Intoxicado y sexualmente excitado por la fragancia de las rosas, Ordier se apartó de la grieta del muro y salió tambaleándose de la celda. El resplandor del sol, el calor, los rayos lo sorprendieron, y trastabilló en los estrechos peldaños. Recobró el equilibrio apoyándose con una mano en el muro principal del esperpento, pasó de largo junto al inutilizado detector de escintilas y empezó a bajar los escalones.
A media altura había otra repisa angosta que corría por el muro hasta el final del esperpento y Ordier echó a andar por ella precariamente, arrastrado por una urgencia que lo obsesionaba. Al llegar al extremo de la repisa bajó al muro del patio, y desde allí alcanzó a ver las rocas y las piedras resquebrajadas del cerro.
Saltó, y cayó pesadamente sobre la cara de un peñasco. Tenía una raspadura en una mano y se había golpeado una rodilla, y respiraba con dificultad, pero estaba ileso. Se sentó en cuclillas unos segundos, recobrándose.
Una brisa fuerte soplaba sobre el valle y a lo largo del cerro, y Ordier sintió que respiraba mejor, y se le iba despejando la cabeza. Al mismo tiempo, con un indefinible sentimiento de pesar, notó que la excitación sexual también se extinguía.
Había recobrado un momento del libre albedrío que se había concedido esa mañana. No atraído ya por los enigmáticos estímulos del ritual qataari, Ordier comprendió que ahora dependía de él mismo abandonar o no la búsqueda.
Podía de algún modo bajar a gatas por las lajas resquebrajadas del cerro, y volver a la casa. Podía ver a Jenessa, que quizá estuviera allí preguntándose dónde estaría él. Podía buscar a Luovi y disculparse con ella, y tratar de encontrar una explicación a los movimientos aparentes o reales de Jacj. Podía reanudar la vida que había llevado hasta ese verano, antes de haber descubierto la celda. Podía olvidarse de la muchacha qataari, y de todo cuanto ella significaba para él, y no volver nunca más al esperpento.
Se acurrucó sobre el peñasco, tratando de mantener la cabeza clara.
Pero había algo que nunca podría resolver si se alejaba de allí. Era la certidumbre de que la próxima vez que mirase por la grieta del muro —así fuera mañana, o al cabo de un año, o de medio siglo— vería un lecho de rosas qataari, y clavados en él los ojos de una muchacha hermosa, que estaba esperándolo y que le recordaba a Jenessa.