Mi padre no era un hombre que apreciara los méritos de un castigo corto y severo, y viví durante varias semanas bajo la nube de mi fechoría.
Yo me consideraba inocente, y pensaba que el precio que mi padre me obligaba a pagar era demasiado alto; en nuestra casa, sin embargo, había una sola clase de justicia, la justicia de Papá.
Aunque había estado en el futuro sólo alrededor de una hora de mi tiempo subjetivo, para mi familia habían pasado cinco o seis horas, y cuando volví ya anochecía. Esa ausencia prolongada era la razón principal de la ira de mi padre, aunque si yo había saltado en verdad treinta y dos años, como me había informado mi amigo, un error de unas pocas horas en el viaje de vuelta no tenía mucha importancia.
Nunca me pidió que me explicara; mi padre detestaba las excusas.
Salleen y Therese fueron las únicas que me preguntaron qué había ocurrido, y yo les abrevié la historia: dije que luego de saltar al futuro, cuando me di cuenta de lo que había hecho, exploré el Parque y luego salté de vuelta. Eso era suficiente para ellas. No dije nada del muchacho de los sentimientos sublimes, ni de la joven que esperaba en el banco. Saber que yo me había lanzado a un futuro lejano las dejó bastante deslumbradas (aunque el hecho de que hubiera regresado sano y salvo empañaba de algún modo el brillo de la historia).
En mi fuero interno mis sentimientos acerca de la aventura eran confusos. Pasaba mucho tiempo a solas —parte de mi castigo consistía en que sólo podía ir al cuarto de juegos una tarde por semana, y tenía en cambio que estudiar con más diligencia—, y trataba de entender el significado de lo que había visto.
La muchacha, Estyll, representaba muy poco para mí. Ocupaba sin duda un sitio en mi recuerdo de esa hora futura, pero como había sido tan fascinante para mi compañero, la recordaba sobre todo a través de él, y pasó a tener un interés secundario.
Pensaba mucho en el joven. Había puesto gran empeño en mostrarse amable conmigo y en incluirme en sus pensamientos privados, y sin embargo yo lo recordaba aún como una presencia intrusa e inoportuna. Pensaba a menudo en aquella voz ronca que declamaba opiniones sublimes, y aun desde las limitaciones de mi poca edad, la figura desgarbada —de piernas larguiruchas, pelo abrillantado, bigote de pelusa— me parecía cómica. Durante mucho tiempo me pregunté quién podía ser. Aunque la respuesta parece obvia, retrospectivamente, tardé varios años en encontrarla, y cada vez que salía a caminar por la ciudad mantenía los ojos bien abiertos por si volvía a verlo.
Mi penitencia concluyó unos tres meses después del picnic.
Todas las partes interesadas así lo entendieron, aunque esa libertad condicional nunca fue anunciada formalmente. La ocasión fue una fiesta que dimos con permiso de nuestros padres a unos primos que estaban de visita; a partir de ese día ya nunca se mencionó abiertamente mi travesura.
El verano siguiente, cuando se acercaba el día de ir otra vez de picnic al Canal Magnético, mi padre interrumpió nuestras excitadas efusiones para darnos un breve sermón, recordándonos que teníamos que permanecer siempre juntos. Papá hablaba para todos, aunque me echó una mirada penetrante y significativa. Fue una nube pasajera, y no llegó a enturbiar la jornada. Fui un niño obediente y sensato durante el picnic… pero mientras cruzábamos el aire tibio del Parque, no me olvidé de buscar a mi servicial amigo, ni a su adorada Estyll. Miré y miré, pero ninguno de los dos estaba allí ese día.