V

Nuevos pétalos habían aparecido en la celda durante su ausencia. Ordier los quitó de la ranura con los dedos, y en seguida volvió los binoculares hacia el campamento qataari, en el extremo lejano del valle. Ese día, como todos los días, los telones altos de alrededor estaban estirados y unidos entre sí. La brisa los sacudía, y unas ondas lentas y amplias se movían lateralmente por las colgaduras. Los lentes de Ordier no tenían el aumento necesario, pero aun así se sentía como un espía furtivo, con la esperanza de que el viento levantase siquiera un instante los faldones de las cortinas, y le permitiera vislumbrar lo que había detrás.

Delante del campamento, en el fondo del valle, se extendía la plantación de rosas qataari: un mar escarlata, rosado y verde. Tan juntos habían plantado los rosales que desde allí arriba no llegaba a ver el suelo amarillo y arcilloso sino en el borde de la plantación.

Miró atentamente durante unos minutos, disfrutando de aquel privilegio robado.

Los trabajadores de la plantación de rosas eran los primeros a quienes había visto desde la atalaya. La noche anterior, durante la cena, Parren había hablado de la posibilidad de observar a los qataari mientras trabajaban con las rosas; recordando la excitación que él mismo había sentido después del descubrimiento, por primera y única vez el hombre le pareció simpático.

Había un grupo de hombres qataari de pie entre las rosas y hablando con volubilidad. Al cabo de un rato, dos de ellos se alejaron y recogieron unos cestones. Echaron a andar lentamente entre los rosales, arrancando las flores más grandes, las más encarnadas. Nada habían notado de la silenciosa observación de Ordier.

Esa intrusión clandestina en el mundo privado de los qataari era en verdad, para Ordier, profundamente excitante y satisfactoria.

Las semanas que había estado espiando a los qataari le habían enseñado a ser sistemático, y enfocó por turno con los binoculares a cada uno de los recolectores de rosas. Había mujeres, y era a ellas a quienes observaba con más atención. Buscaba en particular a una mujer; había estado entre las recolectoras de rosas la primera vez que la vio. La conocía, sencillamente, como ella. Nunca le había puesto un nombre, ni siquiera un nombre familiar, como signo de identificación. Le recordaba en algunos aspectos a Jenessa, pero luego de haberla observado en tantas ocasiones, comprendía ahora que cualquier parecido que hubiera notado alguna vez había sido producto de la culpa.

Era más joven que Jenessa, más alta, e indiscutiblemente más hermosa. Jenessa era morena de cabello y de piel, con una atractiva combinación de sensualidad e inteligencia; la mujer qataari en cambio, la muchacha qataari, era toda fragilidad y vulnerabilidad, en el cuerpo de una mujer sexualmente madura. A veces, cuando ella estaba más cerca, Ordier le había visto una expresión cautivante en los ojos: sabiduría y vacilación, invitación y cautela. Tenía el pelo dorado, y la tez pálida, y las proporciones clásicas del ideal qataari. Encarnaba, para Ordier, a la víctima vengadora de Vaskarreta.

Y Jenessa era real, Jenessa era accesible. La joven qataari era remota y prohibida, eternamente inaccesible.

Cuando hubo comprobado que la muchacha no estaba en la plantación, Ordier bajó los binoculares y se inclinó hasta apoyar la frente en el áspero reborde de piedra, acercando los ojos todo lo posible. Miró abajo, hacia el anfiteatro que los qataari habían erigido al pie del muro, y de pronto la vio, de pie, junto a una de las doce estatuas huecas de metal que circundaban la arena. No estaba sola —nunca estaba sola— y los otros la rodeaban, aunque no parecían prestarle mucha atención. Estaban alisando y preparando la arena: limpiando y puliendo las estatuas, barriendo el suelo pedregoso, y esparciendo en torno puñados de pétalos de rosa.

La muchacha los observaba. Llevaba como de costumbre un vestido rojo: una túnica larga y envolvente que le caía sobre el cuerpo como una toga, de varios paños superpuestos.

Silenciosa, lentamente, Ordier levantó los binoculares y los enfocó en la cara de la muchacha. Tuvo en el acto la ilusión de que él se había acercado, y se sintió también mucho más expuesto.

Viéndola así, tan de cerca, Ordier descubrió que ella llevaba la túnica atada flojamente al cuello, y que se le estaba deslizando a un costado. Alcanzó a verle la curva del hombro, y apenas más abajo un primer atisbo del nacimiento del pecho; si ella se moviera con rapidez, o se inclinara hacia adelante, la vestidura caería, dejándola desnuda. Ordier la observó, hipnotizado por la inconsciente sexualidad de la muchacha.

No hubo nada que indicase el comienzo del ritual; los preparativos fueron llevando insensiblemente al primer movimiento de la ceremonia. Las dos mujeres que esparcían los pétalos de rosa por el suelo arenoso, los echaron ahora sobre la joven. Doce de los hombres, que hasta ese momento seguían al parecer limpiando las estatuas, abrieron de un tirón los dorsos engoznados de las figuras y entraron en ellas, y los restantes se ordenaron en círculo alrededor de la arena mientras la muchacha se adelantaba hacia el centro.

Toda esa parte era muy familiar para Ordier; pronto se pondrían a cantar. Cada vez que lo veía, notaba que el ritual apenas había progresado desde la vez anterior. Pero cada vez eran más evidentes las posibles alternativas del papel de la muchacha.

Empezaron los cánticos: suaves, graves, inarmónicos. La muchacha giró lentamente sobre sí misma, la vestidura se le arremolinó alrededor del cuerpo: le resbaló por los hombros, y en el revuelo de los paños Ordier atisbo un tobillo, un codo, el vientre, la cadera, y supo que debajo de la túnica ella estaba desnuda. Mientras giraba, miraba fijamente a cada uno de los hombres del círculo, como si tratara de decidir una elección.

Las mujeres seguían desparramando pétalos, y a medida que la muchacha giraba en la arena, los pisaban y aplastaban. Ordier tuvo la impresión de que podía olerlos desde arriba aunque la fragancia venía sin duda de los pétalos acumulados en la celda.

La escena siguiente era también una de las que Ordier ya había presenciado. Una de las mujeres que esparcía los pétalos, arrojó a un lado la cesta y avanzó hacia la muchacha. Luego, frente a ella, alzó las manos hasta el corpiño y abrió de un tirón la tela para descubrirse los senos. Adelantó el pecho. La muchacha respondió levantando las manos hasta su propio pecho y se tocó con dedos que buscaban y exploraban. Tenía a la vez la inocencia de una adolescente y la sensualidad de una mujer. Tan pronto como se tomó los pechos con las manos sobre la toga, uno de los hombres se separó de los demás y corrió a la arena. Apartó de un golpe a la mujer de los pechos desnudos, que cayó al suelo. El hombre dio media vuelta y regresó al círculo.

La mujer se levantó, se cerró el corpiño, recogió la cesta y arrojó más pétalos. Linos minutos después todo se repitió, cuando la segunda mujer se acercó a la muchacha.

Ordier observó esta ceremonia siete u ocho veces, preguntándose, como se preguntaba siempre, qué propósito tendría. Estaba impaciente por ver una continuación, porque (dejando aparte los atisbos accidentales y fugaces que había tenido alguna vez del cuerpo desnudo de la muchacha), la ceremonia se había detenido siempre en este episodio. Bajó los binoculares y se inclinó de nuevo hacia adelante escudriñando toda la escena.

La muchacha lo obsesionaba. Ordier imaginaba a veces que la ceremonia se celebraba allí, al pie del muro del esperpento, para su propio y exclusivo beneficio… que por medio de ese ritual misterioso la muchacha estaba siendo preparada para él, sólo para él. Pero éstas eran fantasías de la soledad; cuando estaba allí observándolos, no olvidaba nunca su verdadero papel: un intruso furtivo en el mundo de los qataari, un observador tan incapaz de alterar los acontecimientos como parecía serlo la muchacha misma.

Sin embargo, la pasividad de Ordier se limitaba a una falta de acción directa; en otro aspecto, intervenía en verdad en el ritual, pues mientras observaba, siempre se excitaba sexualmente. Podía sentir ahora la dureza en la ingle, la tumescencia de la excitación física.

De pronto la muchacha se movió, y Ordier volvió a estar atento. Cuando una de las mujeres avanzó hacia ella, tanteando ya las cintas del corpiño, la muchacha se le acercó y tiró de uno de los largos paños de la toga. La mujer gritó, y los pechos grandes y fofos se balancearon desnudos… y en el mismo momento la muchacha se arrancó el paño delantero, dejando que la tela le cayera de las manos.

Ordier, mirando otra vez a través de los binoculares, alcanzó a ver, en un momento de una brevedad exasperante, el cuerpo desnudo bajo la toga, pero la muchacha se volvió y la voluminosa vestidura giró con ella. Se adelantó luego dos pasos, tropezó y cayó de bruces, en el sitio en que la alfombra de pétalos era más espesa. Uno de los hombres entró entonces en la arena, apartó a la mujer a un costado, y se detuvo junto a la muchacha. La tocó con el pie, y en seguida la empujó, hasta que la dio vuelta y la puso de espaldas.

La muchacha parecía inconsciente. Tenía la ropa en desorden, recogida sobre las piernas. Cuando se había arrancado el paño, había dejado al descubierto una franja diagonal de desnudez. Le corría entre los pechos, por el vientre, una cadera. Ordier vislumbró la aureola de un pezón, y unos pocos mechones pubianos.

El hombre permanecía junto a ella, agachado a medias, frotándose los genitales con las manos.

Y Ordier observaba, rindiéndose a la exquisita excitación del placer sexual. Cuando llegó al orgasmo y eyaculó mojándose los pantalones, vio a través de las lentes temblorosas de los binoculares que la muchacha había abierto los ojos, y que miraba hacia arriba con una expresión extática, delirante. Le pareció que lo miraba directamente… y Ordier se separó de la grieta, turbado y avergonzado.