IX

En la mañana del quinto día Ordier despertó a una nueva comprensión: había resuelto el dilema.

Tendido al lado de la dormida Jenessa, supo que había aceptado el hecho de que los qataari lo hubieran elegido, y además supo por qué. Había conocido a varios qataari en el norte antes de emigrar, y no les había ocultado la naturaleza de lo que hacía. Tenían que haberlo reconocido aquí; lo habían elegido a causa de las escintilas.

Pero había más; hasta esa mañana a Ordier le había atemorizado la idea, pues implicaba que él era un prisionero, a merced de los qataari, pero ahora se sentía liberado.

Ya no había motivos para aquella curiosidad obsesiva. Ya nunca más tendría que sentirse angustiado por faltar a la ceremonia ritualizada, pues no habría ningún ritual hasta que él estuviese allí para observarlo.

Nunca más necesitaría volver a la celda claustrofóbica del muro, porque los qataari esperarían.

Esperarían a que él llegara, como esperaban a que otros se fueran.

Acostado en la cama, con la mirada fija en el techo de espejos, Ordier comprendió que los qataari lo habían liberado. Le estaban ofreciendo a la muchacha, y él podía aceptarla o rechazarla, según se le ocurriera.

De pronto Jenessa, despertando junto a él, se dio vuelta y preguntó:

—¿Qué hora es?

Ordier miró el reloj; le dijo la hora.

—Tengo que darme prisa esta mañana.

—¿Por qué tanto apuro?

—Jacj toma el ferry a Muriseay. Hoy estará listo el avión.

—¿El avión?

—Para rociar con escintilas el campamento qataari —dijo Jenessa—. Pensamos hacerlo esta noche o mañana por la noche.

Ordier asintió en silencio. Observó a Jenessa que se levantaba soñolienta de la cama y caminaba desnuda hasta la ducha. La siguió y esperó fuera del cubículo, imaginando como siempre el cuerpo de ella, pero incapaz esta vez de pensamientos lascivos. Más tarde la acompañó hasta el coche, la vio partir y volvió a la casa.

Recordándose a sí mismo que algo había cambiado en él, preparó un poco de café y lo llevó al patio. El tiempo era otra vez bochornoso y el rasguido de las cigarras parecía más estridente que de costumbre. Un nuevo cajón de libros había llegado el día anterior, y la piscina estaba limpia y fría. Podía tener un día ocupado.

Se preguntó si los qataari no estarían observándolo en ese mismo momento; si no habría escintilas qataari entre las piedras del patio pavimentado y escondidas en las ramas de las parras, en la tierra de los abultados macizos de flores.

—Nunca más volveré a espiar a los qataari —dijo en voz alta a unos supuestos micrófonos aurales.

—Hoy iré al esperpento, y mañana, y todos los días —dijo luego—. Me mudaré de esta casa. Se la alquilaré a Parren e iré a vivir con Jenessa en la ciudad.

Esperó un momento y concluyó:

—Observaré a los qataari. Los observaré hasta que lo haya visto todo, hasta que lo haya tomado todo.

Se levantó de la mullida reposera y dio vueltas por el patio, haciendo gestos y ademanes, afectando posturas de profunda meditación, de decisiones súbitas, de bruscos cambios de idea. Actuaba para una audiencia invisible, recriminándose a sí mismo tanta indecisión, proclamándose capaz de actuar libremente, recitando en una parodia de lágrimas un manifiesto de independencia y responsabilidad.

Era una comedia, pero no del todo una comedia, pues el libre albedrío libera al decidido y retiene al irresoluto.

—¿Interrumpo algo?

La voz, en medio de aquella farsa ridícula, lo sobresaltó y Ordier dio media vuelta, colérico y avergonzado. Era Luovi Parren, de pie en la puerta que daba al vestíbulo. Como de costumbre, el gran bolso de cuero le colgaba del hombro.

—La puerta estaba abierta —dijo—. Espero que no le moleste.

—¿Qué quiere? —Ordier no pudo reprimir un tono descortés.

—Bueno, después de mi larga caminata apreciaría algo para beber.

—Tome un café. Iré a buscar otra taza.

Enfurecido, Ordier entró en la cocina y buscó una taza. Se detuvo junto al fregadero, con las manos apoyadas en el borde y la mirada fija en el cuenco, dominado por una cólera insensata. No soportaba que lo encontraran desprevenido.

Luovi estaba sentada a la sombra, en los escalones que bajaban de la galería.

—Pensaba que estaría con Jacj —dijo Ordier, luego de servirle un poco de café. Ya se había recobrado bastante de la intempestiva llegada de Luovi, y trató de mostrarse más cortés.

—Yo no tenía ganas de visitar Muriseay otra vez —dijo Luovi—. ¿Está Jenessa?

—¿No está con Jacj? —preguntó Ordier, aturdido; quería recobrar la ilusión de sentirse libre.

—No la he visto. Jacj se marchó hace dos días.

Ordier frunció el ceño, tratando de recordar lo que había dicho Jenessa. Se había ido de la casa hacía apenas media hora, para acompañar a Jacj al ferry, dijo; si Luovi había venido a pie desde la ciudad tendrían que haberse cruzado en el camino. ¿Y no dijo Jenessa que Jacj tomaba el ferry esta mañana?

—Jacj se ha ido a contratar un avión, tengo entendido.

—Nada de eso. El campamento qataari fue rociado hace tres noches. ¿No oyó el motor?

—¡No, no lo oí! ¿Lo sabía Jenessa?

—Supongo que sí —dijo Luovi, y sonrió con la misma sonrisa ambigua del día en que había vuelto de la atalaya.

—Entonces ¿qué está haciendo Jacj en Muriseay?

—Juntando el equipo monitor. ¿Quiere decir que Jenessa no le dijo nada?

—Jenessa me dijo…

Ordier titubeó, mirando a Luovi con suspicacia. La actitud de ella era de una cortesía tan melosa como la de una comadre de barrio que revelara una historia de adulterio. Bebía el café a pequeños sorbos, aparentemente esperando una respuesta. Ordier se dio vuelta, se alejó unos pasos y tomó aliento. La decisión tenía que ser instantánea: creerle a esa mujer, o confiar en las palabras y el comportamiento de Jenessa, quien, en los últimos días, no había hecho ni dicho nada que despertase la más mínima sospecha.

En el momento en que se volvía para encararla, Luovi dijo:

—Mire usted, esperaba encontrar aquí a Jenessa, para conversar un poco.

—Creo que es mejor que se vaya, Luovi —dijo Ordier—. No sé lo que usted quiere, o lo que está tratando de…

—¡Entonces usted sabe de los qataari más de lo que dice!

—¿Y eso qué relación tiene?

—Hasta donde yo sé, todas las posibles. ¿Acaso el esperpento no fue construido con ese propósito?

—¿El esperpento? Pero, ¿qué dice?

—No se imagine que nosotros no sabemos, Ordier. Ya es tiempo de que Jenessa se entere.

Cinco días atrás, las insinuaciones de Luovi habrían llegado directamente a la conciencia culpable de Ordier atravesando todas las defensas; pero eso hubiera sido cinco días atrás, y desde entonces el mundo era mucho más complejo.

—Mire, ¡márchese de mi casa! Usted no es persona grata aquí.

—Muy bien. —Luovi se levantó y depositó la taza con un movimiento preciso—. ¿Asumirá usted las consecuencias, entonces?

Dio media vuelta y entró nuevamente en la casa. Ordier la siguió y la vio salir por la puerta principal e ir hacia el camino por el terreno escabroso de la ladera. Se sentía confundido y furioso, tratando de poner alguna lógica en lo que acababa de ocurrir.

¿Sabía Luovi tanto como parecía dar a entender? ¿Habría venido a la casa realmente a ver a Jenessa, o sólo para hacer una escena? ¿Y por qué? ¿Qué motivos podía tener? ¿Por qué habría insinuado que Jenessa le había estado mintiendo?

El sol estaba alto, y la luz blanca bañaba con un fulgor incandescente la campiña polvorienta. A lo lejos la ciudad de Tumo centelleaba en la bruma.

Mirando como Luovi se alejaba a trancos largos y furiosos a través del calor, con el pesado bolso golpeándole el flanco, Ordier tuvo un paradójico arranque de cortesía, y la compadeció. Notó que al parecer se había extraviado y no iba hacia el camino, sino cruzando la ladera paralelamente al cerro.

Corrió detrás de ella.

—¡Luovi! —gritó, al alcanzarla—. ¡No puede hacer a pie todo el trayecto con este calor! Permítame que la lleve.

Ella le echó una mirada iracunda y continuó caminando.

—Sé exactamente a dónde voy, gracias.

Miró hacia el cerro, y cuando dejó atrás a Ordier, él se dio cuenta de la ambigüedad deliberada.