VI

Cuando cumplí los once me mandaron por primera vez a la escuela. Había vivido hasta entonces en un hogar en el que la fortuna y la influencia eran cosas naturales, y con un preceptor que se tomaba a la ligera el problema de mi educación. Obligado de pronto a convivir con muchachos de toda condición y origen, me refugié en una actitud de arrogancia y condescendencia. Salir de todo esto me costó dos años de burlas y golpes, aunque ya desde mucho antes venía sintiendo un odio apasionado por la educación, y lo que ella implicaba. Me convertí, en suma, en un estudiante que no estudiaba, en un alumno que rechazaba a sus compañeros y era abiertamente correspondido.

Llegué a transformarme en un simulador consumado, y con la complicidad ocasional de un criado podía fingir en cualquier momento un convincente aunque inexplicable dolor de estómago, o provocar una erupción en apariencia infecciosa. Algunas veces me quedaba tranquilamente en casa; más a menudo me iba al campo en bicicleta y me pasaba el día en complacientes ensueños.

En días como esos practicaba mi propio sistema de educación: leyendo, aunque por elección y no por obligación. Leía ávidamente todas las novelas y la poesía a que podía echar mano: mis novelas y cuentos preferidos eran los de aventuras; en poesía pronto aprendí a los románticos de principio del siglo XIX, y los en ese entonces muy desdeñados desolacionistas de doscientos años más tarde. Las emocionantes combinaciones de coraje y amor no correspondido, de virtud moral y añoranza nostálgica me tocaron el corazón y acrecentaron mi antipatía por las rutinas de la escuela.

Fue en esa época cuando mis lecturas empezaron a despertar pasiones que mi existencia monótona no podía satisfacer, y mis pensamientos se volvieron de pronto a la joven llamada Estyll.

Mis emociones necesitaban un objeto.

Envidiaba los animosos anhelos de los poetas románticos, pues para ellos, me parecía, los deseos se encauzaban en experiencias emocionales; los desolacionistas desesperados, que lamentaban la devastación de alrededor, al menos habían conocido la vida. Tal vez yo no racionalizara esta necesidad tan claramente en aquel entonces, pero cada vez que mis lecturas me exaltaban, la imagen que se me presentaba primero era la de Estyll.

Recordando lo que dijera mi compañero, junto con mi propia imagen de aquella figura menuda, acurrucada, me parecía ahora una criatura abandonada, solitaria y triste, que perdía la vida en una desesperada vigilia. Huelga decir que era indeciblemente hermosa y completamente fiel.

A medida que crecía, mi inquietud era mayor.

Me sentía cada vez más aislado, no sólo de los otros muchachos de la escuela sino también de mi familia. A mi padre el trabajo le pesaba más que nunca y era una figura inabordable. Mis hermanas seguían cada una caminos distintos: a Therese se le había despertado un cierto interés por los caballos de talla pequeña, a Salleen por los muchachos. Nadie tenía tiempo para mí, nadie trataba de entender.