II

Jenessa se echó al sol, bebió el café, y se sirvió una segunda taza. Bostezó y se tendió de nuevo, el pelo ahora seco y brillante a la luz. Ordier se preguntó si pensaría quedarse todo el día, como lo hacía algunas veces. Él disfrutaba de aquellos días de ocio que pasaban juntos, nadando en la piscina, haciendo el amor y tomando baños de sol… pero la noche anterior ella había hablado de pasar el día en la Ciudad de Tumo, y Ordier no sabía en verdad qué se proponía. Al fin, sin embargo, Jenessa entró en la alcoba a vestirse, y poco después fueron juntos hasta el coche de ella. Hubo palabras de despedida y besos, y Jenessa partió.

Ordier se quedó ociosamente junto al bosquecillo del linde de la finca, esperando para saludarla con la mano cuando saliera del sendero y tomara la carretera de la ciudad. El viento fresco de la noche anterior había amainado, y la nube de polvo blanco flotó un tiempo detrás del coche, hasta mucho después de que Jenessa hubiera desaparecido. Ordier seguía mirando. A veces, inesperadamente, ella regresaba.

Cuando el polvo se posó, y lo único que impedía ver los edificios de la ciudad era el centelleo del calor matutino, Ordier volvió a la casa y subió por la cuesta hasta la puerta principal.

Una vez dentro, no se preocupó por reprimir la impaciencia con que había esperado a que Jenessa se marchara. Fue de prisa al estudio, buscó los binoculares y atravesando la casa salió por la puerta que daba al escabroso terreno del fondo. Una corta caminata lo llevó hasta el elevado muro de piedra que corría a los lados cruzando el cerro. Quitó el candado del macizo portalón de madera y pasó del otro lado. Estaba en un patio de arena, blanqueado por el sol, todo rodeado de muros, y ya caluroso en el día sin viento. Ordier se aseguró de que el portalón quedaba cerrado, y echó a andar con paso firme ladera arriba, hacia la elevación angular del esperpento almenado, en la cresta del cerro.

Fue este esperpento y el patio amurallado lo primero que Ordier encontró, por casualidad, y con el mismo ánimo temerario del demente que lo construyera tres siglos atrás, lo compró, y compró también las tierras de alrededor luego de una inspección sumaria. Sólo más tarde, cuando pasó la embriaguez de la compra, había hecho una segunda y más serena inspección de su nueva propiedad, y comprendió que era por completo inhabitable. Entonces, no sin lamentarlo, había contratado una empresa constructora local, y había edificado una casa no muy lejos.

El cerro que marcaba el límite oriental de la propiedad corría en línea recta de norte a sur por varias millas, y nadie podía escalarlo si no estaba equipado con botas y cuerdas de montaña. No tanto por la altura —en la cara que daba a la casa de Ordier se elevaba a unos sesenta metros, por encima del llano— sino porque era escabroso y mellado, con rocas afiladas y quebradizas. En el pasado geofísico tenía que haber habido allí un terremoto tumultuoso, que al comprimir y levantar el suelo a lo largo de una falla profunda, había alzado la corteza en dos láminas frágiles de acero, insertadas una en otra, borde contra borde.

Era en esa cima donde habían construido el esperpento, aunque Ordier no podía imaginar a qué costo en vidas humanas e inventiva. En equilibrio sobre las rocas resquebrajadas, era un edificio temerario, y un tributo a la singularidad y excentricidad del arquitecto.

Cuando Ordier había visto y comprado el edificio, el valle que se extendía del otro lado no era más que una ancha extensión de tierra desértica y fangosa, de vegetación exuberante, o resquebrajada, yerma y polvorienta, según la estación. Pero eso era antes de la llegada de los qataari, y de todo lo que había traído consigo.

Un tramo de escaleras subía por el interior y culminaba en las almenas. Antes que Ordier se mudara, había pagado a los constructores para que reforzaran la mayor parte de los escalones con acero y cemento, pero los últimos habían quedado sin reparar. Era muy difícil trepar a las almenas.

Casi a media altura, mucho antes del último peldaño reforzado, Ordier llegó a la falla, disimulada con ingenio en el interior del muro principal.

Volvió la cabeza, y desde la atalaya vertiginosa escudriñó las tierras que se extendían abajo. Allí estaba su casa, los techos de tejas brillantes a la luz del sol; más allá, la zona agreste de los matorrales, y más lejos aún los edificios de Tumo, un barrio de casas modernas que se levantaba sobre las ruinas del puerto marítimo, saqueado al comienzo de la guerra. En el fondo se erguían, distantes, las elevaciones pardas y purpúreas de las Montañas Tumotas, citadas a menudo en la mitología del Archipiélago de Sueño.

Hacia el norte y el sur Ordier alcanzaba a ver el plata esplendente del mar. En alguna parte hacia el norte, sobre el horizonte, estaba la isla de Muriseay, hoy oculta en la niebla.

Ordier volvió la espalda al paisaje, y se metió en la falla del muro, estrujándose entre dos losas superpuestas de mampostería. Aun inspeccionadas de cerca, las losas parecían estar tan sólidamente puestas que nada podía haber detrás. Pero había una oquedad al otro lado, cálida y oscura, bastante alta y ancha como para que un nombre pudiese estar allí de pie. Ordier se deslizó por el boquete, y se detuvo en la repisa; respiraba con rapidez luego del ascenso.

Estaba aún encandilado por el sol de fuera, y el minúsculo recinto le parecía ahora una celda tenebrosa. La única luz entraba por una grieta horizontal en el muro, una ranura de cielo brillante que en contraste con el resto parecía oscurecer, no iluminar, la celda.

Cuando al fin recobró el aliento, Ordier avanzó hasta el reborde, donde comúnmente se instalaba, y buscó a tientas con el pie la superficie de la roca. Debajo de él el muro se retiraba y descendía en una curva irregular hasta los cimientos. Ordier se movió apoyando el codo contra el muro y en ese instante notó una fragancia dulce en el aire. Al poner el segundo pie sobre la losa, bajó los ojos y vio a la media luz la coloración pálida, moteada sobre la repisa.

El olor era inconfundible: rosas qataari. Ordier recordó el cálido viento sur de la víspera —el Naalattan, como lo llamaban en Tumo— y el vertiginoso torbellino de luz y color que se había elevado por encima del valle cuando los pétalos fragantes de las rosas se habían esparcido y arremolinado. Muchos de los pétalos fueron levantados por el viento hasta la altura de la atalaya, y algunos habían revoloteado tan cerca que a Ordier le pareció que podía tocarlos con la mano. Había tenido que abandonar la celda para reunirse con Jenessa, y no había visto el final de la cálida neblina de pétalos antes de marcharse.

Se sabía que la fragancia de las rosas qataari era narcótica, y el olor empalagoso y dulzón que exhalaban cuando él pisaba y aplastaba los pétalos, le subía hasta la nariz y la boca. Ordier apartó y restregó con los pies los pétalos que habían volado hasta la repisa, y los echó abajo, hacia la cavidad del muro.

Por último se inclinó hacia adelante sobre la hendidura que se abría al valle; también allí el viento había depositado algunos pétalos, y Ordier los empujó con los dedos, cuidando de que cayesen debajo de él, en la cavidad, y no afuera al aire libre.

Se llevó los binoculares a los ojos, y luego se inclinó hasta apoyar los capuchones metálicos de los lentes en el reborde de piedra de la hendidura horizontal. Cada vez más excitado, observó a los qataari allá abajo en el valle.