VI

Dos días después, Jacj y Luovi Parren fueron a la casa de Ordier por la mañana temprano, y luego de compartir un desayuno simbólico, los dos hombres se encaminaron al cerro, dejando a Luovi en compañía de Jenessa.

De acuerdo con lo que Ordier le aconsejara en la víspera, Parren se había equipado con ropas viejas y botas resistentes. Treparon atados a una misma cuerda; no obstante, Parren resbaló antes que hubieran llegado muy lejos. Se deslizó cuesta abajo por la cara poco firme de un enorme peñasco y Ordier tuvo que socorrerlo.

Aseguró la cuerda y bajó gateando hasta Parren. El hombrecillo había conseguido ponerse en pie y se miraba con desconsuelo las raspaduras en los brazos y las piernas, visibles a través de la ropa desgarrada.

—¿Quiere seguir? —preguntó Ordier.

—Por supuesto. No es nada grave. —Pero el entusiasmo inicial parecía haber mermado, al menos por el momento, pues ya no tenía tanta prisa. Miró hacia un costado, donde el esperpento se alzaba sobre el cerro.

—Ese es el castillo de usted ¿no?

—Es un esperpento.

—¿No podríamos subir a las almenas? Parece mucho más fácil por allí.

—Más fácil —dijo Ordier—, pero más peligroso. Los peldaños no están todos reforzados. De cualquier modo, verá mejor desde el cerro, se lo aseguro.

—¿Entonces subió usted a las almenas?

—Sólo una vez, la primera que vine aquí. Sin embargo, no lo repetiría. —Ordier resolvió correr el riesgo—: Pero usted podría ir solo, si quisiera.

—No —dijo Parren, frotándose el brazo—. Sigamos por este camino.

Continuaron avanzando trabajosamente, con Ordier adelante, por entre las caras quebradizas de la roca. Era un ascenso que no hubiera preocupado a ningún montañero con experiencia, pero bastante peligroso para dos aficionados. Poco antes de que llegaran a la cima, Parren resbaló otra vez, y gritó al desplomarse de espaldas contra un peñasco.

—Está haciendo demasiado ruido —dijo Ordier, cuando vio que el hombre estaba ileso—. ¿Quiere que los qataari nos oigan antes de que lleguemos a la cima?

—Usted ya lo subió antes… es diferente para usted.

—Subí solo la primera vez. No hice tanto escándalo.

—Usted es más joven que yo.

Las recriminaciones cesaron cuando Ordier se alejó cuesta arriba y volvió a ocuparse de la cuerda. Se sentó en una roca y observó a Parren, esperando el momento de reanudar el ascenso. El antropólogo continuó enfurruñado durante unos pocos minutos más, y luego pareció darse cuenta de que Ordier estaba tratando de ayudarlo. Al fin se puso a trepar y Ordier recogió el cabo suelto de la cuerda.

—Iremos hacia esa depresión —dijo Ordier en voz baja, señalando hacia arriba—. Allí estuve la última vez, y si los qataari no han cambiado los puestos de guardia, podrá ver a los vigías no muy lejos. Con un poco de suerte dispondrá de algunos minutos hasta que lo descubran.

Siguió trepando, poniendo los pies en los mejores rebordes que podía encontrar, y señalándoselos al otro hombre en silencio. Por último se tumbó boca abajo sobre la cara plana de una roca, justo antes de la cima. Esperó a que Parren llegase.

—Si está dispuesto a aceptar otro consejo —murmuró Ordier— no use los binoculares al principio. Observe el panorama general y luego enfoque los objetos más próximos.

—¿Y eso por qué?

—No bien nos vean darán la voz de alarma. De aquí llegará a los alrededores.

Ordier se preguntaba qué habría sucedido en el ruedo desde el día en que se había excitado hasta el orgasmo. Preocupado por las posibles implicaciones de su propia participación en el ritual, había pasado dos días sin ir, tratando una vez más de librarse de aquella obsesión. Pero estaba fracasando, y este ascenso hasta la cresta era una prueba más de ese fracaso.

Parren tenía los binoculares en la mano, y Ordier sacó los suyos.

—¿Está listo? —preguntó.

Parren asintió, y se adelantaron lentamente, espiando por encima de la cresta.

Allá abajo, en el valle, bajo el puesto de observación de los dos hombres, tres qataari vigilaban con las cabezas levantadas, y estaban mirándolos pacientemente.

Ordier se agachó de prisa, pero en el mismo instante oyó los gritos de los qataari, y supo que los habían descubierto.

Cuando miró de nuevo, vio que la alarma se iba extendiendo en ondas concéntricas. Los vigías que custodiaban la ladera del cerro les volvían ahora la espalda… y en la plantación de rosas, a lo largo de las orillas del río angosto, en los accesos al campamento, estaba suspendiéndose toda actividad. Luego, de pie, inmóviles y erguidos, los qataari esperaron y esperaron.

Parren manipulaba con torpeza los binoculares, intentando al mismo tiempo esconder la cabeza.

—Nada cambiaría, si usted se pusiera de pie, Parren —dijo Ordier—. Vería mejor.

Ordier mismo se había incorporado, y se sentó en el reborde de la roca. Un momento después, Parren lo imitó. Los dos hombres escrutaron el valle.

Ordier ignoraba por completo lo que Parren esperaba ver, pero él tenía sus propios intereses. Escudriñó con cuidado la plantación, enfocando a los qataari uno por uno. Casi todos estaban de espaldas y desde allí no se veía muy bien. Había una mujer en la que Ordier se detuvo un momento; podía ser la muchacha, pero no estaba seguro.

Advirtió que Parren continuaba ocupado en sus propias observaciones, y enfocó los binoculares hacia la base del muro exterior. La arena misma no alcanzaba a verse desde allí, pero sí dos de las estatuas huecas. No había tenido muchas esperanzas de asistir a la continuación de algún ritual, pero quería comprobar si había alguna gente en el sitio; sin embargo, aparte de un vigía que se paseaba cerca del esperpento, nada parecía moverse.

Ordier no supo si lo que sintió fue alivio o enfado.

La observación silenciosa continuó así durante varios minutos, pero al fin Parren admitió que no había nada que ver.

—¿No valdría la pena que esperásemos una hora o dos al pie del cerro? —dijo—. Yo tengo tiempo.

—Los qataari tienen más. También podríamos volver, si quiere.

—Parecían estar esperándonos, Ordier.

—Lo sé. —Ordier le echó una mirada rápida, como disculpándose—. Quizá se deba a que la última vez subí por esta parte del cerro. Tendríamos que haber probado otro sitio.

—Podríamos hacerlo otro día.

—Si cree que vale la pena.

Iniciaron el descenso, Ordier encabezando la marcha. El sol subía en el cielo, y el viento de la mañana se había calmado, y cuando estaban en la mitad de la pendiente los dos hombres sintieron la opresión del calor.

Fue Parren el primero en proponer un alto; y se sentó en cuclillas a la sombra de una roca. Ordier subió hasta él y también se sentó. Allá abajo, engañosamente cercana, como un juguete de plástico de colores vivos puesto en medio de un campo, se alzaba la casa de Ordier.

Al cabo de un momento, Parren dijo:

—Jenessa me ha contado que en otro tiempo usted trabajó con las escintilas.

Ordier lo miró de soslayo.

—¿Por qué se lo dijo?

—Yo se lo pregunté. El nombre de usted me era familiar. Los dos venimos del norte, al fin y al cabo.

—He dejado atrás todo eso.

—Sí… pero no los conocimientos especializados.

—¿Qué quiere saber? —dijo Ordier con resignación.

—Todo cuanto pueda decirme.

—Parren, le han informado mal. Me he retirado.

—No era entonces un detector de escintilas lo que vi en su casa.

—Mire, no veo qué interés pueda tener para usted.

Parren estaba sentado con el torso inclinado hacia adelante, separado de la roca, y había cambiado de actitud.

—Dejémonos de sutilezas, Ordier. Yo necesito cierta información. Quiero saber si hay en el Archipiélago alguna ley que prohíba el uso de las escintilas. Quiero saber si podrían utilizarse para observar a los qataari. Y por último, si cree que los qataari saben cómo detectar las escintilas o cómo desactivarlas.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—No hay ninguna ley que impida utilizarlas. Más no sé. Hay un Pacto de Neutralidad, pero nunca se aplica.

—¿Y lo demás? —dijo Parren.

Ordier suspiró:

—Las escintilas podrían ser utilizadas contra los qataari, por supuesto, si descubriese usted un modo de llevarlas al campamento, sin que ellos se enteren.

—Eso es fácil. Se las puede sembrar de noche desde un avión.

—Veo que lo ha pensado todo. Pero me interesa la última pregunta. ¿Por qué piensa que los qataari serían capaces de desactivar las escintilas?

—Las conocen, desde hace tiempo.

—¿A qué se refiere?

—Las utilizaron los dos bandos en la invasión de la península. Los trabajos militares sobre los principios de saturación… Seguro que habrá una alfombra de escintilas en todas partes. Una raza para quien la intimidad es tan importante tiene que conocerlas.

—Pensaba que para usted los qataari son un pueblo primitivo.

—Primitivo no —replicó Parren— …incivilizados. La ciencia de los qataari puede compararse muy bien con la nuestra.

—¿Cómo lo sabe?

—Una suposición inteligente. Pero ¿qué piensa usted, Ordier? ¿Cree que desactivarían las escintilas?

—Nadie lo ha conseguido hasta ahora, que yo sepa. Pero la tecnología no se detiene.

—¿La tecnología qataari?

—No sé, Parren.

—Mire esto. —Parren metió la mano en un bolsillo y sacó una caja pequeña. Ordier la reconoció en seguida. Era una caja hermética para escintilas, idéntica a la de él. Parren la abrió, retiró un par de pinzas de una muesca en la tapa, y buscó dentro—. ¿Ha visto una de estas antes? —Dejó caer una escintila en la palma de la mano de Ordier.

Ordier improvisó:

—No tiene número de serie.

—Exacto. ¿Sabe por qué?

—¿Lo sabe usted?

—Yo nunca las había visto.

—Tampoco yo —dijo Ordier—. Excepto aquí, en Tumo. Mi opinión es que son militares.

—No, lo he verificado. Según la convención de Yenna tendrían que estar marcadas. Los dos bandos han cumplido el acuerdo.

—¿Un contrabando, entonces?

—Tienen marcas también. Tal vez algunos piratas las dejen en blanco, pero éstas son una invasión. Las he visto por centenares desde que estoy en Tumo.

—¿Las ha examinado todas? —preguntó Ordier.

—No, pero todas las que miré estaban en blanco.

Parren alzó la escintila con las pinzas y la volvió a poner en la caja.

—¿Entonces de quién son?

—Tenía la esperanza de que me lo dijera, Ordier.

—Sin embargo, usted parece mejor informado.

—En ese caso le diré lo que pienso. Están relacionadas con los qataari.

Ordier calló, esperando a que Parren dijera algo más, pero el hombre estaba mirándolo con una expresión significativa, como si esperase una reacción. Al cabo dijo:

—¿Entonces…?

—Alguien —dijo Parren con un pesado énfasis— está espiando a los qataari.

—¿Con qué propósito?

—El mismo que yo.

Y Ordier reconoció en la voz de Parren el tono irritante que le había oído durante la cena en casa de Jenessa. La ambición personal era fuerte en el hombre. Por un momento Ordier había sospechado que Parren sabía de algún modo que había estado espiando a los qataari desde el esperpento, y que iba a acusarlo. Pero la culpa de Ordier era una nadería al lado de la ambición de Parren, una ambición brillante, ciega.

—En ese caso tendrá usted que aliarse con quien se tope, o competir.

—Estoy dispuesto a competir.

—¿Tiene usted escintilas propias?

La pregunta de Ordier había sido sarcástica, pero Parren respondió en seguida:

—Sí, una nueva versión. Tienen la cuarta parte del tamaño de las escintilas corrientes, y son prácticamente invisibles.

—Entonces ahí tiene usted una respuesta. No hay duda que les lleva ventaja —contestó cortésmente Ordier, pero estaba pensando en algo muy distinto. Ignoraba que la tecnología de las escintilas se hubiese desarrollado tanto.

—Para mí esa no es una respuesta, Ordier. ¿Le parece que los qataari podrían detectar o desactivar mis escintilas?

Ordier sonrió sombríamente.

—Le dije que no lo sé. Ya ha visto lo sensibles que son a ser observados. Es como un sexto sentido. Podrían tener o no los medios electrónicos para detectarlas, pero me imagino que descubrirán las escintilas de usted de alguna manera.

—¿De veras lo cree?

—La suposición de usted es tan válida como la mía —dijo Ordier—. Quizá más. Mire, tengo sed. ¿Por qué no seguimos hablando en casa? Aquí afuera hace demasiado calor.

Parren asintió, con reticencia le pareció a Ordier, y continuaron el trabajoso descenso por las rocas. Cuando media hora más tarde llegaron a la casa, la encontraron desierta. Ordier preparó unas bebidas frías.

Luego dejó a Parren en el patio, y fue en busca de las mujeres.

Unos momentos después las vio en el terreno escabroso de los fondos de la casa; venían desde el portalón del muro que daba al patio. Esperó con impaciencia a que se acercaran.

—¿Dónde estabais? —le preguntó a Jenessa.

—Tardabais tanto en volver que llevé a Luovi a ver tu esperpento. El portalón estaba sin candado, y supusimos que no habría inconveniente.

—¡Sabes que no es un sitio seguro! —dijo Ordier.

—Qué edificio tan interesante —dijo Luovi, interrumpiéndolo—. Una arquitectura tan excéntrica. Todas esas fallas disimuladas en los muros. ¡Y qué vista desde allá arriba!

Le sonrió con condescendencia, se acomodó la correa del bolso de cuero que llevaba al hombro, y se alejó hacia la casa. Ordier se volvió, esperando encontrar alguna explicación en la expresión de Jenessa, pero ella no lo miraba.