6

Lena estaba tumbada de espaldas, mirando el techo, intentando respirar y relajarse tal como le había enseñado Eileen, la profesora de yoga. Nadie de su clase era capaz de mantener las posturas de yoga tanto tiempo como ella, pero cuando llegaba el momento de relajarse, era un completo desastre. El concepto de «dejarse ir» iba en contra de las creencias personales de Lena, que dictaban que no se debía perder el control jamás, y mucho menos el control del cuerpo.

En su primera sesión de terapia, Jill Rosen le recomendó que practicara yoga para relajarse y dormir mejor. En las pocas horas que compartieron, Rosen le dio muchos consejos para afrontar sus problemas, pero ese fue el único que siguió. Uno de los problemas de Lena después de ser violada era la sensación de que su cuerpo ya no le pertenecía. Como había practicado deporte desde muy joven, su cuerpo no estaba acostumbrado a la holganza de la depresión y la autocompasión. Estirar y comprimir los músculos, ver cómo los bíceps y los muslos recuperaban su dureza habitual, le dio esperanza, y quizás hasta habría podido volver a ser la de antes. Pero luego venía la fase de relajación, y Lena se sentía igual que la primera vez que estudió álgebra en la escuela. Y la segunda vez fue para examinarse en septiembre.

Cerró los ojos y se concentró en la zona lumbar, intentando liberar la tensión, pero el esfuerzo le hizo levantar los hombros hasta las orejas. Tenía el cuerpo tenso como una goma elástica, y no entendía por qué Eileen siempre insistía en que esa era la parte más importante de la clase. Todo lo que Lena disfrutaba con los estiramientos se evaporaba en cuanto Eileen bajaba el volumen de la música y decía a sus alumnos que se pusieran boca arriba y respiraran. En lugar de imaginarse un sinuoso arroyo o las olas de un océano, todo lo que Lena imaginaba era un reloj marcando el tiempo y los millones de cosas que tenía que hacer en cuanto saliera del gimnasio, a pesar de que era su día libre.

—Respiren —les recordó Eileen con su tono monocorde e irritantemente sereno. Tendría unos veinticinco años, y rebosaba un carácter tan risueño que a Lena le daba ganas de soltarle un puñetazo—. Relajen la espalda —sugirió Eileen, su voz era un susurro estudiado para tranquilizar a los alumnos.

Lena abrió los ojos cuando Eileen le apretó la palma de la mano en el estómago. El contacto físico hizo que Lena se pusiera más tensa, pero la profesora no pareció darse cuenta.

—Eso está mejor —le dijo Eileen, y una sonrisa se extendió por su pequeño rostro.

Lena esperó a que la mujer se alejara antes de volver a cerrar los ojos. Abrió la boca, inhaló a un ritmo regular, y comenzaba a pensar que podría funcionar cuando Eileen juntó las manos.

—Muy bien —dijo.

Lena se levantó tan deprisa que se le subió la sangre a la cabeza. Los demás alumnos se sonreían mutuamente o abrazaban a la jovial profesora, pero Lena agarró su toalla y se encaminó al vestuario.

Giró la combinación de su taquilla, y la alegró tener todo el vestuario para ella. Echó un vistazo a su imagen en el espejo, y a continuación decidió contemplarse con más detenimiento. Desde la agresión, Lena había dejado de mirarse al espejo, pero, por alguna razón, hoy se sentía atraída por su reflejo. Unos círculos oscuros le bordeaban los ojos, y los pómulos se le marcaban más de lo habitual. Estaba adelgazando, pues la mayor parte de los días pensar en comer le provocaba náuseas.

Se quitó la horquilla, y su larga melena castaña le resbaló por el cuello y el rostro. Últimamente se sentía más cómoda con el pelo lacio, como una cortina. Saber que nadie podía verla con claridad la hacía sentirse segura.

Alguien entró, y Lena regresó a su taquilla, sintiéndose una estúpida porque la pillaran mirándose al espejo. A su lado había un tipo escuálido, que sacaba su mochila de la taquilla junto a la suya. Estaba tan cerca que a Lena se le erizó el vello de la nuca. Lena se dio media vuelta y cogió sus zapatos, con la intención de ponérselos fuera.

—Hola —dijo el tipo.

Lena esperó. El hombre bloqueaba la puerta.

—Todo ese rollo de abrazarse —dijo, negando con la cabeza, como si fuera algo acerca de lo que siempre estuvieran bromeando.

Lena le echó una mirada, y supo que nunca había hablado con ese individuo. Era de baja estatura para ser un hombre, no mucho más alto que ella. Tenía el cuerpo enjuto y menudo, pero Lena pudo ver sus brazos y hombros bien marcados ocultos bajo una camiseta negra de manga larga. Tenía el pelo corto al estilo militar, y llevaba puestos unos calcetines de un verde lima tan chillón que casi dañaban la vista.

Le tendió la mano.

—Ethan Green. Empecé a venir hará un par de semanas.

Lena se sentó en el banco para ponerse los zapatos. Ethan se sentó en la otra punta.

—Eres Lena, ¿verdad?

—¿Lo leíste en los periódicos? —preguntó mientras intentaba deshacer un nudo que se le había formado en los cordones de sus zapatillas de tenis, diciéndose que ese puto artículo que habían publicado sobre Sibyl había hecho su vida aún más difícil.

—Nooo —dijo, alargando la palabra—. Quiero decir, sí, he oído hablar de ti, pero oí que Eileen te llamaba Lena y até cabos. —Le sonrió, nervioso—. Y te reconocí por la foto.

—Un chico listo —dijo, renunciando a deshacer el nudo. Se puso en pie y se calzó como pudo.

Él también se levantó, y se acercó la mochila. Sólo había tres o cuatro hombres que practicaban yoga, e invariablemente acababan en el vestuario después de la clase, vomitando chorradas acerca de que hacían yoga para mantenerse en contacto con sus sentimientos y explorar su yo interior. Era una táctica, y Lena conjeturó que los varones que hacían yoga follaban más que el resto.

—Tengo que irme —dijo Lena.

—Espera un momento —le rogó él, con una media sonrisa en los labios.

Era un joven atractivo, y probablemente estaba acostumbrado a que las chicas se colaran por él.

—¿Qué?

Lena le miró. Una gota de sudor resbaló por la mejilla del muchacho, y surcó una cicatriz que se bifurcaba debajo de la oreja. La herida se le debía de haber ensuciado antes de cerrarse, porque la cicatriz tenía un tono oscuro que destacaba sobre la mandíbula.

El muchacho sonrió nervioso y preguntó:

—¿Quieres un café?

—No —dijo Lena, quien esperaba que eso pusiera fin al diálogo. La puerta se abrió y entró un grupo de muchachas que abrieron las taquillas con estrépito.

—¿No te gusta el café? —preguntó él.

—No me gustan los chicos —contestó ella, agarrando su bolsa y marchándose antes de que Ethan pudiera decir nada más. Lena salió irritada del gimnasio, y cabreada por haber permitido que ese mocoso la pillara desprevenida. Incluso después de librar una ardua batalla con la relajación, Lena siempre salía más calmada de la clase de yoga. Pero no ahora. Se sentía tensa, nerviosa. Puede que dejara la bolsa en su habitación, se cambiara, y se fuera a correr un buen rato hasta que estuviera tan cansada que pudiera pasarse el resto del día durmiendo.

—¿Lena?

Se volvió, pensando que era Ethan quien la llamaba. Era Jeffrey.

—¿Qué? —preguntó a la defensiva.

Algo en la pose de Jeffrey al acercarse a ella, las piernas abiertas, los hombros erguidos, le advirtió de que no se trataba de una visita social.

—Necesito que vengas conmigo a comisaría.

Lena se rió, aunque sabía que Jeffrey no bromeaba.

—Será un momento. —Jeffrey se metió las manos en los bolsillos—. Tengo que hacerte algunas preguntas referentes a lo de ayer.

—¿Lo de Tessa Linton? —preguntó Lena—. ¿Ha muerto?

—No.

Él miró a su espalda y Lena vio que Ethan estaba detrás, a unos cincuenta metros.

Jeffrey se acercó, bajando la voz, y le dijo:

—Hemos encontrado tus huellas en el apartamento de Andy Rosen.

Lena no pudo ocultar su sorpresa.

—¿En su apartamento?

—¿Por qué no me dijiste que le conocías?

—Porque no es verdad —le espetó Lena.

Se disponía a alejarse cuando Jeffrey la cogió de un brazo. No con fuerza, pero ella supo que apretaría si hacía falta.

—Sabes que podemos hacerle un análisis de ADN a esa prenda —le espetó Jeffrey.

Lena no recordaba la última vez que se había sentido tan indignada.

—¿De qué prenda me hablas? —preguntó, demasiado sorprendida por lo que decía Jeffrey para reaccionar al contacto físico.

—De la prenda íntima que te dejaste en la habitación de Andy.

—¿De qué me estás hablando?

Jeffrey aflojó la presión en el brazo de Lena, pero eso provocó el efecto opuesto en ella.

—Vámonos —le dijo Jeffrey.

Lo que Lena dijo a continuación nadie que tuviera un poco de cerebro se lo habría dicho a un poli que la mirara como Jeffrey hacía en esos momentos.

—Creo que no voy a ir.

—Serán un par de minutos.

La voz de él era cordial, pero Lena había trabajado lo bastante con Jeffrey para conocer sus verdaderas intenciones.

—¿Estoy arrestada?

Jeffrey se hizo el ofendido.

—Claro que no.

Lena intentó mantener la calma.

—Entonces suéltame.

—Sólo quiero hablar contigo.

—Pues pídele cita a mi secretaria. —Lena intentó liberar el brazo, pero Jeffrey volvió a apretárselo. Sintió brotar el pánico en su interior—. Suéltame —susurró, intentando soltarse.

—Lena —dijo Jeffrey, como si la reacción de ella fuera exagerada.

—¡Suéltame! —gritó Lena, tirando del brazo con tanta fuerza que se cayó de culo en la acera.

La rabadilla impactó sobre el cemento como un mazo, y el dolor le subió por la espina dorsal.

Jeffrey se tambaleó hacia ella. Lena pensó que se le derrumbaría encima, pero Jeffrey pudo esquivarla en el último momento, y dio dos pasos para rodearla.

—Pero ¿qué…?

Lena abrió la boca, sorprendida. Ethan había empujado a Jeffrey por detrás.

Jeffrey se recuperó enseguida, y se encaró con Ethan antes de que Lena supiera qué estaba pasando.

—¿Qué coño crees que estás haciendo?

La voz de Ethan fue un murmullo ahogado. El bobalicón con el que Lena había hablado en el vestuario se había convertido en un desagradable pit bull.

—Lárgate.

Jeffrey levantó la placa a pocos centímetros de la nariz de Ethan.

—¿Qué has dicho, chaval?

Ethan se quedó mirando a Jeffrey, no a la placa. Los músculos de su cuello se marcaban con claridad, y una vena próxima a su ojo palpitaba con fuerza suficiente para producirle un tic.

—He dicho que te largues, cerdo asqueroso.

Jeffrey sacó las esposas.

—¿Cómo te llamas?

—Testigo —dijo Ethan, con un tono duro, sin alterar la voz. Era obvio que sabía lo bastante de leyes para saber que tenía la sartén por el mango—. Testigo ocular.

Jeffrey se rió.

—¿De qué?

—De que ha tirado al suelo a esta mujer.

Ethan ayudó a Lena a levantarse, dándole la espalda a Jeffrey. Le sacudió los pantalones y, haciendo caso omiso de Jeffrey, dijo a Lena:

—Vámonos.

Ella estaba tan atónita ante la autoridad de su voz que lo siguió.

—Lena —dijo Jeffrey, como si él fuera la única persona razonable—. No me lo pongas más difícil.

Ethan se volvió con los puños apretados, dispuesto a pelear. Lena se dijo que no sólo era estúpido, sino una locura. Jeffrey pesaba al menos veinticinco kilos más que el muchacho, y sabía utilizarlos. Por no mencionar que tenía una pistola.

—Vámonos —dijo Lena, tirándole del brazo como si le llevara de una correa.

Cuando se atrevió a volver la vista atrás, Jeffrey estaba donde le habían dejado, y la expresión de su rostro reflejaba que aquello no había acabado, ni mucho menos.

Ethan puso dos tazas de cerámica sobre la mesa, café para Lena, té para él.

—¿Azúcar? —le preguntó, sacándose un par de sobrecillos del bolsillo del pantalón.

Volvía a ser un muchacho amable y bobalicón. La transformación era tan completa que Lena no estaba segura de a quién había visto antes. Estaba tan jodida que no sabía si podía confiar en su memoria.

—No —dijo ella, diciéndose que ojalá le ofreciera whisky. Tanto daba lo que dijera Jill Rosen, Lena tenía sus reglas, y una de ellas era que nunca bebía antes de las ocho de la tarde. Ethan se sentó delante de Lena antes de que a ella se le pasara por la cabeza decirle que se fuera. Se iría a casa enseguida, en cuanto superara la sorpresa de lo que había ocurrido con Jeffrey. Aún tenía el corazón acelerado, y le temblaban las manos en torno a la taza. No conocía de nada a Andy Rosen. ¿Cómo iban a estar sus huellas en el apartamento? Y lo de menos eran las huellas. ¿Por qué creía Jeffrey que tenía ropa interior de Lena?

—Polis —dijo Ethan, en el mismo tono en que uno podía decir «pedófilos».

Dio un sorbo a su té y negó con la cabeza.

—No deberías haberte entrometido —repuso Lena—. Ni haber cabreado a Jeffrey. La próxima vez que te vea se acordará de ti.

Ethan se encogió de hombros.

—No me preocupa.

—Pues debería —contestó.

El muchacho hablaba igual que cualquier otro gamberro descontento de clase media cuyos padres no le enseñaban a respetar la autoridad porque estaban demasiado ocupados concertando citas para jugar al golf. De haber estado en una sala de interrogatorios de la comisaría, Lena le habría lanzado la taza a la cara.

—Deberías haberle hecho caso a Jeffrey —dijo.

En los ojos del muchacho asomó una chispa de cólera, pero la controló.

—¿Igual que se lo hiciste tú?

—Ya sabes a qué me refiero —le dijo Lena, bebiendo otro sorbo de café.

Estaba tan caliente que le quemaba la lengua, pero se lo bebió de todos modos.

—No iba a quedarme mirando cómo te avasallaba.

—¿Quién eres, mi hermano mayor?

—No son más que polis —contestó Ethan, jugando con la cuerdecita de la bolsa de té—. Creen que pueden avasallarte sólo por que tienen una placa.

Lena se sintió ofendida por el comentario y habló antes de pensar en lo que acababa de ocurrir.

—No es fácil ser policía, sobre todo porque la gente como tú tiene esa misma actitud de mierda.

—Eh, tranquila. —Levantó las manos y le dirigió una mirada de asombro—. Ya sé que antes eras poli, pero debes admitir que ese tipo te estaba avasallando.

—No, no es cierto —dijo Lena, con la esperanza de que él dedujera de su tono que nadie la avasallaba—. No hasta que tú apareciste. —Dejó que asimilara esas palabras—. Y por cierto, ¿cómo tienes la desfachatez de ponerle la mano encima a un poli?

—Igual que la tiene él —le replicó Ethan, de nuevo con una chispa de cólera en los ojos.

Bajó la vista hacia su taza, recobrando la calma. Cuando alzó la vista de nuevo, sonrió, como si eso lo solucionara todo.

—Siempre quieres tener un testigo cuando un poli se mete contigo de esa manera —afirmó.

—¿Tienes mucha experiencia con polis? —preguntó Lena—. ¿Cuántos años tienes, doce?

—Veintitrés —contestó, pero no se tomó la pregunta a mal—. Y sé lo que son los polis porque lo sé.

—Pues muy bien. —Como él se encogiera de hombros, Lena dijo—: Déjame adivinar, fuiste al correccional por derribar buzones. No, espera, tu profesor de lengua te encontró marihuana en la mochila.

Él volvió a sonreír. Lena se dio cuenta de que uno de sus incisivos estaba desportillado.

—Estuve metido en líos, pero he cambiado. ¿Entendido?

—Menudo genio tienes —dijo Lena, a modo de observación, y no como crítica.

La gente le decía que tenía mal genio, pero ella era la madre Teresa comparada con Ethan Green.

—Pero ya no soy así —repuso él.

Lena se encogió de hombros, porque le importaba un bledo la clase de persona que era antes. Lo que le preocupaba era por qué demonios Jeffrey creía que estaba relacionada con Andy Rosen. ¿Le había contado algo Jill? ¿Cómo podía averiguarlo?

—Así —dijo Ethan, como si le alegrara haber abandonado el tema—, ¿conocías bien a Andy?

Lena volvió a ponerse en guardia.

—¿Por qué?

—Oí lo que el poli dijo de tus bragas.

—En primer lugar, no dijo «bragas».

—¿Y en segundo?

—En segundo lugar, no es asunto tuyo.

Ethan sonrió. O bien creía que eso le hacía más atractivo o padecía alguna especie de síndrome de Tourette.

Lena lo miró sin decir nada. Era un tipo pequeño, pero lo había compensado desarrollando los músculos de su cuerpo. No tenía unos brazos tan gruesos como los de Chuck, pero cuando jugueteaba con la bolsita del té se le marcaban los deltoides. El cuello era fuerte, pero no grueso. Incluso su cara tenía tono muscular: la barbilla era sólida y los pómulos asomaban como trozos de granito. Había algo en su manera de perder y recobrar el control que resultaba fascinante, y cualquier otro día Lena se habría sentido tentada de comprobar si podía sacarle de quicio.

—Eres como un puerco espín. ¿Nadie te lo ha dicho antes? —le preguntó Ethan.

Lena no contestó. De hecho, Sibyl siempre le decía lo mismo. Y como siempre, pensar en su hermana le hizo sentir ganas de llorar. Bajó la vista y empezó a girar el café en la taza para ver cómo se agarraba a los lados.

Levantó la mirada cuando consideró que ya había disimulado bastante sus sentimientos. Ethan la había llevado a uno de los nuevos cafés de moda de las afueras del campus. El local era pequeño, pero incluso a esa hora del día estaba abarrotado. Lena se giró, pensando que Jeffrey estaría allí, observándola. Aún sentía su cólera, pero lo que más le dolía era la manera en que él la había mirado, como si hubiera cometido un delito. Dejar de ser poli era una cosa, pero obstruir una investigación —quizás incluso estar implicada y mentir acerca de ello— la incluía en la lista negra de Jeffrey. A lo largo de los años Lena había agotado su cupo de cabrear a Jeffrey, pero ese día sabía, sin duda alguna, que acababa de perder lo único por lo que había luchado: su respeto.

Al pensar en ello, un sudor frío le recorrió el cuerpo. ¿Realmente Jeffrey la consideraba sospechosa? Lena le había visto trabajar muchas veces, pero nunca había sido la interrogada. Sabía la facilidad con que un interrogatorio podía llevarte al calabozo, aunque sólo fuera un par de noches, mientras Jeffrey elaboraba algún plan. Lena no podía pasar ni un solo segundo en una celda. Ser policía, incluso ex policía, y estar en la cárcel era peligroso. ¿En qué pensaba Jeffrey? ¿Qué pruebas tenía? Era imposible que sus huellas estuvieran en el apartamento de Rosen. Ni siquiera sabía dónde vivía el chico.

Ethan interrumpió sus pensamientos.

—Todo esto es por la chica que apuñalaron, ¿verdad?

Ella le miró y le preguntó:

—¿Qué estamos haciendo aquí?

A Ethan pareció sorprenderle la pregunta.

—Sólo quería hablar contigo.

—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿Porque leíste un artículo en el periódico? ¿Te fascina el hecho de que me violaran?

Ethan miró nervioso a su alrededor, probablemente porque Lena había levantado la voz. Ella pensó en bajar un poco el volumen, pero todos los que estaban en el local sabían lo de su violación. No podía comprarse una Coca-Cola en el cine sin que el capullo que estaba tras el mostrador le mirara las cicatrices de las manos. Nadie quería hablar de ello con Lena, pero les encantaba comentarlo con cualquiera a sus espaldas.

—¿Qué quieres saber? —le preguntó Lena, intentando mantener un tono de conversación—. ¿Estás haciendo algún trabajo para la facultad?

Ethan intentó tomárselo a broma.

—Eso es para los de sociología. Yo me dedico a la ciencia de los materiales. Polímeros. Metales. Amalgamas. Tribomateriales.

—A mí me clavaron al suelo con clavos. —Lena le enseñó las manos, dándoles la vuelta para que pudiera apreciar que los clavos las habían atravesado de parte a parte. De haber estado descalza, también le habría enseñado los pies—. Me drogó y me violó durante dos días. ¿Qué más quieres saber?

Ethan negó con la cabeza, como si eso fuera un malentendido.

—Sólo quería invitarte a un café.

—Bueno, pues ya puedes borrarlo de tu lista —le dijo, apurando su taza.

El líquido caliente le quemó el pecho cuando dejó la taza sobre la mesa de golpe y se levantó para marcharse.

—Nos vemos.

—No.

Como un rayo, Ethan extendió el brazo y le apretó los dedos en torno a la muñeca izquierda. El dolor fue insoportable. Los nervios de su brazo sufrieron unas bruscas sacudidas. Lena seguía de pie, manteniendo la expresión neutral aun cuando el dolor le revolvía el estómago.

—Por favor —dijo él, aprisionándole la muñeca—. Quédate un minuto más.

—¿Por qué? —preguntó ella, intentando no levantar la voz. Si seguía apretándole la muñeca, le rompería los huesos.

—No quiero que pienses que soy de esa clase de hombres.

—¿Qué clase de hombre eres? —preguntó Lena, mientras bajaba la vista hacia la mano de Ethan.

Él esperó un instante antes de soltarle la muñeca. Lena no pudo reprimir un leve grito ahogado de alivio. Dejó que la mano colgara junto a ella, sin verificar si los huesos o los tendones habían sido dañados. La muñeca le palpitaba a medida que la sangre volvía a circularle, pero no le dio a Ethan la satisfacción de bajar los ojos.

—¿Qué clase de hombre eres? —repitió Lena.

La sonrisa de él no era ni mucho menos tranquilizadora.

—De los que les gusta hablar con una chica guapa.

Ella soltó una sonora carcajada y miró a su alrededor. En los últimos minutos, el café había empezado a vaciarse. El hombre que estaba detrás del mostrador los observaba con detenimiento, pero cuando Lena le miró a los ojos, volvió la mirada hacia la cafetera que estaba limpiando.

—Vamos —dijo Ethan—. Siéntate.

Lena se lo quedó mirando.

—Siento haberte hecho daño.

—¿Qué te hace pensar que me has hecho daño? —preguntó ella, aunque aún le palpitaba la muñeca.

Dobló la mano, para comprobar si estaba bien, pero el dolor se lo impidió. Le haría pagar por eso. Ese tipo no iba a hacerle daño y salir indemne.

—No quiero que te enfades conmigo —dijo Ethan.

—No te conozco —afirmó Lena—. Y por si no te has dado cuenta, tengo problemas, así que gracias por el café, pero…

—Yo conocía a Andy.

Lena recordó que Jeffrey había dicho que ella estuvo en el apartamento de Andy. Intentó estudiar la expresión de Ethan para saber si mentía, pero le fue imposible. Recordó la amenaza de Jeffrey.

—¿Qué sabes de Andy? —preguntó.

—Siéntate —dijo Ethan, y fue más una orden que una petición.

—Te oigo perfectamente desde aquí.

—No voy a seguir hablando contigo si te quedas de pie —dijo él. Se sentó y esperó.

Lena se quedó junto a la silla, evaluando sus opciones. Ethan era estudiante. Lo más seguro es que estuviera al corriente de más habladurías que ella. Si conseguía alguna información para Jeffrey acerca de Andy, a lo mejor reconsideraría sus absurdas acusaciones. Lena sonrió para sus adentros al imaginar que le daba a Jeffrey las claves para resolver el caso. Él le había dejado claro que ya no era policía. Haría que Jeffrey lamentara haberla dejado marchar.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Ethan.

—No es por ti —dijo Lena, dándole la vuelta a la silla.

Se sentó con las manos colgando sobre el respaldo, aun cuando a causa de la presión le parecía que la muñeca le quemaba por dentro. Había algo seductor en controlar la intensidad de su dolor. Para variar, la hacía sentirse fuerte.

Dejó la mano colgando, sin hacer caso del dolor.

—Cuéntame lo que sabes de Andy.

Ethan pareció pensar en algo que contarle, aunque al final tuvo que admitir:

—No gran cosa.

—Me estás haciendo perder el tiempo.

Lena hizo ademán de ponerse en pie, pero él volvió a extender la mano para detenerla. Esta vez no la tocó, pero el recuerdo del dolor fue suficiente para que se quedara sentada.

—¿Qué sabes? —preguntó Lena.

—Conozco a alguien que era muy buen amigo suyo. Un amigo íntimo.

—¿Quién?

—¿Sueles ir de fiesta?

Lena identificó el eufemismo de la cultura de la droga.

—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Tomas éxtasis o qué?

—No —dijo él, y pareció decepcionado—. ¿Y tú?

—¿Tú qué crees? —le espetó ella—. ¿Y Andy?

Ethan la miró un instante, como si la estudiara.

—Sí.

—¿Cómo lo sabes si tú no tomas?

—Su madre está en la clínica. Todo el mundo comentaba que su madre era incapaz de ayudarle.

Lena sintió la necesidad de tomar partido por Jill Rosen, aunque ella había pensado lo mismo de la doctora.

—A veces no se puede hacer más por los otros. A lo mejor Andy no quería dejarlo. A lo mejor no era lo bastante fuerte para dejarlo.

Ethan parecía sentir curiosidad.

—¿Eso crees?

—No lo sé —respondió Lena, pero parte de ella comprendía la atracción de las drogas, algo que no había sucedido antes de la violación—. A veces la gente quiere evadirse. Dejar de pensar.

—Es algo temporal.

—Lo dices como si lo supieras.

Lena le miró los brazos, aún cubiertos por las mangas de la camiseta, a pesar del calor que hacía en el local. De pronto le recordó de la clase de la semana anterior. También llevaba una camiseta de manga larga. A lo mejor tenía marcas de pinchazos. El tío de Lena, Hank, tenía unas feas cicatrices de cuando se inyectaba droga, pero estaba orgulloso de ellas, como si haber conseguido dejar el speed le convirtiera en una especie de héroe, y las marcas fueran cicatrices de una noble guerra.

Ethan se dio cuenta de que le miraba los brazos. Se bajó las mangas hasta las muñecas.

—Digamos que tuve mis problemas. Dejémoslo así.

—Muy bien.

Estudió a Ethan, preguntándose si le contaría algo interesante. Se dijo que ojalá conociera la ficha policial de Ethan (pues ahora no le cabía duda de que estaba fichado) y utilizarlo para sonsacarle lo que necesitaba saber.

—¿Cuánto llevas en Grant Tech? —le preguntó.

—Casi un año —dijo él—. Pedí el traslado, antes iba a la Universidad de Georgia.

—¿Por qué?

—No me gustaba el ambiente.

Se encogió de hombros, y a Lena ese gesto le resultó más significativo que cualquier otra cosa. En ese gesto había una actitud defensiva, aun cuando lo que había dicho era perfectamente coherente. Quizá le habían expulsado.

—Quería ir a una universidad más pequeña —añadió—. Hoy en día la Universidad de Georgia es una selva. Crimen, violencia… violaciones. No es la clase de sitio donde quiero estar.

—¿Y Grant sí?

—Prefiero los sitios más tranquilos —dijo, jugando de nuevo con la bolsa de té—. No me gustaba la persona que era cuando estaba en esa universidad. Me sobrepasaba.

Lena le entendió, pero no se lo dijo. Una de las razones por las que dejó la policía —aparte de porque Jeffrey le diera un ultimátum— fue que no quería tanto estrés en su vida. Jamás previó que trabajar con Chuck resultara, en muchos aspectos, aún más estresante. Podría haber encontrado una manera de engañar a Jeffrey sin perder el empleo. Él no le había pedido ninguna prueba de que iba al psiquiatra. Lena podría haberle mentido y decirle que todo iba bien en lugar de destrozarse la vida. Y joder, al final se la había destrozado de todos modos. Hacía menos de una hora, Jeffrey había estado a punto de ponerle las esposas.

Lena intentó dar con algo que la relacionara con Andy Rosen. Debía de tratarse de un error. Quizás había tocado algo en la consulta de Jill Rosen que había acabado en la habitación de Andy. Era la única explicación. En cuanto a la prenda íntima, pronto se demostraría si eso era cierto. De todos modos, ¿qué le hacía pensar a Jeffrey que era de Lena? Lena debería haber hablado con él en lugar de cabrearle. Debería haberle dicho a Ethan que se preocupara de sus asuntos. Él había tensado la cuerda con Jeffrey, no ella. Esperaba que Jeffrey se hubiera dado cuenta. Lena sabía cómo se comportaba cuando alguien se le metía entre ceja y ceja. La podía poner en un brete, y no sólo en la ciudad, sino en el campus. Podía hacerle perder su trabajo, con lo que se quedaría sin sitio donde vivir y sin dinero. Acabaría durmiendo en la calle.

—¿Lena? —preguntó Ethan, como si a ella se le hubiera ido el santo al cielo.

—¿Quién era ese amigo íntimo de Andy? —quiso saber ella.

Ethan tomó la desesperación de su voz por autoridad.

—Hablas como un poli.

—Soy poli —contestó ella automáticamente.

Ethan sonrió sin alegría, como si ella acabara de admitir algo que le entristecía.

—¿Ethan? —insistió ella, procurando ocultar el pánico que sentía.

—Me gusta tu manera de decir mi nombre —le dijo, como si fuera una broma—. Cabreada.

Ella le lanzó una mirada cortante.

—¿Con quién se veía Andy?

Él se lo pensó, y Lena se dio cuenta de que le gustaba mantener la información fuera de su alcance, como si la sujetara con algo para que no pudiera cogerla. Ethan tenía la misma expresión que cuando estuvo a punto de partirle la muñeca.

—Mira, no me jodas —le dijo Lena—. Mi vida está demasiado llena de mierda para que venga un memo y me oculte información. —Se controló, sabiendo que Ethan era su mejor opción para recabar datos sobre Andy Rosen—. ¿Tienes algo que contarme o no?

Ethan apretó la boca, pero no contestó.

—De acuerdo —dijo ella, haciendo ademán de marcharse, con la esperanza de que Ethan no viera que se trataba de un farol.

—Esta noche hay una fiesta —cedió Ethan—. Algunos de los amigos de Andy estarán presentes. También el chico en que estoy pensando. Era muy amigo de Andy.

—¿Dónde está?

Ethan la miraba con aire de superioridad.

—¿Crees que puedes aparecer así sin más y empezar a hacer preguntas?

—¿Qué crees que vas a conseguir de mí? —preguntó Lena, porque siempre había algo. ¿Qué quieres?

Ethan se encogió de hombros, pero ella leyó la respuesta en sus labios. Era evidente que ella le atraía, pero también que le gustaba controlarlo todo. Lena podía entrar en el juego; tenía más experiencia que un mocoso de veintitrés años.

Se reclinó en la silla y dijo:

—Dime dónde se celebra la fiesta.

—No hemos empezado bien —replicó Ethan—. Siento lo de la muñeca.

Lena se miró la mano: se le estaba formando un moratón allí donde los dedos habían apretado el hueso.

—No es nada —repuso ella.

—Me tienes miedo.

Lena le miró incrédula.

—¿Por qué iba a tenerte miedo?

—Porque te he hecho daño —dijo, señalando de nuevo la muñeca—. Vamos, no era mi intención. Lo siento.

—¿Crees que después de lo que me pasó el año pasado me da miedo que un chaval me agarre la manita? —Soltó una risa desdeñosa—. No me das miedo, capullo.

La expresión de su rostro sacó otra vez a pasear a Jekyll y Hyde, y la mandíbula de Ethan se movió como la pala de un bulldozer.

—¿Qué? —preguntó Lena, deseosa de saber hasta dónde podía provocarle.

Si intentaba agarrarle la muñeca otra vez, lo patearía y lo dejaría sangrando en el suelo.

—¿He herido tus pobres sentimientos? —le provocó Lena—. ¿El pequeño Ethie va a echarse a llorar?

Su voz no se alteró.

—Vives en el colegio mayor.

—¿Me estás amenazando? —Lena se echó a reír—. Sabes dónde vivo, ¿y qué?

—Estaré allí a las ocho y media.

—¿Estás seguro? —preguntó ella, intentando averiguar adónde quería llegar.

—Te recogeré a las ocho —dijo Ethan, poniéndose en pie—. Iremos a ver una peli y luego a la fiesta.

—Vaya —comenzó a decir ella, como si eso fuera un chiste—. No lo creo.

—Creo que necesitas hablar con el amigo de Andy para quitarte a ese poli de encima.

—¿Ah, sí? —dijo ella, aunque sabía que era cierto—. ¿Y por qué?

—Los polis son como los perros; tienes que andarte con ojo con ellos. Nunca sabes cuál está rabioso.

—Estupenda metáfora —dijo Lena—. Pero sé cuidar de mí misma.

—De hecho, es un símil. —Se echó la bolsa de gimnasia al hombro—. Péinate con el pelo hacia atrás.

Lena se negó.

—Ni hablar.

—Péinate hacia atrás —le repitió—. Te veré a las ocho.