Traté de pagar el peaje, pero el empleado me reconoció de inmediato. Soltó el retén del molinete con un puntapié tan brusco que temí que pudiera haberse quebrado el tobillo. Le di las gracias con una inclinación de cabeza y entré en el pasadizo cubierto.
Lo recorrí de prisa, procurando no pensar en lo que estaba haciendo ni por qué. El campo magnético me hormigueaba en todo el cuerpo.
Emergí a la luz brillante del sol. El día que acababa de dejar era caluroso y soleado, pero allí, al día siguiente, la temperatura era varios grados más alta. Me sentía incómodo, y con un atuendo excesivamente formal, nada de acuerdo con la esperanza desesperanzada que había vuelto a despertar en mí. Intentando todavía negarme a esa esperanza, me refugié en mi postura cotidiana, abriendo la levita y metiendo los pulgares en los bolsillos del chaleco, como hacía a veces cuando hablaba con mis subordinados.
Caminé a lo largo del sendero que bordeaba el Canal, tratando de ver a Estyll en la otra orilla.
De pronto alguien me tironeó del brazo desde atrás, y me volví sorprendido. Era un muchacho joven, casi tan alto como yo; pero la chaqueta demasiado estrecha de hombros y el pantalón un poco demasiado corto revelaban que todavía estaba creciendo. Tenía una mirada de obseso, aunque cuando habló comprendí en seguida que era un joven de buena familia.
—Señor, ¿me permite importunarlo con una pregunta? —dijo, y al instante supe quién era.
La emoción del reconocimiento fue profunda, y estoy seguro de que si yo no hubiese estado tan preocupado por Estyll el encuentro me hubiera dejado sin palabras. Habían pasado tantos años desde aquellos saltos en el tiempo que ya no recordaba la estimulante sensación de reconocimiento y simpatía.
Me dominé con dificultad. Al fin le dije, tratando de no revelar que yo lo conocía:
—¿Qué desea saber?
—¿Me diría usted la fecha, señor?
Empecé a sonreír, y desvié un momento la mirada, para recomponer mi expresión. ¡Aquellos ojos serios, aquellas orejas protuberantes, el rostro pálido y el pelo arremolinado!
—¿Quiere saber la fecha de hoy, o el año?
—Bueno… las dos cosas en realidad, señor.
Le respondí en seguida, aunque si bien no lo dije advertí que le había dado la fecha del hoy, aunque yo me había adelantado un día en el futuro. De todos modos no tenía importancia: lo que a él y a mí nos interesaba era el año.
Me dio las gracias con cortesía y adelantó un pie como si fuera a marcharse. De pronto se detuvo, clavó en mí una mirada cándida (que yo recordaba como un intento de saber algo más acerca de ese desconocido de aspecto imponente, vestido de levita), y me dijo:
—Señor, ¿vive por casualidad en los alrededores?
—En efecto —respondí, sabiendo lo que vendría. Había levantado una mano para taparme la boca, y me estaba frotando el labio superior.
—Me pregunto si conocerá usted a una persona que viene a menudo a este Parque.
—¿Quién…?
No pude terminar la frase. La seriedad anhelante, ruborosa del muchacho era de una comicidad extrema, y estallé en una carcajada. Al punto la transformé en un estornudo disimulado, y mientras manipulaba mi pañuelo mascullé unas palabras a propósito de mi alergia. Haciendo un esfuerzo por recuperar la serenidad, volví a guardar el pañuelo en el bolsillo y me enderecé el sombrero.
—¿A quién se refiere?
—A una joven, más o menos de mi edad.
El muchacho no advirtió mi acceso de hilaridad, y adelantándose bajó por la barranca hasta una rosaleda frondosa. Desde detrás de los rosales miró hacia el otro lado. Comprobó si yo también estaba mirando, y entonces señaló.
No vi en seguida a Estyll, a causa del gentío, pero de pronto la descubrí, de pie, muy cerca de los que esperaban para entrar en el Puente de Mañana. Llevaba el vestido de color pastel; el mismo del día en que me había enamorado de ella.
—¿La ve usted, señor?
La pregunta fue como una nota discordante en una partitura musical. Yo estaba perfectamente serio otra vez, y viendo a Estyll sentí la necesidad de un recogido silencio. Aquella forma de erguir la cabeza, aquel aire de seriedad inocente.
Él esperaba una respuesta, así que dije:
—Sí… sí, es una joven que vive en la zona.
—¿Sabe usted cómo se llama, señor?
—Creo que se llama Estyll.
Una expresión de sorprendido deleite le transformó la cara, y el rubor se le acentuó.
—Gracias, señor. Gracias.
Dio un paso atrás para alejarse, pero yo dije:
—¡Espere! —Sentí el impulso repentino de ayudarlo, de ahorrarle aquellos largos meses de agonía—. Es necesario que usted vaya y le hable, sabe. Ella quiere conocerlo. No tiene por qué sentirse tímido con ella.
Me clavó una mirada de horror, dio media vuelta y echó a correr hacia la multitud. Al cabo de unos segundos lo había perdido de vista.
Sólo entonces comprendí, con un estremecimiento, la enormidad de lo que acababa de hacer. No sólo había lo herido en el punto más vulnerable, obligándolo a enfrentarse con un problema que tendría que descubrir por sí mismo y en el momento adecuado, sino que además, impetuosamente, había interferido en el curso natural de los acontecimientos. En mi recuerdo del encuentro, el desconocido del sombrero de copa no había dado un consejo no solicitado.
Pocos minutos después, cuando caminaba lentamente por el sendero, pensando en lo que había hecho, vi de nuevo a mi yo más joven. Me vio y lo saludé con la cabeza, a modo de introducción, quizá, como para decirle que olvidase mis palabras, pero él desvió los ojos con indiferencia, como si nunca me hubiera visto.
Había algo extraño en él; se había cambiado de ropa, y la que llevaba ahora le sentaba mejor.
Pensé en esto durante un rato, hasta que caí en la cuenta de lo que había ocurrido. ¡No era el mismo Mykle con quien había hablado antes; era siempre yo, allí, en este país, pero venido de otro día del pasado!
Un poco más tarde volví a verme. En esta ocasión yo —él— vestía como la penúltima vez. ¿Era el muchacho con quien había hablado? ¿O era otro yo, venido de otro momento?
Todo esto me confundía, aunque no tanto como para que olvidara el propósito que me había llevado al Parque. Allí, del otro lado del Canal, estaba Estyll, y mientras caminaba lentamente por el sendero trataba de no perderla de vista. Durante varios minutos ella había esperado junto al puesto de peaje, pero luego había vuelto al sendero principal, y ahora estaba de pie en la barranca, los ojos clavados, como yo la viera tantas veces, en el Puente de Mañana. Desde allí la veía mucho mejor: la figura menuda, la belleza juvenil.
En ese momento, al fin, me sentía más sereno: ya no tenía aquella doble imagen de ella. El encuentro con mi yo adolescente, aquellas otras versiones de mí mismo, me había hecho entender que Estyll y yo, en apariencia separados por el Canal Magnético, estábamos en realidad unidos por él. Mi presencia allí era inevitable.
Hoy era el último día de la larga espera, aunque quizá ella lo ignorase, y yo estaba allí porque tenía que estar allí.
Ella esperaba y yo esperaba; ¡y de mí dependía esa espera! ¡Podía resolverla ahora!
Ella miraba directamente la otra orilla del Canal, y me parecía que era a mí a quien miraba, con deliberación, como impulsada, en ese mismo instante, por una inspiración súbita. Sin pensar, la saludé con el brazo. La emoción me desbordaba. Me volví con presteza y eché a andar por el sendero hacia los puentes. ¡Si cruzaba el Puente de Hoy, en pocos segundos estaría con ella! ¡Eso era lo que tenía que hacer!
Cuando llegué al sitio en que el Puente de Mañana se abría hacia ese lado, miré hacia atrás por encima del Canal, para asegurarme de que ella aún estaba allí.
¡Pero ya no esperaba! También ella caminaba ahora de prisa por el césped, corría hacia los puentes. Y mientras corría volvía la cabeza para mirar la otra orilla del Canal, ¡buscándome!
Llegó hasta la muchedumbre que esperaba en el puesto de peaje, y la vi abrirse paso a empujones. Cuando entró en la casilla, la perdí de vista.
Permanecí allí, en mi extremo del puente, atisbando la penumbra del pasaje cubierto. La claridad del día era un rectángulo luminoso a cincuenta metros de distancia.
En la otra cabecera, una figura menuda de vestido largo subía aprisa los peldaños, y yo entré corriendo en el pasadizo. Estyll venía hacia mí, recogiéndose la falda mientras corría. Vi cintas que se arrastraban, medias blancas.
A cada paso, Estyll se internaba en el campo magnético, a cada paso vehemente e impetuoso que daba hacia mí, me parecía menos material. Vi que se borraba y se diluía en menos de un tercio del trayecto.
¡Comprendí el error que había cometido! ¡Se había equivocado de puente! Cuando desembocara de este lado y estuviera de este lado… llegaría con veinticuatro horas de atraso.
Yo escudriñaba con desesperación el penumbroso pasadizo cubierto, cuando dos niños se materializaron lentamente delante de mí. Se empujaban y peleaban, cada uno tratando de ser el primero en emerger al nuevo día.