VII

Elegí el día con cuidado, un día con clases en las que mi ausencia no sería demasiado notoria. Salí de casa de mañana como siempre, pero en vez de ir hacia la escuela me encaminé a la ciudad, compré en la estación un billete de ida y vuelta al Parque, y me instalé en el tren.

Durante el verano habíamos hecho la excursión habitual, pero no había significado mucho para mí. El futuro inmediato me había quedado chico; el Mañana ya no me interesaba.

Estaba resuelto. Cuando llegué al Parque fui directamente al Puente de Mañana, pagué el peaje y eché a andar por el camino cubierto que conducía a la otra orilla. Estaba más concurrido de lo que yo esperaba, pero bastante tranquilo para mis propósitos. Aguardé hasta que me quedé solo en el puente, y luego fui hacia el extremo del pasadizo cubierto y me detuve en el sitio donde había saltado la primera vez. Saqué una piedra afilada del bolsillo y tracé una línea delgada pero profunda en la superficie metálica del puente.

Volví a deslizarme la piedra en el bolsillo, y miré especulativamente la orilla inferior. No podía saber hasta dónde tenía que saltar, sólo me ayudaba un cierto instinto y el recuerdo borroso de cómo lo había hecho antes. Tuve la tentación de saltar lo más lejos posible, pero me dominé.

Monté la baranda a horcajadas, tomé aliento y me lancé hacia la orilla.

Una oleada ensordecedora de crepitaciones eléctricas, una momentánea oscuridad, y caí de bruces en la barranca opuesta.

Antes de examinar los alrededores señalé el sitio en que había caído. Primero dibujé con la piedra una línea profunda en la tierra y el pasto apuntando hacia la marca del puente (que aún era visible, aunque menos brillante), y luego arranqué varias matas de hierbas alrededor de mis pies para contar con una segunda marca. Por último, miré fija y largamente el sitio preciso, para no olvidármelo, y evitar cualquier posibilidad de extraviarme.

Cuando me pareció que no había descuidado nada, me enderecé y miré el futuro a mi alrededor.