Jacj Parren y su mujer estaban en un hotel de la ciudad de Tumo, y a la mañana siguiente Jenessa fue a verlos. Yvann salió con ella, y juntos caminaron hasta el automóvil. El abrazo de despedida en la calle fue frío en beneficio de los transeúntes; no era un reflejo de la noche que habían pasado juntos, más apasionada que de costumbre.
Ordier guió lentamente de regreso a su casa, menos dispuesto ahora a caer en las tentaciones de la celda, en el muro del esperpento, pero a la vez más intrigado que nunca por lo que allí podría ver.
La conversación de sobremesa lo había puesto en ese estado. Le habían recordado que el mirador del esperpento despertaba en él sentimientos de culpa, pues allí traicionaba doblemente a Jenessa, como pareja sexual y porque a ella le interesaban científicamente los qataari.
En los primeros tiempos se habría excusado diciéndose a sí mismo que lo que alcanzaba a ver era insignificante, fragmentario y no tenía en realidad ninguna importancia. Pero había ido conociendo a los qataari, y luego descubrió el secreto… y a esto había seguido un vínculo tácito: hablar de los qataari equivalía a traicionar una confianza que él mismo había creado, en su propia mente.
Mientras estacionaba el coche y subía hasta la casa, Ordier encontró una nueva justificación a su silencio al recordar cuánto le había desagradado el matrimonio Parren. Sabía que una exposición prolongada a la seductora indolencia de la vida tumota y a la laxitud de las costumbres del Archipiélago en general, terminaría por cambiar a Parren, pero hasta entonces sería una influencia corrosiva en la vida de Jenessa. La impulsaría a estudiar con renovado entusiasmo a los qataari, atizaría el interés que tenía por ellos.
La casa había estado cerrada toda la noche, y dentro el aire era sofocante. Ordier fue de cuarto en cuarto, abriendo las ventanas, levantando las celosías. En el jardín, una brisa leve mecía las flores y los arbustos que Ordier había descuidado durante todo el verano. Los contempló, pensativo, tratando de decidirse.
Sabía que el dilema lo había creado él mismo, y que para resolverlo bastaba la simple decisión de no subir nunca más al mirador; podía ignorar a los qataari, podía reanudar la vida de antes del verano.
Pero la conversación de la noche anterior le había dado una nueva visión del problema, recordándole las peculiaridades de los qataari, que tanto interesaban al mundo. No por nada los impulsos románticos y eróticos de los grandes compositores, escritores y artistas habían sido estimulados por los qataari; no por nada persistían las leyendas y las fantasías; y el enigma había dejado huellas tan profundas en las sociedades del norte que casi no había un graffítto que no lo reflejara, una ficción pornográfica que no lo perpetuara.
Tratar de renunciar a esa obsesión era una tortura para Ordier. Se distrajo un rato nadando en la piscina, y más tarde abriendo uno de los cajones que le habían enviado del continente y ordenando los libros en los anaqueles del estudio; pero hacia el mediodía la curiosidad era ya como un hambre acuciante, y buscó los binoculares y subió por el cerro hasta el esperpento.