XVI

Esperé a que Estyll y yo se perdieran de vista, y entonces también yo salí a la luz del día. Crucé a la otra orilla del Canal por el Puente de Ayer, y volví por el Puente de Hoy.

Era el mismo día en que había llegado al Parque; la víspera del día en que yo estaría en Ginebra, la víspera del día en que Estyll y yo nos encontraríamos al fin. Afuera, en el patio, mi chófer me estaría esperando con el coche.

Antes de marcharme quise dar otro paseo por el sendero de esta orilla del Canal, y fui hacia el banco donde sabía que Estyll estaría esperando. La vi a través del gentío: estaba sentada muy quieta, pulcramente vestida con una falda blanca y una blusa azul, y observaba a la gente.

Miré hacia el otro lado del Canal. La luz del sol era clara y brumosa y soplaba una brisa. Vi en la otra orilla la concurrencia de los días de fiesta: las ropas claras, los sombreros alegres, los globos y los niños. Pero no todos se unían a la muchedumbre.

Había una mata de rododendros junto al Canal, y detrás, apenas visible, asomaba la figura de un muchacho. Estaba mirando a Estyll. Más allá, caminando absorto, cabizbajo, iba otro Mykle. Junto a la orilla, más alejado de los puentes, otro Mykle estaba sentado en las hierbas altas y contemplaba el Canal. Esperé, y poco después apareció otro Mykle. Unos minutos después, otro, que se apostó detrás de un árbol. No cabía duda de que había muchos más, cada uno ajeno a la presencia de los otros, cada uno preocupado por la joven que esperaba, sentada en un banco a pocos pasos de mí.

Me pregunté cuál era el Mykle con quien yo había hablado; ninguno quizá, ¿o todos?

Me volví hacia Estyll al fin y me acerqué. Me detuve frente a ella y me saqué el sombrero.

—Buenas tardes, señorita —dije—. Perdóneme que le hable en esta forma.

Ella alzó los ojos y me miró con profunda sorpresa; yo había interrumpido sus ensoñaciones. Sacudió la cabeza, pero me miró amablemente.

—¿Sabe acaso quién soy? —pregunté.

—Claro, señor. Usted es muy famoso. —Se mordió el labio inferior, como si hubiera dado una respuesta atolondrada—. Quiero decir que…

—Sí —dije—. ¿Confía usted en mi palabra? —Ella frunció el ceño, en un mohín conscientemente gracioso; una niña que imita los modales de un adulto—. Sucederá mañana —proseguí.

—¿Señor?

—Mañana —repetí, tratando de encontrar un modo más sutil de decirlo—. Lo que usted está esperando… sucederá entonces.

—¿Cómo sabe…?

—Eso no tiene importancia —dije. Me mantenía muy erguido, pasando los dedos por el ala de mi sombrero. Pese a todo, ella tenía el extraño poder de ponerme nervioso, de que yo me sintiera torpe—. Yo estaré allí mañana —dije, señalando la otra orilla del Canal—. Búsqueme. Llevaré este mismo traje, este sombrero. Me verá saludarla con la mano. Entonces sucederá.

Ella no dijo nada, pero me miró largamente. Yo estaba de pie contra la luz, y acaso no pudiera verme bien. Pero yo la veía con el sol de lleno en la cara, con la luz que le danzaba en el cabello y en los ojos.

Era tan joven, tan hermosa.

Era doloroso estar tan cerca de ella.

—Póngase el vestido más bonito que tenga —le dije—. ¿Entiende?

Ella siguió sin responder, pero vi que volvía los ojos hacia la otra margen del Canal. Tenía un rubor en las mejillas, y comprendí que había dicho demasiado. Deseé no haber hablado con ella.

Le hice una pequeña reverencia y me puse el sombrero.

—Adiós, señorita —dije.

—Adiós, señor.

La saludé otra vez con la cabeza, pasé junto a ella, y fui hacia el prado detrás del banco. Subí un corto trecho por la barranca, y me oculté entre los árboles, detrás de un tronco grueso.

Alcancé a ver que en el lado opuesto del Canal uno de los Mykles había salido a la luz. Estaba de pie en la orilla, bien a la vista; al parecer había estado observándome mientras yo hablaba con Estyll, pues ahora trataba de verme, protegiéndose los ojos con una mano.

Tuve la certeza de que era el Mykle con quien yo había hablado un momento.

Ya no podía volver a ayudarlo. Si ahora cruzaba dos veces, adelantándose dos días, podría estar en el Puente de Mañana y encontrarse con Estyll en el momento en que ella respondiera a mi señal.

Él me miraba, y yo la miraba. De pronto oí un grito de alegría. Vi que echaba a correr.

Corrió por la orilla y fue en línea recta al Puente de Hoy. Yo casi alcancé a oír el eco resonante de sus pisadas mientras corría por el pasaje estrecho; momentos después lo vi emerger de este lado. Caminaba, más sereno ahora, hacia la gente que esperaba en el Puente de Mañana.

Mientras aguardaba en la fila, miraba a Estyll. Ella miraba al suelo, pensativa, y no reparaba en él.

Mykle llegó al puesto de peaje. Cuando estuvo en el mostrador de pago, volvió la cabeza, me miró y me saludó con la mano. Yo me saqué el sombrero y lo agité. Él me sonrió, feliz.

A los pocos segundos desapareció en el interior del pasadizo cubierto, y supe que ya no lo volvería a ver. Había acertado: llegaría a tiempo para encontrarla. Yo ya había visto cómo ocurriría.

Vi el paraje bajo un cedro añoso donde solíamos merendar yo, mis padres y mis hermanas. Había un mantel tendido sobre la hierba, con varios platos dispuestos para el almuerzo. Un matrimonio de edad se había instalado allí a la sombra del follaje. La señora estaba sentada muy tiesa en una silla plegadiza de lona, observando pacientemente a su marido, que preparaba la carne. Dos criados estaban un poco más atrás, con servilletas de hilo blanco colgadas de los antebrazos.

Como yo, el caballero vestía traje de etiqueta: levita tiesa y perfectamente planchada y zapatos que brillaban como si hubiera estado lustrándolos durante días y días. En el suelo, junto a él y sobre una bufanda, había una chistera de seda.

El hombre reparó en mi mirada indiscreta y me miró. Por un momento nuestros ojos se encontraron y nos saludamos con una inclinación de cabeza, como caballeros que éramos. Eché a andar de prisa hacia el patio exterior: quería ver a Dorynne antes de tomar el tren para Ginebra.