffrey—. Y si ese fuera el caso, ¿por qué el tipo iba a quedarse para espiaros a Tessa y a ti?
—Quizá quien miraba era otra persona, alguien que había salido a correr un rato.
—¿Por qué correría al ver a Lena?
Sara espiró lentamente, pensando que necesitaba dormir antes de enfrentarse a todo eso.
—No dejo de pensar en el arañazo de la espalda de Andy. Puede que en la autopsia averigüe algo. —Apoyó la cabeza en la mano, abandonando cualquier intento de utilizar la lógica—. ¿Qué más te preocupa?
Jeffrey movió la barbilla, y Sara supo la respuesta antes de oírla:
—Lena.
Sara reprimió un suspiro al mirar por la ventanilla. A Jeffrey siempre le había preocupado Lena.
Sara preguntó:
—¿Qué ha hecho? —y dejó el «esta vez» fuera de la frase.
—No ha hecho nada —dijo Jeffrey—. O a lo mejor sí. No lo sé. —Hizo una pausa, probablemente para reflexionar sobre ello—. Creo que conocía al chaval, a Rosen. Encontramos sus huellas en un libro de la biblioteca cuando examinamos el apartamento de Rosen.
—Puede que ella también lo sacara.
—No —le dijo Jeffrey—. Miramos los archivos.
—¿Y os los dejaron ver?
—No lo hicimos a través de los bibliotecarios —le confesó Jeffrey.
Sara sólo se pudo imaginar qué clase de teclas habría pulsado Jeffrey para tener acceso a los archivos de la biblioteca. A Nan Thomas le daría un ataque de histeria si lo averiguaba, y no sería Sara quien la culpara por ello.
—A lo mejor Lena se lo llevó sin que nadie lo supiera —sugirió Sara.
—¿Te parece Lena la clase de persona que leería «El pájaro espino»?
—No tengo ni idea —admitió Sara, aunque no se imaginaba a Lena realizando una actividad tan sedentaria como leer, y mucho menos una historia de amor—. ¿Se lo preguntaste? ¿Qué te dijo?
—Nada —dijo Jeffrey—. Intenté que viniera conmigo. No quiso.
—¿A comisaría?
Jeffrey asintió.
—Si me lo pidieras, yo tampoco iría.
—¿Por qué?
Jeffrey sentía verdadera curiosidad.
—No seas ridículo —contestó Sara, sin molestarse en contestar a la pregunta—. ¿Crees que Lena tiene algo que ocultar?
—No lo sé. —Tamborileó los dedos en el volante—. Parecía muy reservada. Cuando hablamos en la colina, después de que tú y Tessa os marcharais, pareció reconocer el nombre de Andy. Y cuando le pregunté, lo negó.
—¿Recuerdas su reacción cuando le dimos la vuelta al cadáver?
—No estaba presente —le recordó Jeffrey.
—Es verdad.
—También encontramos otra cosa en el cuarto de Rosen —dijo Jeffrey—. Unas bragas.
—¿De Lena? —Sara se preguntó por qué no se lo había dicho antes.
—Es una suposición —contestó Jeffrey.
—¿Cómo eran?
—No de las que tú llevas. Pequeñas.
Sara lo fulminó con la mirada.
—Muchas gracias.
—Ya sabes a qué me refiero. De esas que son más finas en el culo.
Sara apuntó:
—¿Un tanga?
—Probablemente. De seda, granate, con encaje en los laterales.
—Me parece tan propio de Lena como que leyera «El pájaro espino».
Jeffrey se encogió de hombros.
—Nunca se sabe.
—¿Podrían haber pertenecido a Andy Rosen?
Jeffrey pareció considerarlo.
—No podemos eliminar esa posibilidad, considerando lo que le hizo a su…
—Tal vez se las robó a Schaffer.
—El vello era castaño oscuro —le dijo Jeffrey—. Schaffer era rubia.
Sara se rió.
—Yo no pondría la mano en el fuego.
Jeffrey permaneció un instante en silencio.
—Puede que Lena se acostara con Andy Rosen.
A Sara eso le pareció improbable, pero con Lena nunca se sabía.
—Cuando intenté llevar a Lena a comisaría se interpuso un chaval. Un capullo que tenía pinta de ir aún al instituto. A lo mejor sale con él. Parecía que iban juntos —explicó Jeffrey.
—¿Así que se acostaba con Andy Rosen y salía con ese chico? —Sara negó con la cabeza—. Considerando lo que le pasó hace un año, no creo que esté para tener muchos novios. —Cruzó los brazos y se reclinó contra la portezuela—. ¿Estás seguro de que las bragas eran suyas?
Jeffrey permaneció callado, debatiendo si contarle algo o no.
—¿Qué pasa? —preguntó Sara. Y al instante:
—¿Jeff?
—Hay cierta… sustancia —dijo, y Sara se preguntó por qué se mostraba tan reservado. Quizás el hecho de que Jeffrey conociera a Lena le impedía hablar con libertad, pues antes nunca se había mostrado tímido con esas cosas—. Aun cuando hubiera suficiente para hacer un análisis de ADN, no habrá manera humana de que Lena nos dé una muestra del suyo. Sólo con que nos permitiera hacerle la prueba, podríamos eliminarla de la lista de sospechosos y habríamos acabado.
—Si ni siquiera fue a comisaría, no hay manera de que dé sangre.
El tono de Jeffrey se hizo vehemente.
—Sólo quiero que esté libre de sospecha, Sara. Pero si ella no quiere ayudarse…
De inmediato Sara recordó haberle tomado muestras a Lena después de la violación, un año atrás. Pero esa información era confidencial, y Sara no veía de buen grado utilizar el ADN recogido durante aquella toma de muestras para relacionar a Lena con Andy Rosen. Hacerlo sería como una segunda violación. Lena —y cualquiera— lo consideraría una traición.
—¿Sara?
Ella negó con la cabeza.
—Sólo estaba cansada —le dijo, intentando no recordar la noche en que le sacó las muestras de ADN.
El cuerpo de Lena estaba tan lleno de heridas que había necesitado siete puntos para coserle el culo. A causa de las drogas suministradas, Sara se había visto obligada a administrarle un sedante muy ligero. Hasta el apuñalamiento de Tessa, sacarle muestras de ADN tras la violación había sido el hecho más horrible de la carrera médica de Sara.
—¿Y qué demostraría si fuese el ADN de Lena? —preguntó Sara—. Acostarse con Andy Rosen no significa que tenga algo que ver con su muerte. Ni con el apuñalamiento de Tessa.
—¿Y por qué mintió?
—Mentir no la convierte en culpable.
—Según mi experiencia, la gente sólo miente cuando tiene algo que ocultar.
—Imagino que si se acostara con un estudiante perdería su empleo.
—Odia a Chuck. No creo que le importe una mierda perder el trabajo.
—En estos momentos no es tu admiradora número uno —le apuntó Sara—. Puede que haya mentido sólo por jorobarte.
—No puede ser tan estúpida como para obstaculizar una investigación. No en un caso tan grave.
—Claro que sí, Jeffrey. Está furiosa contigo, y ha encontrado una manera de vengarse por haberla echado de…
—Yo no la…
Sara levantó las manos para hacerle callar. Habían discutido esa cuestión tantas veces que ya conocía el resto de la frase antes de que la pronunciara. Todo se reducía a que Jeffrey estaba furioso con Lena, y no quería admitir que gran parte de esa furia se debía a su decepción. La reacción instintiva de Lena había sido odiar a Jeffrey con la misma virulencia. La situación habría sido cómica si Sara no se hubiera visto atrapada en medio.
—Sea cual sea el motivo, Lena no va a ceder un ápice. Lo demostró sobradamente al no querer ir a comisaría —dijo Sara.
—Quizá debería haberla abordado de otra manera —concedió Jeffrey, y, a juzgar por actuaciones pasadas, Sara se imaginó que se había portado como un asno—. Ese chico con el que estaba. Ese chaval.
Sara esperó un instante, pero él tardó en hablar.
—Hay algo en él que no me gustó.
—¿El qué?
—Parecía peligroso —dijo Jeffrey—. Diez contra uno a que tiene antecedentes.
Sara sabía que no debía apostar con él en cosas así. Cualquier policía digno de ese nombre es capaz de reconocer a un ex convicto. Lo que provocó que ella le preguntara:
—¿Crees que Lena sabe que el chaval ha estado metido en líos?
—¿Quién sabe lo que le pasa por la cabeza?
Sara estaba perpleja.
—Me empujó —dijo Jeffrey.
—¿Qué te empujó? —preguntó Sara, creyendo que lo decía en sentido figurado.
—Se me acercó por detrás y me empujó.
—¿Qué te empujó? —repitió, asombrada de que alguien cometiera tal estupidez—. ¿Por qué?
—Probablemente pensó que estaba avasallando a Lena.
—¿Y lo hiciste?
Él la miró, sintiéndose insultado.
—Le puse la mano en el brazo. Se molestó. Apartó el brazo. —Jeffrey se quedó mirando la carretera, en silencio—. Intentaba zafarse con tanta fuerza que se cayó al suelo.
—Lo que parece una reacción bastante predecible.
Jeffrey hizo oídos sordos a su comentario.
—Ese chaval estaba dispuesto a plantarme cara. Un mequetrefe de mierda, probablemente pesa menos que Tessa.
Jeffrey negó con la cabeza, pero había cierta admiración en su tono. Pocas personas se atrevían a desafiarle.
—¿Por qué no has comprobado si tiene antecedentes? —preguntó Sara.
—No sé cómo se llama —dijo Jeffrey—. No te preocupes, los seguí hasta un café. El chico dejó la taza en la mesa. La cogí para sacar las huellas. —Sonrió—. Dame un poco de tiempo y sabré todo lo que hay que saber de ese mangante.
Sara estaba segura de que lo sabría, y sintió lástima por el caballero andante de Lena.
Jeffrey volvió a quedarse callado, y Sara miró por la ventanilla, contando las cruces que señalaban los accidentes de tráfico de la autopista. En algunas había coronas de flores o fotografías de gente que Sara se alegró de no ver. Un osito de peluche colocado al pie de una pequeña cruz le hizo mirar hacia delante, y el corazón se le desbocó en el pecho. Los conductores que iban delante de ellos pisaron el freno, y ante ellos se encendieron las luces rojas. La autopista comenzaba a congestionarse a medida que se acercaban a Macon. Jeffrey se desviaría por la circunvalación, pero a esa hora del día lo más probable era que se metieran en un atasco.
—¿Cómo están tus padres? —preguntó Jeffrey.
—Furiosos —dijo Sara—. Furiosos conmigo. Contigo. No sé. Mamá apenas me habla.
—¿Te ha dicho por qué?
—Sólo está preocupada —dijo Sara, pero a medida que permanecía más tiempo con sus padres crecía la opresión que sentía en el pecho.
Eddie seguía sin hablarle, pero no sabía si era porque la culpaba de lo ocurrido o porque no podía enfrentarse al hecho de que sus dos hijas atravesaran una crisis. Sara comenzaba a comprender lo difícil que era ser el sostén de todos los que te rodeaban cuando lo que querías hacer de verdad era dejar que te consolaran.
—Estarán bien en un par de días —la tranquilizó Jeffrey, poniéndole la mano en el hombro.
Le pasó el pulgar por el cuello, y ella sintió deseos de inclinarse en el asiento y apoyarle la cabeza en el pecho. Algo se lo impidió. A su pesar, volvió a acordarse de Lena en el hospital, magullada y apaleada, un reguero de sangre oscura brotándole entre las piernas, donde tenía aquel profundo desgarro. Lena era una persona menuda, pero su actitud chulesca la hacía crecerse muchos centímetros. Echada en la camilla del hospital, las manos y los pies sangrando a través de los vendajes que el personal de la ambulancia le había puesto apresuradamente, parecía una niña y no una mujer adulta. Sara nunca había visto a nadie tan destrozado.
De pronto, Sara notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Miró por la ventanilla, pues no quería que Jeffrey la viera llorar. Él aún le acariciaba el cuello, pero por alguna razón su tacto no la consolaba.
—Voy a intentar dormir un poco —dijo Sara.
Se inclinó contra la portezuela y se apartó de él.
El Centro Médico Heartsdale no era tan imponente como daba a entender el nombre. Contaba con dos plantas, y el depósito de cadáveres estaba en el sótano. No era más que una clínica con pretensiones para la facultad de medicina, situada al otro lado de la calle Mayor. Jeffrey condujo el coche hasta el aparcamiento principal, delante de urgencias, pasando de largo la entrada lateral que utilizaba Sara, quien esperó paciente a que entrara marcha atrás en una de las plazas.
Aparcó, pero dejó el motor en marcha.
—Tengo que consultarle una cosa a Frank —dijo, sacando el móvil—. ¿Te importa empezar sin mí?
—No —contestó Sara, y se sintió aliviada de estar unos minutos a solas.
No obstante, le sonrió a Jeffrey antes de salir del auto. Hacía más de diez años que ea conocía, y Sara se dio cuenta de que sabía que algo le preocupaba. A Jeffrey no le gustaba dejar nada sin resolver. A lo mejor estaba enfadado con ella por lo ocurrido en el aparcamiento del Grady.
Sara no había conseguido pegar ojo en todo el viaje. Se había encontrado atrapada en el limbo entre la vigilia y el sueño, y en su mente no dejaban de repetirse las imágenes del día anterior. Cuando conseguía echar una cabezada, soñaba con Lena en el hospital, el año pasado. En uno de esos giros que sólo ocurren en los sueños, Sara y Lena habían intercambiado sus lugares, de modo que era Sara la que estaba en la mesa de observación, los pies en los estribos, el cuerpo desnudo, mientras Lena tomaba muestras vaginales y peinaba el vello púbico de Sara en busca de sustancias ajenas. Cuando la luz negra parpadeó para iluminar el semen y otros fluidos corporales, la mitad inferior de Sara se iluminó como si la incendiaran.
Sara se frotó las manos mientras cruzaba el aparcamiento, aunque no hacía frío. Levantó los ojos al cielo, oscuro y siniestro. Susurró: «Se avecina una tormenta», una frase que su abuela Earnshaw utilizaba cuando era pequeña. Sara sonrió y su tensión se relajó al imaginarse a su abuela de pie en la puerta de la cocina, las manos juntas en el pecho, con gesto preocupado, observando la inminente tormenta y diciendo a los niños que se aseguraran de coger una vela antes de acostarse.
En la sala de urgencias, Sara saludó a la enfermera de noche y a Matt DeAndrea, que sustituía a Hare mientras este supuestamente estaba de vacaciones. Sara no se alegraba tanto de no tener a su primo cerca desde el verano en que entró en la pubertad.
—¿Cómo están tu madre y los demás? —preguntó Matt, saludándole como si nada hubiera pasado.
De pronto pareció darse cuenta de que había metido la pata, y palideció.
—Bien —dijo Sara, con una sonrisa forzada—. Están todos bien. Gracias por preguntar.
Después de eso, nadie dijo nada más, y Sara se fue pasillo abajo hacia las escaleras que conducían al depósito.
Sara nunca había comparado el depósito de cadáveres con el Hospital Grady, pero tras haber pasado tantos años en Atlanta, los parecidos eran muy obvios. El centro médico había sido reformado hacía pocos años, pero el depósito estaba casi igual que cuando construyeron el edificio, en los años treinta. Unos azulejos azul claro cubrían las paredes, y los suelos eran de una mezcla de linóleos cuadrados de color verde y tostado. En el techo había rastros de humedad, y los trozos blancos, que correspondían a zonas de reciente reparación, contrastaban con el viejo yeso agrisado. El ruido de fondo del compresor situado sobre el congelador y el sistema de aire acondicionado producía un murmullo continuo, algo que Sara sólo notaba cuando llevaba mucho tiempo sin aparecer por allí.
Carlos estaba de pie junto a la mesa de porcelana que, atornillada al suelo, quedaba en el centro de la sala. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Era un tipo simpático, moreno y con aspecto de hispano, y un fuerte acento al que Sara había tardado en acostumbrarse. No hablaba mucho y, cuando lo hacía, farfullaba. Carlos hacía el trabajo sucio, en sentido literal y figurado, y estaba muy bien pagado, aunque Sara tenía la sensación de saber poco de él. En los muchos años que llevaba trabajando allí, Carlos nunca contaba nada de su vida ni se quejaba del trabajo. Incluso cuando no había nada que hacer, siempre encontraba alguna faena, barrer el suelo o limpiar el congelador. Se quedó sorprendida al verle allí de pie, sin hacer nada, cuando entró en el depósito. Parecía estar esperándola.
—¿Carlos? —preguntó Sara.
—No vuelvo a trabajar para el señor Brock —dijo.
Quiso que su tono le diera a entender a Sara que no pensaba ceder.
Sara se quedó de una pieza, tanto por la longitud de la frase como por la vehemencia con que la expresó.
Sara le preguntó con cautela:
—¿Por alguna razón en concreto?
Carlos seguía mirándola fijamente.
—Es un hombre muy raro, y no diré nada más.
Sara sintió una oleada de alivio. Se dio cuenta de que la había asustado la perspectiva de que dimitiera.
—Muy bien, Carlos —dijo Sara—. Siento que te hayas enfadado.
—No estoy enfadado —repuso, pero era evidente que lo estaba.
—Muy bien.
Sara asintió, esperando que Carlos no tuviera nada más que decir.
Lo cierto es que ella siempre había defendido a Dan Brock, desde el primer día en la escuela elemental, cuando Chuck Gaines le hizo caer de un empujón de la torre de barras de la zona de juegos, en un arrebato de furia que sólo se le consiente a un niño de ocho años (en la guardería, Chuck repitió un año). Más que raro, Brock necesitaba cariño, un rasgo que no favorecía su integración en el ambiente de la escuela, que funcionaba según el principio de la supervivencia de los más fuertes. Gracias a Cathy y a Eddie, Sara jamás necesitó la aprobación de sus compañeros, por lo que poco le importó vivir en ese limbo situado entre los alumnos más populares y los que eran metódicamente hostigados y torturados. Siempre se la había considerado la más lista de la clase, y entre su estatura, el cabello rojo y el coeficiente intelectual, intimidaba un poco a la gente. Brock, por otro lado, había sufrido hasta bien avanzado el bachillerato, que es el tiempo que tardaron los matones en comprender que, por muy mal que se portaran con él, Brock jamás les respondería con hostilidad.
—¿Doctora Linton? —preguntó Carlos.
A pesar de lo mucho que ella insistía, nunca la llamaba Sara.
—¿Sí?
—Lamento lo de su hermana.
Sara apretó los labios y asintió.
—Empecemos con la chica —dijo, pensando que más valía comenzar por lo difícil—. ¿Le has sacado fotos y placas de rayos X?
Carlos asintió en un gesto adusto, pero no dijo nada acerca del estado del cadáver. Era su manera de mostrarse profesional, y ella le agradecía que se tomara el trabajo con tanta solemnidad.
Sara regresó a su oficina, que tenía una ventana que daba al depósito. Se sentó ante su escritorio y, aunque se había pasado sentada las últimas cuatro horas, le hizo bien descansar los pies. Cogió el teléfono y marcó el número del móvil de su padre. Cathy contestó antes de que se apagara el primer pitido.
—¿Sara?
—Ya hemos llegado —le dijo a su madre, pensando que debería haberla llamado antes.
Era evidente que estaba preocupada.
—¿Habéis averiguado algo?
—Aún no —le dijo Sara, observando cómo Carlos colocaba una de las bolsas negras encima de la camilla—. ¿Cómo está Tess?
Cathy se lo pensó antes de contestar.
—Aún no habla.
Ahora Carlos abría la cremallera de la bolsa negra y colocaba el cadáver sobre la mesa de porcelana. Cualquiera que mirara consideraría que el procedimiento era salvaje, pero la única manera en que una persona podía colocar un cadáver sobre una mesa era a pulso. Carlos comenzó por los pies, empujándolos sobre la mesa, a continuación, con un movimiento brusco, trasladó el resto del cuerpo hasta colocarlo donde quería. Le habían dejado una bolsa de plástico en torno a la cabeza para proteger las pruebas.
—No estoy enfadada contigo —dijo Cathy.
Sara exhaló, dándose cuenta de que había contenido el aliento.
—Me alegro.
—No fue culpa tuya.
Sara no contestó, sobre todo porque no estaba de acuerdo.
—Cuando eras pequeña —comenzó a decir Cathy, pero se le hizo un nudo—, siempre contaba con que la protegerías de todo. Siempre fuiste la responsable.
Sara sacó un pañuelo de papel de la caja y se secó los ojos. Carlos intentaba quitarle la camiseta a la muerta, pero no había manera de sacársela por la cabeza. Dirigió la mirada hacia Sara, y esta hizo el gesto de cortar con los dedos. Los de la policía científica ya habían buscado pruebas en las fibras.
—No es culpa tuya —repitió su madre—. Ni de Jeffrey. Son cosas que pasan, a todos nos toca alguna vez.
El día anterior Sara había suspirado por oír esas palabras, pero hoy no la consolaban. Por primera vez en su vida, no creía a su madre.
—¿Hija?
Sara se secó los ojos.
—Tengo que colgar, mamá.
—Muy bien. —Cathy guardó silencio antes de añadir—: Te quiero.
—Yo también te quiero —dijo Sara, y colgó.
Hundió la cabeza entre las manos, intentando despejar la mente. No podía pensar en Tessa mientras abría en canal a Ellen Schaffer. El mejor servicio que podía prestar a su hermana era averiguar algo que condujera a la captura del hombre que la había apuñalado. La autopsia era también un acto de violencia, la intrusión máxima. Todo cadáver tiene algo que contar. La vida y la muerte de una persona se exponen en toda su miseria y esplendor por el simple hecho de mirar bajo su piel.
Sara se puso en pie y regresó junto a la mesa de disección en el momento en que Carlos acababa de cortar la camiseta por las costuras, para poder volverla a coser y estudiarla. La tela estaba salpicada de sangre, y una zona limpia y oblonga indicaba dónde se había apoyado la escopeta. Sara comprobó el dedo del pie de la chica, y vio que también estaba manchado de sangre. El otro pie había quedado fuera del alcance de la sangre y estaba limpio.
Un sujetador de adolescente, más propio para una niña de trece años, cubría los pechos de la joven. Carlos había desabrochado el cierre y tenía un fajo de pañuelos de papel en la mano.
—¿Qué es eso? —preguntó Sara, aunque lo sabía perfectamente.
—Lo tenía ahí —dijo Carlos, señalando el sujetador.
Metió la mano en la otra copa y sacó otro fajo de pañuelos de papel.
—¿Por qué se puso relleno en el sujetador si iba a suicidarse? —preguntó Sara, aunque Carlos nunca respondía a sus preguntas.
Los dos se volvieron al oír pisadas en las escaleras.
—¿Algo interesante? —preguntó Jeffrey.
—Acabamos de empezar —le dijo Sara—. ¿Qué te ha dicho Frank?
—Nada —contestó Jeffrey, pero Sara se dio cuenta de que algo ocurría.
Sara no entendía por qué se mostraba tan reservado. Carlos había demostrado ser digno de confianza. Casi siempre, Sara se olvidaba de que fuera de la morgue tenía su propia vida.
—Vamos a sacar esto —dijo Sara, y ayudó a Carlos a quitarle los tejanos a la chica.
Jeffrey miró las bragas, que eran de las sencillas, de algodón, no como las que había encontrado en el apartamento de Andy Rosen.
—¿Registraste los cajones de su habitación? —preguntó Sara.
—Hay de varios tipos —dijo Jeffrey—. Seda, algodón, tangas.
—¿Tangas?
Jeffrey se encogió de hombros. Sara prosiguió.
—Hemos encontrado pañuelos de papel dentro del sujetador.
Jeffrey enarcó una ceja.
—¿Se ponía relleno?
—Si se suicidó, sabía que alguien la encontraría, y que un forense o un empresario de pompas fúnebres examinaría el cadáver. ¿Por qué lo haría?
—¿Porque lo hacía siempre? ¿Rutina? —sugirió Jeffrey, pero Sara captó cierto escepticismo en su voz.
—El tatuaje es antiguo —dijo Sara—. Probablemente tiene tres años. No es más que un cálculo aproximado, pero no es reciente.
Carlos le quitó las bragas, y Sara y Jeffrey observaron al mismo tiempo otro tatuaje. Era una palabra en un idioma que parecía árabe.
Jeffrey dijo:
—Esto no estaba en el cuadro de Andy.
—Pues no es reciente, ni mucho menos —observó Sara—. ¿Crees que Andy lo omitió a propósito?
—Créeme, lo habría puesto de haberlo visto.
—De modo que no estaba liada con él —dijo Sara, indicándole a Carlos que sacara una foto del tatuaje. Colocó una regla junto al tatuaje para ver la escala—. Tendremos que escanearla y encontrar a alguien que sepa lo que significa.
—Shalom —dijo Carlos.
—¿Perdón? —exclamó Sara, sorprendida.
—Es hebreo —dijo Carlos—. Significa «paz».
Sara no podía concederle el beneficio de la duda.
—¿Estás seguro?
—Lo aprendí en la escuela hebrea —dijo Carlos—. Mi madre es judía.
—¡Oh! —exclamó Sara, preguntándose cuántos años habían pasado sin que se enterara de ese dato.
Le lanzó una mirada a Jeffrey, que estaba anotando algo en su cuaderno. Tenía el ceño fruncido, y se preguntó qué cabos habría atado.
Sara se volvió, olvidándose de dónde estaba, y se golpeó la cabeza con la regla que había sobre el pie de la mesa.
—Mierda —dijo, palpándose el cuero cabelludo.
No miró a Jeffrey ni a Carlos para ver su reacción. Se dirigió al armario metálico que había junto a los fregaderos y sacó una bata estéril y un par de guantes.
—¿Puedes traerme las gafas? Creo que están en mi escritorio —preguntó a Jeffrey.
Jeffrey hizo lo que le pedía, y Sara se puso la bata y los guantes. Sacó otro par de la caja y se los puso encima de los primeros. Carlos acercó la pizarra que Sara había comprado a la facultad. Anotaron parte de la información que ya conocían. Dejaron espacios en blanco para el peso y tamaño de los órganos y otros detalles que serían anotados por Carlos durante la operación. A Sara le gustaba tener todos los datos delante cuando practicaba una autopsia. Si tenías todos los datos anotados era más fácil visualizarlos.
Sara puso en marcha el dictáfono con el pie y comenzó:
—Este es el cuerpo bien desarrollado, bien alimentado y sin embalsamar de una mujer de raza caucásica de diecinueve años que supuestamente se disparó en la cabeza con una escopeta Wingmaster de calibre doce. Ha sido identificada como Ellen Marjory Schaffer por el agente encargado de la investigación. Las fotografías y las placas de rayos X se han tomado bajo mi dirección. De acuerdo con las disposiciones de la Ley de Investigación Forense de Georgia, se lleva a cabo una autopsia en el depósito de cadáveres de la Oficina del Forense de Grant County el día…
Jeffrey dijo la fecha y Sara continuó:
—Comenzamos a las 20.33 horas, con la ayuda de Carlos Quiñónez, técnico forense, y Jeffrey Tolliver, jefe de policía de Grant County. —Hizo una pausa y miró la pizarra para ver la información anotada—. Pesa aproximadamente cincuenta y seis kilos y mide uno setenta y dos. La cabeza está seriamente dañada a causa de un disparo de escopeta. —Le puso la mano en el abdomen—. El cuerpo ha sido refrigerado y está frío al tacto. El rigor mortis es completo y generalizado hasta las extremidades superiores.
A continuación, Sara enumeró las señales identificativas mientras con unas tijeras cortaba la bolsa que había cubierto la cabeza de Ellen Schaffer. Había sangre coagulada y materia gris pegadas al plástico, y trozos de cuero cabelludo formaban grumos gelatinosos.
—El resto del cuero cabelludo está en el congelador —dijo Carlos.
—Lo examinaré después —contestó Sara, apartando la bolsa de lo que quedaba de la cabeza de Ellen Schaffer.
Quedaba poco más que un muñón sanguinolento, con fragmentos de pelo rubio y dientes alojados en el tallo cerebral. Tomaron más fotografías antes de que Sara cogiera el escalpelo para comenzar el examen interno. Cuando hizo la habitual incisión en Y se sintió un poco atontada por la falta de sueño, y cerró los ojos un momento para recuperarse.
Todos los órganos fueron extraídos del cuerpo, pesados, catalogados y registrados, mientras Sara declamaba sus averiguaciones. En el estómago quedaban lo que debía haber sido los restos de la última comida de Schaffer: cereales con nueces que probablemente tenían el mismo aspecto que en la caja.
Sara sacó los intestinos y se los entregó a Carlos para que hiciera lo que denominaban limpieza de tripas. Utilizó una manguera conectada a uno de los fregaderos para lavar el tracto intestinal, y colocó un cedazo bajo el desagüe para recoger lo que saliera. El hedor era insoportable, y Sara siempre se sentía culpable de enjaretarle el trabajo a otro hasta que le llegaba una vaharada del contenido.
Se quitó los guantes con un chasquido y se dirigió a la otra punta del depósito, donde estaba la caja de luz. Carlos había colocado las radiografías anteriores a la autopsia, y bien por falta de sueño o por pura estupidez, a Sara se le había olvidado mirarlas antes. Estudió toda la serie dos veces antes de observar una forma familiar en los pulmones.
—Jeff —dijo.
Jeffrey miró las placas de la caja de luz antes de preguntar:
—¿Eso es un diente?
—Pronto lo averiguaremos.
Sara volvió a ponerse dos pares de guantes antes de sacar el pulmón izquierdo de la bolsa de vísceras. El aspecto del tejido pleural era liso, sin indicios de solidificación. Sara había dejado aparte los pulmones para hacer una biopsia más tarde, pero la hizo en ese momento utilizando un cuchillo de hacer secciones afilado quirúrgicamente.
—Hay una leve aspiración de sangre —le dijo a Jeffrey. Encontraron el diente en el cuadrante inferior derecho del pulmón izquierdo.
—¿Es posible que la explosión del disparo se lo hiciera tragar? —preguntó Jeffrey.
—Lo aspiró —dijo Sara—. Inhaló el diente hasta que le llegó a los pulmones.
Jeffrey se frotó los ojos con las manos. Resumió la anomalía en palabras sencillas:
—Aún respiraba cuando le arrancaron el diente.