Parren y su mujer se quedaron en la casa el resto del día. Ordier fue un oyente pasivo de la mayor parte de la conversación, pues se sentía excluido. Deseaba poder interesarse en el trabajo de Jenessa, así como Luovi parecía interesarse en el de Parren, pero cada vez que aventuraba una opinión o una idea en la discusión de los qataari, la ignoraban o la rechazaban tácitamente. El resultado fue que mientras Jacj Parren bosquejaba el plan que había elaborado —alquilar un avión e instalar el equipo de recepción e interpretación en un sitio que había descubierto—, Ordier se hundió en un humor introspectivo, cada vez más preocupado por aquella relación secreta y unilateral con la muchacha qataari.
Desde la cima del cerro no había llegado a ver ningún ritual, y de todos modos el hecho de que él y Parren hubiesen sido descubiertos habría interrumpido cualquier ceremonia, pero el panorama del valle, plácido, pintoresco había bastado para que recordara a la muchacha, y la ambigüedad del papel de ella en el ritual.
Y aún no sabía lo que Jenessa y Luovi habían visto o hecho cuando visitaran el esperpento.
La culpa y la curiosidad, los motivos contradictorios del voyeur, volvían a aparecer en Ordier.
Poco antes del anochecer, Parren anunció de improviso que él y Luovi tenían otra cita por la noche, y Jenessa se ofreció a llevarlos en el automóvil a Ciudad de Tumo. Ordier, mientras los despedía con los convencionalismos habituales, pensó que esto le daba una oportunidad, breve pero adecuada. Los acompañó hasta el coche de Jenessa, y los vio partir. El sol se había ocultado ya detrás de las montañas, y las luces de la ciudad centelleaban a lo lejos.
Cuando el automóvil se perdió de vista, Ordier volvió de prisa a la casa, recogió los binoculares y se encaminó al mirador.
Como dijera Jenessa, el candado del portalón estaba abierto; había olvidado cerrarlo, sin duda, la última vez. Cuando entró, lo cerró como de costumbre, por dentro.
La media luz del crepúsculo no duraba mucho en Tumo, como consecuencia de la latitud y de los picos de las montañas occidentales, y mientras Ordier subía por la pendiente hacia el muro, le era difícil ver el camino.
Una vez en el interior de la celda secreta, Ordier no perdió tiempo y puso los ojos directamente contra la hendedura. Del otro lado, el valle estaba a oscuras bajo el cielo nocturno. No vio a nadie alrededor: la alarma provocada por la intrusión parecía haber pasado, pues los qataari, que comúnmente estaban en el valle durante el día, habían desaparecido. La plantación de rosas parecía desierta, la brisa mecía los capullos.
Aliviado, aunque no sabía por qué, Ordier volvió a la casa. Terminaba de lavar las tazas y los platos, cuando Jenessa regresó. Estaba animada y hermosa, y besó a Ordier al entrar.
—¡Voy a trabajar con Jacj! —dijo—. ¡Quiere que lo asesore! ¿No es maravilloso?
—¿Qué lo asesores? ¿Cómo?
—Sobre los qataari. Me pagará, y dice que cuando vuelva al norte podré ir con él.
Ordier asintió en silencio, y le dio la espalda.
—¿No te alegra por mí?
—¿Cuánto te va a pagar?
Jenessa lo había seguido cuando él salía al patio, y desde el vano de la puerta encendió las luces de colores, ocultas entre las parras del enrejado.
—¿Importa, Yvann?
Al volverse para mirarla, Ordier vio la luz multicolor en la cara olivácea de Jenessa, como el reflejo del sol sobre un pétalo.
—No es la cantidad lo que importa —dijo—, sino lo que tendrías que hacer para ganarla.
—Exactamente lo que hago ahora. Duplicaré mis entradas, Yvann. ¡Tendrías que estar contento! Podré comprarme una casa.
—¿Y qué es eso de irte al norte con él? Sabes que no te dejarán salir del Archipiélago.
—Jacj tiene un medio.
—Jacj tiene medios para todo ¿no? Supongo que esa universidad puede interpretar el Pacto como a él le convenga.
—Algo así. No me lo ha explicado.
Ordier se volvió con irritación, clavando los ojos en el agua todavía azul de la piscina. Jenessa se le acercó.
—No hay nada entre él y yo —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—Tú sabes, Yvann. No es sexo, ni nada.
Ordier se echó a reír, una risa súbita y corta.
—¿Por qué diablos se te ocurre mencionarlo?
—Reaccionas como yo si tuviera una aventura con él. No es nada más que un trabajo, el mismo trabajo que he hecho siempre.
—Nunca dije que no lo fuera.
—Sé que he pasado mucho tiempo con él y Luovi —dijo Jenessa—. No puedo evitarlo. Es muy…
—Los malditos qataari. Es eso ¿no?
—Tú sabes que es eso.
Jenessa le tomó el brazo, y durante varios minutos no dijeron nada. Ordier estaba furioso, y siempre tardaba algún tiempo en serenarse. Era irracional, desde luego, esas cosas siempre lo eran. Parren y su mujer, desde que habían llegado, parecían empeñados en alterar la plácida existencia de que disfrutaba, aun con sentimientos de culpa y todo lo demás. El pensamiento de que Jenessa pasase tanto tiempo con esa gente, que colaborase con ellos, no era más que una nueva intrusión, para la que Ordier no encontraba otra respuesta que esta exhibición de emociones.
Más tarde, cuando prepararon algo para cenar y estaban juntos en el patio, bebiendo vino y disfrutando de la noche templada, Jenessa dijo:
—Jacj quiere que tú también colabores con él.
—¿Yo? —Ordier se había aplacado a medida que la noche avanzaba, y su risa no fue sardónica esta vez—. No hay mucho en lo que yo pueda colaborar.
—Dice que puedes hacer muchas cosas. Quiere alquilarte el esperpento.
—¿Para qué? —dijo Ordier, tomado por sorpresa.
—Mira al valle de los qataari. Jacj quiere construir una celda de observación en el muro.
—Dile que no está disponible —dijo Ordier con brusquedad—. La construcción es insegura.
Jenessa lo observaba con expresión pensativa.
—A mí me pareció bastante seguro —dijo—. Hoy subimos hasta las almenas.
—Creo haberte dicho…
—¿Qué?
—No tiene importancia —concluyó Ordier, anticipando otra reyerta. Levantó la botella de vino para ver cuánto quedaba—. ¿Quieres otra copa?
Jenessa bostezó, un bostezo afectado, exagerado, como si también ella hubiese advertido por dónde iba la conversación, y le alegrara la oportunidad de olvidar el tema.
—Estoy cansada —dijo—. Terminemos la botella y vayamos a acostarnos.
—¿Te quedarás aquí esta noche, entonces?
—Si me invitas.
—Estás invitada —dijo Ordier.