Todas las noches, si no estaba de patrulla en la frontera, Dik escuchaba los ruidos del tren. A veces, cuando los vientos de la montaña amainaban un momento, alcanzaba a oír el rítmico golpeteo de las ruedas, aunque el tren estuviese todavía a muchas millas de la estación; pero nunca dejaba de oír el resoplido del chorro de vapor a la llegada y el alarido del silbato que anunciaba la partida. Para Dik era como una llamada melancólica de la tierra natal, pues los caminos escaseaban en las montañas, y sabía que tendría que irse de la frontera como había venido, en uno de esos trenes nocturnos.
Alguna vez había escrito unos versos sobre el tren, como si nada hubiera cambiado en él después del servicio militar, pero los versos eran malos y poco después los destruyó. Aquellos versos eran lo único que había escrito desde que entrara en la Policía de Frontera, y era poco probable que reincidiese.
Durante las dos últimas semanas había estado atento a los ruidos del tren con un nuevo interés, porque sabía que Moylita Kaine, la novelista, no podía tardar en llegar. Cómo sonaría el tren de diferente por el hecho de que ella estuviera en él, era algo que Dik no había llegado a plantearse, pero en todo caso Moylita Kaine llegó a aquella aldea aislada acompañada por una señal muy distinta.
Al salir de la cantina una noche, media hora antes de la llegada del tren, vio varias de las limusinas de los burgueses estacionadas en el centro de la aldea. Estaban alineadas a la entrada de la alcaldía, con los motores en marcha y los chóferes sentados en el interior. Dik pasó de largo por la otra acera, respirando las emanaciones de la gasolina y oyendo la trepidación sorda de los caños de escape.
Las grandes puertas de la alcaldía se abrieron de par en par, un haz de luz anaranjada bañó los automóviles relucientes y la nieve pisoteada. Dik encorvó los hombros y siguió andando hacia el hostal de la policía. Oyó voces, los burgueses salían del ayuntamiento; oyó el golpe de las portezuelas que se cerraban; un momento después una lenta caravana pasó delante de él, y al dejar la calle de la aldea tomó la senda estrecha que descendía por el valle escarpado a la estación. Sólo en ese momento sospechó Dik el posible significado de esa expedición de burgueses, y se detuvo a la entrada del hostal, tratando de escuchar el tren. Todavía era demasiado temprano, y el viento no dejaba oír las ruedas a la distancia.
Se quitó de prisa el uniforme y salió al balcón del primer piso. Ese día no había nevado, y las huellas escarchadas que él dejara la noche anterior llegaban hasta un extremo del balcón y se perdían en una confusión de pisadas y rastros. Las siguió y se detuvo en el mismo sitio, metiendo las manos en los bolsillos del gabán.
Desde allí podía ver la callejuela que conducía al centro de la aldea, pero la mayor parte de las casas estaba a oscuras y parecían deshabitadas; desde alguna parte llegaba el sonido de una banda de acordeones, y risotadas de borrachos. En la otra dirección, entre los tejados angulosos del linde de la aldea, se extendía el panorama, sobrecogedor durante el día, del valle invernal. La noche era oscura y Dik apenas distinguía el bosque de pinos, aferrado a las laderas escarchadas que se alzaban a ambos lados. En la cresta septentrional, a mil metros por encima de la aldea, el muro fronterizo dominaba el valle, pero como Dik sabía, no se lo podía ver desde el balcón.
Esperó, pisoteando la escarcha y tiritando, hasta que oyó por fin un chorro de vapor, que reverberó en el viento frío y huracanado del valle, y Dik sintió una vez más la punzada familiar de la nostalgia.
Entró en seguida y se reunió con sus amigos en la sala de descanso del hostal. La conversación era estrepitosa y alborotada: los últimos días de patrulla habían sido pródigos en acontecimientos, y ahora había que liberar mucha tensión contenida. Dik pronto estuvo gritando y riendo con los demás. Pocos minutos después uno de los muchachos dio un silbido penetrante junto a la ventana, y los otros corrieron a él y se apiñaron alrededor. Espiando con ellos las calles a través de la película de vapor condensado, Dik vio los coches de los burgueses que regresaban de la estación con los motores jadeantes, las ruedas crujiendo suavemente sobre la nieve apisonada.
Dik había estado por ingresar en la universidad cuando fue reclutado. No podía imaginar a nadie menos apto que él para cualquier forma de servicio militar, y había hecho todas las gestiones habituales solicitando una postergación. Fue una desgracia para él que la llegada de los papeles de leva coincidiera poco más o menos con la primera incursión aérea del enemigo sobre Jethra, y cuando pocas semanas más tarde hubo una fracasada invasión en el sur, los escrúpulos de conciencia lo apremiaron, y al fin se alistó con toda la buena voluntad de que fue capaz. Había tenido la intención de estudiar literatura moderna en la Universidad de Jethra, y era la obra de Moylita Kaine lo que había guiado esa elección. Aunque había leído novelas, cuentos y poesía desde que tenía memoria, y él mismo había escrito numerosos poemas, la lectura de un libro —una novela titulada La Afirmación— lo había impresionado tanto que era para él la experiencia más importante de su vida. Profundo y difícil en muchos sentidos, el libro era poco conocido o comentado. Para Dik, las oscuridades aparentes de la obra eran sus mayores virtudes; la novela le hablaba con una voz intensamente clara, sabia y apasionada; el conflicto elemental de la historia, entre el engaño y la verdad romántica, estaba resuelto con profunda emoción y una comprensión de la naturaleza humana tan sensitiva y espontánea que Dik aún podía recordar, tres años después, el asombro del descubrimiento. Había leído y releído el libro incontables veces; había instigado a sus pocos amigos íntimos a que lo leyeran (aunque ni una sola vez se desprendió de su precioso ejemplar), y había tratado, dentro de lo humanamente posible, de vivir de acuerdo con la filosofía de Orfé, el protagonista.
Había buscado, claro está, otros libros del mismo autor, pero no había encontrado ninguno. Había supuesto como cosa natural que el autor había muerto —a causa de esa idea común de que los libros de ocasión son siempre de autores ya muertos—, pero una carta al editor lo había conducido al fascinante descubrimiento de que Moylita Kaine se encontraba aún en la plenitud de la vida y que ella (¡Dik había pensado que era un hombre!) estaba trabajando en una segunda novela.
Todo esto había ocurrido antes del altercado con los países vecinos, y antes de que hubiera lucha en la zona fronteriza. Como adolescente que era, lector impenitente y solitario, Dik había tenido una conciencia bastante borrosa de la amenaza de la guerra, pero el reclutamiento lo había puesto, literalmente, en la línea de fuego. Desde que se alistara en la Policía de Fronteras, todas sus esperanzas y planes habían quedado en suspenso, pero a cualquier parte que fuese siempre llevaba consigo el manoseado ejemplar de La Afirmación. Ahora, como la nocturna llegada del tren, era un vínculo con la vida de antes y con el pasado, y en otro sentido un vínculo con el futuro.
El hecho de que un escritor patrocinado por el gobierno había llegado a la aldea fue anunciado en el tablero de noticias de la sala común, y Dik solicitó inmediatamente un pase para ir a verla. Se sorprendió cuando se lo concedieron casi sin titubear.
—¿Para qué lo quiere? —le preguntó el sargento del pelotón.
—Para enriquecer mi mente, señor.
—No en horas de servicio, entendido.
—En mi tiempo libre, señor.
Esa noche Dik deslizó la hojita de papel entre las páginas de la novela, eligiendo el pasaje que describía el importante primer encuentro entre Orfé e Hilde, la cautivante esposa de su rival Coschtie. Era una de sus escenas favoritas en el extenso libro.
Dik fue enviado nuevamente de patrulla antes de que pudiera utilizar el pase. Hubo un intercambio de granadas y fuego de morteros —seis hombres de otro pelotón perdieron la vida y varios más cayeron heridos—, pero el clima empeoró y Dik fue enviado de vuelta a la aldea.
Las calles estaban obstruidas por la nieve amontonada, y la ventisca continuó durante dos días más.
Dik permanecía en el hostal con los otros, contemplando el cielo plomizo y la nieve. Se había acostumbrado al clima variable de las montañas, y ya no veía en él una expresión de su propio estado de ánimo. Los días grises no lo entristecían, los días claros no le mejoraban el humor, más bien al revés, pues tenía experiencia suficiente de la labor de las patrullas para saber que los ataques del enemigo eran menos probables cuando el cielo estaba encapotado, y que un día que empezaba con el fulgor de un sol invernal concluía a menudo con el fulgor de la sangre derramada. Era curiosamente estimulante saber que Moylita Kaine estaba en algún sitio del poblado, pero también era deprimente que no pudiera ir a verla.
El día siguiente amaneció más claro, y hacia el mediodía ya no nevaba. Dik fue destinado a un equipo de zapadores, y trabajó junto con los tractores para limpiar una vez más las calles. Mientras cavaba con los otros, sintiendo la tensión del esfuerzo en los brazos y la espalda, se preguntaba una y otra vez por qué los burgueses no instalaban pistas termoeléctricas en todo el poblado, como lo habían hecho en las cercanías de la frontera y el muro mismo. Pero debajo de la nieve y el hielo estaba el antiguo empedrado de las calles, que el borde metálico de la pala golpeaba con un chirrido, mientras Dik se afanaba en la inútil tarea.
El trabajo monótono inducía pensamientos monótonos, pero lo liberaba de algunos resentimientos reprimidos. Sabía poco de cómo había sido allí la vida antes de que cerraran la frontera, pero detestaba lo que sabía ahora. Los únicos civiles eran los burgueses y los sirvientes, las únicas distracciones las toleradas por condescendencia de la policía.
Durmió profundamente esa noche, y por la mañana, cuando subía por la empinada termopista para unirse a la patrulla, sintió el tormento de los músculos extenuados, y el peso de la mochila y el rifle y el lanza-granadas y los zapatos para la nieve y las cuerdas, como si llevase a cuestas todo el peso de la nieve que había removido.
Perdida esa oportunidad de ver a Moylita Kaine, tendría que esperar hasta la próxima licencia. Se resignó con el fatigado estoicismo de esa parte de él que era ahora un soldado, aceptando la posibilidad de que cuando regresara del muro, si no lo habían matado, herido o apresado, ella hubiese terminado el trabajo en la aldea y hubiese partido en el tren.
El muro estaba tranquilo, y unos días después Dik regresó sano y salvo a la aldea. Tenía dos días de licencia, y el tiempo que pasaba por lo común en holgazanerías o jaranas en el hostal tenía de repente un sentido y un propósito.
El pase que le había dado el sargento le permitía llegar, durante las horas del día, al viejo aserradero en las afueras de la aldea; éste tenía que ser el sitio donde Moylita Kaine trabajaba o se alojaba. Dik conocía el aserradero, y durante las largas horas de patrulla recorrió mentalmente el camino unas veinte veces. Fuera de esto, no sabía qué esperar, ni de él mismo ni de la escritora. No había preparado nada para decir; le bastaría simplemente conocerla.
Al salir del hostal, se aseguró de que llevaba su ejemplar de La Afirmación en el bolsillo del gabán. Un autógrafo era la única cosa definida que él esperaba.
Al dejar atrás las últimas casas, donde la calle se convertía en una senda, le sorprendió descubrir que habían instalado una termopista, una cinta negra y sinuosa que ascendía entre los pinos rumbo al aserradero. Un vapor blanco se levantaba en el aire escarchado. Dik subió resbalando ligeramente a medida que se derretían la nieve y el hielo que se le habían adherido a las botas.
Al acercarse al viejo aserradero vio que alguien estaba de pie junto a una ventana alta de la fachada. Era una mujer, y cuando lo vio trepando por la termopista abrió la ventana y se asomó. Tenía puesto un enorme sombrero de piel, con aletas que le cubrían las orejas.
—¿Qué desea? —gritó, mirándolo.
—He venido a ver a Moylita Kaine. ¿Está aquí?
—Sí. ¿Para que quiere verla?
—Tengo un pase —dijo Dik.
—Hay una puerta… allí, del otro lado.
La mujer se retiró y cerró la ventana.
Dik caminó obedientemente hacia donde ella le había señalado, saliendo de la termopista y avanzando por un sendero angosto de nieve pisoteada. Sólo cuando llegó a la esquina del edificio y vio una puerta en el costado, cayó en la cuenta de que acababa de hablar con Moylita Kaine en persona.
Fue toda una sorpresa. Aunque no había pensado en el aspecto que ella podía tener, y no había esperado que fuera joven o vieja, supo de repente que no se la había imaginado así. La visión momentánea que había tenido era la de una mujer en los primeros años de la edad madura, más bien gorda y de aspecto impetuoso, lo menos parecido a una escritora.
La autora de La Afirmación había sido, en la mente de Dik, más etérea, más una idea romántica que una persona real.
Abrió la puerta y entró en el aserradero. El viejo edificio estaba a oscuras y frío, pero Dik vislumbró las formas angulosas de los bancos y las sierras, la madera almacenada y las cintas transportadoras. Un olor a aserrín y madera de pino flotaba en el aire: seco y distante, dulzón y rancio.
Oyó ruido de pisadas arriba, y la mujer apareció en lo alto de una escalera de madera construida contra la pared.
—¿Es usted la señorita Kaine? —dijo Dik, todavía casi sin creer que pudiera ser ella.
—Dejé un mensaje en la alcaldía —dijo la mujer, bajando hacia él—. No deseo que me molesten hoy.
—¿Un mensaje…? Disculpe. Volveré en otro momento.
Dick retrocedió, buscando a sus espaldas el picaporte.
—Y dígale al Escribano Tradayn que también esta noche estaré ocupada.
Ella estaba a mitad de camino escaleras abajo, y esperando mientras Dik buscaba a tientas el picaporte. Al parecer se había trabado. Sacó del bolsillo la otra mano para empuñarlo mejor, y el ejemplar de La Afirmación rodó por el suelo; el pase, todavía acuñado entre Orfé e Hilde, se deslizó de entre las páginas del libro y cayó revoloteando. Dik se agachó a recogerlos.
—Disculpe —dijo otra vez—. Yo no sabía…
Moylita Kaine se acercó, de prisa, y le sacó el libro de la mano.
—Tiene un ejemplar de mi novela —le dijo—. ¿Por qué?
—Porque… Esperaba poder comentarlo con usted.
Con el libro en la mano, Moylita Kaine lo observaba, pensativa.
—¿Lo ha leído? —dijo.
—Claro que lo he leído. Es…
—Pero, ¿lo mandaron los burgueses?
—No… Vine porque, bueno, pensé que cualquiera podía venir a verla.
—Eso me han dicho. Creo que podríamos subir.
—Pero usted no quiere que la molesten.
—Pensé que venía de parte de los burgueses. Suba a donde estoy trabajando. Le firmaré su ejemplar.
Dio media vuelta y echó a andar escaleras arriba. Al cabo de un momento, mirándole con incrédulo asombro el dorso de las piernas enfundadas en los pantalones, Dik la siguió.
El cuarto había sido en otros tiempos una oficina del aserradero, y la ventana miraba al valle y más allá al paisaje nevado y lejano. Era una habitación de paredes desnudas, sucia, amueblada con un escritorio y una silla, y un minúsculo calefactor eléctrico de una sola barra. No hacía mucho más calor que abajo, y Dik comprendió por qué ella se ponía esas pieles para trabajar. Moylita Kaine se acercó al escritorio, empujó unos papeles y encontró una estilográfica negra. Cuando ella abrió el ejemplar de La Afirmación, Dik vio que llevaba mitones de lana.
—¿Quiere que se lo dedique?
—Sí, por favor —dijo Dik—. Lo que usted quiera.
A pesar de la importancia del momento, la atención de Dik no estaba por entero en la firma del libro, pues mientras ella hablaba había observado en el centro del escritorio una máquina de escribir grande y antigua, con una hoja de papel blanco en el rodillo. ¡La había sorprendido escribiendo algo!
—Entonces ¿qué le pondré? —dijo Moylita Kaine.
—Fírmelo, simplemente —dijo Dik.
—Usted quería que se lo dedicara. ¿Cómo es el nombre?
—Oh… Dik.
—¿Con «c»?
—No, la forma usual.
Ella escribió de prisa, y le devolvió el libro. La tinta estaba todavía húmeda. La letra era descuidada e impetuosa, y parecía que hubiese escrito: «A Duk… cou uis uejoves motos Moylilo Kine». Dik contempló la dedicatoria, entre confundido y feliz.
—Gracias —dijo—. De veras… mm, muchas gracias.
Ella pasó atrás del escritorio y se sentó, acercando las manos a la estufa.
Dik miró la hoja que estaba en la máquina.
—Discúlpeme, ¿es esta la nueva novela que usted está escribiendo?
—¿Una novela? ¡No lo creo! No por el momento.
—Pero los editores de usted me dijeron que estaba escribiendo una novela.
—¿Mis editores le dijeron eso? ¿Qué…?
—Yo les escribí —dijo Dik—. Pensaba que La Afirmación era la mejor novela que había leído en mi vida, y quería saber qué otra cosa había escrito usted.
La mujer lo observaba con atención, y Dik sintió que él se estaba ruborizando.
—¿De verdad ha leído el libro?
—Sí, ya se lo dije.
—¿Lo leyó de cabo a rabo?
—Lo he leído varias veces. Es el libro más importante del mundo.
Con una sonrisa, pero no de condescendencia, ella dijo:
—¿Cuántos años tienes, Dik?
—Dieciocho.
—¿Y cuántos tenías cuando leíste el libro?
—Quince, creo.
—¿No te parecieron demasiado extrañas algunas partes?
—¿Las escenas de amor? —dijo Dik—. Me parecieron emocionantes.
—No me refería a eso, sino… bueno, los críticos…
—Leí las reseñas. Eran estúpidas.
—Ojalá hubiera más lectores como tú.
—¡Ojalá hubiera más libros como el de usted! —dijo Dik, y al instante se arrepintió.
Se había prometido mantener una actitud digna y cortés. La señorita Kaine le sonreía de nuevo, Dik sintió que esta vez la sonrisa era una respuesta a ese arrebato de entusiasmo.
—Si eso no es una novela —dijo, señalando la página que colgaba de la máquina—, ¿le importa decirme qué es?
—Lo que me pagan para que escriba mientras estoy aquí. Una pieza teatral sobre la aldea. Pero creía que todo el mundo sabía lo que estoy haciendo.
—Sí —dijo Dik, tratando de no mostrarse decepcionado.
Había visto el volante que anunciaba el programa de fomento de las letras, y sabía que a los escritores residentes se les encomendaba escribir obras de teatro para las comunidades que visitaban, pero Dik había tenido la esperanza insensata de que Moylita Kaine estuviera de algún modo por encima de todo eso. Una obra de teatro sobre la aldea no tenía el mismo interés que una novela como La Afirmación.
—¿Pero también está escribiendo una novela?
—Empecé una, pero la dejé. No la iban a publicar… no hasta que termine la guerra. No hay papel para libros por el momento. Muchos aserraderos han cerrado.
Dik la miraba, incapaz de desviar los ojos. Le costaba creer que esa persona fuese Moylita Kaine, alguien que desde hacía tres años estaba como en el fondo de cualquier pensamiento, o a veces presente, dominándolo todo. Por supuesto, no parecía Moylita Kaine, pero tampoco hablaba como ella. Dik recordaba los largos diálogos filosóficos de la novela, las sutilezas de las argumentaciones, el ingenio y la compasión. La autora en persona hablaba con facilidad, pero de un modo corriente; era cordial pero un tanto reservada.
La primera impresión que tuvo Dik de la apariencia de Moylita Kaine había sido prematura, y en parte a causa de las circunstancias. Eran las ropas abultadas las que la hacían parecer gorda, pues tenía las manos y el rostro finos y delicados. Ya no era una jovencita, pero tampoco una matrona; Dik pensó en los años que podría haber cumplido: más de treinta, pero menos de cuarenta. Era difícil saberlo, y deseaba que se quitara el gorro de piel y verle mejor la cara. Un mechón de pelo castaño le caía sobre la frente.
—¿Es la obra de teatro lo que usted quiere escribir? —dijo, sin dejar de mirarla con atención.
—No, pero es una forma de ganarme el sustento.
—¡Espero que le pagarán bien! —y Dik se arrepintió otra vez de su espontaneidad.
—No tan bien como les pagan a vuestros burgueses por tenerme aquí. Pero no quería renunciar definitivamente a la literatura. —Se había dado vuelta, simulando acercar las manos al calor—. Tengo que esperar el fin de la guerra. Un período de descanso no me vendrá mal en última instancia.
—¿Cree que la guerra terminará pronto?
—No, pero yo la terminaría mañana, si bastara con pensarlo. —Le echó una mirada de reojo—. ¿Eres soldado?
—Policía. Es lo mismo, supongo.
—Sí, supongo que sí. ¿Por qué no te acercas y te sientas aquí? Hace menos frío.
—Creo que tendría que marcharme. Usted ha de estar ocupada.
—No, me gustaría que te quedases. Quiero hablar contigo.
Acomodó la estufilla eléctrica, y le hizo señas de que se acercara. Dik pasó al otro lado del escritorio, y se sentó desmañadamente en el rincón, dejando que el calor le acariciara las piernas. Desde allí podía ver algunas de las palabras mecanografiadas, y las miró con curiosidad.
Tan pronto como lo notó, Moylita Kaine arrancó la hoja de la máquina y la puso cara abajo sobre el escritorio.
Interpretándolo como un reproche, Dik dijo:
—No tenía intenciones de espiar.
—Todavía no está terminado, Dik.
—Será maravilloso —dijo él, con sinceridad.
—Quizá sí, quizá no. Pero no quiero que nadie lo lea todavía. ¿Entiendes?
—Desde luego.
—Pero tal vez tú podrías ayudarme —le dijo ella—. ¿Querrías?
Dik sintió el impulso de echarse a reír, tan ridícula y emocionante le parecía la idea de que él pudiera ofrecerle algo.
—No sé —logró decir—. ¿Qué necesita?
—Que me hables de la aldea. Los burgueses no se interesan por mí, ahora que han conseguido la subvención, y no me han permitido ver a nadie. Tengo que escribir una obra de teatro, pero sólo puedo escribir sobre lo que veo. —Señaló la ventana, y el paisaje del valle escarchado—. ¡Árboles y montañas!
—¿No podría inventar algo? —sugirió Dik.
—¡Hablas como el Escribano Tradayn! —Cuando vio la expresión de Dik añadió prontamente—: Quiero escribir sobre las cosas tal como son, Dik. ¿Quiénes viven en la aldea, por ejemplo? ¿Hay allí alguien que no sea soldado?
Dik reflexionó.
—Están las esposas de los burgueses —dijo—. Pero viven fuera de la aldea. No las vemos nunca.
—¿Alguien más?
—Hay algunos granjeros en el valle, creo. Y los hombres de la estación ferroviaria.
—Así que sólo hay soldados y burgueses. Casi preferiría escribir sobre los árboles y las montañas.
—Pero creí que usted ya había empezado —dijo Dik, mirando de soslayo la pila de páginas junto a la máquina de escribir.
—Estoy empezando —dijo Moylita Kaine, sin explicar nada—. ¿Y qué pasa con el muro fronterizo? ¿Subes allí alguna vez?
—De patrulla. Para eso estamos aquí.
—¿Quieres describírmelo?
—¿Por qué?
—Porque yo no lo he visto. Los burgueses no me dejan subir al muro.
—No podría ponerlo en la obra.
—¿Por qué no? Seguramente es parte principal de esta comunidad.
—Oh no —dijo Dik muy serio—. Está allá arriba, en las montañas. —Viendo que Moylita Kaine se reía, se encogió, turbado, y al fin también se rió—. Entiendo lo que quiere decir.
—El muro rodea todo el país, Dik, pero ¿cuántas personas comunes lo han visto? Es el verdadero motivo de la guerra, y por lo tanto un símbolo importante para quienquiera que escriba hoy. Y aquí pasa lo mismo. Para entender a esta comunidad, tengo que saber algo del muro.
—Es un muro, simplemente. Está hecho de… hormigón, creo. Es alto, el doble de un hombre. Hay alambres de púa en todas partes, y puestos de ametralladoras y torres. El enemigo ha instalado reflectores del otro lado.
—¿Y corre a lo largo de la antigua frontera?
—Exactamente —dijo Dik—. Por encima de los picos de las montañas. Es muy… simbólico —agregó, utilizando la misma palabra que ella.
—Los muros siempre son simbólicos. ¿Qué hacéis allá arriba?
—Cuidamos que nadie cruce. La mayor parte del tiempo, no pasa nada. Tenemos termopistas, para impedir que el terreno se escarche. De cuando en cuando alguien nos lanza granadas o gases venenosos desde el otro lado, y entonces nosotros respondemos. A veces no lleva a nada, a veces prosigue días y días.
—¿Es muy alarmante?
—No siempre. Puede ser muy aburrido.
—¿En qué piensas cuando estás allá?
—En el frío, sobre todo. Y en que me gustaría estar en casa. —Ella permaneció callada, y Dik prosiguió—: Y a veces me pregunto quiénes están del otro lado, y por qué están allí. Ellos no tienen burgueses… o creen que no los tienen. No me gustan los burgueses, ¿sabe? —dijo, tratando de explicarse.
—A nadie le gustan. —Mientras lo escuchaba, Moylita Kaine había estado hojeando el manuscrito, con aire distraído—. ¿Sabes quiénes levantaron el muro, Dik?
—Ellos. El otro bando.
—¿Sabes qué dicen ellos? —le preguntó Moylita—. Que lo construimos nosotros.
—Eso es ridículo: ¿Por qué razón?
—Es lo que ellos dicen. He leído algunos de esos papeles clandestinos. Dicen que nosotros levantamos el muro para que la gente no huya del país. Dicen que nosotros somos una dictadura, y que las leyes de diezmo limitan la libertad.
—¿Y entonces por qué tratan de invadirnos? ¿Por qué bombardean nuestras ciudades?
—Pero Dik, ellos dicen que se están defendiendo, que el gobierno de los burgueses trata de imponerles nuestro sistema.
—¿Por qué entonces nos reprochan la construcción del muro?
—No importa quién construyó el muro… ¿no entiendes que el muro no tendría ni que estar ahí? Es un símbolo, estamos de acuerdo, pero un símbolo de la estupidez.
—¿Está de parte de ellos? —dijo Dik, fríamente.
—Desde luego que no. No estoy de parte de nadie. Sólo quiero que acabe la matanza. ¿No encontraste esto en La Afirmación?
La inesperada mención de la novela sorprendió a Dik. Habían estado hablando de la guerra, un tema del que Dik sabía acaso demasiado. Pero así, de improviso, relacionar el libro con la guerra…
—No recuerdo —dijo.
—Me parece que lo puse muy claro. La duplicidad de Hilde, sus mentiras a propósito de Coschtie. Cuando Orfé…
—¡Ya sé! —dijo Dik, comprendiendo de súbito—. La primera vez que él le hace el amor… están hablando. Hilde quiere que él traicione, para excitarla, y Orfé proclama que ella será la primera en traicionarlos.
Hubiera continuado, dejándose llevar por el minucioso recuerdo de la trama, pero Moylita Kaine lo interrumpió:
—De verdad la has leído. ¿Entiendes ahora lo que quiero decir?
—¿A propósito del muro?
—Sí.
Dik meneó la cabeza.
—Sé lo que pasa en el libro, pero fue escrito antes que empezara la guerra.
—¡Siempre ha habido muros, Dik! —dijo Moylita.
Y empezó a hablarle de la novela, inclinándose para abrir y cerrar los dedos delante de la estufa. Al principio hablaba con precaución, observando la reacción de Dik, pero cuando advirtió el ávido interés del muchacho, y que en verdad había leído la novela con atención e inteligencia, se expresó más libremente. Hablaba con animación, burlándose a ratos de ella misma y de la novela, y los ojos le centelleaban a la luz nívea que entraba por la ventana. Dik no recordaba haberse sentido nunca tan emocionado; era leer de nuevo el libro, pero como por primera vez.
Dijo que había un muro en la novela, una barrera imaginaria que se extendía entre Orfé e Hilde. Era la imagen dominante en el libro, aunque nunca estaba descrita de modo directo. Estaba allí desde un comienzo, pues Hilde era una mujer casada, pero también luego de la muerte de Coschtie, a causa de las traiciones. Al principio Orfé y luego Hilde trataron de atraerse y acercarse, pues la infidelidad era un estímulo sexual para ambos, y el muro parecía cada vez más alto e inexpugnable. Las laberínticas imbricaciones de los personajes secundarios —atentos a las exigencias de Coschtie cuando estaba vivo, vengándose cuando había muerto— eran como un cuadro de actitudes morales. La influencia de ellos estaba dividida: algunos dominaban a Orfé, otros a Hilde. Todo acto conspiratorio fortificaba aún más el muro que se alzaba entre los amantes, y hacía más inevitable la tragedia final. No obstante el libro seguía siendo la afirmación a que aludía el título: Moylita Kaine decía que se había propuesto una novela que fuese también una declaración de principios. La decisión última de Orfé era una declaración de libertad: cuando el libro concluía el muro se desmoronaba. Era demasiado tarde para Orfé e Hilde, pero de todos modos el muro se había derrumbado.
—¿Entiendes lo que pretendía? —preguntó ella.
Dik sacudía vagamente la cabeza, todavía extraviado en esta nueva comprensión del libro, pero cuando se dio cuenta asintió con énfasis.
Ella lo miró con afecto, y se recostó en la silla.
—Perdóname, Dik. No tendrías que permitir que hablara tanto.
—¡Por favor… siga hablando!
—Creía que ya lo había dicho —replicó ella, riendo.
Dik tenía ahora la oportunidad de hacer las preguntas que había estado acumulando desde la primera vez que leyera el libro. Cómo se le había ocurrido la idea original, si algunos de los personajes eran reales, cuánto había tardado en escribirlo, si había visitado alguna vez el Archipiélago de Sueño donde se desarrollaba la historia…
Moylita Kaine, visiblemente halagada por este interés, respondió a todo, pero Dik no podía juzgar hasta qué punto estas respuestas eran literales. Hacía bromas, y a veces parecía deliberadamente vaga, provocando preguntas que a Dik jamás se le hubieran ocurrido.
Fue luego de una de esas bromas cuando Dik comprendió de pronto que esa avalancha de preguntas podía sonar como un interrogatorio. Se hundió en un silencio torpe, con la cabeza gacha y la mirada fija en la baqueteada máquina de escribir.
—¿Estoy hablando demasiado? —dijo ella, y Dik se sorprendió.
—¡No! Yo estoy haciendo demasiadas preguntas.
—Entonces permíteme que yo te haga algunas.
Dik se consideraba poco interesante, y no tenía mucho que decir. Le habló del curso de graduados que le habían ofrecido, pero no sabía con certeza qué podría haber ocurrido después. Tenía la secreta ambición de escribir —y probablemente de escribir un libro como La Afirmación— pero eso era algo que jamás revelaría a Moylita Kaine.
Hubo una sola cosa que Dik no dijo, y ésta no la confesaría voluntariamente, aun cuando la abrazara en secreto como a un animal adorado. Al parecer, ella no iba a hacerle la pregunta que podría provocar esa revelación de modo que Dik bajó del escritorio y se puso de pie.
—¿Puedo verla otra vez mañana? —dijo.
—Si te es posible.
—Tengo otro día de licencia. Si usted no está demasiado ocupada.
—Dik, el gobierno organiza estas residencias para permitir que personas como tú conozcan a escritores. Así que por favor vuelve mañana… y trae a algunos de tus amigos.
—No —dijo Dik—. A menos que ellos me lo pidan.
—¿No les vas a contar?
—Si usted quiere que lo haga.
—Ellos se han enterado de que yo estoy aquí, ¿no es cierto?
Dik recordó el anuncio en la cartelera.
—Supongo que sí.
—A ti al parecer no te costó mucho averiguarlo. —Miró de pronto el ejemplar de La Afirmación, que Dik se había puesto de nuevo bajo el brazo—. Por curiosidad, ¿cómo supiste que yo iba a venir a la aldea?
Y justo cuando él pensaba que el secreto permanecería intacto, ella había tocado el tema.
—Vi el programa anunciado en la revista de la policía —dijo—. Allí estaba el nombre de usted… y yo deseaba conocerla.
Lo confesó todo. El programa estaba destinado a fomentar las artes durante el estado de emergencia, y en teoría estaba abierto a cualquier comunidad que se encontrara en la línea del frente o en las cercanías. Dik, que anhelaba tener algún contacto con el mundo que había dejado atrás, se había sorprendido al encontrar el nombre de Moylita Kaine en la lista de participantes. La solicitud que presentó al sargento del pelotón tuvo que haber llegado a manos de los burgueses, porque unas semanas más tarde había aparecido una nota en la sala de esparcimientos, detallando el programa y solicitando nombres. Dik, que a veces pensaba que él era el único del pelotón que leía el periódico mural, había escrito en el formulario el nombre de Moylita Kaine, y para estar seguro, lo había escrito tres veces más con letra diferente.
Él no lo sabía entonces, pero los administradores de las comunidades —en este caso, al Consejo de Burgueses— recibían una subvención adicional, y esa posibilidad inesperada de ganar dinero y prestigio era quizá lo que había decidido a los burgueses. Moylita Kaine no les interesaba, si es que habían oído hablar de ella alguna vez; cualquier escritor o artista hubiera sido lo mismo.
Moylita Kaine escuchó el relato de Dik, a medias orgullosa, a medias intimidada, y con una débil sonrisa.
—Así que eres tú a quien tengo que dar las gracias —dijo.
—Estoy seguro de que yo tuve muy poco que ver —mintió Dik, ardiéndole otra vez la cara.
—Bueno —dijo Moylita Kaine—. No me gustaría pensar que tú eres el responsable de que me hayan dado esto.
Con un movimiento de la mano enguantada abarcó el cuarto sucio, el calefactor de una sola barra, el paisaje escarchado.
—¿Lamenta haber venido? —dijo Dik.
—Lo lamentaba hasta hoy. Me alegra haberte encontrado. ¿Vendrás mañana?
—Sí, señorita Kaine.
—Señora Kaine —dijo ella.
—Oh, perdone. No sabía…
—No tenías por qué saber. No tiene importancia.
Pero la tenía, inesperadamente, para Dik. Esa noche casi no pudo dormir pensando en ella, y amándola con una pasión que le parecía asombrosa.
Una pausa para la reflexión, intempestiva. Dik había tenido el propósito de volver al aserradero en seguida del desayuno, cuando un cabo de rostro enjuto que lo acechaba a la entrada de la taberna lo reclutó como «voluntario» para un trabajo en la cocina. Enfrentado a una mañana de faenas tediosas, Dik se retiró a aquel habitual estado de contemplación interior, y en la cocina ruidosa y humeante, la conversación de la víspera cambió para él. Olvidada ya la euforia embriagadora de los ensueños nocturnos, pensó con mayor detenimiento en lo que Moylita Kaine le había dicho.
En la época en que se preparaba para la universidad, Dik se había aficionado a leer crítica literaria con la esperanza de entender de un modo más completo la literatura que le gustaba. Una obra en particular le había causado una honda impresión. En esas páginas, el autor sostenía que el acto de leer un libro era tan importante y creativo como el acto mismo de escribirlo. En ciertos aspectos, la reacción del lector era la única medida fidedigna del valor del libro. Lo que el lector hacía del libro se convertía en la evaluación definitiva. Cualesquiera que fuesen las intenciones del autor.
Para Dik, poco versado en cuestiones literarias, este modo de entender la lectura fue muy significativo. En el caso de La Afirmación —una novela no mencionada ni una sola vez en ninguna de las obras de critica que él había leído—, confirmaba sin lugar a dudas que era una gran novela; era una magnífica novela porque así lo pensaba él.
Dentro de este contexto la conversación de la víspera con Moylita Kaine cambiaba de sentido: no sólo las intenciones de Moylita no tenían relación con el placer de Dik durante la lectura, sino que además era un signo de arrogancia que ella tratara de imponérselas mediante explicaciones e interpretaciones.
En el instante mismo en que lo pensaba, Dik se arrepintió; sabía que los motivos de ella habían sido generosos. Sólo pensarlo era pretender compararse con ella, cuando parecía claro como el agua que ella era mil veces superior. Mortificado por su propia arrogancia, Dik resolvió remediar la falta de algún modo, sin revelar por qué.
Pero mientras trabajaba en la cocina, esperando a que sus obligaciones concluyeran con el servicio del mediodía, el pensamiento no lo abandonaba.
Al explicarle la novela, ¿no había tratado Moylita Kaine de decirle algo?
Cuando subía por la termopista hacia el aserradero, Dik se cruzó con uno de los burgueses. Con un movimiento automático, se corrió a la nieve del costado y esperó con los ojos humildemente bajos a que el hombre pasara.
De pronto:
—¿A dónde vas, muchacho?
—A ver a la escritora, señor.
—¿Con el permiso de quién?
—Tengo un pase, señor.
Buscó a tientas en el bolsillo, dando gracias al cielo por haberse acordado de traer el pase. El burgués lo examinó con detenimiento, como si tratara de descubrir alguna irregularidad. Al fin se lo devolvió.
—¿Sabe usted quién soy yo, guardia?
—El Escribano Tradayn, señor.
—¿Por qué no saludó?
—Yo… no lo vi llegar a usted, señor. Iba mirando dónde ponía los pies.
Hubo un largo silencio; Dik continuaba mirando al suelo. El burgués respiraba con afectación, como si buscara algún pretexto para impedirle llegar al aserradero. Al cabo, sin una palabra más, echó a caminar rumbo a la aldea.
Luego de lo que Dik consideró unos pocos respetuosos segundos, en los que se imaginó haciendo morisquetas al burgués que se alejaba, volvió a la termopista, y se encaminó de prisa al aserradero. Entró y subió por la escalera. Moylita Kaine estaba sentada frente al escritorio y cuando él abrió la puerta lo miró con una expresión tan colérica que Dik estuvo a punto de escapar.
Pero ella dijo en seguida:
—Ah, eres tú. Entra y cierra la puerta.
Se levantó y fue hasta la ventana, y Dik vio que tenía los puños apretados, los nudillos blancos. Supuso que la cólera era por él —¿había adivinado de algún modo aquellos sentimientos poco caritativos?—, pero al cabo de un momento la oyó decir:
—No hagas caso, Dik. Acabo de tener la visita de Tradayn.
—¿Pasa algo?
—No… nada en absoluto.
Moylita volvió al escritorio y se sentó, pero casi al instante se incorporó otra vez y se paseó por el cuarto. Por fin volvió al escritorio.
—¿Estuvo dándole órdenes? —dijo Dik, con un sentimiento de fraternidad.
—No, nada de eso. —Ella inclinó el cuerpo hacia adelante—. Ayer me dijiste que los burgueses estaban casados. ¿Todos?
—Creo… creo que sí. Cuando llegó mi pelotón hubo un acto en la alcaldía para los oficiales. Vi un montón de mujeres aquella vez.
—El Escribano Tradayn… ¿está casado?
—No sé.
Sospechando de repente lo que podía haber pasado, Dik no quiso oír nada más. Metió la mano debajo del capote y sacó lo que había traído.
—Moylita —dijo con cierta vacilación, porque era la primera vez que la llamaba por el nombre de pila—, le he traído un regalo.
Ella alzó los ojos, y lo tomó.
—¡Dik, es hermosa! ¿La tallaste tú?
—Sí. —Mientras ella daba vuelta la talla en la mano, Dik fue a sentarse en el borde del escritorio, como el día anterior.
—Es una madera rara. La encontré en el bosque. Fácil de trabajar.
—Una mano sosteniendo una pluma —dijo ella—. Nunca he visto nada parecido.
—Es la forma en que creció la madera. Ya tenía un poco ese aspecto antes que yo empezara. Siento que sea tan tosca. No he hecho más que pulirla.
—¡Pero si es perfecta! ¿De veras puedo quedármela? —Cuando él asintió, Moylita se puso de pie e inclinándose por encima del escritorio lo besó en la mejilla—. ¡Dik, gracias!
Dik musitó algo a propósito de la insignificancia del regalo, encantado por la reacción de Moylita y recordando a la vez que lo había traído porque estaba arrepentido; pero Moylita apartó algunos papeles y puso firmemente la talla de madera sobre el escritorio, frente a ella.
—Lo conservaré toda mi vida —dijo—. Ahora, ya que has sido tan amable, tú también tendrás un regalo. Te lo iba a dar luego.
—¿Un regalo para mí? —dijo Dik, estúpidamente.
—Escribí algo para ti anoche. Sólo para ti.
—¿Qué es? —dijo Dik, pero en el mismo momento Moylita sacó unas hojas de papel blanco, sujetas con un broche.
—Es un cuento. Lo escribí ayer después que te fuiste. No es muy bueno, pues lo escribí un poco de prisa, pero nació de lo que conversamos.
—¿Puedo verlo?
Ella meneó la cabeza.
—Todavía no. Quiero que antes me prometas una cosa: que no lo leerás hasta que me haya marchado de la aldea.
—¿Por qué no? —dijo Dik, y luego añadió con un destello de comprensión—: ¿Se trata de mí?
—Bueno, hay alguien un poco parecido a ti. Podrás reconocer algo de lo que dice.
—¡No me importa! —dijo Dik con ansiedad—. Lo leeré ahora. —Tendió la mano.
—No. Quiero hablarte del cuento primero. Si alguien lo encuentra, podrías verte en dificultades. Comprendes, el protagonista está del otro lado… del otro lado del muro. Si los burgueses lo encontraran, se preguntarían qué estás haciendo con esto, de dónde lo sacaste. ¿Lo quieres todavía?
—Claro que lo quiero. Lo puedo esconder… nunca nos registran el maletín.
—De acuerdo, entonces. Pero hay otra cosa. La historia no ocurre aquí, en las montañas, sino en el sur. ¿Sabes dónde quiero decir?
—Jethra —aventuró Dik.
—No, ni siquiera en el sur del país. El sur del continente, del otro lado del Mar Medio.
—¡Cerca del Archipiélago de Sueño! —dijo Dik, pensando en la novela.
—Una región así. Tengo que prevenirte, porque aunque a ti te parezca inocuo, y aun casi inverosímil, si los burgueses lo vieran, supondrían que eres un espía.
Dik le dijo, sin comprender:
—Moylita, ¿cómo es posible…?
—Escucha, Dik. Había muchos rumores en Jethra, poco antes de que yo viniese. Tengo algunos amigos que son, bueno, que no están de acuerdo con el gobierno. Tienen contactos en otros países, y hablan de negociaciones secretas con el enemigo. Las incursiones aéreas han causado muchos daños. Mis amigos piensan que la guerra se desplazará al sur, donde no haya ciudades. —Dik iba a decir algo, pero Moylita continuó—: Sé que suena estúpido; yo también lo pienso. Pero la guerra crece y se extiende. Hay nuevas armas en fabricación, están trayendo nuevos gases. Ya no es un altercado fronterizo. Y hay una motivación política, además. Desde que la guerra empezó, los burgueses se han estado fortaleciendo y enriqueciendo. Apoyarán la guerra mientras no amenace sus propios intereses. —Moylita hizo una pausa, y tomó aliento. Dik estaba callado—. Así pues, en ese cuento que he escrito, presupongo que eso ocurre, y que ocurrirá en un futuro muy próximo. El escenario es el sur.
—Muchos libros tienen ese escenario —dijo Dik.
—Sí, pero no tratan de la guerra, de esta guerra. ¿No te das cuenta, Dik? El cuento es sobre ti, sobre alguien como tú.
Moylita calló, estudiando el rostro de Dik.
—¿Todavía quieres el cuento? —dijo.
—Oh sí —dijo Dik, no comprendiendo del todo lo que ella había dicho; pero le bastaba que lo hubiese escrito para él.
—Muy bien, entonces. Cuídalo, y no lo leas ahora. ¿Lo prometes?
Dik asintió enfáticamente, de modo que luego de echarle otra mirada pensativa, Moylita puso el delgado manuscrito sobre el escritorio y garabateó su firma en la primera página. Luego lo dobló en dos, y se lo entregó.
Dik lo tomó, y como si el papel fuese la piel de un animal vivo, le pareció que cada una de las fibras estaba viva y palpitaba con una electricidad orgánica. Podía palpar las palabras mecanografiadas marcadas en el papel, y recorrió con los dedos el reverso, como un ciego que busca a tientas un significado.
—Moylita, esta historia, ¿es… simbólica?
Ella tardó en responder, y lo miró con una expresión extraña y ladina. Luego dijo:
—¿Por qué lo preguntas?
Dick recordó lo que ella había dicho de la novela el día anterior: había conseguido que la entendiera, cuando antes sólo le gustaba. Quería que ella le explicase el cuento; quizá nunca la volviera a ver.
—Porque… ¡porque yo podría no entenderlo!
Ella le sonrió, y dijo:
—No te preocupes, Dik. Es muy simple. Trata de un soldado que lee una novela, y más tarde es un poeta. Nada simbólico.
—Lo que quiero decir…
—Ya sé… ayer estuvimos hablando de muros.
—¿Es el muro fronterizo?
—Es simplemente un muro —dijo Moylita—. Está construido con ladrillos y cemento y no es más que un muro.
—Y ese soldado, ese… poeta, ¿lo escala?
—Dik, tendrías que esperar hasta que hayas leído el cuento. No quiero que le des significados que no tiene.
—Pero él escala el muro, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo sabes?
—Por lo que…
La puerta se abrió de improviso, y el Escribano Tradayn entró rápidamente en el cuarto, dando un portazo.
Por lo que usted dijo; la intuición de Dik, que se apagó y se perdió.
El burgués dijo:
—Señora Kaine, ¿quiere…? —Vio a Dik, que se había corrido contra la pared, y se volvió en seguida hacia él.
—¿Qué está haciendo aquí, guardia?
—Ya le dije, señor… Tengo un pase. —Metió la mano en el bolsillo, buscándolo a tientas.
—He visto el pase. ¿Qué hace usted aquí, en este cuarto?
Moylita dijo:
—Nada le prohíbe estar aquí, Tradayn. Mientras escribo, los soldados…
—La Policía de Fronteras está bajo las órdenes del Consejo, señora Kaine. Los pases expedidos por oficiales no autorizados han de tener mi aprobación expresa.
—Entonces puede usted aprobarlo ahora. ¿Lo tienes aquí, Dik?
Mientras ellos hablaban, Dik había encontrado la hojita de papel y se la tendió al burgués. Nunca había oído que nadie le replicara a un burgués, y el tono firme de Moylita lo había dejado sin aliento.
El Escribano Tradayn no se ocupó de él ni del pase; fue hasta el escritorio y se inclinó, apoyando en el borde las manos toscas, gordas.
—Quiero ver lo que ha estado escribiendo —dijo.
—Ya ha visto la comedia. No he escrito nada más desde ayer.
—Estuvo usando la máquina hasta altas horas de la noche.
—Estuve revisando lo que había hecho.
—Déjeme verlo.
—¿Me ha estado espiando, Tradayn?
—Señora Kaine, durante el tiempo que usted permanezca en la frontera está sometida a las leyes militares. Déjeme ver lo que ha estado escribiendo.
Ella juntó los papeles sueltos del escritorio y se los arrojó. Entretanto, Dik, todavía de pie y de espaldas a la pared, podía sentir el manuscrito secreto y conspicuo que le colgaba de la mano. Movió el brazo lentamente, tratando de ocultar los papeles debajo del capote.
—Esto no, señora Kaine… el resto. ¿Qué tiene ahí, guardia?
—Sólo el pase, señor. —Dik extendió la otra mano.
—Déme eso.
Dik miró con desesperación a Moylita, pero ella observaba impasible al burgués. Titubeando, Dik extendió el pase, pero el Escribano Tradayn pasó la mano por detrás de él y le arrancó el manuscrito. Se acercó a la ventana, y lo desdobló a la luz.
—La Negación —dijo—. ¿Es ése el título, señora Kayne?
Los ojos impasibles de Moylita no parpadearon.
El burgués siguió leyendo, con una voz sarcástica, burlona…
—«Ya no importaba cuál de los bandos había violado el pacto que prohibía los gases sensorios. Hacía tanto tiempo que los utilizaban, que ya no importaba que fuesen ilegales. Tampoco importaba quién los elaboraba y vendía. Para el soldado común, nada tenía importancia. No podía confiar en ninguna percepción. El sentido de la vista, del tacto y del oído habían sido…»
El burgués dejó de leer en voz alta, miró con irritación a Moylita, y luego volvió al manuscrito. Leyó rápidamente la primera página, moviendo los labios en silencio, y pasó a la segunda.
—¿Ha leído usted esto, guardia?
—No señor…
—El muchacho no lo conoce. Se lo iba a prestar… es algo que escribí muchos años atrás.
—O pocas horas atrás. —Tradayn bizqueó otra vez sobre la primera página, moviendo rápidamente los ojos hundidos a lo largo de los renglones: Extendió el manuscrito a Moylita para que lo viera—. ¿Es esta la firma de usted?
—Sí.
—Bien. —El burgués se guardó el manuscrito en un bolsillo interior.
—Guardia, vuelva en seguida al cuartel.
—Señor, yo…
—¡Al cuartel, guardia!
—Sí, señor.
Dik vacilando, arrastrando los pies, fue hacia la puerta y se volvió para mirar a Moylita. Ella lo observaba con una mirada firme y tranquila. Dik se preguntó si estaría tratando de transmitirle algún mensaje, aunque en ese caso era algo tan sutil que no llegó a entenderlo. Salió al aire frío y echó a andar por la termopista, pero al cabo de un rato se detuvo. Prestó atención; no se oía nada. Titubeó todavía unos segundos, y luego dejó la termopista y corrió por el campo nevado hacia la arboleda más próxima, donde se había acumulado la nieve. Saltó y se escondió detrás de un abeto corpulento.
Sólo tuvo que esperar unos minutos. Moylita y el burgués no tardaron en aparecer, caminando por la termopista hacia la aldea. Moylita iba adelante, con la cabeza gacha, pero llevaba bajo el brazo la talla que Dik le había regalado.
Al anochecer, Dik estaba aterrorizado por la incertidumbre. No hubiera tenido tanto terror si lo hubiesen castigado.
Durante el resto del día, Dik no se movió de la habitación del hostal, aguardando la inevitable convocatoria al despacho del Escribano Tradayn en la alcaldía; pero al parecer nada en la vida era inevitable, porque la citación nunca llegó.
El cuento que nunca había leído —su propia historia— parecía ser, por motivos que no comprendía del todo, tan explosivo como las minas del enemigo. Moylita en persona lo había puesto en guardia, y la reacción del burgués lo había confirmado. La iban a acusar de espionaje y traición, y la iban a encarcelar o desterrar o fusilar.
El hecho de que lo mismo pudiera ocurrirle a él importaba menos.
El temor, constante e irritante, lo llevó a las calles de la aldea tan pronto como terminó la cena en el hostal. No había comido virtualmente nada, quedándose sentado y en silencio mientras los otros muchachos vociferaban y reían.
La noche era clara, pero había empezado a soplar un viento fuerte, y la nieve pulverizada de los tejados y alféizares lo golpeaba y le lastimaba la cara. Dik recorrió la calle principal, con la esperanza de ver a Moylita o descubrir algún indicio de dónde podía encontrarse, pero la calle estaba desierta y oscura, y las únicas luces visibles venían de las altas ventanas bajo los gabletes. Regresó lentamente, y al llegar a la alcaldía se detuvo. Allí había luz en las ventanas superiores; un resplandor de líneas horizontales en las celosías de madera.
Sin detenerse a pensar en las consecuencias posibles, Dik fue hasta la puerta principal y entró. Había un pasillo estrecho, frío y con mucha luz, enfrente dos puertas más, de madera y vidrio esmerilado, decoradas con intrincadas volutas. Un cabo estaba de pie ante ellas.
—¿Qué lo trae, guardia?
—Estoy buscando a Moylita Kaine, señor —dijo Dik, con espontánea sinceridad.
—No hay nadie aquí, sólo los burgueses.
—Entonces los veré a ellos, señor. El Escribano Tradayn me ha citado.
—Los burgueses están en sesión del Concejo. No han citado a nadie. ¿Cómo se llama y qué número tiene, guardia?
Dik lo miró en silencio, temiendo la autoridad del cabo pero preocupado siempre por la suerte de Moylita, y retrocedió. Volvió a la calle, cerrando los oídos y la mente a las órdenes que el cabo le vociferaba. Dik pensó que lo seguirían, pero una vez que las puertas principales se cerraron detrás de él, los gritos cesaron. Dik echó a correr, resbalando en el suelo encharcado al llegar a la esquina del edificio. Entró en una plaza minúscula. Allí era donde los granjeros lugareños podían peticionar a los burgueses durante las horas del día, y donde, antes de la guerra, se celebraban los mercados semanales. La plaza estaba dividida en una serie de corrales en que se guardaba el ganado sujeto a diezmo mientras eran estudiadas las peticiones. Dik saltó por encima de dos de estos corrales, y se detuvo a escuchar. No oyó ningún rumor de persecución.
Levantó la vista y miró las ventanas de la alcaldía; del otro lado estaba la cámara de sesiones. Trepó a uno de los corrales, y se arrastró hacia adelante hasta apoyar las manos en el ladrillo frío del edificio. Se irguió todo lo que pudo, y trató de espiar el interior a través de las tablillas de las persianas, que estaban entornadas. Todo cuanto vio fue el techo, profusamente ornamentado con molduras de yeso y delicadas versiones al pastel de escenas religiosas.
Alcanzaba a oír un confuso sonido de voces en el interior y apretó la oreja contra el vidrio. Al instante oyó la voz de Moylita, aguda y airada. Un hombre dijo algo que Dik no entendió, y en seguida oyó a Moylita que gritaba:
—¡Ustedes no ignoran que los gases sensorios siguen utilizándose! ¿Por qué no lo admiten?
Varias voces se alzaron contra ella, y ella seguía gritando. Un hombre dijo:
—… estamos enterados de quiénes son los amigos de usted.
Entonces Dik la oyó gritar:
—… ¡los hombres tienen derecho a saber! —y—… enloquecerlos, ¡eso es ilegal!
La sala de sesiones era un tumulto de gritos airados, y Dik oyó una serie de golpes y el sonido hueco de la madera que golpeaba contra la madera. Moylita chilló.
En ese momento Dik fue descubierto por el cabo. Derribado del precario puesto junto a la ventana, cayó pataleando y debatiéndose en la nieve. El cabo lo abofeteó hasta calmarlo, y luego lo llevó a la rastra. Así llegó a una sala de guardia cerca de la entrada de la alcaldía, donde le dieron otra paliza y llamaron a dos sargentos del pelotón.
El cielo se había nublado por completo y el viento había arreciado, y cuando Dik fue remolcado por las calles hasta el hostal, el huracán arrastraba unos copos de nieve espesos y sofocantes, y los apilaba contra los muros y los postes.
Magullado y abatido, Dik estuvo encerrado en su habitación durante el resto de la noche, y todo el día siguiente.
Tenía mucho en que pensar, y casi todo acerca de Moylita y las cosas que podían ocurrirle. Casi todas le parecían atroces, y no lo soportaba. Por otro lado, sentía curiosidad por el cuento que había tenido en las manos unos pocos minutos, y que no había leído. Todo cuanto Moylita le había dicho era que trataba de un soldado que se transformaba en poeta; pero la reacción del burgués mientras lo leía, apuntaba a algo bastante más importante. Las pocas frases que el burgués había leído en voz alta: gases sensorios, alteración permanente de los sentidos. Más tarde, lo que había escuchado a hurtadillas desde la ventana: el derecho de saber, la ilegalidad, la locura.
Pero Moylita había escrito el cuento exclusivamente para él. No había hablado del trasfondo, le dijo sólo lo del poeta. Ese era para ella el tema del cuento, y por tanto tenía que serlo también para él.
Dik no le había mencionado nunca sus propias aspiraciones literarias, los poemas inéditos arrumbados en algún armario de la casa familiar. ¿Acaso ella lo había adivinado?
Moylita había interpretado para él La negación, sospechando quizá que Dik veía una estrecha relación entre la vida de él y la novela. ¿Habría pretendido ella que hiciera lo mismo con el cuento?
Dik lo ignoraba. Si había habido en él una parte que en un tiempo pudo llamarse poeta, había sido expulsada a golpes por el servicio militar; no podía olvidar el fracaso de los versos que intentara escribir cuando llegó a la aldea. El muchacho estudioso que nunca había tenido muchos amigos se encontraba lejos de él ahora, del otro lado del muro del reclutamiento.
El precioso ejemplar de La Afirmación estaba a salvo en su cuarto, y al final de la tarde, ya bastante libre de resentimientos y furores como para sentirse tranquilo, se echó en la cama y leyó una parte de la novela. Eligió el pasaje que siempre le había parecido más intrigante: los cinco últimos capítulos. Era la parte en que Orfé escapaba de las maquinaciones conspiratorias de Emerden y otros personajes secundarios, y podía ir en busca de Hilde. La búsqueda de Orfé a través del exótico paisaje del Archipiélago de Sueño se convertía en un viaje de exploración interior, e Hilde se hacía cada vez más remota.
Al leer el libro por primera vez desde que hablara con Moylita, Dik comprendió de súbito el simbolismo del muro, y maldijo su falta de perspicacia por no haberlo entendido él solo. A medida que Orfé iba de una isla a otra, tropezaba con muchas barreras; las imágenes de la autora, los diálogos, las palabras mismas, todo reflejaba el hecho de que Hilde se había refugiado detrás del muro, levantado por el propio Orfé. Hasta el sitio en que concluía la búsqueda —la isla de Prachous, que en el dialecto del archipiélago significaba «la isla enmurallada»— era adecuado.
Terminó de leer con un sentimiento de satisfacción, pero en seguida recordó otra vez el cuento. Moylita había tratado de decirle algo. Lo que sabía del cuento, ¿bastaba para que tratase de averiguar qué podía ser ese mensaje?
Afirmación/negación: opuestos.
Orfé no escalaba el muro cuando podía hacerlo, y luego era demasiado tarde; en el cuento, el soldado escalaba un muro y se transformaba en poeta. Orfé era al comienzo de la novela un romántico ocioso, un diletante y un sibarita, pero los fracasos lo transformaban en un asceta atormentado, obsesionado por una meta y guiado por un principio moral; en el cuento… ¿qué?
Dik, todavía sin comprender del todo, pero esforzándose, empezó a vislumbrar lo que Moylita Kaine quería de él.
En la frontera de la montaña no había castigo mayor que patrullar el muro, de modo que Dik no se sorprendió cuando lo restituyeron a sus obligaciones normales. Hacia la media tarde del día siguiente estaba recorriendo un cierto sector del muro, alto y remoto, y perdido entre las nubes. El frío era punzante: cada cinco minutos tenía que quebrar la capa de hielo que le cubría las gafas protectoras, y activar el mecanismo de recarga del rifle para impedir que se atascara.
Cuando trepaba hacia la frontera aquella mañana, Dik había podido ver el aserradero desde la elevación que dominaba la aldea. No había luces encendidas y un manto de nieve ininterrumpido indicaba que la termopista había sido retirada. Mientras él estaba de licencia, había habido cambios en las defensas a lo largo del muro. Las primicias de un nuevo sistema de reflectores eran visibles en las cercanías de algunos puestos de guardia, y unos enormes tambores de cable eléctrico se amontonaban en la ladera. Además, unas formas bulbosas de metal habían sido enterradas a medias en la nieve, al borde de la termopista. Una intrincada red de tuberías y toberas subía por la termopista hasta el parapeto del muro.
Dik pisó varias veces los tubos en la oscuridad, hasta que comprendió que tenía que cuidarse.
Al anochecer se había ganado un breve descanso, y bebió una sopa ferozmente caliente en uno de los puestos de guardia, pero cuando cayó la noche estaba de regreso en su sector, yendo y viniendo, desdichado, aterido de frío, tratando de contar los minutos que faltaban aún hasta el relevo.
Las guardias nocturnas, a solas contra la hostil alianza de la oscuridad y el frío y los ruidos misteriosos, eran particularmente exasperantes. Esa noche el enemigo no había encendido los reflectores, y Dik a duras penas conseguía ver la mole del muro junto a él. Lo único claro era la franja oscura de la termopista en la nieve blanca, y las cisternas semienterradas, siniestras.
Se preguntó, como siempre se preguntaba, dónde estaba el enemigo y qué estarían haciendo, o qué planes estarían fraguando del otro lado. ¿Habría alguien como él, del otro lado, a pocos metros de distancia, yendo y viniendo, esperando sólo a que terminara la guardia?
Allí, en el sitio donde se encontraban dos países, donde chocaban dos ideologías políticas, Dik estaba físicamente más cerca del enemigo que ningún otro. Y sin embargo la frontera lo unía con el enemigo; los hombres del otro lado obedecían el mismo tipo de órdenes, padecían los mismos miedos, soportaban las mismas penurias, y, presumiblemente, luchaban por el mantenimiento de un sistema tan remoto para ellos como los burgueses para él.
Dik abrió el mecanismo de recarga para desatascarlo. Hubo una pausa en el gemido del viento, y en ese instante oyó que al otro lado del muro alguien abría también un mecanismo de recarga. Era algo que se oía con frecuencia en el muro: a la vez alarmante y tranquilizador.
Dik sentía el peso de la novela de Moylita Kaine en el bolsillo. La había llevado consigo, desafiando las órdenes. Luego de los sucesos de los últimos dos días, sentía que llevar consigo la novela era lo mínimo que le debía a Moylita. Ignoraba qué podía haberle pasado, y no conocía otro modo de poner en acción las ideas de ella que tener cerca el libro. Ella hablaba en símbolos, y Dik estaba dispuesto a actuar en símbolos.
No podía actuar en la realidad, porque había comprendido al fin lo que ella había estado diciéndole.
Escala el muro, Dik.
Echó una mirada rápida al muro desolado, nada simbólico. Era sabido que se habían puesto minas y trampas explosivas a ambos lados del muro. En los cepos y cercas de alambre electrificado había disparadores de contacto. Bastaba que un hombre asomara la mano por encima del muro para que llegara del otro lado una descarga de fusilería. La guerra apenas había empezado, y ya se oían veintenas de historias de falsos contraataques, provocados por el rumor de un deslizamiento de nieve.
Siguió caminando, recordando cómo le había molestado el modo en que Moylita le había explicado la novela. Esto era lo mismo. Para ella, que negaba los ideales, un hombre podía escalar un muro, y después escribir versos; Dik estaba creando su propia negación.
Recordó entonces el sonido de la voz de Moylita desde la Sala de Sesiones. Había corrido un riesgo al escribir el cuento, y había pagado. Dik volvió a sentirse consciente y responsable, y pensó otra vez en escalar el muro.
Alzó la vista y miró de soslayo la mole oscura junto a él. Era alta aquí, pero un poco lejos había peldaños para disparar las armas y que uno podía escalar si se creía necesario.
Oyó desde algún lugar próximo un rumor siseante, y se detuvo agazapándose con el rifle preparado, mirando en torno la oscuridad. De pronto, de muy lejos, desde lo profundo del valle, un sonido agudo, tenue, llegó hasta él, deformado por el viento y la distancia: el tren en la estación hacía oír su silbato. Dik se enderezó nuevamente, tranquilizado por la familiaridad del sonido.
Siguió caminando, golpeteando la culata del rifle. Del otro lado del muro, alguien hizo lo mismo.
Y el siseo continuaba.
Pasó otra hora, y había llegado casi el momento del relevo, cuando vio la figura de un guardia que avanzaba por la termopista hacia él. Dik estaba helado de pies a cabeza y se detuvo y esperó con gratitud a que el otro llegara. Pero cuando la figura se fue acercando, Dik vio que levantaba los brazos y sostenía el rifle por encima de la cabeza.
Se detuvo a corta distancia de Dik, y habló, con un acento extranjero:
—Por favor no disparar. Yo deseo rendir.
Era un joven de la edad de él, con las mangas y las piernas del uniforme de montaña rotas y desgarradas por los alambres de púa. Dik lo miró, desconcertado.
Estaban cerca de una de las cisternas, y el siseo del gas se oía por encima del rugido del viento.
Dik mismo sintió la mordedura del aire helado que se le metía por las roturas de la casaca y el pantalón, y cuando se encendió un reflector vio que tenía una mancha de sangre bajo la rodilla. Miró al joven soldado, de pie y azorado frente a él y dijo otra vez, en voz mucho más alta:
—Por favor no dispares. Me rindo.
Estaban cerca de una de las cisternas, y el siseo del gas se oía por encima del rugido del viento.
El soldado enemigo dijo:
—Aquí… mi fusil.
Dik dijo:
—Toma mi rifle.
Mientras Dik le pasaba el arma, el joven le entregó la de él, y volvió a levantar los brazos.
—Frío —dijo el soldado enemigo. Las gafas se le habían escarchado, y Dik no podía verle la cara.
—Por allí —dijo Dik señalando el puesto de guardia distante y sacudiendo el morro del rifle capturado.
—Por aquí —le dijo el joven soldado, señalando el puesto de guardia.
Caminaron lentamente entre el viento y la nieve, Dik mirando con admiración y envidia la encasquetada nuca de su enemigo.